Cualquier director que haya incursionado en los grandes géneros cinematográficos quiere hacer en algún momento de su carrera, aunque sea en el tramo final, su película/homenaje al cine negro y al subgénero de crimen ambientado en Los Ángeles, en lo posible en la década de 1930, y recurrir a Chandler como inspiración y a Hitchcock como guía para resolver la trama. En Sombras de un crimen, el irlandés Neil Jordan (El juego de las lágrimas, Entrevista con el vampiro) se prueba en este género (después de haber hecho muchas películas que lo avalan como artesano con talento) y elige al veterano Liam Neeson para interpretar al detective Marlowe, quien tiene que investigar la desaparición de Nico Peterson (François Arnaud), actor de Hollywood y examante de Clare Cavendish (Diane Kruger), una de esas típicas rubias del cine negro, hija y heredera de la glamorosa Dorothy Quincannon (Jessica Lange), la otra femme fatale de la película. Clare sospecha que Nico no está muerto, por eso le encarga a Marlowe que lo busque, que averigüe por qué desapareció de un día para el otro y por qué fingió un accidente a la salida de un club nocturno, cuando un auto, supuestamente, lo pasó por encima. Los personajes empiezan a desenvolver los característicos diálogos de un género con reglas bien marcadas, como la búsqueda sin descanso del detective mientras recolecta datos, sigue pistas y entrevista a personajes cada vez más oscuros, quienes dejan en evidencia la corrupción de la ciudad y el peligro que significa meterse con ellos. A Nico aparentemente lo atropellaron a la salida de un club y nadie sabe por qué. El personaje forma parte de la industria del cine, es un actor secundario, casi desconocido, y todo indica que está en el negocio ilegal de estupefacientes, que involucra a personas poderosas. El policial con detectives es un género apasionante y se basa principalmente en los diálogos y en la acción, distribuidas con moderación. El encargo de buscar a alguien (o averiguar los motivos de su muerte) es la excusa para recorrer los márgenes de una ciudad con mucho para ocultar. Jessica Lange fluye en su papel de madre competitiva, cuya elegancia y carácter la convierten en una mujer imponente. Y Diane Kruger resuelve de manera práctica su personaje, quien trata de conquistar la confianza (y algo más) de Marlowe. Esto permite que el detective interactúe con ambas mientras despliegan sus armas de seducción y su inteligencia para sacar y esconder información. Jordan se apoya en la novela de John Banville, La rubia de los ojos negros, para hacer una película respetuosa de los códigos y las reglas del género, que pretende ser un canto de amor al cine negro y a la literatura de detectives. El director también le guiña el ojo a Hitchcock, a quien reconoce como un maestro para resolver la trama, y a Los Ángeles, una ciudad que ya es un género en sí mismo. Sombras de un crimen tiene momentos en los que los personajes se lucen con diálogos directos e ingeniosos, pero la mayoría de las escenas son predecibles y le falta fuerza y efectividad para redondear el misterio. La salva la presencia de Neeson, quien se pone al hombro una película un tanto mecánica y siempre al borde del aburrimiento. Aunque sin caer en él.
