Con escenas de acción prodigiosas y un ritmo a prueba de balas, Sin tiempo para morir marca un antes y un después en la saga de Bond, James Bond. Y lo hace por dos motivos: el primero, es la despedida de Daniel Craig, el actor que encarnó al agente 007 los últimos 15 años (desde Casino Royale, 2006); y el segundo es porque hay un claro ajuste de cuentas con la incorrección política de la franquicia. Del héroe galante, de corte clásico, fanático del Martini y seductor nato del sexo opuesto no queda prácticamente nada. El James Bond de Sin tiempo para morir es un hombre fiel, sensible, al que se le caen las lágrimas ante la persona amada. Si bien cada actor que interpretó al espía secreto (desde Sean Connery hasta Pierce Brosnan, pasando por el celebrado Roger Moore) le dio su toque personal, lo cierto es que todos tuvieron las mismas características. Hasta ahora, porque en esta nueva entrega hay un giro en la sensibilidad del personaje que no tiene vuelta atrás. Como en todas las James Bond, en Sin tiempo para morir también hay escenas memorables, como si la saga consistiera en una apuesta total por las set pieces (término en inglés para denominar las secuencias en las que la adrenalina sube). Hay set pieces buenísimas, autosuficientes, que se las podría ver como cortos de acción independientes. La escena que abre la película es una lograda secuencia de terror en la nieve, que presenta al villano principal y a la niña que se convertirá en Madeleine (Léa Seydoux), la novia de Bond. El villano que compone Rami Malek es otro arquetipo, casi como sacado de un cómic, que rinde en la trama y que permite que la historia tenga el suspenso necesario para desesperar a la audiencia durante las casi tres horas del filme. Después de los créditos con la canción de Billie Eilish, hay una segunda introducción en la que vemos a Bond disfrutar de la vida con Madeleine en un pueblo de Italia, hasta que va a la tumba de su examada y una bomba le estalla cerca de la cara, lo que da pie a que sospeche de Madeleine, quien puede estar complotada con la organización criminal Spectre. Cinco años después, Bond está separado de Madeleine y viviendo tranquilo en una isla, ya retirado del espionaje. Pero un viejo conocido de la CIA, interpretado por Ralph Fiennes, lo llama para una misión que consiste en sacar de la cárcel a quien fue el enemigo de la entrega anterior, Blofeld (un Christoph Waltz en plan Hannibal Lecter), y descubrir quién anda detrás de una nueva arma que pone en peligro al mundo. Además de las espectaculares secuencias de acción, el gran acierto de la película está en cómo introduce lo que se llama “corrección política”, abriendo nuevas posibilidades argumentales y narrativas. De ahí que los personajes más importantes sean tres mujeres: una afroamericana en el papel de la nueva agente 007, una niña que promete salir en futuras películas, y Madeleine, interpretada por una Seydoux sin estridencias dramáticas. Sin tiempo para morir cobra fuerza en sus momentos álgidos, cuando el ritmo trepidante se mantiene gracias al pulso del director Cary Joji Fukunaga, quien entrega una película que emociona y entretiene. El logro de Daniel Craig es haber compuesto un Bond flexible, capaz de pasar de la solemnidad a la ligereza sin que se le desacomode el moño. El actor supo darle al personaje destreza física, humor sutil y mucha convicción. La escena final es una despedida conmovedora y radical, una bomba al corazón del espectador.
