Si Wes Craven se levantara de la tumba para ver Scream 6, seguramente le pediría a Ghostface que lo acuchillara para seguir descansando en paz. Lo que hacen los directores Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett (quienes el año pasado también hicieron la quinta entrega, junto a los guionistas James Venderbilt y Guy Busick, basados en los personajes creados por Kevin Williamson) podrá resultar entretenido para los fans de la franquicia, pero el entretenimiento no va más allá de un par de giros rebuscados y de una autoconsciencia metacinematográfica cansadora e insustancial. Scream 6 continúa con las protagonistas de la entrega anterior, las medio hermanas Sam y Tara Carpenter (Melissa Barrera y Jenna Ortega, respectivamente), además de Mindy (Jasmine Savoy Brown), Chad (Mason Gooding) y la periodista interpretada por Courteney Cox, a quienes se le suman el detective Bailey (Dermot Mulroney), Kirby Reed (Hayden Panettiere), Ethan (Jack Champion), Danny (Josh Segarra), Quinn (Liana Liberato) y Anika (Devyn Nekoda). Esta vez la acción se traslada de Woodsboro a Nueva York, aunque la Gran Manzana merecía más protagonismo y ser aprovechada como escenario de matanzas sangrientas al mejor estilo de los slashers despreocupados y directos del siglo 20, sin psicologismos, intelectualizaciones y giros propios de un guion que ya no puede exprimir más la reflexión sobre el género hecha por Craven y Williamson en las primeras cuatro entregas. Probablemente lo único que quede en la memoria de esta sexta parte sea la muerte del personaje de Samara Weaving en el prólogo, quien con un vestido amarillo despampanante deja en claro el homenaje al giallo, con menciones a Dario Argento, entre otros directores y películas pasados por el filtro de una cinefilia que se agota en su propia cita y que no piensa más allá de la simple enumeración de referencias al voleo. Scream 6 propone nuevas reglas, aunque no respeta casi ninguna. Una de ellas dice que las protagonistas pueden morir porque lo importante es la franquicia. “Las películas no importan”, dice uno de los personajes, como si eso fuera algo que viniera a revolucionar el género. Pero eso no pasa, ya que a las protagonistas no les sucede lo que dictan las nuevas reglas. Sin embargo, es interesante lo que pasa con Scream 6, porque si bien las muertes no tienen mucho sentido, el espectador las disfruta riéndose y con cierta preocupación por el destino de los personajes principales. Es decir, hay algo que aún mantiene vivo el sentido de la película (y de la franquicia), y es ese costado clásico en el que las muertes y los personajes importan y no todo es un juego sangriento superficial y atolondrado. Cuando la película se concentra en su función clásica, gana unos puntos. También es cierto que entrega momentos de alta tensión y alguna que otra escena lograda (aunque sin ninguna idea original), como la del subte, en la que unos Ghostface amenazantes y una luz que se prende y se apaga en el tren llegan a generar una atmósfera de terror sugestiva y desesperante. A Scream 6 cuesta creerle su inverosimilitud, su propuesta metaficcional y autoparódica. Si las películas de terror ya no importan y al espectador sólo le queda disfrutar de un entretenimiento autoconsciente, habría que declarar la muerte del género, que, de hecho, el mismo Craven ya se encargó de hacerlo con conocimiento de causa.
