Kong: La Isla Calavera, la versión del mítico gorila, es un filme que honra todos los códigos del cine de monstruos. Entretenimiento puro. Los monstruos existen. Y existen porque la humanidad los creó a fuerza de guerras y destrucción masiva. Dos bombas nucleares lanzadas en Japón bastaron para que naciera Godzilla, devenido ícono colosal de la cultura pop. Y el rey Kong siempre fue, según Quentin Tarantino, una metáfora de la esclavitud de los africanos, a quienes llevaban encadenados a la gran ciudad para explotarlos. En Kong: La Iisla Calavera el gorila gigante segrega bilis porque los humanos invadieron su territorio. Y se diferencia de las anteriores películas porque aquí la mole peluda no se cuelga de rascacielos ni se enamora de la dama de turno. No hay lugar para el enamoramiento ni viajes a Nueva York. El erotismo primitivo es reemplazado por la furia destructiva más espectacular. Con un prólogo ambientado en 1944, la película no demora en mostrar a su personaje principal. Luego pasa al año 1973 para contar la típica historia de expedición militar en tierras desconocidas. Después de que los exploradores atraviesan una tormenta en helicópteros para adentrase en las densas entrañas de una isla perdida en el Pacífico sur, llamada Isla Calavera, se dan con la sorpresa de que en el lugar reina el mítico Kong, entre otros monstruos gigantescos. La acción y la carnicería humana quedan aseguradas. El director Jordan Vogt-Roberts se centra en la acción clase B más pura y dura y brinda un espectáculo henchido de efectos visuales computarizados, con tramos que son un solo reventar de cráneos, porque si hay algo que se tiene en claro es que los personajes humanos no importan. Lo que importan son los monstruos, a quienes se le da todo el protagonismo. Las actuaciones de Brie Larson y Tom Hiddleston están a un mismo (bajo) nivel, porque, ya se dijo, a la película no le interesa tanto el lucimiento de sus actores como el de sus criaturas. Y John Goodman y Samuel L. Jackson cumplen con sus papeles y ayudan a darle suspenso a la historia. De todos los homenajes que hay, sin dudas el más importante es el dedicado al cine bélico de la década de 1970 y a uno de sus principales referentes: Apocalypse Now (1979). Allí están los colores que caracterizan a la película de Francis Ford Coppola y sus personajes más sobresalientes, como el interpretado por John C. Reilly, una clara imitación de aquel mítico introductor al reino del Dios Marlon Brando que encarnó el no menos endiosado y dionisíaco Dennis Hopper. Kong: La Isla calavera es una película que celebra el cine de monstruos. Y un entretenimiento para pasarla como un niño. Importante: quedarse hasta después de los créditos finales porque hay una escena que enloquecerá a los fanáticos de los bichos enormes.