Sam Raimi escribió y dirigió las dos primeras Evil Dead en la década de 1980 y en 1992 estrenó El ejército de las tinieblas, tercera parte camuflada de una saga con personalidad y algunas características particulares, como la prioridad del humor, la cámara subjetiva hiperquinética y las miradas desorbitadas de Ash, el personaje de Bruce Campbell. Eran comedias de terror que reunían la desfachatez, el desenfado y la libertad que la época y el bajo presupuesto permitían. En 2013, el uruguayo Fede Alvarez resucitó la franquicia con un reinicio que ajustaba algunos aspectos técnicos y afinaba las incoherencias que arrastraba la saga bajo el argumento de que los detalles no importan porque lo importante es la sangre empapando el rostro de los personajes mientras cortan cuerpos con una motosierra. Diez años después de aquella incursión rescatista de Alvarez, el director Lee Cronin hace la quinta parte, ya muy alejada de la original de 1981 pero siempre respetando su esencia. Sin embargo, Evil Dead: El despertar no tiene mucho más para ofrecer que el consabido desparramo atolondrando de hemoglobina para contentar a los fanáticos. La película tiene el típico prólogo con matanza ubicado un día posterior a la acción central, desarrollada un día antes para desembocar en el comienzo. La historia tiene como protagonistas a las hermanas Beth (Lily Sullivan) y Ellie (Alyssa Sutherland), quien tiene tres hijos: la pequeña Kassie (Nell Fisher) y los adolescentes Bridget (Gabrielle Echols) y Danny (Morgan Davies), aficionado a pinchar vinilos. Ellie acaba de ser abandonada por su pareja y Beth es plomo de una banda de rock y está embarazada, lo que la lleva a ver a su hermana, quien vive en un edificio enorme que se ve sacudido por un temblor que parte el subsuelo, justo cuando los niños se encuentran en el garaje. Ahí es cuando el joven Danny descubre, en una grieta abierta por el temblor, un misterioso libro y unos discos en los que voces siniestras advierten sobre el peligro del llamado “libro de los muertos”, al que Danny abre sin querer. Por supuesto, el demonio sale y posee a Ellie, quien se va a encargar de perseguir a todos para matarlos. La película se circunscribe a este espacio (el departamento de Ellie y el edificio), en el que los personajes corren por pasillos y ascensores con poca luz (lograda y terrorífica fotografía a cargo de Dave Garbett). Lo mejor del filme es el subtexto. Beth está embarazada y es como si la película nos dijera que eso significa el advenimiento de una posesión infernal. Sin embargo, la acción, los sustos, las matanzas tapan esa línea secundaria, que no llega a quedar del todo clara. Escudada en el supuesto respeto al espíritu libre de las originales, Evil Dead: El despertar se permite ciertas inconsistencias lógicas que molestan, aunque se entiende que es parte del juego y del sentido de estas películas, en las que la abundancia de sangre y las mutilaciones tienen que ser la prioridad. El filme de Cronin hace del idiotismo la convención de la saga que hay que homenajear. Y hace del “qué me importa” el guiño para los amantes del terror con espíritu clase B. Es un entretenimiento ideal para ver en cine con amigos porque tiene mucho de fiesta cinéfila de género. Pero es una fiesta cansina y de fórmula, a la que ya asistimos cientos de veces.
Las comparaciones son odiosas, pero cuando se trata del subgénero de exorcismos es imposible no poner como ejemplo a El exorcista (1973), la obra maestra de William Friedkin, quien inauguró y agotó el subgénero con una sola película: allí están sentadas las bases, perfeccionados los lugares comunes y abordados con seriedad los temas teológicos, morales y filosóficos. Es una película inabarcable y completa, aprobada con cinco estrellas tanto por Dios como por el Diablo. Con este inevitable y tremendo antecedente, lo que se puede decir a favor de El exorcista del Papa, la película en la que Russell Crowe interpreta al padre Gabriele Amorth, el exorcista oficial del Vaticano (hasta su muerte en 2016), es que transita los tópicos del subgénero con cierta convicción y se permite algunas innovaciones en la historia, aunque abusa del formulismo y los efectos especiales en el tramo final. El director Julius Avery se basa en dos libros de Amorth que narran sus experiencias como exorcista para hacer algo profesional y entretenido, logrando algunas escenas que sugestionan y otras en las que se luce el corpulento Crowe, cuyo personaje no para de tirar chistes que distienden la trama. Sin dudas, el carisma del actor salva una película llena de giros y recursos trillados. La primera media hora es muy interesante, es decir, cuando se presenta al padre Amorth y a la familia que será víctima de la posesión: Julia (Alex Essoe), la madre que perdió al marido, y Henry (Peter DeSouza-Feighoney) y