La primera media hora de La casa oscura es verdaderamente buena. El director David Bruckner (El ritual, 2017) construye una atmósfera misteriosa y desarrolla un personaje principal que logra mantener la ambivalencia de la historia gracias a su capacidad para pasar de lo cotidiano a lo aterrador. De entrada nos enteramos de que Beth (interpretada por una magnífica Rebecca Hall) está en pleno proceso de duelo tras el suicidio de su marido Owen (Evan Jonigkeit). Beth vive en una casa a la orilla de un lago construida especialmente para ella, y de a poco trata de reincorporarse a su trabajo como docente. A Beth le cuesta el día a día, y encima empieza a sentir ruidos extraños en la casa, a escuchar voces como si fueran las de su marido, y a tener sueños que parecen reales, con visiones confusas. Es debido a estos sueños y ruidos recurrentes, y a señales bastante extrañas (como huellas de barro en el puente que conduce al lago), por lo que Beth les pregunta a sus amigos si creen en los fantasmas. Beth no se conforma con las opiniones de sus pares y empieza a hurgar en las pertenencias de su marido, hasta que descubre una foto de una mujer parecida a ella en el teléfono del difunto. Y no solamente descubre esa foto, sino muchas fotos más, de otras mujeres, lo que hace que todo a su alrededor se torne oscuro, sobre todo cuando, por un camino del bosque que rodea la casa, descubre una casa prefabricada de madera y un vecino le confiesa que vio a su marido andar de noche por ese lugar. Es indudable la capacidad que tiene Bruckner para sembrar el misterio y enganchar con lo que está contando, ayudado por la excelente actuación de Hall. Pero el problema es que, a medida que avanza, amaga con varios caminos sin tomar ninguno, como si nunca se decidiera a contar una historia sobrenatural con brujería incluida o a hacer un thriller psicológico de terror. Y cuando finalmente se decide por la historia de un fantasma, tampoco se decide si hacer de ese fantasma una entidad mala o una presencia buena. Bruckner intenta construir terror como consecuencia del duelo y de una experiencia con la muerte que tuvo la protagonista en el pasado, detalle un poco forzado del guion para justificar el giro final. La casa oscura es un mejunje de posibilidades que no se terminan de cocinar porque su director no se decide con los temas y géneros que maneja. Se entiende su intención de ser una película profunda, que intenta dar un paso más allá del simple susto efectista y del entretenimiento superficial. Pero lo que consigue es quedar como una película cursi, con esa idea de un fantasma que en realidad es la nada o la muerte en forma de espíritu que viene a buscar a la protagonista. La dimensión filosófica que quiere tener La casa oscura es de lo más torpe y fallida. El resto, la actuación de Hall, el suspenso sostenido, la atmósfera, la fotografía y la utilización de la canción de Richard Thompson, Calvary Cross, es un acierto que la hace llevadera y que logra sostener las complicaciones de la trama. Sin embargo, la película tiene ese dejo de cursilería y de pensamiento entre inocente y ambicioso que nunca llega a cuajar porque nunca decide qué película quiere ser.
Con 91 años y una carrera para sacarse el sombrero de cowboy, Clint Eastwood dirige, produce y protagoniza Cry Macho, una película que, a pesar de no estar a la altura de su filmografía, no deja de ser enternecedora, principalmente por la emotiva entrega frente a cámara de un hombre que supo hacer del cine su vida. Casi 30 años después de su último western, Los imperdonables, Eastwood retoma las andanzas de vaquero baquiano en el papel de Mike Milo, una exestrella del rodeo que no se resigna a dejar el trabajo que le dio fama y felicidad. Debido a esta insistencia en hacer lo que ya no puede, Mike intercambia algunas palabras altaneras con un exjefe, que lo bancó en más de una, Howard Polk (Dwight Yoakam), quien además le pide un favor: que vaya hasta México a buscar a su hijo Rafo (Eduardo Minett). Con apenas una vieja foto del niño (un preadolescente de 13 años), Mike deberá atravesar la frontera y enfrentarse, primero, a la madre millonaria y malvada del niño; y luego, al niño, quien se dedica a la riña de gallos y a callejear (el nombre de la película es por el nombre del gallo del joven). Una vez que Mike logra convencer a Rafo de regresar con su padre, ambos emprenden un viaje no exento de problemas con distintos personajes de la zona, entre bandidos que buscan al niño hasta policías que los detienen pensando que llevan droga. De este modo, la película pasa a ser una road movie con toques de western fronterizo y buddy movie entre un anciano y un niño, donde la amistad entre los dos será el fuerte de la trama, mientras que las peripecias del viaje serán la apuesta de una película sencilla y encantadora, dotada de una tierna melancolía gracias a la fotografía de Ben Davis y a la música de Mark Mancina. Cuesta no ponerse compasivo con un Eastwood anciano y tambaleante, por todo lo que significa para un espectador y para la historia del cine. Y cuesta porque, si bien su actuación puede tomarse como una proeza, no deja de ser un poco lastimera. Cuesta aceptar el paso del tiempo en una figura tan importante para nuestros corazones cinéfilos. La película se rodó en plena pandemia. Aun así, Eastwood decidió continuar filmando. Esto se evidencia en Cry Macho, en la que se nota el titubeo miedoso de los actores y la falta de timing en las acciones. Pero a pesar de las condiciones de producción, el filme logra momentos maravillosos, mezclados con la ternura un poco triste que produce verlo al viejo Clint caminar encorvado y lento, balbuceando líneas de diálogos e intentando hacer los gestos y las miradas que hicieron de él un ícono y una leyenda. Eduardo Minett, en el papel del niño, tampoco ayuda demasiado. El joven actor es poco convincente en sus enojos, en sus llantos. Y la actriz que interpreta a Marta, Natalia Traven, con quien Mike va a tener una suerte de romance, tampoco es algo que sume, ya que la figura desvencijada del prócer parece intimidarla. Sin embargo, la película tiene la nobleza y el encanto de las películas que no pretenden otra cosa más que caer bien al espectador. Ver Cry Macho es como ir a visitar a un abuelo al que se quiere mucho, un abuelo al que no se le puede reprochar nada porque ya lo dio todo.