El joven que cayó a la Tierra La película sobre el primer ser humano nacido en Marte. Así se podría resumir El espacio entre nosotros. La idea del filme dirigido por Peter Chelsom es demasiado ambiciosa, más aún cuando descubrimos que se trata de una teen movie (película adolescente) espacial que intenta mezclar la ciencia ficción con el drama y la comedia romántica. Una tripulación de astronautas parte hacia el Plantea Rojo en una misión con fines experimentales. Durante el viaje, Sarah Elliot (Janet Montgomery), la única mujer del grupo, descubre que está embarazada. Desde la Tierra ven como algo imposible el regreso de la tripulación. Sarah fallece al dar a luz y Nathaniel Shepherd (interpretado por Gary Oldman), el jefe millonario que está a cargo de la misión desde la Tierra, decide mantener en secreto la vida del recién nacido. 16 años después, Gardner Elliot (Asa Butterfield) ya es un adolescente y empieza a chatear desde Marte con Tulsa (Britt Robertson), una chica que vive en Colorado. Nunca se explica cómo se conocieron, y aquí asoma la primera falla de la película, ya que en toda comedia romántica lo más importante es cómo se conocen los protagonistas, cómo se seducen, cómo llegan a la primera cita. El conflicto se presenta cuando deciden traer al muchacho a la Tierra para someterlo a una operación. Tienen que fortalecer su densidad ósea a través de un tratamiento especial. Además, la sangre de Gardner tiene un elevado nivel de troponina, sufre de agrandamiento del corazón y no tolera la gravedad de la tierra. Pero la idea del joven es encontrarse con su amada y buscar a su padre. Es así que emprenden un viaje, junto con Tulsa, por distintos lugares en busca de su progenitor, y escapando de los científicos que tienen a Gardner bajo un estricto control médico. Aquí la película gira hacia una road movie de aventuras que entretiene lo suficiente. Sin embargo, el director la arruina cuando decide inclinarse por un drama romántico al estilo de los best sellers de John Green (Bajo la misma estrella), con sus típicos diálogos plagados de elementos cursis y una banda sonora original majestuosa pero boba. La solemnidad de algunas escenas entra en contradicción con el conjunto y la convierten en un drama pasatista de larga duración.
El filme costó una fortuna y tuvo varios problemas para llegar a la pantalla, pero propone acción y carcajadas junto a un monstruo amigable. La producción de Monster Trucks fue muy problemática, estuvo plagada de inconvenientes y el resultado final no convenció a nadie, lo que llevó a los estudios (Paramount, Nickelodeon Movies y Disruption Entertainment) a postergar varias veces su estreno. El producto costó 120 mil millones de dólares y nunca lograron recuperar la exorbitante cifra. Según rumores, la película fue concebida por el hijo de 4 años de Adam Goodman, exCEO de la Paramount, quien, como buen hombre, no habría tenido mejor idea que dejar al niño que ideara el filme. Con estos antecedentes llega el filme dirigido por Chris Wedge, creador de La era de hielo. Monster Trucks confirma el rumor, ya que efectivamente parece salida de la mente de un niño, pero de un niño que vio a los grandes exponentes del género “monstruo amigable” y que cuenta con una imaginación desbordante. Si hubieran explotado mejor la idea, podrían haber dado con el inicio una nueva saga infanto-juvenil de monstruos. Todo comienza cuando, tratando de evadirse de la vida de pueblo, Tripp (Lucas Till), un estudiante a punto de egresar, construye un Monster Truck a partir de piezas de desguace. Si bien la película no está a la altura de la tradición marginal y desprestigiada en la que se encuentra ubicada, la salva mucho su nobleza, su simpatía, su ternura. Aunque para muchos se trate más bien de una bondad tibia, de poco vuelo, que no termina de encender el motor de la gracia y de activar la empatía del espectador, lo cierto es que Monster Trucks saca una que otra carcajada y hace que los más pequeños se metan de lleno en la historia. La película es una simpática aventura apta para todo público que respira clase B ochentosa, en la línea de Mi amigo Mac (1988), que logra enganchar y sorprender gracias a sus escenas rimbombantes y ridículas pero siempre atractivas. Por momentos tiene bastante ritmo, aunque hay partes en que se estanca debido a un guion deficiente y muerde la banquina. Aún así, Monster Trucks aprueba porque cuenta con un monstruo agradable y carismático, a quien el protagonista humano tendrá que salvar de la amenaza en un viaje a toda velocidad sobre cuatro ruedas.