No está de más decir que Creed III es una película muy norteamericana. El hecho de que esta tercera entrega de la saga ambientada en el universo de Rocky Balboa esté dirigida por Michael B. Jordan, su protagonista, es una señal de que hay algunas cuestiones que resolver puertas adentro, asuntos internos de la comunidad afrodescendiente. Jordan hace una película en la que los negros norteamericanos tratan de lavar culpas del pasado y limar asperezas, en una especie de pase de facturas a ellos mismos para tratar de entender la grieta que se abrió entre quienes se la jugaron por sus compañeros ante la policía y los que salieron corriendo para salvar su pellejo. El director debutante llega a una síntesis justa y optimista: si hay culpables de la violencia que recibieron y de la cárcel que les tocó, ellos (los negros) seguro que no lo son. Jordan sorprende con su pragmatismo como director y entrega, además, el entretenimiento boxístico que todos esperan, con peleas bien rodadas y con una historia clara y emotiva, aunque plagada de los lugares comunes de la saga. La película tiene otro detalle llamativo, aunque en sintonía con su intención principal: Rocky brilla por su ausencia. La decisión de dejar afuera cualquier mención y referencia al astro interpretado por Sylvester Stallone sienta una postura, porque Rocky es blanco, ítalo-americano, y no tiene nada que ver con lo que plantea Creed III. Con un prólogo que se remonta al pasado, la película muestra cuando Adonis (Thaddeus J. Mixson), de 15 años, se escapa de su casa para irse con su amigo Damian Anderson (Spence Moore II), de 18 años, a una pelea de boxeo en un antro de Los Ángeles, en la que Anderson gana porque es una joven promesa del cuadrilátero. Cuando termina la riña se van a una especie de supermercado y Adonis alcanza a ver a un tal León caminando por la vereda, a quien intercepta para moler a golpes. El episodio termina con Damian preso por sacar una pistola y con Adonis escapando despavorido. En pocos minutos, Jordan resume de manera magistral un pasado y un aspecto importante de la historia de su pueblo, ubicada en Los Ángeles. De algún modo, Creed III es también sobre el ascenso social de algunos negros en California a costa de otros negros, coronando la tesis con un plano de Creed arriba del cartel de Hollywood. En la actualidad, Adonis (Michael B. Jordan) colgó los guantes de campeón mundial de peso pesado y se puso el traje para representar a futuros boxeadores y para entrenarlos en su gimnasio exclusivo. Consagrado y con dinero, vive tranquilo y feliz con su mujer (Tessa Thompson) y con Amara, su hija muda (Mila Davis-Kent). Pero el pasado vuelve como un jab en el ojo y Damian (Jonathan Majors) se hace presente tras cumplir una larga condena en la cárcel. Lo que quiere es recuperar el tiempo perdido y pelear por el título, no sin sacarle en cara a Adonis su abandono, demostrando cierta envidia y un resentimiento amenazante. Creed III no sólo plantea las culpas y los resentimientos de los personajes principales, sino que da pie a que en un futuro cambien los roles y quienes se suban al ring ya no sean hombres, sino mujeres. La clave está en la pequeña Amara. Sí, corrección política al mango, pero usada para sumar y seguir expandiendo una saga que siempre sorprende.
Qué distinto hubiera sido si el sueco Ruben Östlund continuaba indagando en esa discusión de la pareja de modelos al comienzo de El triángulo de la tristeza, cuando en un restaurante de lujo el joven Carl (Harris Dickinson) se enfurece porque su novia Yaya (Charlbi Dean, fallecida recientemente) se hace la distraída con la cuenta que hay que pagar. Esos primeros minutos entregan diálogos efectivos y bien actuados, que hacen pensar que lo que viene va a estar a la misma altura. Pero no, la ganadora de la Palma de Oro en la última edición del Festival de Cannes, y nominada al Oscar en tres categorías (mejor película, director y guion original), se va a pique como el yate de elite en el que viajan los personajes que Östlund usará para dar su versión satírica de la lucha de clases. Carl y Yaya son dos modelos (e influencers) que comparten la travesía con otros pasajeros adinerados, en su mayoría veteranos, mientras se sacan fotos para compartirlas en sus redes sociales, sobre todo en el Instagram de ella, la influencer estrella. No bien suben al barco, Carl y Yaya empiezan a mostrar celos el uno con el otro. También aparecen los otros personajes importantes, como el magnate ruso Dimitry (Zlatko Burić), quien, según sus palabras, se dedica a “vender mierda” (en referencia a los fertilizantes que comercia), y el capitán del barco, una suerte de marxista pasado de copas interpretado por Woody Harrelson. Todo marcha tranquilo hasta que, en medio de una cena con menús de alta gastronomía, el barco empieza a sacudirse violentamente debido a una de esas peligrosas tormentas marítimas. Los comensales vomitan lo