Amy (Laurel Marsden), los hijos adolescentes, quienes se mudan a una antigua abadía en España con un oscuro pasado que se remonta a los tiempos de la Inquisición. Es en este tétrico lugar donde el pequeño Henry será poseído por un poderoso demonio. En el prólogo vemos cómo Amorth despliega su método y sus trucos para exorcizar. Allí se ve una relativa incredulidad en el padre, pero su fe es inquebrantable y sabe que, aunque no todos los casos son exorcismos, el Mal existe y hay que tener cuidado. Crowe es un actor con mucha presencia y dominio del plano, y aporta diálogos graciosos mientras respeta los clichés del guion. El jefe de Amorth es el papa, interpretado por el legendario Franco Nero (si bien no se dice, el personaje es el de Juan Pablo II, ya que la película está ambientada en la década de 1980), quien le designa el caso de Henry y le asigna como ayudante al joven e inexperto padre Esquibel (Daniel Zovatto), quien cumple como secundario en la lucha contra el demonio de turno. El problema es que no queda clara la posición de la película. Al comienzo, Amorth se enfrenta a un comité eclesiástico que le recrimina ciertos procedimientos indebidos, y da a entender que es la Iglesia la que imagina al Diablo. El padre no habla en términos de “demonio”, sino que se refiere al “Mal”, y les dice que el 98 por ciento de los casos no fueron exorcismos, y que el 2 por ciento restante se trata de casos complejos. Sin embargo, en los últimos minutos Amorth sostiene que las atrocidades cometidas por la Inquisición fueron ejecutadas por el Diablo, y no por quienes estaban al frente de la Iglesia. Lo cual hace que sea una película conservadora y cómplice, que no se decide si ser una ficción basada en hechos reales comprometida o un entretenimiento sin rigor histórico.
El cine argentino industrial y de género está aceitado y los resultados son cada vez más alentadores, sobre todo cuando la película viene con el respaldo de gigantes de la distribución, como La extorsión, dirigida por Martino Zaidelis y protagonizada por Guillermo Francella, que, además de tener a Warner Bros., HBO Max y Particular Crowd (TNT) como distribuidores, cuenta con productores (Juan José Campanella, Axel Kuschevatzky, Tomás Yankelevich y Hernán Musaluppi) que aman lo que hacen. La película de Zaidelis se enmarca en el thriller con aviones y el policial de espionaje que mezcla a empleados del Estado, mafiosos y policías corruptos, dejando en manos de Francella la responsabilidad de llevar la historia a buen puerto. Y vaya si lo logra, porque La extorsión crea atmósfera y tensión y tiene un ritmo propio de las buenas películas de suspenso norteamericanas. Alejandro Petrossián (Francella) tiene 58 años y es el piloto de vuelos internacionales a quien obligan a hacer los trabajos sucios de la Inteligencia del Estado, representada por Saavedra (Pablo Rago). Alejandro está casado con Carolina (Andrea Frigerio), azafata de la misma empresa, y tiene una hipoacusia que lo compromete, aunque sigue trabajando gracias a una médica (y amante) que le firmó los estudios como si estuviera todo bien. El dato de la sordera (y de la infidelidad) es usado por Saavedra para extorsionar a Alejandro y pedirle el trabajo secreto, que consiste en llevar valijas en cada vuelo que haga a Madrid. Saavedra le explica lo que tiene que hacer, además de darle instrucciones por si se ve en apuros con la policía del aeropuerto, que tiene como jefe a Mario Aldana (Carlos Portaluppi), quien no tarda en darse cuenta de lo que está pasando. De este modo, las dos caras de estas áreas de seguridad del Estado quedan contrapuestas para que la película pueda señalar, con los códigos del género en el que se enmarca, una corrupción que no termina con el encarcelamiento de los responsables, lo que la convierte en una película pesimista. Saavedra le dice a Alejandro que lo único que tiene que hacer es llevar las valijas e intercambiarlas en un baño público. El tipo con el que tiene que hacer el cambio es Porchietto (Alberto Ajaka), el mismo que al comienzo de la película le dispara tres tiros a quemarropa a otro piloto que hacía lo mismo que Alejandro. Todo cine de género es político y La extorsión desmantela un entramado oculto que involucra a algunos poderosos que trabajan para el Estado, mostrándolos como unos matones comunes y corrientes, y, por eso mismo, sumamente peligrosos. El personaje de Rago es un villano capaz de matar o de mandar a matar a plena luz del día sin ningún problema. Las piezas que mueve La extorsión están sobre la mesa y el director sabe cómo llevar el suspenso con pulso. Las actuaciones son de un profesionalismo intachable y la trama se desenvuelve con ritmo y con una edición que la hacen efectiva y entretenida, a pesar de algunas decisiones apresuradas en los últimos minutos.