Una película para valientes La tercera entrega del filme inspirado en la novela del japonés Kohi Suzuki tiene algunas vueltas de más pero mantiene la tensión original. Tranquilo, usted no va a morir a los siete días después de ver La llamada 3, la nueva entrega de la saga inspirada en la novela del japonés Koji Suzuki (The Ring), llevada al cine en 1998 por Hideo Nakata y en 2002 por Gore Verbinski en su versión norteamericana. Tampoco va a morir de miedo, aunque sí saltará de la butaca un par de veces. Aun tenemos grabada la imagen de Samara, esa escalofriante niña con los pelos hacia adelante que sale de la pantalla del televisor y se dirige hacia nosotros con paso amenazante. Desde que la vimos en la cinta de Hideo Nakata, primero, y en la de Gore Verbisnki, después, no dejó de inquietarnos por las noches. El argumento de la franquicia se centra en un VHS que contiene unas imágenes tan misteriosas como perturbadoras. Después de ver el video, la víctima recibe una llamada con la voz de una chica que le dice que va a morir en siete días. En La llamada 3, dirigida por el español F. Javier Gutiérrez, hay un profesor universitario que descubre cómo impedir la muerte en el séptimo día. La solución consiste en pasar el video para que lo vea otra persona, quien, a su vez, deberá pasarlo a otra. De este modo, la historia se convierte en una cadena terrorífica y desesperante. Otra cuestión que aporta el director español es la adecuación a los tiempos que corren. Si hace unos años la maldición vivía dentro de un VHS, ahora puede transportarse en un pendrive y verse en una computadora o en un smartphone. Lo más interesante de la película es cómo va mutando en distintos géneros: pasa de la scary movie para adolescentes al terror psicológico; del terror de almas en pena inscripto en la tradición nipona al thriller sobrenatural; y termina en una suerte de policial sin policías. Pero lo que en un comienzo se podía leer como una crítica demoledora sobre los daños que provoca la televisión, con la expansión de la saga esa lectura se fue evaporando. Ya no hay un orden de cosas que se cuestione, sólo hay una seguidilla de planos sin rumbo. Sin embargo, a pesar de lo intrincada que se vuelve la trama y de las inconsistencias que afloran en el guion, el filme logra mantener en vilo al espectador.
Una orgía de horror y locura Cada tanto se estrenan películas como La cura siniestra, una feliz convulsión del mainstream norteamericano, una auténtica anomalía del Hollywood actual. No es habitual ver este tipo de productos, tanto por los géneros marginales que aborda como por su subyugante in crescendo hacia las cumbres siempre borrascosas de lo insano. El filme que marca el regreso de Gore Verbinski al terror es, en el fondo, una comedia extravagante y corrosiva, una broma pesada de casi tres horas, un largo chiste mal intencionado. Por lo tanto, es una obligación celebrarla con el mismo desenfado con el que está hecha. La película derrocha perversión con facilidad y con felicidad. Tiene incontinencia de locura y es puro desborde psíquico y cinefilia clase B. Gore Verbinski retoma el espíritu subversivo de las películas interpretadas por Vincent Price, donde todo estaba permitido y los comportamientos de los personajes estaban más allá de las buenas conductas, y lo enmarca en una especie de epifanía gótica ambientada en un misterioso centro de salud ubicado al pie de los Alpes suizos. Verbinski mezcla al Martin Scorsese de La isla siniestra y al Guillermo del Toro de La cumbre escarlata y lo pasa por el filtro de Roger Corman, pero filmado con los planos ampulosos y grandilocuentes y perfectos del solemne Stanley Kubrick de El resplandor, lo que da como resultado una puesta en escena entre fría y hospitalaria, de dudosa asepsia. Lo que mejor la define es esa sonrisa malvada del personaje de Lockhart (interpretado por Dane DeHaan), la típica mueca burlona del que se salió con la suya. La historia transcurre en un siniestro sanatorio que funciona como un spa para gente rica, en los Alpes, lo que le da la posibilidad de mostrar el paisaje imponente de las montañas con puntas nevadas. La trama se torna intrincada a medida que avanza. Pero una vez que se entra en su universo nadie quiere salir, como los mismos personajes. El director de La Mexicana (2001), cuyo cine se caracteriza por la imperfección y la irregularidad, compone una desquiciada sinfonía en tono mayor, oscura, muy oscura, con momentos espanta-público y escenas repulsivas. Verbinski no le teme a los temas tabúes que tanto temen los productos de la fábrica de los sueños, porque sabe que más que sueños, Hollywood siempre fue la gran fábrica de las pesadillas.