ingerido, van al baño a los tumbos y el elemento escatológico no se hace esperar. Östlund intenta hacernos creer que todos son iguales en su ambición de poder y en su decadencia, tanto los viejos ricos que comen manjares en la parte VIP del crucero como los empleados que están para la atención y la limpieza. Sin embargo, el conocimiento marxista que intenta exponer no va más allá de un par de citas dichas sin sentido por los personajes de Harrelson y de Burić, que lo único que hacen es reforzar la superficialidad de la película, que de a poco se hunde en un mar de imbecilidad. Dividida en tres partes, tituladas Carl y Yaya, El yate y La isla, la película muestra durante casi dos horas y media el costado más despreciable de sus personajes, quienes van perdiendo el atractivo y el contenido de sus interacciones, a tal punto que, cuando quedan atrapados en la isla, el director quiere dar rienda suelta al salvajismo de clase, pero lo que hace es dejar en evidencia su desprecio por la clase menos pudiente. Östlund no puede con su eurocentrismo cheto y, en vez de hacer una película furiosa en contra de los ricos, hace una película que odia al personaje de la empleada Abigail (Dolly De Leon), a la que deja mal parada en todo momento. Los críticos señalan la misantropía del director al meter a todos en la misma bolsa. Pero lo de Östlund es, en realidad, mera altanería del que leyó los apuntes del cine de autor y no los libros. Lo de El triángulo de la tristeza no es lucha de clases, es apenas un tonto y aburrido desprecio al prójimo.
Probablemente estemos ante la película más interesante y, paradójicamente, fallida de Marvel. Ant-Man and The Wasp: Quantumania da inicio oficial a la fase 5 de este universo cinematográfico con una propuesta llena de riesgos que hacen que la película se salga del encorsetamiento habitual de las producciones de superhéroes. Con Scott Lang/Ant-Man (Paul Rudd) y Hope Van Dyne/Wasp (Evangeline Lilly) a la cabeza, y con los padres de Hope, Hank Pym (Michael Douglas) y Janet Van Dyne (Michelle Pfeiffer), y la hija de Scott, Cassie (Kathryn Newton), como secundarios indispensables, esta tercera entrega del Hombre Hormiga dirigida por Peyton Reed se adentra con cierto ingenio en el reino cuántico y entrega una entretenida aventura con personajes variopintos. Cassie reúne a Scott, a Hope, a Hank y a Janet para mostrarles un nuevo aparato con la capacidad de enviar señales al mundo cuántico. Janet se da cuenta del peligro y desenchufa abruptamente el artefacto para que las señales no lleguen a destino. Pero lo hace un poco tarde y todos son succionados por el aparato y enviados a ese mundo sin tiempo ni espacio ubicado debajo del nuestro, en el que proliferan extrañas criaturas y paisajes entre lisérgicos y posapocalípticos. Es aquí donde se produce lo más interesante, cuando se adentran en ese mundo y comienzan a salir los personajes que lo habitan. La conexión con la clase B más bizarra queda a la vista, dominada por un espíritu juguetón y autoconsciente que le da cierta libertad para avanzar con una historia sin demasiadas novedades. Por ejemplo, hay un personaje llamado M.O.D.O.K. que es una cabeza enorme con pies y manos chiquitas, que recuerda a Cabeza de familia, una de las bizarreadas más icónicas de Charles Band. Y ese es el espíritu que gobierna, es decir, el de un salvajismo juguetón con la dosis justa de comicidad para que la platea se ría. La clave de esta entrega es el villano Kang, El Conquistador (Jonathan Majors), que ingresa al universo de los Vengadores con una presencia amenazante. Kang trata de convencer a la familia de Scott para que lo ayuden en su plan conquistador, lo que significa un peligro para las próximas entregas. También aparece Bill Murray como Lord Krylar, en un número bastante tranquilo, con chistes autorreferenciales y un intercambio de palabras con el personaje de Douglas que resulta más que simpático, aunque insignificante. Es la aventura que los personajes viven en el mundo cuántico lo que le da cierta fuerza a la película, con escenas que logran que el espectáculo valga la pena, como el momento de las multiplicaciones de Ant-Man como consecuencia de las probabilidades que da el lugar. Cassie es el otro personaje clave porque ya tiene un traje hecho a medida que seguramente será usado en las historias que vienen. Y Paul Rudd como Ant-Man está contenido y ajustado a un personaje que no es del todo protagonista, dándoles paso a otros igual de importantes. El filme funciona como una pieza independiente a la que se la puede ver sin necesidad de estar al día con las anteriores entregas. Está todo contado con claridad y las escenas de acción están bien rodadas a pesar de la abundancia de CGI. Y si bien cuenta con algunos tropezones narrativos, y desaprovecha algunos personajes, Ant-Man and The Wasp: Quantumania cumple con una historia más positivamente desfachatada que las anteriores.
