Aaron Eckhart es el doctor Ember, un científico que se interna en las personas poseídas para quitarles los malos espíritus. Nuestra calificación: Regular. Dentro de unos años, muchos espectadores se reconocerán generacionalmente por haber visto en cine las películas de Blumhouse, la productora que patrocinó varios hits del terror actual, como las sagas Actividad paranormal, La noche del demonio y La noche de la expiación. La idea de su fundador, Jason Blum, siempre fue hacer películas de alta calidad con bajo presupuesto e ir por fuera de las exigencias de los grandes estudios. Sin embargo, en vez de llevar a fondo estos principios, muchos de sus títulos no hicieron más que imitar el estilo del mainstream. La reencarnación es otra propuesta de Blumhouse que incurre en este mismo error. El filme dirigido por Brad Peyton (Terremoto: La falla de San Andrés) y protagonizado por Aaron Eckhart cuenta con un argumento interesante, pero la ejecución no está a la altura de la idea. El doctor Seth Ember (Aaron Eckhart) tiene una particular capacidad para introducirse en el subconsciente de los poseídos. Y su método científico de exorcismo consiste en “desahuciar” a las entidades malignas desde el interior. Desde hace tiempo, Ember busca al demonio que provocó el accidente que lo dejó en silla de ruedas y que se llevó a su esposa y a su hijo. Hasta que un llamado del Vaticano lo pone de nuevo frente al enemigo. La entidad que se esconde en el niño Cameron Sparrow es un parásito que se alimenta de su energía y que lo controla a través de la sugestión y el deseo. El propósito de Ember es destruir la mentira en la que vive el poseído. El problema principal de La reencarnación está en el ambicioso y confuso guion, ya que no deja en claro algunas cuestiones. Además, el director toma elementos de distintos géneros que a su juicio pueden ir juntos y le da un cierto tono de ciencia ficción, sobre todo cuando Ember entra en la mente de los poseídos. De este modo, la película también queda emparentada con títulos como El origen y Pesadilla. Sin embargo, lo que podría haber sido una idea genial se ve arruinada por resoluciones apresuradas e inverosímiles, y la poca sensación de miedo que provoca se desvanece enseguida.
Un crimen y varias intrigas El secreto de Kalinka cuenta el proceso de investigación que emprende un padre tras la muerte de su hija adolescente. El caso de Kalinka Bamberski es tan aterrador como apasionante. Aterrador no sólo por el hecho de que detrás de la muerte de la niña haya habido un responsable perverso, sino también por el indignante accionar de la justicia (francesa y alemana), que siempre quiso tapar el caso. Y apasionante por cómo el padre de la niña se obstina en investigar por cuenta propia la causa de su muerte. Dirigida por Vincent Garenq y protagonizada por Daniel Auteuil, El secreto de Kalinka está inspirada libremente en el libro de André Bamberski, testimonio de su batalla por la verdad. Si bien la película cuenta con la típica puesta en escena de los dramones europeos para la televisión, el director logra esquivar los golpes bajos y consigue un digno resultado cinematográfico. Contada con flashbacks que van y vienen en el tiempo, la película tiene una primera parte ambientada en Marruecos en 1974, donde se cuenta la infidelidad de la mujer de André con el doctor Dieter Krombach. Luego el filme se va a 1982, año de la misteriosa muerte de la adolescente. Hay una autopsia poco clara. Las declaraciones de Dieter sobre lo sucedido el día de la muerte de Kalinka son confusas. André empieza a sospechar del doctor. A partir de allí, la película se detendrá en cada año importante del largo camino que recorrió André por los distintos tribunales para pedir justicia. El secreto de Kalinka es la demostración de que cuando hay una buena historia de intriga, cuando los personajes están bien interpretados y el guión es sólido, el resultado siempre es positivo. La fuerza de una buena historia siempre se impondrá sobre la forma. Las actuaciones de los tres actores principales son admirables. La de Daniel Auteuil, por cómo de a poco se va convirtiendo en el prisionero de su obsesión por la verdad: la de la actriz Marie-Josée Croze, en el papel de la madre de la niña, por hacer de una mujer convencida de la inocencia de su segundo marido y único sospechoso; y la de Sebastian Koch, como Dieter Krombach, por su capacidad para hacer de un Don Juan oscuro. La trama logra atrapar, la narración es dinámica y simple, va siempre al hueso y no aburre nunca. Y el director tiene, además, la gran virtud de contar 30 años de una obstinada búsqueda personal de la verdad en menos de una hora y media.