AIR: La historia detrás del logo se trata sobre cómo Sonny Vaccaro, ejecutivo de Nike de la década de 1980, consiguió que un novato Michael Jordan firmara contrato con ellos para usar las zapatillas que llevan su nombre, las famosas Air Jordan. Es decir, sobre cómo nació la relación comercial entre el deportista y la incipiente división de básquetbol de Nike y sobre cómo esto revolucionó el marketing deportivo. En la quinta película de Ben Affleck como director, el resultado vuelve a ser grandioso, porque cada vez que se pone detrás de cámara demuestra habilidad para narrar y para hacer de cada historia un entretenimiento efectivo y de ritmo apabullante, esta vez ayudado por un guion (a cargo del debutante Alex Convery) en el que todo encaja a la perfección, con escenas, personajes y diálogos afiladísimos y con mucho timing. El filme se centra en Sonny Vaccaro (Matt Damon), el encargado de encontrar talentos y posibles negocios rentables de Nike, que en 1984 (año en el que transcurre la película) era una empresa pequeña en comparación con Adidas y Converse, las marcas que ocupaban los primeros puestos de venta. Nike se destacaba en el running, pero a poca gente le importaba ese deporte. De ahí que Vaccaro decida poner las fichas en Jordan, quien había demostrado ser un crack en los torneos universitarios de básquet. Vaccaro quiere crear unas zapatillas exclusivas para Jordan, que capten su personalidad porque eso lo distinguirá del resto de las estrellas de la NBA, y porque eso hará únicas a las zapatillas. Como si fuera una publicidad institucional mezclada con Red Social y Rey Richard: Una familia ganadora, la película sigue las idas y vueltas de Vaccaro con la familia Jordan y con los ejecutivos de las otras marcas, en disputas enardecidas y graciosas, sobre todo las que tiene con David Falk (Chris Messina), el ejecutivo rival. AIR: La historia detrás del logo no es una película sobre Michael Jordan (a quien no se le filma la cara) porque es un deportista irrepresentable, es decir, ningún actor puede hacer de él y que el resultado sea creíble. Jordan fue el mejor basquetbolista del mundo y sacudió a la NBA durante muchos años, es muy difícil ponerse en su piel. La película se centra más bien en el trabajo de Vaccaro, en su apuesta por conseguir a Jordan y en cómo va construyendo la idea de las zapatillas junto con los otros ejecutivos de Nike, como Phil Knight (Ben Affleck), Rob Strasser (Jason Bateman), Howard White (Chris Tucker) y el diseñador Peter Moore (Matthew Maher), que terminan acompañando a Vaccaro en la arriesgada empresa (los cuatro actores están impecables). La idea de Vaccaro es muy norteamericana. El individualismo y la fe en el negocio que beneficia a todos hicieron grande al país del norte. El norteamericano promedio cree en la libertad individual y apuesta todo al negocio para hacer realidad el sueño americano. La fe y el convencimiento de Vaccaro son firmes, a tal punto que le creemos sus monólogos y cuando va a hablar con la madre de Jordan, lo que se puede tomar como una defensa del espíritu capitalista. Si quieren le pueden poner cinco estrellas porque tiene momentos que justifican el máximo puntaje, y cada espectador se emocionará como pasa siempre con las grandes películas basadas en historias reales. Los norteamericanos saben hacer cine, no se cansan de hacerlo bien. Ben Affleck lo sabe y lo hace.