La ópera prima de Adam Schindler tiene como protagonista a una chica que sufre de agarofobia. Y encerrada en su casa, es asaltada por ladrones que sufren lo inimaginable. Nuestra calificación: Buena. El año pasado se estrenó No respires (Fede Álvarez, 2016), en la que tres jóvenes entran en una casa a robar plata y descubren que su dueño es un veterano de guerra ciego y adiestrado en el manejo de las armas y las artes marciales. En la película del director uruguayo había una cuidada construcción de la atmósfera, los personajes estaban desarrollados con habilidad y el suspenso mantenía en vilo al público hasta el final. Se podría que decir que Intrusos, ópera prima de Adam Schindler, es la versión femenina de aquella No respires, en la que en vez de un veterano de guerra ciego, es una muchacha con agorafobia la que se encarga de cuidar la casa y darles su merecido a los ladrones. Anna se dedica a cuidar a su hermano mayor enfermo. Con las únicas personas que interactúa es con una amiga y con Dan (interpretado por Rory Cuilkin), un chico que le lleva la comida todos los días. Cuando su hermano fallece, Anna opta por quedarse en casa en vez de ir al velorio (debido a su incapacidad para salir). Es así que tres ladrones aprovechan el sepelio para ir a la casa a robar un bolso con mucha plata. Lo que los tres ladrones no se esperan es que Anna esté en casa y que la propiedad, encima, esté diseñada especialmente para trampear intrusos. De a poco, el filme le va dando rienda suelta al suspenso y a las vueltas de tuerca. Adam Schindler va dosificando las sorpresas, con actuaciones que se desenvuelven con timing mientras avanza la trama. Intrusos se convierte, por momentos, en un más que interesante thriller ultraviolento entre cuatro paredes, con giros novedosos y una atmósfera que transmite tensión, aunque no llega a ser tan cuidada como en No respires. Después de la mitad de la película aparecen giros predecibles, recursos trillados y ciertos elementos que debilitan la verosimilitud. Y hacia el final, comete el peor de los pecados: la explicación psicológica que justifica todo. El gran mérito de la película, sin embargo, es que su director logra captar el zeitgeist, el espíritu del tiempo que llamaban los alemanes, el clima cultural del momento. Adam Schindler sabe que este es el tiempo de las mujeres, y que los hombres tienen que cuidarse.
xXx Reactivado es una combinación explosiva de músculos tatuados, autos tuneados y personajes unidimensionales que cumple con su objetivo. Hay películas que son objetivamente malas, pero que son un entretenimiento delicioso y vacuo para pasar el rato, un verdadero goce culposo que se consume con un balde de pochoclos y en castellano, porque dobladas funcionan y se digieren mejor. xXx Reactivado marca el regreso de una de las sagas menos celebradas, pero no por eso menos descerebradas, del pelado Vin Diesel, ese héroe de la clase trabajadora que siempre sale mostrando pectorales anabolizados y rodeado de mujeres hermosas que se mueven al ritmo del reguetón de moda. Y no sólo vuelve el mítico Xander Cage (Vin Diesel) y los personajes principales de la franquicia con título pornográfico sino que además se les une el líder de la segunda entrega (xXx 2: Estado de emergencia, 2005), el enorme Ice Cube en el papel de Darius Stone. Ojalá el cine de acción mainstream fuera siempre tan divertido y adrenalínico como este ejemplar fabricado para un público tan preciso como amplio. Lo que más se agradece del filme dirigido por D.J. Caruso es que no está contaminado de la corrección política reinante en la mayoría de los nuevos exponentes de acción. La idea de mundo de las películas en las que participa Vin Diesel aun pertenece al siglo XX. Hay mujeres semidesnudas, ruido de motores, peleas imposibles, machos alfa musculosos que consumen bebidas energizantes y que aman más a sus autos que a sus novias. También está el fútbol, como el deporte más importante en la vida de sus personajes, tan importante como los autos y las mujeres (los cameos del futbolista brasileño Neymar Jr. y del reguetonero Nicky Jam son sencillamente gloriosos). Y todo al compás de una banda sonora que se ajusta al gusto del público al que se dirige, con su típica puesta en escena plagada de cámaras lenta y con la dosis obligatoria de humor grosero y patriotismo derechoso. xXx Reactivado es una combinación explosiva de músculos tatuados, autos tuneados y personajes unidimensionales que cumple con su objetivo. No entender su lógica es no entender la razón de ser de este tipo de productos.