En uno de los afiches de promoción de Presencia siniestra, ópera prima de Farren Blackburn, Naomi Watts reposa en una bañera mientras en el fondo se ve la silueta de un hombre formada en el vapor. La imagen amenazante es prometedora. Y si a esto le sumamos los nombres del pequeño actor Jacob Tremblay (a quien vimos lucirse este año en La habitación) y del joven Charlie Heaton (uno de los protagonistas de la aclamada serie Stranger Things), las expectativas aumentan. Sin embargo, en Presencia siniestra todo está mal. El filme no tiene tacto para el suspenso ni la mínima capacidad para construir la verosimilitud del drama que aborda. El paisaje nevado es sólo decorativo, nunca un elemento que refuerce la atmósfera de terror que pretende tener. La luz tenue, casi a oscuras, tampoco logra transmitir la angustia y la desesperación de su protagonista principal. Mary Portman es una psicóloga para niños que queda viuda. El marido y el hijo adoptivo tienen un accidente terrible, en el que el mayor muere y el joven queda parapléjico. Mary pasa sus días entre su trabajo y el cuidado del adolescente inválido. Un día llega a su vida un niño retraído llamado Tom, personaje que en un comienzo parece traer la clave del filme, pero que después se desvanece como hielo al sol, hasta el punto que no se sabe muy bien cuál es la función que cumple en la trama.
"Las locuras de Robinson Crusoe", una película con pocas luces Las locuras de Robinson Crusoe toma la figura del náufrago más famoso para volver a contar la conocida historia. Sin embargo, la película animada no consigue aportar nada nuevo por una evidente falta de ingenio y originalidad. Las locuras de Robinson Crusoe es la típica historia de supervivencia contada para los más chicos. El problema es que padece de pereza creativa y de falta de ritmo. De producción belga/francesa y dirigida por los mismos creadores de Las aventuras de Sammy, Vincent Kesteloot y Ben Stassen, esta animación del náufrago más famoso de la literatura no sólo no agrega nada sino que por momentos naufraga en un océano poco arriesgado, que nivela para abajo. La historia está contada a través de un flashback que muestra cómo un torpe Robinson Crusoe termina en una isla con su perro, después de que el barco en el que navegaba fuera arrasado por una tormenta mortal. La llegada del humano y su mascota no hace más que meter miedo a los animales que habitan el lugar, quienes ven a los recién llagados como monstruos invasores. Robinson Cruce es ligeramente lelo y poco habilidoso. Los animales, en cambio, son bastante simpáticos y pueden hablar entre ellos, aunque no son tan graciosos. Una cabra miope, un loro, un camaleón y un tapir hembra son algunos de ellos. El único que ve como una esperanza la visita inesperada es el loro Tuesday/Mak, que está convencido de que hay otro mundo más allá de la isla, y que ve a los náufragos como la prueba irrefutable de su creencia. A partir de allí se activa la mecánica del relato: los personajes empiezan a conocerse, siempre guiados por las (malas) impresiones que tienen del otro. De a poco, los personajes se irán dando cuenta de quiénes son los buenos y quiénes los malos. Pero los problemas surgen cuando aparece una pareja de gatos hambrientos, de look bastante agresivo, que le hará la vida imposible a Robinson Crusoe y a sus nuevos amigos. La animación se torna interesante cuando deja prevalecer la acción por sobre la historia, es decir cuando el argumento se reduce al desplazamiento de los personajes. Pero llega un momento en que la propuesta se agota y queda en evidencia la falta de ingenio y originalidad. Una vuelta de tuerca interesante no hubiera estado de más. Crusoe se da cuenta de que sus pares, los humanos civilizados, son más salvajes que los animales de la isla. Y ese es, de algún modo, la propuesta de la animación: volver a la vida primitiva, alejada de la civilización. ¿Quién dijo que ningún hombre es una isla? Robinson Crusoe lo es.
