Mar de sangre (Shark Bait) tiene el encanto de las películas que sabemos de memoria. La predictibilidad, el guion de fórmula y los lugares comunes son elementos y decisiones que forman parte de un subgénero industrial para “pasar el rato”, como se dice, sin otro propósito que el de hacernos ver lo que ya vimos cientos de veces. Sin embargo, es en el uso de estos recursos trillados donde reside su mayor problema, porque su director, James Nunn, cree que tiene que filmar lo que ya vimos sin esmerarse en entregar una sola escena memorable o algún momento que se salga de las reglas establecidas por las películas de tiburones asesinos. Como suele pasar en este tipo de películas de terror y suspenso, los primeros minutos se encargan de presentar a los personajes principales, por lo general jóvenes estúpidos que están de vacaciones en algún lugar paradisíaco y que no miden las consecuencias de sus descontrolados comportamientos juveniles. Esta es una constante de las producciones veraniegas con tiburón blanco al acecho. El escualo irá matando a los personajes uno por uno hasta llegar a la protagonista, quien, después de vivir un infierno acuático en el que la sangre fluye tanto como el agua, se tiene que enfrentar con el gigante de mandíbulas mortales en un duelo imposible. Los personajes son, por supuesto, estereotipos, y sus nombres y diálogos delatan su procedencia de clase. Hay una joven que se llama Milly (Catherine Hannay), por ejemplo. Y Tom (Jack Trueman), el novio rubio de Nat (Holly Earl), la final girl, tiene toda la pinta de lo que despectivamente se conoce como “Tincho”. Al grupo de amigos, al que lo completan Tyler (Malachi Pullar-Latchman) y Greg (Thomas Flynn), no se le ocurre mejor cosa que robar dos motos acuáticas para hacer carreras y piruetas suicidas lejos de la costa. Cuando se encaran de frente a toda velocidad, las motos colisionan y los jóvenes quedan varados en medio del mar. Ya saben lo que sigue a continuación: un tiburón blanco los empieza a rondar para comérselos. Los jóvenes harán todo lo posible por resistir, o por llegar nadando a un barco al que logran divisar, mientras luchan contra el animal asesino que los ataca cada vez con más ferocidad, lo que también la convierte en una película de supervivencia. Si bien por momentos logra un suspenso aceptable, la película se va desinflando y tornándose un poco tediosa, a pesar de su corta duración. Esto se debe a que James Nunn no ofrece ninguna novedad en el tema, casi como si la hiciera con el piloto automático del género, sin aportar ninguna escena novedosa. La falta de imaginación, la escasa creatividad y el poco pulso para mantener el suspenso hacen de Mar de sangre una de esas películas que sirven para conciliar el sueño en un colectivo de larga distancia. Respeta las reglas principales del subgénero, pero entretiene muy poco. Es un ejercicio noble de artesanía, pero sin demasiados sobresaltos y sin nada para agregar ni para destacar.