Lo mejor que podemos hacer cuando un amigo deja de hablarnos sin ningún motivo es apartarse sin pedir explicaciones. Menos si no se le hizo nada que lo llevara a tomar tan drástica y dolorosa decisión. Al igual que el amor, la amistad tampoco hay que forzarla. En Los espíritus de la isla, ganadora del Globo de Oro a mejor película de comedia o musical y nominada a nueve Oscar, el director angloirlandés Martin McDonagh (3 anuncios por un crimen) construye una particular historia a partir de la ruptura de dos amigos, protagonizados por Colin Farrell y Brendan Gleeson, quienes ya trabajaron juntos en Escondidos en Brujas (2008), la opera prima del director. La película indaga en la separación de Pádraic (Farrell) y de Colm (Gleeson), dos viejos amigos que viven en una isla ubicada al oeste de Irlanda en el año 1923, durante la guerra civil irlandesa, rodeados de un paisaje imponente, lo que el director de fotografía Ben Davis aprovecha para resaltar la desolación de los personajes, sobre todo de Pádraic, a quien le cuesta aceptar la decisión de Colm. McDonagh captura lo que el fin de la amistad provoca en ambos, con efectivos pasos de comedia negra y con personajes secundarios bien definidos, que ayudan a que el resultado sea una de esas películas entre extrañas y sencillas que cada año se inmiscuyen sin alarde en los premios de la Academia. Uno de los motivos por los que Colm deja de hablar a Pádraic es porque le resulta aburrido y porque quiere dedicar su tiempo a componer música. Colm ya no quiere seguir escuchando las necedades de su amigo cada vez que se juntan a compartir unas pintas en el único pub del lugar. Pádraic vive con su hermana Siobhán (Kerry Condon) en una casita en la que tienen varios animales, entre ellos un poni que tendrá una función decisiva en la trama. Y es la hermana quien hará de mediadora de las disputas entre su hermano y Colm, quienes entran en una suerte de enemistad íntima. Otro de los personajes que sobresale es el interpretado por Barry Keoghan, quien hace de Dominic, el loquito marginal al que ya nos tiene acostumbrados. Dominic sufre del abuso de su padre policía (Gary Lydon) y quiere ser amigo a toda costa de Pádraic, quien le tiene cierta lástima. También hay que destacar el papel de Sheila Flitton como la anciana medio bruja de la isla, quien le da un toque misterioso a la historia, y la música de Carter Burwell, que hace que todo funcione como una pequeña pieza teatral, en la que se ve el resquebrajamiento de una amistad en un ambiente montañés. Algunos dicen que del amor al odio hay un paso, y McDonagh muestra que de una amistad de años se puede llegar a una suerte de guerra privada. De este modo, el director establece un sutil paralelismo entre la amistad quebrada y la guerra civil que transcurre de fondo, como si la relación entre los personajes fuera una metáfora de lo que ocurre fuera de campo. Sin embargo, la película no es del todo sobre el fin de la amistad, sino más bien sobre la imposibilidad de terminarla. McDonagh parte de un guion con una idea sencilla y, a la vez, universal, a la que convierte en una entretenida y singular historia sobre dos amigos que no pueden dejar de serlo.