El nivel cinematográfico que maneja la dupla de directores compuesta por John Francis Daley y Jonathan Goldstein (Vacaciones, Noche de juegos) es altísimo y, por momentos, de una perfección pasmosa. Así lo demuestran en su tercera película, Calabozos & Dragones: Honor entre ladrones, basada en el juego de rol de mesa Dungeons & Dragons, diseñado por Gary Gygax y Dave Arneson y publicado por primera vez en 1974. Sin bien el juego ya tuvo un par de adaptaciones (la película de 2000, dirigida por Courtney Solomon, y la serie de televisión de 2012), es en esta versión donde la fantasía heroica alcanza un desenvolvimiento pleno, y todo gracias a Daley y Goldstein, quienes escriben un guion preciso y demuestran tener un control absoluto de la puesta en escena, además de destacarse en los diálogos (siempre con gracia), en la composición de los personajes y en cómo tiene que estar contada una historia con muchos monstruos y seres extraños y encantadores sin caer en la bondad sobreactuada. El filme es una maravilla de la épica con ladrones de medio pelo y aventuras que no se detienen. Los directores saben cómo esparcir los problemas para que los protagonistas los resuelvan y se vean envueltos en otros, brindando entretenimiento y acción a un ritmo imparable, que hacen que el resultado sea un goce para los amantes de las aventuras fantásticas. El elenco entiende el juego y lo recrea con un profesionalismo que exuda creatividad y timing. Chris Pine demuestra lo gran actor que es en el papel del ladrón principal Edgin, quien pierde a su mujer y deja a su hija Kira (Chloe Coleman) en manos de Forge, un amigo traicionero y ladrón como él interpretado por Hugh Grant, quien deleita con sus intervenciones irónicas y sus muecas de caballero inglés. Y están también Michelle Rodriguez como Holga, la bárbara amiga de Edgin que se encarga de cuidar a Kira cuando asesinan a la madre. Pero las malas decisiones de Edgin hacen que los encarcelen, dejando a la niña al cuidado de Forge. Holga es una luchadora fuerte y sagaz que se le anima a cualquier grandulón, mientras se desplaza por castillos y laberintos peligrosos, ambientados en el escenario de campaña de los Reinos Olvidados (el universo de ficción del juego). Cuando Edgin y Holga escapan de la prisión, reclutan a los otros dos acompañantes de aventuras: Simon (Justice Smith), un hechicero sin confianza en sí mismo, y Doric (Sophia Lillis), una druida criada en Neverwinter Wood por un enclave de elfos, habilidosa para robar y para escapar de situaciones difíciles. Los cuatro contarán con la ayuda del paladín Xenk (Regé-Jean Page), quien se abre paso con un caminar elegante y seguro mientras mata dragones gordos y criaturas grotescas. De lo que se trata es de ir por Kira y recuperar una reliquia con el poder de resucitar a un solo muerto, porque Edgin quiere aplicarlo con su mujer asesinada. Mientras tanto, el malvado Forge planea quedarse con toda la riqueza del lugar, aconsejado por Sofina (Daisy Head), la temible maga Roja de Thay a la que los ladrones tendrán que combatir. Calabozos & Dragones… es un espectáculo de alto nivel técnico que juega y se divierte con unos personajes que arriesgan la vida con tal de cumplir su objetivo, siempre recibiendo buen trato de parte de los directores y la importancia que se merecen en una trama que no deja cabos sueltos.