Cada nueva película de Luca Guadagnino es una campaña contra el cliché. O al menos el director no se conforma con las reglas establecidas por los géneros y siempre intenta darles un toque personal. Lo demostró con la acalorada historia de amor homosexual de Llámame por tu nombre y con su particular interpretación de Suspiria, el clásico de Dario Argento, en la que convierte lo grotesco en una refinada puesta en escena. Guadagnino es un director que cree en la política del autor y en los géneros, y entiende al cine como una comunión de sentimientos. El director italiano corre por el borde de la estética indie sin llegar a serlo, es arty sin saturar la trama de símbolos, es amante de la clase B sin aplicar el trazo grueso, prefiere el cine de autor sin permitir que su personalidad se imponga sobre la historia. Es en el equilibro de los elementos donde su cine cobra fuerza y una belleza singular, fuerza que viene favorecida desde algunos aspectos técnicos puntuales, como la música (siempre fundamental en sus películas) y la fotografía, de la que depende tanto como un vampiro viejo de la sangre fresca. En Hasta los huesos, protagonizada por Timothée Chalamet y Taylor Russell, Guadagnino se adentra en el canibalismo para contar la historia de amor entre dos adolescentes que son, además, “devoradores”, como lo llaman en la película. Es decir, Lee (Chalamet) y Maren (Russell) nacieron con esa condición caníbal, lo que los obliga a comer personas para sobrevivir. El canibalismo le sirve a Guadagnino para darle cierta rareza a la historia de Lee y Maren, dos marginales que no encajan en el mundo, ya sea por la falta de una familia que los apoye o por su misma condición de freaks solitarios, de outsiders sentimentales. El personaje de Mark Rylance probablemente sea lo mejor, ya que es tan aterrador y amenazante que mete miedo con su sola presencia, y ni hablar de lo escalofriante que suena la tranquilidad de su voz, como si fuera un dragón de Komodo cansino, que estudia su presa para comerla con fruición. Si bien las actuaciones de Chalamet y de Russell cumplen con convicción, son los personajes secundarios los que le dan a Hasta los huesos una extrañeza única. Personajes como los interpretados por Michael Stuhlbarg y David Gordon Green, además del interpretado por el ya mencionado Rylance, son tan pavorosos que verlos en acción es todo un regocijo cinematográfico. Drama adolescente sobre marginales que no encajan en el mundo, especie de parábola hipster de un director que se siente raro en Hollywood y fuera de lugar en el cine europeo, y que en este filme se pasea por una Norteamérica de la década de 1980 con canciones de Kiss, Duran Duran, New Order y Joy Division, respaldadas por una delicada banda de sonido original a cargo de Trent Reznor y Atticus Ross. Hasta los huesos es una película por momentos impresionante, cuya violencia se acerca más al cine arte de género que a las películas industriales de terror, pero sin ser ni lo uno ni lo otro. Guadagnino es un refinador de géneros, de sus grandes mitos. Y es un autor cuyo tema principal es el deseo incontrolable, el que hace sufrir, el que conduce a la autodestrucción, el que mata.
Lejos del vicio indie y la nadería argumental de las producciones de bajo presupuesto del cine argentino más reciente, El hombre inconcluso, la opera prima de Matías Bertilotti, se mete con un tema complicado de nuestra historia para convertirlo en un policial de provincia honesto y comprometido, que aborda la cuestión de la identidad con los códigos de un género preciso y difícil de ejecutar. La película protagonizada por Carlos Santamaría, Gastón Ricaud y Nicolás Pauls siembra el misterio sin manipular al espectador, respeta la historia que quiere contar (y a sus personajes) y enmarca los elementos del policial en una estructura narrativa que va del presente al pasado (y viceversa) sin entorpecer el discurrir de la narración. La acción transcurre en Carmen del Sauce, un pueblito de Santa Fe en el que aparece un cuerpo flotando en el río. El comisario Ignacio Rodríguez (Carlos Santamaría) llama a la policía para pedir la captura del oficial Julián Gianoglio (Gastón Ricaud), quien, perplejo por la noticia, dice no tener nada que ver con el crimen del que se lo acusa. Julián reconoce el nombre de su pueblo natal, desde el que lo llaman, y decide viajar para investigar personalmente el caso. Cuando llega, se encuentra con un pueblo conmocionado por el asesinato de Alberto Müller, el Alemán (Ernesto Claudio), uno de sus habitantes más viejos. A medida que el misterio comienza a desenvolverse, Julián descubre que el sospechoso desapareció y que tiene su mismo nombre, lo que hace que todo se torne confuso. Julián y el comisario visitan a los vecinos para hacerles una serie de preguntas acerca de un viajero que estuvo en el pueblo en esos días. Una semana antes de que el cuerpo del Alemán apareciera flotando en el río, a Carmen del Sauce llegó el otro Julián Gianoglio (Nicolás Pauls), una especie de mochilero que solamente fue a hacer un trámite en el registro civil y a sacar fotos, sin ningún otro propósito claro. Quienes lo acercaron en camioneta desde la ruta hasta el bar del pueblo fueron el Alemán y Reinaldo (Víctor Laplace), los dos veteranos del lugar. Pero fue el Alemán quien se hizo amigo de Julián, a quien lo invitó a su casa para mostrarle unas fotos que sacó su padre hace mucho tiempo atrás. La película se encarga de ir intercalando lo sucedido con Julián, esa semana anterior, con la investigación llevada adelante por el oficial, quien intenta a toda costa resolver el enigma de su nombre duplicado y dar con la verdad. El hombre inconcluso es un policial directo y efectivo, que mantiene el suspenso con una ejecución digna y con buenas intenciones, sin ninguna pretensión más que la de contar una historia en clave de un género crudo y duro, y cuya temática de fondo se conecta con el infierno vivido en la última dictadura cívico-militar. Es un prometedor debut el de Matías Bertilotti, quien también se encarga del guion. Y es un punto a favor para el cine argentino que el director haya decidido empezar con un policial en el que los personajes importan tanto como la historia.