Lo que el director Ali Abbasi hace en Holy Spider no es solamente una película sobre un asesino serial, sino también una denuncia a una cultura religiosa que, en casos extremos, transmite de generación en generación ideas que atentan contra el prójimo en nombre de Alá. A diferencia de la deforme y fantástica Border, en Holy Spider el director iraní-danés aborda el thriller con asesino serial de una manera mucho más realista y violenta, metiéndose de lleno en lo más oscuro de una sociedad que tiene a la religión como la educación espiritual que determina la vida y el comportamiento de sus habitantes. La película se basa en el caso real de un asesino que mató a 16 mujeres que ejercían la prostitución entre 2000 y 2001 en “la ciudad santa” de Mashhad, Irán, y en la investigación de una periodista que le hizo frente a un sistema corrupto que no hacía nada para detener al responsable. Holy Spider tiene la valentía de señalar la causa verdadera de los asesinatos, que no sólo están ejecutados por una mente enferma, sino también por una cultura religiosa que, llevada al extremo, no acepta que sus feligreses se salgan del camino que marcan las sagradas escrituras que respetan a rajatabla. Al lugar llega la periodista Rahimi (Zar Amir-Ebrahimi) dispuesta a investigar los asesinatos del “asesino de arañas”, como lo llaman a Saeed (Mehdi Bajestani), un albañil y padre de familia ultrarreligioso. Cada vez que mata a una mujer, Saeed llama por teléfono al periodista Sharifi (Arash Ashtiani) para indicarle dónde dejó el cuerpo. Saeed se molesta cuando la prensa lo llama asesino porque está convencido de que lo suyo es el “yihad contra la decadencia”. Saeed se cree un mandado de Dios para limpiar la ciudad. Por otra parte, su hijo adolescente Ali (Mesbah Taleb) lo tiene como un referente y allí está la clave de la película, que de a poco va mostrando cómo el hijo quiere seguir los pasos del padre. Como todo policial, Holy Spider desenmascara la corrupción de una ciudad, con jueces, políticos y policías que obstaculizan la investigación debido a que, en el fondo, y por la religión que profesan, están de acuerdo con que el asesino mate a las prostitutas, lo que también habla de la política con la que se manejan en Mashhad. La actuación de Zar Amir-Ebrahimi cumple con su rol de la periodista temeraria que arriesga la vida con tal de cazar al asesino, entregando escenas de mucha tensión y nerviosismo. Y el trabajo de Mehdi Bajestani como Saeed es sólido y aterrador. A Abbasi no le importa recurrir al trazo grueso porque no pretende hacer una película refinada sobre un asesino serial, sino más bien marcar un problema religioso grave de una ciudad (y de una cultura) que se expresa a través de creyentes que ponen en peligro la vida de quienes no cumplen con su deber de servidores de Alá. En los últimos minutos (los más inquietantes y perturbadores), vemos lo mejor de Holy Spider, ya que el director se las ingenia para mostrar cómo el fanatismo religioso puede convertir a sus adeptos en potenciales asesinos.