Sobre las promesas incumplidas y el abandono. Más o menos sobre eso va la versión slasher de Winnie the Pooh: miel y sangre, escrita y dirigida por el británico Rhys Frake-Waterfield y basada en los personajes de A.A. Milne, cuya obra pasó al dominio público el año pasado y dejó a la compañía Disney sin los derechos exclusivos de los personajes. Las expectativas eran altas, pero la película del osito de peluche antropomórfico y su amigo el Puerquito (que además quiere dar inicio a una serie de películas de terror basadas en libros infantiles) es tan fallida, carente de ideas y artesanal (en el peor sentido) que no deja más que la sensación de lástima, sobre todo al ver cómo desaprovecha a los personajes principales. Lo que sí tiene Winnie the Pooh: miel y sangre es un hallazgo en el giro final, que se sale de las películas de terror que respetan las fórmulas y las resoluciones trilladas. Esta vez el giro es distinto, pero una escena final no puede salvar una película que carece de creatividad y que no aporta más que un par de escenas relativamente aceptables, pero filmadas con una torpeza que atenta contra el miedo que producen los animales deformes. La película transita con inconvenientes los lugares comunes de los slashers rurales y más sucios del cine norteamericano, como La masacre de Texas (1974), además de recurrir al bosque como paisaje central para crear una atmósfera acorde a los villanos, que no son ni humanos ni animales, sino más bien fenómenos, lo que también la emparenta con el subgénero de freaks espeluznantes. Christopher Robin (Nikolai Leon) se hace amigo de Pooh, Puerquito y otros animalitos como Ígor, a los que promete no abandonar nunca. Un buen día, el joven tiene que ir a la universidad y deja a sus amigos solos en el bosque. Los animales no soportan la ausencia de Christopher y, además, empiezan a pasar hambre, ya que era Christopher quien también les daba de comer. Esto lleva a Pooh y a Puerquito a tomar la decisión de matar a Ígor para comerlo, prometiendo, a su vez, vengarse de los humanos. Años después, Christopher lleva a su prometida al bosque para presentarles a sus viejos amigos, lo que hace que la mujer piense que está loco y que todo es producto de su imaginación. Sin embargo, cuando llegan al lugar se dan cuenta de que todo cambió, y de que los amigos de la infancia se convirtieron en monstruos sanguinarios. Luego entran en escena las otras protagonistas, un grupo de amigas que deciden ir a pasar unos días a una cabaña cerca del bosque los Cien acres. La final girl o protagonista principal es Maria (Marie Taylor), quien va al lugar para superar a un exnovio acosador. Por supuesto, Pooh y Puerquito se encargan de cada una de ellas en escenas donde predominan la sangre gratuita y el terror sin imaginación. Con un poco más de presupuesto y mejores ideas visuales, el terror podría haber sido más efectivo y la película más memorable. En Winnie the Pooh: miel y sangre todo es de manual y de un amateurismo perezoso. La historia del osito asesino promete continuar, pero habrá que pulir el suspenso y aprovechar a sus villanos, que tienen la ventaja de meter miedo con su sola presencia.
Se estrenó la nueva John Wick, cuarta y última entrega del rey de la acción a borbotones y de la balacera frenética, del maestro del ritmo trepidante y del disparo certero, siempre vestido con impecable traje negro antibalas y portando una pistola con cargador inagotable, capaz de enfrentar a un ejército de asesinos a sueldo (como él) para sumarse a esa vasta tradición de películas con héroes duros de matar. Keanu Reeves ya está grande para bancarse el esfuerzo físico que le demanda el personaje. Ya nos dio suficientes dosis de adrenalina y está bien que decida dar las últimas corridas y aprovechar las pocas balas que le quedan en un capítulo desesperanzador y emotivo, que hará llorar a más de un amante de la franquicia y del género (la película está dedicada a la memoria del recientemente fallecido Lance Reddick, quien tiene un breve papel). Chad Stahelski vuelve a dirigir esta cuarta entrega (dirigió toda la saga), basada en los personajes de Derek Kolstad, y la apuesta sigue siendo sumar escenas de acción que no den respiro, porque de lo que se trata es de perfeccionarlas y de sorprender con nuevas coreografías ingeniosas. Stahelski logra un espectáculo desbordante y no es para menos, ya que cuenta con un presupuesto abultado y con técnicos que ponen todo su profesionalismo al servicio de la secuencia perfecta. John Wick 4 tiene el doble de acción y no sólo porque dura más que las anteriores (tiene casi tres horas), sino también porque el tiempo dedicado a cada set piece se extiende en un apabullante (y agotador) frenesí de golpes, disparos y sablazos. Cualquiera