Cómo no ponerle cinco estrellas a una película como Ella dijo, que denuncia a hombres poderosos llamándolos por su nombre, que se anima a dar la cara y a poner el cuerpo (con actrices que hacen de ellas mismas), que señala las injusticias sin el mínimo temor y que encara la verdad con valentía y claridad ejemplares. La película de la directora alemana Maria Schrader (La jirafa, El hombre perfecto) es un prodigio cinematográfico, con una puesta en escena sobria y una fotografía (a cargo de la argentina Natasha Braier) que agiliza el ritmo de un relato que emociona con actuaciones tan impecables como contundentes. El guion es de Rebecca Lenkiewicz (Ida, Colette) y está basado en la investigación de tres reporteras de The New York Times, Jodi Kantor, Megan Twohey y Rebecca Corbett, que fue fundamental para hacer público el caso de Harvey Weinstein, denunciado por violación, abuso y acoso sexual a varias actrices de Hollywood, dando inicio al movimiento conocido como #MeToo. Weinstein fue condenado en febrero de 2020 a 23 años de prisión por un tribunal de Nueva York, en gran parte gracias a las investigaciones publicadas por The New York Times y The New Yorker. Actualmente, el exproductor de las compañías Miramax y The Weinstein Company enfrenta un segundo juicio en Los Ángeles. Según muestra la película, durante las décadas de 1990 y 2000, Weinstein aprovechaba su poder para cometer delitos sexuales sistemáticamente. Mientras recibía premios en grandes festivales como el de Cannes y el de Venecia, el productor hacía de las suyas en los cuartos de hoteles, donde esperaba a sus víctimas para violarlas con total impunidad. Lo que más conmueve de Ella dijo es cómo desarrolla su tema, enmarcándolo en la tradición de películas sobre investigaciones periodísticas, como Todos los hombres del presidente o El informante, entre otras. Y su punto fuerte es, sin dudas, las actuaciones de sus dos actrices principales, Carey Mulligan y Zoe Kazan, quienes se ponen la película al hombro en los papeles de Megan Twohey y Jodi Kantor, dos reporteras que son madres y que aun así tienen la fortaleza de seguir adelante con una investigación compleja y arriesgada. Es importante ver cómo los hombres quedan en un segundo plano, pero en el buen sentido, cuidando a los hijos y permitiéndoles a las mujeres hacer su trabajo de la mejor manera. El ritmo trepidante de la película se debe también al firme pulso de la directora y a lo bien que están las actrices secundarias, desde Jennifer Ehle hasta Samantha Morton, pasando por la conmovedora Ashley Judd, quien hace de ella misma. Otro punto a favor es que muestra que el periodismo, cuando es ejercido con responsabilidad y rigor, puede cambiar el rumbo de la historia y hacer justicia. Emociona ver a un editor ejecutivo como Dean Baquet (Andre Braugher) y a una compañera de trabajo como Rebecca Corbett (Patricia Clarkson), quienes ayudan a las reporteras en todo momento. Además, la película se anima, en un comienzo, a denunciar a Donald Trump, señalando que lo que lo salvó de que lo lleven a juicio por denuncias de mujeres fue su elección como presidente en 2016. La valentía de nombrarlo es algo que hay que valorar. Ella dijo es una película indispensable y consciente de que la investigación de las reporteras es una gota en el océano, pero una gota que ayuda a que otras mujeres se animen a hablar y a tomar consciencia del problema. Por último, hay que decir que el productor ejecutivo del filme es Brad Pitt, lo que significa, también, toda una carta de amor a Gwyneth Paltrow, una de las tantas víctimas de Weinstein.