De la unión de Blumhouse Productions (de Jason Blum) y Atomic Monster (de James Wan) nace un nuevo clásico del terror con muñeca asesina, una película que no se puede dejar de ver porque tiene todos los ingredientes de un hit instantáneo del género, con dosis bien administradas de suspenso, humor, terror y ciencia ficción. M3GAN, dirigida por Gerard Johnstone y basada en una historia de Akela Cooper y James Wan, es otra prueba de que las grandes películas son las que saben calar hondo en los espectadores con historias que alertan sobre ciertos peligros y que fluyen sin dejar lugar para la distracción. M3GAN se mueve con soltura entre dos subgéneros: el de muñecos asesinos y el de robots que pierden el control, dando como resultado un entretenimiento que se las arregla para abordar con ingenio un tema peliagudo: el de la inteligencia artificial, que no deja de ser un hecho y un problema ético y filosófico. Hoy todo el mundo convive con algún programa de computación inteligente o con algún artefacto que realiza actividades por nosotros. El teléfono celular es el ejemplo más obvio, el que más se parece a lo que representa la muñeca del filme, una especie de moderno Prometeo que puede llegar a reemplazar a los humanos si le damos cabida. El androide de la empresa Funki es un robot humanoide totalmente autónomo, con características nunca antes vistas. Esculpida con titanio y equipada con un chip personalizable en seis diferentes pigmentaciones de piel de silicona, M3GAN está diseñada para soportar cualquier situación que la vida le depare. Pero los aspectos más emocionantes de la muñeca son las características que puede desarrollar. La historia arranca cuando la niña Cady (Violet McGraw) sufre un accidente de auto con sus padres, en el que pierde a ambos. Debido a esta tragedia, Cady queda a cargo de su tía Gemma (Allison Williams), una ingeniera en robótica que trabaja para la prestigiosa marca de juguetes Funki. Gemma no sabe cómo hacerse cargo de Cady y decide terminar un prototipo de inteligencia artificial a modo de prueba para que acompañe a su sobrina mientras ella trabaja. La idea es que M3GAN cumpla la función de una niñera, pero sin reemplazar a los padres fallecidos. Uno de los representantes de la empresa, David (Ronny Chieng), queda asombrado con el nuevo juguete y decide lanzarlo al mercado. El problema es que M3GAN se conecta cada vez más con Cady, a tal punto de matar si alguien le hace daño a la niña. Ya se podrán imaginar lo que sucede después de que M3GAN llega a la casa de Gemma para cuidar a Cady. La película plantea de manera didáctica los riesgos que acarrea el desarrollo de la inteligencia artificial, ya que es una tecnología que se puede volver en contra de los humanos, no solo reemplazándolos en sus quehaceres, sino también atentando contra sus vidas. M3GAN es tremendamente efectiva y cuenta con una villana con mucho carisma, que se gana al público gracias a su aspecto de Barbie robótica escalofriante, con mirada penetrante, como si nos estuviera sacando la ficha para luego atacar. Tanto la película como la muñeca quedarán, sin dudas, en la memoria cinéfila y en la historia del cine de terror.
Terrifier 2: El payaso siniestro es la mímica punk salpicando mierda al ritmo del synthwave más pegadizo, es un escupitajo gore a la cara del buen gusto burgués, es una apuesta por la crueldad como motor de cambio, es dadaísmo y anarquismo concentrados en una figura siniestra, tan aterradora como graciosa. El payaso Art ya es un ícono del terror, una bomba molotov que mata con sadismo, que come vísceras de mujeres y niños porque cree en la violencia extrema, en la saña más radical. Es la vuelta a las bases de las grandes vanguardias del siglo 20, es la maldad escondida detrás del maquillaje circense, el cuchillo afilado que se hace pasar por entretenimiento de clase B. La distribuidora Terrorífico, especializada en el género, puso en los cines la película de culto de Damien Leone, guionista y director que creó al payaso de traje blanco y negro que siempre anda con una bolsa de residuos en el hombro y que decora su cara con un sombrero en miniatura, un puntito negro en la nariz y una sonrisa de grandes dientes manchados con sangre ajena. Art está protagonizado por David Howard Thornton y es uno de esos personajes que crean adicción y legiones de fanáticos que piden más películas que lo tengan como protagonista de matanzas llenas de mutilaciones increíbles. Terrifier 2 continúa desde donde termina la anterior, cuando Art sobrevive en la morgue y escapa en busca de sus nuevas víctimas: la adolescente Sienna (Lauren LaVera) y su hermano menor Jonathan (Elliott Fullam), quienes viven con su madre viuda (Sarah Voigt). Es la noche de Halloween y Art es un personaje que retoma la figura del