La magia sigue intacta Apabullante regreso del universo del mago más famoso y querido del cine. Gloriosa primera parte de una renovada secuela que promete mucho más que encantamientos patronus fuera de Hogwarts y bicharracos inimaginables. Hay películas que marcan a fuego el corazón de toda una generación de espectadores, como las que integran la saga de Harry Potter. El universo mágico de la obra maestra creada por J.K. Rowling sigue expandiéndose a paso firme. La historia se renueva y el regreso de ese mundo es tan fascinante como cualquiera de las ocho partes anteriores. En Animales fantásticos y dónde encontrarlos ya no están Harry, Hermione y Ron, ni la acción transcurre en las aulas de Hogwarts, el colegio de magia y hechicería dirigido por el profesor Albus Dumbledore. Sin embargo, en este inicio de lo que será la precuela de la popular saga, la magia sigue intacta, y por momentos hasta es más poderosa que en las películas anteriores. La idea es reactivar el mundo de Harry Potter a partir de un libro que salió publicado en 2001 como una guía de criaturas mágicas, libro que además formaba parte del programa de estudio de Hogwarts. Pero con una historia que comprenda los años anteriores a los de la saga del mago con anteojos. La película está ambientada en Nueva York en el año 1926. Empieza con el desembarco en la gran ciudad de Newt Scamander (interpretado por Eddie Redmayne) con una maleta movediza y sospechosa, como si llevara alguna mascota dentro. Newt se choca con un nomago (muggle), un tipo de mediana edad y regordete llamado Jacob Kowalski, quien también va por la calle con un maletín similar al de Newt. El choque entre ambos hace que una de las criaturas que Newt lleva en su valija se escape, lo que significa un problema tanto para la comunidad mágica como para los muggles (recuerden que acá el mundo se divide entre los magos y los nomagos, quienes no tienen que enterarse de la existencia de los primeros). Lo que sigue es una sucesión de problemas que se van encadenando hasta el final. El director David Yates, quien conoce como la palma de su mano el universo de Harry Potter, sabe cómo tiene que ir presentando a los personajes a medida que la acción avanza. Y en esta oportunidad tiene la ventaja de trabajar junto con J.K. Rowling, encargada del guión. La película da la misma oportunidad a todos los personajes para que se luzcan, y la mezcla de humor con el costado más oscuro del universo creado por Rowling es su gran logro. Eddie Redmayne en el papel de Newt Scamander, con su sonrisa torcida y su complexión desgarbada, compone un héroe distinto y querible. El enorme Colin Farrell, en la piel de un malo callado y misterioso, hace una primera aparición tímida pero que toma color (oscuro) a medida que avanza el filme. Mientras que el actor Dan Fogler, en el papel de Jacob Kowalski, se roba la película con su graciosa cara y su contagiosa sonrisa. La sorpresa actoral del final nos regala el plano del año. Animales fantásticos y dónde encontrarlos es un inmejorable relato fantástico en clave de aventuras, que petrifica con su varita de efectos especiales y que nos recuerda que el cine es un invento creado para entretener y encantar.