Si la objetividad es la subjetividad de la mayoría, podemos afirmar que cuando toda una sala bosteza es porque la película es objetivamente aburrida. Eso pasa con El menú, que, a pesar de tener un elenco de lujo, termina naufragando en un planteo tan estrafalario como insustancial. Dirigida por Mark Mylod, el filme intenta ser una comedia negra de terror con crítica a la alta cultura, o, mejor dicho, a su aspecto culinario. Pero lo que se supone una crítica feroz termina siendo una bagatela artificiosa, una película mediocre que se viste elegante para parecer inteligente. La dimensión política y sociológica brilla por su ausencia, no hay más que prejuicios infundados y falso regodeo en la comida chatarra. El menú pretende exaltar los paladares que no distinguen la paleta del jamón cocido. Y en ese intento por ser popular y ponerse del lado de la gente común y de los hábitos alimenticios más insalubremente cotidianos, queda como una película sin lucidez para elaborar una observación más potente, o al menos que tenga algo para decir. Al no tener un propósito claro, la película muere en su ambición resentida de superioridad chabacana, sin nada más para entregar que un par de escenas más o menos logradas, con un tono de ironía y misterio que le da un relativo interés. El menú cuenta la historia de una pareja, Tyler (Nicholas Hoult) y Margot (Anya Taylor-Joy), que viaja a una isla (Hawthorn) para tener una experiencia culinaria única, en un restaurante comandado por un extraño chef (Ralph Fiennes). Al lugar van otros invitados, seleccionados exclusivamente para comer en el atípico y costoso restaurante al que se ingresa por una puerta única y en cuyo interior minimalista se ve trabajar a los mozos y a los cocineros con una minuciosidad que asusta. Lo raro es lo que está fuera de lugar, o cuando se pone una cosa en un lugar que no va. Que un restaurante esté ubicado en una lejana isla es de por sí raro, y ni hablar del menú, que incluye de entrada platos minúsculos con pastillas gelatinosas que concentran todos los sabores marítimos. Sin embargo, la dosis de misterio y suspenso se va disolviendo a medida que avanza, sin saber muy bien cómo resolver el conflicto de la trama, cómo culminarlo, o cómo seguir entregando momentos sorpresivos. Cuando advertimos que detrás del mecanismo no hay nada más que eso, y que sus escasas ideas de puesta en escena se agotan con rapidez, la película pierde. El menú quiere mostrarse orgullosa de lo simple en una rebuscada defensa por lo popular que se termina perdiendo en el medio de diálogos y personajes que no aportan.