clown silente para aterrorizar a los jóvenes que piden dulce o truco. Sienna pasó meses diseñando su traje con alas de ángel para esa noche especial, un traje que la convierte en una heroína sobrenatural, con rayos pintados en un ojo, a lo David Bowie en su etapa glam. La primera Terrifier (2016) fue la presentación oficial del personaje. Pero antes, Leone hizo All Hallows’ Eve (2013), en la que ya salía Art haciendo de las suyas. Sin embargo, es en Terrifier 2 (2022) en la que termina de perfeccionar al payaso, haciéndolo más pervertido, sangriento y escatológico. Las mímicas de Art lucen tan temibles como siempre, en parte porque existe un miedo atávico relacionado con los payasos, y en parte porque recuerda el accionar antisistema de ciertas vanguardias de comienzos del siglo pasado. Una de las características de Art es que tiene diarrea y no para de manchar las paredes de los baños con abundante excremento, que lucen como cuadros incendiarios en el museo de la gente fina. Art escupe y disfruta descuartizando a sus víctimas, a las que exhibe con orgullosa sonrisa diabólica. Terrifier 2 funciona no solo como la inverosímil película de terror de bajo presupuesto, sino también como un manifiesto punk con influencia de los slashers que tanto nos gustaban alquilar en los videoclubes. Es la vuelta festiva al VHS en pantalla grande. El feísmo como estética y la crueldad como impulso desestabilizador de Terrifier 2 constituyen la perfecta contrapartida de un cine de terror basado en la solemnidad y en el clasicismo bien fotografiado. Leone busca imágenes para provocar un desorden en el cine de terror mainstream.
Hace unos meses, Stephen King escribió en su cuenta de Twitter “Necesito una nueva película de Liam Neeson”. La frase no solamente es un deseo de King, sino que también sintetiza lo que el actor representa para muchos espectadores: Neeson ya es un género en sí mismo, nos tiene acostumbrados a entregarnos varias películas por año, y si el tiempo transcurrido entre una y otra se prolonga, los amantes de la acción pasatista empiezan a extrañarlo. Neeson no defrauda, por más que algunas películas que lo tienen como protagonista no lleguen a ser del todo buenas. El actor siempre regala momentos de acción que valen la pena ver y que justifican la entrada al cine. Desde Búsqueda implacable (2008), Neeson se convirtió (ya de grande) en un referente del género de acción. Agente secreto (Blacklight), su nueva película, tiene una primera hora en la que su director, Mark Williams, demuestra pulso para construir el suspenso y cierto talento para rodar las escenas de acción, aunque lamentablemente cuenta con un final apresurado, que hace agua por todos lados, como si a Williams no le importara arruinar una película con un arranque bastante digno porque sabe que le alcanza con tener al maestro indiscutible del género en la actualidad. Neeson interpreta a un agente secreto del FBI, pero extraoficial, casi paralelo, que se encarga de vigilar y controlar a los agentes secretos oficiales, junto con el jefe del FBI, interpretado por un avejentado Aidan Quinn, quien le salvó la vida en el pasado, cuando eran jóvenes y estaban en la Guerra de Vietnam. La trama se centra en Dusty Crane (Taylor John Smith), un agente secreto que quiere confesar los crímenes que comete el FBI. Por supuesto, será Travis Block (Neeson) quien deba detener a Dusty para que no llegue a la periodista Mira Jones (Emmy Raver-Lampman) y, sobre todo, para que el FBI no lo mate. Lo más interesante de la película es que, en un momento, se desdibujan los límites que separan a los buenos de los malos. A primera vista, Block/Neeson está del lado de los buenos, pero a medida que el filme avanza nos damos cuenta de que, en realidad, no es tan así. Otra cuestión interesante es que Block hace muy bien de un paranoico, producto de un pasado bélico. Pero su paranoia es también el símbolo y la metáfora del ser estadounidense, como si los yanquis no pudieran hacer patria sin la paranoia que creen necesaria para construir un enemigo y defender la ley y el orden, filosofía con la que el FBI se escuda para justificar atrocidades contra civiles inocentes. Y eso es, justamente, lo valioso de la película, que, más allá de sus fallas de guion, plantea una cuestión política sin ambivalencias, que señala un hecho de corrupción que está bien que el espectador sepa, por más que esté atenuado por el filtro del entretenimiento. Es decir, un aspecto importante de la política de Estados Unidos queda al descubierto en una película de acción fallida pero valiosa, que vale la pena ver aunque más no sea para disfrutar un rato de las últimas piñas de un actor con peso propio, que está dando sus pasos finales en un género que lo consagró como el último gran héroe de acción.