que vaya a ver John Wick 4 saldrá fascinado con las secuencias de peleas al mejor estilo del cine de acción hongkonés. Las coreografías son tan espectaculares y están tan bien hechas que el director las muestra con lujo de detalles (hay un plano secuencia con una cámara cenital para celebrar). La película ofrece más de lo mismo pero multiplicado hasta empalagar, como si quisiera saturar la pantalla con malabarismos imposibles y personajes delineados con un trazo grueso que la favorece (como el ciego luchador Caine, interpretado por Donnie Yen, El Marqués compuesto por Bill Skarsgård y el Tracker de Shamier Anderson con su perro peleador), además de contar con sus ya características sesiones de peleas cuerpo a cuerpo en las que Wick dispara a centímetros de la cara enemiga con una pistola que revienta cabezas, marca registrada de un personaje que se inspira en los maestros orientales del género, como Johnnie To, Ringo Lam y John Woo. Sin embargo, la película nos dice que no hay salida en la vida y que no queda otra que luchar hasta morir, como el personaje principal, al que le es difícil salirse de las exigencias mafiosas de La Mesa. John Wick 4 se trata de la vida en un mundo difícil, de ahí que se citen las palabras del bandido Ned Kelly cuando, con la soga al cuello, dijo: “Así es la vida”. Wick quiere la libertad, pero no puede conseguirla porque un asesino como él tiene que seguir haciendo lo mismo de siempre. La película refuerza su filosofía con una escalera que el protagonista tiene que subir una y otra vez, cada vez con menos fuerzas. Es decir, la vida para John Wick 4 consiste en matar hasta el final porque “así es la vida”. Pero la gran pregunta es: ¿así es la vida?
Está bien que una película de ciencia ficción como 65: Al borde de la extinción sea un toque fallida o no satisfaga del todo las expectativas de los amantes del género. Y está bien porque, más allá de algunos vicios propios del cine norteamericano (como la recurrencia al drama que atormenta a los personajes), la película escrita y dirigida por Scott Beck y Bryan Woods (los mismos que escribieron Un lugar en silencio, de John Krasinski), y coproducida por Sam Raimi, no le teme al riesgo y exprime al máximo los escasos recursos que maneja. Con apenas un actor y tres actrices (dos de las cueles son secundarias), la película propone una premisa mínima y desesperante: Mills (Adam Driver), habitante del planeta Somaris, viaja al espacio en busca de una cura para su hija enferma (Chloe Coleman) y se estrella contra la Tierra en la época de los dinosaurios, es decir, hace 65 millones de años, a pocas horas de que un asteroide le ponga fin a la vida en el planeta. La otra protagonista es la pequeña Koa (Ariana Greenblatt), única sobreviviente de la nave conducida por Mills. La niña habla un extraño idioma y los dificultosos diálogos entre ambos dan lugar a una particular relación de amistad paternal. De ahí en más, los dos tendrán que sobrevivir rodeados de dinosaurios hambrientos. En este caso, los extraterrestres son los protagonistas humanos. La semejanza con la reciente serie The Last os Us (que también tiene como protagonistas a un adulto y a una niña) es inevitable, ya que el terreno y el género son similares, aunque acá se trata de una película de ciencia ficción situada en la prehistoria. Como Mills y Koa llegan a la Tierra justo antes de que impacte el asteroide, la adrenalina y la urgencia se hacen sentir con el paso de los minutos. Los directores saben crear suspenso y se centran en los enormes animales sin prestarle demasiada atención al imponente paisaje que los rodea, ya que detenerse a contemplar la naturaleza en una situación de vida o muerte sería un error de puesta en escena. Sin embargo, es muy molesto que metan a cada rato el drama de la hija de Mills y la cuestión de “la familia” y “el hogar” para darle una supuesta validez o verosimilitud a la historia, cuando en realidad ese elemento atenta contra lo que podría haber sido un modesto y sólido relato de ciencia ficción. La película es un aceptable exponente del subgénero de dinosaurios y, en menor medida, del subgénero de monstruos prehistóricos de la clase B más desprejuiciada. Claramente, las fichas están puestas en el departamento de efectos especiales, que logra crear unos dinosauros impactantes y monstruosos, sin abusar del CGI y dándoles la oportunidad a los protagonistas de que se pongan la película al hombro y sumerjan al espectador en su aventura. 65: Al borde de la extinción probablemente quede en el olvido, pero al menos tiene la valentía de asumir riesgos poco habituales en las producciones actuales. Que una película con dos personajes enfrentados contra dinosaurios mantenga el interés hasta el final, no es poca cosa.