Equívoco conceptual o negligencia en la distribución, o una mezcla de ambas quizás sea lo que llevó a los responsables de las salas comerciales a estrenar Jeepers Creepers: la reencarnación del demonio, secuela innecesaria de la película de terror de 2001 producida por Francis Ford Coppola que se sumó, en aquel entonces, al auge del subgénero de leyendas urbanas, entregando un villano prometedor: The Creeper. Dirigida por Timo Vuorensola, esta cuarta entrega del monstruo con alas que se viste como espantapájaros y que vuelve cada 23 primaveras para matar durante 23 días y luego desaparecer con su camión oxidado es, a las claras, una película de terror de bajo presupuesto que pertenece al tipo de películas que van directo al video, ya que están hechas para ser vistas por adolescentes en un pijama party o para ser reproducidas de fondo en una fiesta cosplay. Y el destino de esta nueva Jeepers Creepers es el video porque es de esas películas con las que el espectador se ríe por lo berretas que son los efectos especiales, lo malas que son las actuaciones y por la poca importancia que se le da al guion, que, de vez en cuando, tiene la decencia de hacer algún guiño a películas icónicas del género y de incorporar alguna que otra idea más o menos aceptable. El prólogo de Jeepers Creepers: la reencarnación del demonio es un risueño homenaje a Duelo a muerte (1971), la película del camión de Steven Spielberg. Los primeros minutos tienen un suspenso ligeramente logrado y están protagonizados nada menos que por Dee Wallace, la actriz de grandes películas del género como Aullidos (1981), Cujo (1983) y Critters (1986), entre otras. La película de Vuorensola tiene la virtud de cumplir con los principales requisitos de las malas películas de terror, desde la incoherencia lógica de la trama hasta la inverosimilitud de las actuaciones, pasando por los deficientes efectos especiales y las poco ingeniosas vueltas de tuerca. Laine (Sydney Craven) viaja con su novio Chase (Imran Adams) a un lugar sorpresa al que él la lleva para pedirle matrimonio. Chase es fanático del Creeper (Jarreau Benjamin), esa monstruosa leyenda urbana de la zona. Ya sea mito o verdad escondida, Laine no cree nada de lo que Chase le cuenta acerca del Creeper, hasta que llegan al hotel del lugar y él la invita a una fiesta. Mientras tanto, Laine empieza a tener premoniciones de un ritual satánico que la tiene como víctima. Ella está embarazada y aún no se lo dijo a Chase. Aparentemente, el Creeper quiere a su hijo para prolongar su vida, o algo así. El hecho de que no se entienda el motivo del monstruo es parte del sinsentido de este tipo de películas. Sin embargo, lo verdaderamente malo de esta Jeepers Creepers es que fomenta el entusiasmo por la fiesta temática antes que por el cine. El director cree que saber apreciar el terror es llevar puesta la mejor remera del género, la que tenga estampada un personaje de culto o la película más rara, sin darse cuenta de que con eso no hacemos nada.
Uno de los errores típicos de la crítica es tildar de ambiciosas o pretenciosas a películas que tienen largos planos secuencia, abundante gran angular y un lenguaje poético u onírico. Pero no todas las películas con estos recursos formales son pretenciosas o ambiciosas, así como tampoco son todos westerns las películas que tienen caballos y personajes con sombreros y pistolas. Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades está producida por Netflix y marca el regreso del director mexicano Alejandro González Iñárritu (Amores perros, El renacido) a su país natal con una autoficción con elementos y datos autobiográficos, lo que la convierte en su película más intimista hasta la fecha y la menos pretenciosa. Que recurra a planos secuencia y al gran angular (con una fotografía a cargo de Darius Khondji), o que tome como fuente de inspiración principal a 8½, de Federico Fellini, pasada por el filtro metafórico y charlatán de Alejandro Jodorowsky y el divague existencialista del último Terrence Malick, no quiere decir que sea ambiciosa, ya que se trata de un honesto ajuste de cuentas del director consigo mismo. Bardo es una especie de monólogo interior susurrado por Juan Rulfo desde ese llano en llamas desértico y entristecido por las injusticias, un viaje inmersivo a las raíces de un México que no pudo salir nunca del laberinto de la soledad al que lo condenó el país vecino del norte, que