Una entretenida película de vampiros en tierra irlandesa La película de Conor McMahon hace honor al más puro cine de terror, con monstruos y escenas viscerales en estado puro. En algún lugar de Irlanda, un señor cava un pozo y encuentra una estaca. El objeto le llama la atención y sigue cavado hasta que ve una mano con largas uñas. Como ya está oscureciendo, se va a buscar una linterna. Cuando regresa, una criatura emerge y le clava los colmillos en la yugular. Esta introducción sirve para ubicarnos en un lugar y para decirnos de qué va el asunto. Se ve parte del monstruo, nos introduce en un universo particular, nos marca el tono y nos adelanta lo que vendrá. Sí, la película irlandesa Noche diabólica se trata de una de vampiros. La trama sigue con la estructura típica. Ese mismo día, pero más temprano, Sarah y Mark, una joven pareja, se dirigen en auto a pasar unos días en el campo. Por supuesto, lugar común del género mediante, el auto se les estanca en un camino con barro, cerca del lugar donde ocurre el hecho que vemos en el inicio. Mark se baja para pedir auxilio. Llega a una casa en la que aparentemente no hay nadie. De pronto aparece un señor moribundo. Mark sale corriendo a pedir ayuda y vuelve al auto donde lo espera su novia. Cuando regresan a la casa, la noche ya está encima. Empieza la pesadilla. Si bien hay indicadores que permiten pensarla como una comedia, la primera pregunta que surge mientras dura Noche diabólica es si está hecha en broma o en serio. Como está dirigida por Conor McMahon, la respuesta comprende las dos alternativas, ya que el director nos tiene acostumbrados a la mezcla de comedia con horror, y al repaso de los grandes subgéneros del terror (debutó con una de zombis llamada Dead Meat en 2004 y luego hizo una de un payaso asesino llamada Stitches en 2012). Noche Diabólica transcurre en una noche y ama profundamente las películas de monstruos clase B al estilo de la Hammer (el famoso estudio dedicado al género a mediados del siglo pasado), donde al monstruo se lo mostraba sin artilugios, y donde el gore y las malas actuaciones eran las reglas sagradas. El director juega con la profundidad de campo y el fuera de foco (a cada rato se ve cómo la criatura aparece desenfocada desde atrás). También hay una subjetiva del monstruo que remite al universo cinematográfico al que pertenece la película. Y eso es todo. Noche diabólica se ríe de sí misma y cumple con su objetivo pasatista de entretener por un rato. Es una película para disfrutar con un balde de pochoclos y para ver desde el desprejuicio, o desde el más puro goce cinéfago.
Una historia con ladrones de medio pelo La comedia que protagonizan Zach Galifianakis y Kristen Wiig se disfruta por su falta de seriedad y por su exceso de ridiculez. A pesar de estar basada en hechos reales, en Locos dementes lo gracioso proviene de la falta de verosimilitud. La comedia dirigida por Jared Hess (Nacho libre) se disfruta por su falta de seriedad y por su exceso de ridiculez, como si se tratara de una especie de burla a las producciones construidas con solemnidad y peso dramático. Su gran virtud es que el director logra que el espectador se preocupe por el destino de los personajes. Atrapa con la historia a pesar de que nada de lo que sucede es creíble, ni siquiera la relación que se forma entre el personaje de Zach Galifianakis y Kristen Wiig, dos grandes indiscutidos de la comedia americana, cuya química está cinematográficamente comprobada. El encargado de interpretar a David Ghantt, un guardia de seguridad de una compañía de autos blindados, es Zach Galifianakis, cuyo fuerte cómico siempre fue su aspecto físico, su look desaliñado, su cara graciosísima. Aquí tiene un plus: se lo puede ver con una melena rubia a lo He–Man y una sonrisa a prueba de balas. Kristen Wiig es Kelly, la compañera de trabajo de quien David se enamora. Kelly tiene un amigo poco confiable, Steve (interpretado por Owen Wilson), un ladronzuelo que quiere dar el gran golpe y salvar su vida. Steve se aprovecha de la amistad de Kelly con David para planear uno de los robos más grandes de la historia de los Estados Unidos. Hay chistes escatológicos y mucho humor físico. Los incidentes cuando David se tiene que ir a México para que no lo atrapen son tímidamente entretenidos pero lo suficientemente buenos como para que el público se olvide del trasfondo serio de la trama. Locos dementes es una suerte de Bonnie y Clyde en clave estúpidos, con toques de humor absurdo y de mal gusto, pero con un par de gags efectivos y situaciones desopilantes y ridículas, tanto que resultan graciosas.