Importa muy poco lo que un director con presupuesto millonario pueda hacer a nivel visual, ya que es un detalle que se da por descontado. Más si ese director es alguien de la talla de James Cameron, a quien se le tiene que pedir algo más que profesionalismo para manejar la técnica, sobre todo porque es el autor de clásicos sustanciosos como Terminator (1984), Alien 2: El regreso (1986), Terminator 2: El juicio final (1991) y Titanic (1997). Cameron demoró 13 años para hacer Avatar: El camino del agua, secuela de Avatar, la película de 2009 que se convirtió en la más taquillera de la historia y que, supuestamente, revolucionó el cine de Hollywood debido a los sofisticados efectos especiales y a la tecnología de avanzada que tuvieron que inventar para perfeccionar el 3D, formato para el que fue concebida. Sin embargo, cuando una película se escuda en lo meramente técnico, y cuando los adjetivos que usa la crítica para describir el “espectáculo” que entrega son “sobrecogedor” e “inmersivo”, hay que sospechar, ya que una película que se destaca sólo por la proeza visual quizá no tiene mucho contenido para ofrecer. El camino del agua está basada en un guion de fórmula, por momentos soso y aburrido, que recurre a incansables lugares comunes y que alarga escenas sin ninguna justificación argumental, quizá para tapar su incapacidad para entregar algo más que ese mensaje new age al que el director canadiense nos tiene acostumbrados (o ese tímido panteísmo de autoayuda que se cuela entre líneas, acompañado por un vago ecologismo para turistas de clase alta). Cameron también incorpora el tema de la familia como fuerte y el de la necesidad de marcar territorio. Para lograrlo, los azulados Na’vi tienen que combatir a los humanos que vienen del cielo porque son los que traen el mal a Pandora, los que quieren arrasar con todo, no sin antes llevarse una sustancia que rejuvenece y que poseen las Tulkun, suerte de ballenas alienígenas que viven en comunión con los habitantes de Pandora, quienes se encargan de explicar la historia de estos animales para justificar escenas decisivas. Es justamente una de estas ballenas la que va a entregar el mejor momento del filme (aquí va un spoiler): cuando le salva la vida a uno de los hijos de Jake Sully (Sam Worthington) y de Neytiri (Zoe Saldaña). El momento en el que el joven se hace amigo de esa Tulkun, separada del resto de ballenas por haber matado en defensa propia, es un corto perfecto, por el sentido de la aventura y por el amor por el género que irradia. Jake y Neytiri buscan refugio en los arrecifes de Pandora, donde viven los Metkayina, una tribu diferente físicamente a los Na’vi. Jake y su familia, como la familia Metkayina que los alberga para protegerlos del temible Quaritch (Stephen Lang), cuidan a sus hijos, conviven con los animales del lugar y sólo pelean cuando es necesario, algo que siempre hemos visto en el cine norteamericano, pero acá trabajado con una tecnología que hace de las escenas de acción su fuerte, en gran parte debido al talento de Cameron para rodar los combates con abundante CGI. Quizás la trama tienda a complejizarse un poco a medida que avanza (la película tiene 192 minutos) con elementos que Cameron introduce para darle envión a la historia, como el personaje de Spider (Jack Champion) y la relación especial que tiene con Quaritch, algo que se aprovecha para crear momentos de mucha tensión. Avatar: El camino del agua es un largo cuento ecologista que aúna acción vertiginosa, drama familiar, filosofía new age y una historia que promete seguir expandiendo su universo. Aunque, claro, no deja de ser una coraza vistosa sin alma, un espectáculo bizantino sin épica.