obliga a muchos mexicanos a cruzar la frontera para vivir mejor. Iñárritu cuestiona sus malas decisiones y la culpa por haber preferido Los Ángeles antes que su ciudad de origen para continuar con su vida profesional, quitándoles a sus hijos el sentido de pertenencia. De ahí el título de la película, Bardo, que según el rito budista es ese estado intermedio entre la muerte y la reencarnación, lo que también significa estar en un limbo. En este estado vive Silverio Gama (interpretado de manera sólida por Daniel Giménez Cacho), un periodista y documentalista exitoso que vuelve a México (después de haber vivido 20 años en el extranjero) a recibir un premio organizado por colegas, visita que aprovecha para reflexionar sobre su condición de migrante y para enfrentarse con los fantasmas de su vida. Hay una escena reveladora que contiene la clave autoconsciente del filme: el periodista y presentador televisivo interpretado por Francisco Rubio le reprocha a Silverio el no haber ido a su programa, despachándose con una crítica furibunda que es, a su vez, la crítica que le van a hacer a la película los haters de turno, que dice algo así como que el trabajo de Silverio es pretencioso y sin sentido, que se refugia en símbolos para esconder la falta de ideas y su impotencia para hacer algo racional, lógico y coherente. En su deambular onírico, Silverio pasa a ser el alter ego de Iñárritu en una autobiografía no reconocida que se cansa de dar vueltas en falso en busca de respuestas. También hay que destacar la actuación de Griselda Siciliani como la mujer de Silverio, un papel tan arriesgado como la película, y la de los dos hijos adolescentes interpretados por Íker Sánchez Solano y Ximena Lamadrid. Bardo también es la película menos violenta de Iñárritu, en la que no se ve una gota de sangre, ni siquiera en ese parto a la inversa del comienzo, una suerte de no aceptación de la muerte de un hijo antes de nacer, que en vez de salir al mundo decide volver al vientre de su madre. Iñárritu entrega una película honesta y personal, que contempla voces y opiniones tanto a favor como en contra de sí mismo.
Lilo, Lilo, cocodrilo es una de esas propuestas familiares que ennoblece la tradición de películas aptas para todo público, aunque no deja de ser también una propuesta que recurre a ciertos subrayados y recursos un tanto trillados que la ponen en jaque permanentemente. La película basada en la serie de libros de Bernard Waber, y dirigida por Josh Gordon y Will Speck, cumple con su cuota de aventura infantil extravagante, ya que tiene como protagonista a un cocodrilo que canta. Además, cuenta con Javier Bardem como estrella principal, quien cumple con dignidad las exigencias de un guion poco exigente. Héctor P. Valenti (Bardem) intenta participar como mago y cantante en un concurso que consagra a futuras estrellas del espectáculo, en uno de esos típicos casting a lo “cantando por un sueño”. Tras varios rechazos, Valenti llega de casualidad a una tienda de animales exóticos y decide comprar uno. Así descubre a un cocodrilo bebé que tararea y baila, y al que bautiza como Lilo. Valenti se lo lleva a casa y empiezan a ensayar cantos y bailes para futuros espectáculos. Valenti cree tener asegurado el éxito. Pero cuando llega el momento del primer show, al cocodrilo Lilo le entra un pánico escénico que le impide cantar. El público se ríe y lo abuchea. Valenti, herido por la imposibilidad de expresarse de Lilo, decide seguir probando suerte solo. Años después, llegan a Nueva York, a la casa desocupada de Valneti, la familia Primm, compuesta por papá (Scoot McNairy), mamá (Constance Wu) y el hijo Josh (Winslow Fegley). Pero tienen la mala suerte de tener de vecino al insoportable y quisquilloso señor Grumps (Brett Gelman), quien vive con una gata a la que adora y sobreprotege. Es ahí cuando Josh empieza a sentir ruidos raros en el ático, hasta que descubre a Lilo. Después del susto que se lleva al verlo, el cocodrilo le enseña al niño sus habilidades de canto y se hacen amigos inseparables. Josh ve en Lilo algo de él, ya que Josh es una especie de marginado en la escuela. De a poco empiezan a jugar, sobre todo a la noche, porque Lilo duerme durante el día y sale a las noches a desparramar los basureros en busca de desperdicios de comida fresca. Muy pronto la madre de Josh descubre el secreto de su hijo, y le pasa lo mismo que al pequeño: se enamora del carisma