Ben Affleck, más picante que nunca La nueva película de Gavin O’Connor gira en torno a un profesional de los números y tiene a Ben Affleck como protagonista absoluto. El estreno de El contador es una de las gratas sorpresas del año y confirma al menos dos cosas: que Ben Affleck es un gran actor y que se pueden hacer películas de superhéroes distintas a las que nos tienen acostumbrados Marvel y DC Comics. En el filme dirigido por Gavin O’Connor (Warrior, 2011) está todo bien. La información que necesita el espectador está perfectamente distribuida, sin dejar cabos sueltos, sin saturar con escenas de acción, sin incluir personajes de más, sin caer en romanticismos efectistas ni en justificaciones psicológicas. Si bien el personaje de Affleck padece el síndrome de Asperger, la película jamás cae en psicologismos. Esta raíz psicológica está sólo para reforzar la personalidad extraordinaria del personaje. Los flashbacks para explicar asuntos del pasado aportan datos, aclaran cuestiones, adelantan respuestas. El filme tiene timing y buen manejo del suspenso. En pocos minutos narra el pasado de los personajes secundarios para que el espectador entienda sus motivaciones. Y tiene muy en claro que está para entretener. No tiene vueltas de tuerca caprichosas y deja entrever de a poco el giro final. El humor es muy importante, no se toma demasiado en serio, es una película autoconsciente de sus juegos con el género de superhéroes, y ahí es donde le saca ventaja a los mamotretos digitalizados de DC y Marvel. La película empieza con una introducción donde se ve a un pequeño Christian Wolff (Ben Affleck), el niño con trastorno de Asperger, armando un rompecabezas y desesperándose al no encontrar una pieza. Se ve a sus padres discutiendo y al hermano de Christian contemplando la escena. En la actualidad, Christian es un joven extraordinario, un genio de los números, un contador exitoso con autismo funcional, que le permite trabajar y hablar lo justo y necesario. Es meticuloso, obsesivo, rutinario, y en su garaje tiene una casa rodante confeccionada para una sola persona. Allí tiene sus cosas más preciadas: su colección de arte (un Pollock original), armas, oro, plata y una colección de comics. Su padre, exmiembro del ejército, lo entrenó de niño con los mejores maestros en distintas disciplinas físicas. Lo que hace que Christian también sea un genio de las piñas y las armas. Ben Affleck es el protagonista absoluto de la película, acapara la pantalla con su presencia y su físico. Actúa con las miradas, con los gestos, con el cuerpo. Demuestra talento de sobra para el papel. Por supuesto, hay muchos guiños a Batman y a las películas de superhéroes. Hasta se podría decir, sin levantar la voz, que El contador es la mejor Batman que se hizo en lo que va de la década. O al menos una Batman distinta, sin capas ni superpoderes.
El director Mike Flanagan se confirma como un artesano del susto en esta nueva película. La distinción entre hacer una película de terror y películas con simples escenas de susto puede ser útil para entender la manera dominante de abordar el género. En la tradición más interesante del terror, el susto es algo integral, surge de una situación y contribuye al desarrollo de la historia; el susto se incluye sólo para reforzar el argumento. Sin embargo, el paradigma que triunfó en Hollywood es el del susto que obtiene resultados rápidos, el que impone el miedo a la fuerza, a través de recursos violentos y fugaces. Hoy es más probable que reaccionemos ante el imprevisto, ante las sorpresas de un “inspirado” director¸ y que nos impacientemos ante la situación terrorífica controlada y el clima de expectativa. El factor decisivo ya no es la inoculación del miedo mediante la puesta en escena, sino la calidad del susto en sí. Al igual que James Wan, Mike Flanagan (Oculus, 2013) también es un talentoso artesano del susto. Sus películas son buenas porque, de algún modo, logran mantener un pie en cada una de las dos vertientes señaladas, y a veces hasta juega con elementos de distintos géneros, como en Somnia, su anterior película (también estrenada este año). En Ouija: el origen del mal, Flanagan se toma todo el tiempo del