Lo que tienen en común las películas de superhéroes es una clara autoconsciencia. Sus historias son juegos de adolescentes, sueños de niños sublimados en aventuras imposibles. ¡Shazam! La furia de los dioses quizás sea la que mejor lo expresa, ya que ninguna otra película de superhéroes tiene como eje la conversión de un adolescente en su alter ego superpoderoso, como si hiciera realidad la fantasía lúdica de la infancia. Al igual que la película de 2019, esta secuela también está dirigida por David F. Sandberg y protagonizada por Zachary Levi como Shazam, además de continuar con sus protagonistas adolescentes Freddy Freeman (Jack Dylan Grazer) y Billy Batson (Asher Angel), quienes junto a Pedro (Jovan Armand), Darla (Faithe Herman), Mary (Grace Caroline Currey) y Eugene (Ian Chen) se convierten en Los Campeones para luchar contra las Hijas de Atlas, integradas por Hespera (Helen Mirren), Kalypso (Lucy Liu) y, la más joven, Anthea (Rachel Zegler). En la anterior entrega, la idea de que el niño Billy adquiera los poderes del hechicero Shazam (Djimon Hounsou) y se convierta en el superhéroe del rayo funcionaba en todos los niveles y DC lograba una película efectiva gracias a su espíritu juguetón, una suerte de teen movie superheroica con mucho humor y sentido de la aventura. En esta segunda parte se redobla la apuesta, aunque el guion no tiene mucho para ofrecer y se estanca en situaciones que recurren más a la fórmula ya probada que al ingenio o a la innovación, y los personajes adolescentes (ahora todos con la capacidad para convertirse en superhéroes adultos) pierden el protagonismo y se diluyen en diálogos dispersos y en escenas que priorizan el CGI antes que la acción. Aun así, la película tiene algunos momentos logrados, como cuando Freddy conoce a Anthea en el colegio, o cuando los adolescentes intervienen con alguna acotación humorística en sus momentos de descanso. Es decir, la película cobra fuerza en las escenas laterales, las que están para relajar o para desarrollar las subtramas. Esta vez el problema se presenta cuando las Hijas de Atlas vienen al mundo de los humanos a recuperar el báculo quebrado por Shazam en la anterior película y a recuperar la magia y el poder que les robaron. El personaje de Anthea es la clave de la historia, el más interesante y dubitativo porque es el que va a estar con un pie en este mundo y con el otro en el de las diosas vengativas, sin saber por quién luchar. Es Anthea quien va a intervenir en los momentos más álgidos para salvarles la vida a los del bando opuesto, sobre todo la de Freddy, con quien tiene una historia de amor decisiva. El otro punto favorable es la aparición, en el tramo final, de varios monstruos atractivos y amenazantes, desde dragones y unicornios enormes hasta una especie de orcos peligrosísimos que desatan el caos en las calles de Filadelfia, con escenas en las que se explota al máximo los efectos visuales. Y eso es todo lo que esta segunda parte tiene para ofrecer. ¡Shazam! La furia de los dioses está por debajo de la anterior, pero mantiene cierto ritmo y cuenta con algunos minutos que exudan amor por el cómic, con una secuencia final que sorprende por la aparición de un personaje importante de DC, prometiendo posteriores entregas que, seguramente, los tendrán como protagonistas.