de Lilo. Luego se entera el padre, el que más se resiste a aceptar al cocodrilo parlante en la familia. Sin embargo, cuando reaparece Valenti empiezan los problemas, ya que vuelve con la idea de que Lilo cante con él en el escenario. La técnica de animación para hacer posible a Lilo es lo mejor de la película, ya que el realismo y la ternura que logra hacen que la historia entretenga y haga reír en igual medida. A los efectos especiales se le suman las actuaciones del elenco, que cumplen con profesionalidad los papeles de una historia que quiere llegar al corazón del espectador sin trampas, sin golpes bajos, sin manipular los sentimientos. Se agradece que la película tenga un sentido clásico de la aventura y que proponga un relato sin pretensiones. El filme tiene, además, la virtud de mezclar el musical con la comedia familiar sin desentonar ni abusar de las canciones. También cuenta con algunos gags efectivos y con algunas escenas que emocionan al espectador más sensible. Lilo, Lilo, cocodrilo es tan inofensiva como efectiva, ideal para ver con toda la familia.
Nada podía fallar en Black Adam, la nueva película de DC, otro muestrario de superhéroes recargado de efectos especiales, humor bien dosificado y escenas de acción que hacen tambalear la butaca, un espectáculo desatado que abarca películas anteriores y por venir, con personajes que despiertan más la carcajada cómplice que la indignación del fan. Quienes aseguran el entretenimiento son Jaume Collet-Serra en la dirección y esa bestia cinematográfica llamada Dwayne Johnson, cuya actuación le hace honor a su apodo (“La Roca”), en un sentido positivo, claro, porque los héroes de acción no solo tienen que ser duros de matar, sino también duros para actuar, porque la dureza física es proeza actoral, condición necesaria de cualquier héroe de acción que se precie de tal. Y Hollywood es especialista en inculcar la importancia de los héroes y en fabricarlos cada vez mejor. La historia del filme transcurre en Kahndaq, país ficticio del universo DC ubicado en el Medio Oriente de África, y cuenta el nacimiento de Black Adam (Dwayne Johnson), que en realidad es Teth Adam, un esclavo egipcio del año 2.600 antes de Cristo que trabaja para el tiránico rey Ahk-Ton (Marwan Kenzari) en busca de Eternium, un cristal metálico capaz de condensar un enorme poder mágico y de conectar con el mundo de los demonios y hechiceros. Es el niño Hurut (Jalon Christian) quien se niega a entregarle el Eternium encontrado al rey, quien creó la Corona de Sabbac, que otorga poder al que la lleve puesta. Hurut roba el Eternium y se transporta al mundo de los hechiceros, quienes le dan al niño el poder de Shazam, transformándolo en un hechicero superpoderoso. En la actualidad, Kahndaq está invadido por la Intergang, y la arqueóloga Adrianna Tomaz (Sarah Shahi) intenta encontrar la Corona de Sabbac con la ayuda de su hermano Karim (Mohammed Amer) y un par de colegas. Cuando Adrianna encuentra la corona, son interceptados por la Intergang. Pero la arqueóloga lee un encantamiento y despierta a Black Adam. Cuando Amanda Waller (Viola Davis) se entera del episodio, llama a la Sociedad de la Justicia, integrada por Dr. Fate (Pierce Brosnan), Cyclone (Quintessa Swindell), Atom Smasher (Noah Centineo) y Hawkman (Aldis Hodge), para detener al superhéroe iracundo. Es importante señalar lo que plantea la película a nivel filosófico y dramático: estamos acostumbrados a ver que el padre sacrifique su vida por el hijo, sin embargo, acá es al revés: el hijo sacrifica su vida para salvar al padre. Cuando aparece La sociedad de la Justicia de América, la película entra en un terreno de humor y acción aggiornada con CGI que resultan efectivos por su pulso para las escenas más vertiginosas y por el ritmo de los diálogos y de las actuaciones, que cuentan con personajes agradables y llamativos que se unen a Black Adam para combatir a Sabbac. El filme tiene momentos sorprendentes y muy graciosos, con escenas de acción que se ajustan a la tradición de cómics llevados al cine. Los fans de DC la van a amar, sobre todo porque en la única escena poscrédito aparece un personaje importantísimo de la casa. Black Adam es una película que sabe expresarse con los códigos del género que aborda. Y qué gigante Dwayne Johnson. Cualquier personaje que hace está bien porque siempre pone su musculatura al servicio del entretenimiento para todo público.