Sin nada que perder llega con cuatro nominaciones al Oscar, incluyendo el de mejor película y guion. El filme dirigido por David Mackenzie es un hibrido de géneros que honra la tradición de los policiales ambientados en el oeste de Texas. Estamos en época de los premios Oscar y la cartelera se empieza a llenar de películas nominadas a los famosos premios de Hollywood. Una de ellas es Sin nada que perder, quizás el título más desconocido hasta ahora. El filme dirigido por David Mackenzie fue ganando adeptos desde el año pasado gracias a su prematura circulación por la red y llega con cuatro nominaciones a los premios de la Academia: mejor película, actor secundario (Jeff Bridges), guion original (Taylor Sheridan) y montaje. En Sin nada que perder hay autos y camionetas y el caballo aparece sólo como un animal doméstico. El filme está ambientado en el presente y utiliza con inteligencia el personaje de Jeff Bridges para hablar del ocaso de una generación, la misma que sometió a sus ancestros indios. Marcus es un policía a punto de jubilarse y su manera de proceder es la de la vieja escuela. En Texas o se es ladrón o se es policía, no hay otro horizonte posible en una de las tierras más devastadas por la malas políticas económicas. Allí se acumulan la “basura blanca” y los analfabetos de campo, que trabajan toda su vida para pasarse la pobreza de generación en generación, como si se tratara de una enfermedad genética. Esto la convierte en una lectura pesimista del pueblo de Texas, y es aquí donde se empiezan a ver sus principales problemas. Por ejemplo, la representación del habitante promedio es demasiada estereotipada, y el personaje de Bridges es el indicador que lo confirma, ya que está al borde de lo caricaturesco. Sin nada que perder es también una película sobre los padres, sobre los hijos y sobre los hermanos. Tanner (Ben Foster) y Toby (Chris Pine) son dos hermanos muy unidos que se dedican a robar bancos. Uno de ellos es un marido divorciado que tiene dos hijos adolescentes. Los hijos son su vida y ponerle fin a la malaria económica es su objetivo principal. Las actuaciones no son sobresalientes, pero se ajustan perfectamente a la historia. El guion tiene la virtud de cruzar el western con el subgénero de robo a bancos y la road movie policial, con toques de thriller noir, y todo en el seno de uno de los lugares que en sí es otro género: el oeste de Texas. Otro elemento que le juega en contra es la pulcritud de los planos, que la acercan más al registro nítido de las series televisivas que al de una verdadera heredera del western sucio del oeste de Texas. Lo mejor de la película es su banda sonora, compuesta por Nick Cave y Warren Ellis, dos músicos que comprendieron desde hace rato el espíritu de la Norteamérica profunda (difícil no conmoverse con el rasguido desgarrador de sus guitarras acústicas). La película está bien, tiene una historia que entretiene y que cuenta con un par momentos potentes. Pero no llega con la fuerza suficiente para ganar la estatuilla dorada.