mundo para presentar a sus personajes, construir la atmósfera, ambientar la época (fines de 1960) e ir desarrollando de a poco la trama, haciendo que la tensión y la sensación de miedo vayan creciendo lentamente. El problema es que cuando se cruza a la vereda del susto, abusa del efecto sonoro y no es capaz de intentar nuevos trucos o vueltas de tuerca. Tampoco toma riesgos formales. Por el contrario, recurre a los lugares comunes más trillados del género: la escena de la sábana que alguien desliza mientras un personaje duerme, la mirada terrorífica de una niña, una casa con un televisor encendido y luces tenues, escaleras, sótanos. Esta especie de precuela de Ouija, de 2014, transcurre en la década de 1960 en Los Ángeles y tiene como protagonistas a una viuda que se gana la vida como espiritista y a sus dos hijas menores, quienes la ayudan en las fraudulentas sesiones. Un buen día la mujer compra la tabla Ouija para comunicarse con su marido, pero la traviesa hija menor se pone a jugar con el tablero y libera a un espíritu maligno. Si bien es innegable su capacidad para la sugestión y su manejo del suspenso, Ouija: el origen del mal es sólo una película convencional y correcta, que cuenta con un par de momentos buenos y otros en los que cae en todos esos absurdos convencionalismos con los que se pretende tornar verosímil una situación.
El filme inspirado en la saga de Dan Brown vuelve con Tom Hanks en primer plano, pero esta vez el profesor experto en simbología carece de sutileza. Es raro lo que pasa con Ron Howard. El director de Una mente brillante es capaz de hacer películas emocionantes como Rush: pasión y gloria y adefesios al servicio de la industria como Inferno, la nueva entrega de la saga de best sellers escrita por Dan Brown, y cuyas dos anteriores fueron El código Da Vinci (2006) y Ángeles y demonios (2009). Autor y artesano, en ningún director fue nunca tan marcada la separación de estas dos maneras de concebir el cine. Ron Howard se muestra como un tímido autor o un voluntarioso artesano. Nunca las dos cosas a la vez. Inferno es de las películas en las que Howard se despersonaliza y deja que sea la industria la que decida. El resultado no es nada alentador, como no lo es ninguna producción industrial de estas características. Todo sobre Inferno, el último éxito de Dan Brown. La crítica de cine Pauline Kael decía que parte de la función del crítico de cine consiste en captar y señalar la diferencia que existe entre una mala película que no importa mucho (porque es igual a tantas otras malas películas) y una mala película que sí importa (porque impresiona intensamente al público con medios nuevos y distintos). Inferno entra con tranquilidad al grupo de las malas películas que no importan. El filme protagonizado por Tom Hanks en el papel de Robert Langdon, el profesor experto en simbología, comienza con cierta fuerza y decisión. Pero a los pocos minutos empieza a decaer y a explicar todo, sin demostrar una mínima capacidad para la sugerencia o la sutileza. El verosímil de la ficción falla hasta en sus detalles. Todo es de una vaguedad alarmante. Esta vez el centro del argumento es el clásico de la literatura universal: La Divina Comedia, de Dante Alighieri. Langdon despierta en un hospital italiano. Tiene una profunda herida en la cabeza y padece una leve amnesia. Lo atiende la doctora Sienna Brooks (Felicity Jones), quien lo ayudará a recuperar la memoria y a evitar que un millonario desquiciado libere una plaga global. La premisa de la película es que debido a la superpoblación de la Tierra, dentro de unos años estaremos todos muertos, ya que abundarán las pestes y todo se tornará incontrolable. La solución que propone el multimillonario Bertrand Zobrist (Ben Foster) es destapar un virus llamado Inferno para matar a la mitad de la población y así evitar el fin de la humanidad. Don Brown es un dantista menor, un exégeta sin luces, y su libro refleja con claridad esta condición. Pero acá no interesan los pormenores dantescos. Acá interesan la acción (cuyo suspenso tampoco se sostiene) y hacer un producto de fórmula para facturar millones de dólares, olvidándose por completo del arte cinematográfico.