Se valora mucho las puertas abiertas por David Gordon Green en la nueva saga de Halloween. En su primera entrega, de 2018, vemos cómo reinventa a Michael Myers, entregando un slasher sólido, con una idea del personaje y de la franquicia que le hace honor al legado de John Carpenter. En aquella película se plantean varios caminos para seguir. Uno de ellos es la cuestión del Mal como algo contagioso, que se transmite a través de la máscara del villano. Las posibilidades que el director abre son más que bienvenidas: ahora el asesino puede ser cualquiera que se coloque la máscara. El otro aporte tiene que ver con el personaje de Jamie Lee Curtis, Laurie Strode, la exniñera perseguida que pasa a ser la perseguidora del enmascarado. Sin embargo, en Halloween KiIls (2021) empiezan las malas decisiones, ya que la película coquetea con lo sobrenatural y con planteos que la alejan de la esencia del personaje de Carpenter. La película muestra las hilachas y su incapacidad para elegir un camino sin hacer tantos amagues experimentales. En Halloween: La noche final, Gordon Green quiere hacer su Halloween III (1982), es decir, aquella entrega de la primera saga en la que no aparecen sus personajes principales, pero no se anima, o al menos no del todo. En el prólogo está la clave que luego no se aprovecha. Corey (Rohan Campbell) es el joven de 21 años que va a cuidar a un niño en una casa de Haddonfield. De pronto, el niño desaparece. Corey lo empieza a buscar y queda encerrado en una habitación de la planta alta de la casa. Cuando abre la puerta de una patada, el niño se encuentra justo detrás y lo mata. Como se trata de un accidente, Corey queda libre. Por otro lado, Allyson (Andi Matichak), la enfermera y nieta de Laurie, atiende a Corey cuando un grupo de jóvenes lo golpea. Así nace el romance entre ambos, hasta que por fin aparece Michael Myers como si fuera el payaso asesino de It. Aquí empiezan los enredos argumentales de Gordon Green, quien incursiona en un fallido juego de roles como si estuviera dirigiendo Scream, de Wes Craven. Cuando el director hace esto, el espectador empieza a ser testigo de cómo descuartiza la saga. Pero el de Gordon Green no es un gesto punk, que patea el tablero para desarmar una leyenda y volver a armarla. El realizador la despedaza porque no sabe qué camino tomar ni qué hacer. Y tras probar muchas variantes, crucifica a Michael Myers y le hace su vía crucis (incompresible la referencia a Cristo). Gordon Green agarra todos los pozos de la ruta del slasher sin dejar uno solo para la vuelta. A todas las puertas que abre las cierra de un portazo porque se da cuenta de que del otro lado no hay nada que no se haya hecho. Por ejemplo, cuando intenta hacer ese doble juego de personajes enmascarados se da cuenta de que se mete en el terreno de Scream, una saga que se cansó de pensar las posibilidades del género y de reflexionar sobre el mismo. Hay gestos destructores que rompen una película o una saga para armarla de nuevo. Pero Gordon Green está lejos de ese tipo de demolición vanguardista. La trituradora a la que somete a su personaje principal (y a la saga) tiene que ver más con su falta de ideas para darle un cierre que esté a la altura del clásico de 1978.