La película de Laura Casabé lleva a la pantalla un cuento de Samanta Schveblin. Un tal Benavidez tiene una fuerte discusión con su novia y se va a los portazos. Llega a una mansión con su valija a cuestas en busca de un psiquiatra y coleccionista de arte. La elegante casona tiene la particularidad de funcionar como una sofisticada residencia en la que se lleva a cabo un extraño experimento para sacar adelante a artistas deprimidos. La valija de Benavidez se empieza a ocupar de a poco del personaje del doctor interpretado por Jorge Marrale, a través del cual se empiezan a ver detalles de la mansión y de cómo someten a Pablo Benavidez (Guillermo Pfening) a un extraño experimento psicológico. Pronto nos enteramos de que a Benavidez, a quien varios consideran un escultor mediocre, lo atormenta la sombra de su padre, el verdadero y talentoso artista de la familia. La incorporación de la forma laberíntica de la casa hace que la película parezca, por momentos, un juego mental. Pero, lamentablemente, la ambiciosa idea no llega a buen puerto. La película tiene todo el aspecto de un corto universitario estirado, en el que se nota la torpeza de su puesta en escena y la falta de timing de los actores. Los diálogos son dichos como si estuvieran memorizados un rato antes de rodar cada escena. Además, carece de atmósfera e incorpora una música que pretende darle suspenso, pero que no funciona en una película que se parece al trabajo final de estudiantes de la escuela de cine. El filme quiere satirizar el esnobismo del mundillo artístico porteño, pero termina pareciéndose al objeto satirizado. La valija de Benavidez es un claro ejemplo de ejercicio torpe, con problemas psicomotrices. Y es un cine viejo, que hay que superar.
"Moana": una chica aventurera La nueva película de Disney descansa en el personaje de Moana, una joven que debe salvar a su pueblo. No hay tiempo para principes ni romances frente a tanta aventura. Un claro ejemplo del punto de vista de Moana: Un mar de aventuras, la nueva producción de Disney, es el corto de apertura. Allí se ve cómo el empleado de una oficina sufre un enfrentamiento constante entre su cerebro y su corazón. Cuando el personaje se da cuenta de que va a morir sin haber hecho las cosas que desea, sale corriendo de la oficina a hacer todo lo que le dice el corazón. El problema es que no se trata de un acto rebelde, sino de un simple recreo para después volver al trabajo. Algo parecido sucede con Moana, la película. En una isla de la antigua Polinesia, una niña llamada Moana es la elegida por el océano para salvar a su comunidad. Hace mil años, el semidiós Maui le robó el corazón a la isla madre Te Fiti, y desde entonces una oscuridad mortífera empezó a esparcirse. Moana es la futura jefa del pueblo y para detener el avance de la oscuridad tendrá que cruzar el arrecife en busca de Maui y obligarlo a que le regrese el corazón a la isla. Como en toda película de aventuras, Moana y Maui tendrán que enfrentar muchas adversidades en el transcurso del viaje. Lo que más se agradece de la animación es que no cae en la típica historia romántica de princesas de la factoría Disney. Acá Moana lucha para salvar a su pueblo, no para merecer el amor de un príncipe. En este sentido, Moana es una evolución respecto a La sirenita y Frozen. La película entretiene a pesar de tornarse predecible. Cuenta con su obligatorio momento emotivo y tiene varias escenas de acción bien logradas, algunas acompañadas con canciones pegadizas a modo de musical. Sin dudas, el personaje del gallo es lo mejor del filme, ya que es el que introduce un humor distinto, que mezcla el gag físico con el absurdo. Moana: Un mar de aventuras es técnicamente intachable. La claridad del los paisajes y los efectos especiales son imponentes, sobre todo en la escena del reino de los monstruos fluorescentes, donde los colores se aprovechan al máximo. Lo que no convence es el trasfondo conservador de la historia, que alienta a seguir el corazón y cruzar los límites de lo permitido sólo para volver con mayor felicidad al punto de partida. Para Disney, la familia siempre será una institución incuestionable.