Que de una película de terror se puedan decir muchas cosas, tanto a favor como en contra, es de por sí algo positivo. Eso es justamente lo bueno de Maligno, la nueva película de James Wan, el director malayo conocido por haber hecho algunos clásicos del terror contemporáneo como Saw, Dead Silence, Insidious y El conjuro. Pese a que en su filmografía hay varias incongruencias, irregularidades y decisiones innecesarias, Wan es alguien que sabe lo que hace. En Maligno logra mantener el interés del espectador hasta el final, gracias a su pulso narrativo y a la maestría que tiene para saltar de un género a otro, y para resolver situaciones descabelladas con ingenio y audacia. Es cierto, hay momentos que están de más y elementos que requieren buena predisposición para aceptarlos. Sin embargo, Maligno es una película que hay que ver por lo arriesgada, interesante, desafiante y compleja que es su propuesta, y porque es tan monstruosa como el villano principal. La película atraviesa, con yerros y aciertos, subgéneros y tradiciones cinematográficas que van del thriller de acción con balacera a lo Matrix al giallo con vuelta de tuerca eficaz, del gore con toques demoníacos al slasher con atmósfera lluviosa, de la casa con espíritu maligno al body horror con monstruo que promete saga, manejando una cantidad de elementos dispares sin que quiebren el suspenso y el misterio. Wan sabe cómo cautivarnos con su sabiduría de artesano curtido en los géneros, de realizador con personalidad, que maneja el susto como nadie. Aun sabiendo que detrás de esa puerta se esconde el cuco, Wan se cansa de hacerlo bien. La casa con espíritu maligno está presente en su cine, y la familia es el otro material con el que siempre trabaja. Es en el seno de la familia donde se producen las situaciones extraordinarias que tienen que atravesar los personajes. En este caso, la protagonista es Madison (Annabelle Wallis), una mujer de mediana edad embarazada que sufre una agresión muy violenta de parte de su novio. A partir de allí, Madison empezará a presenciar situaciones aterradoras, asesinatos ejecutados por alguien espeluznante. Desde el comienzo, la película nos da una pista del posible origen del mal que aqueja a la protagonista, cuando en un hospital dedicado a la investigación vemos a una doctora tratar un caso muy particular. Pero todo es secreto. El espectador se irá enterando de a poco de lo que sucede en realidad. Maligno quizás sea la película más “cronenberiana” de Wan, por el trabajo con el cuerpo y la mente, por la fusión patológica de ambos, por cómo una afecta irremediablemente al otro. Pero a su vez no llega a ser un Cronenberg rotundo, sino que lo aligera con recursos de otros géneros y directores, como el giallo con vuelta de tuerca retorcida de Argento o el slasher clase B más demencial y libre. En el terror hay al menos dos tipos de películas: las que apuestan por un cine de autor (solemnidad mediante) y las que apuestan por un cine de género (desfachatez mediante). Wan juega permanentemente a desdibujar los límites entre los géneros. Se entrega a los vaivenes de la historia y a sus altibajos con total desprejuicio. Wan tiene el mérito de ser un creador de clásicos del terror y un iniciador de posibles sagas y universos. Maligno es una locura grotesca e inolvidable que apuesta por el riesgo y el amor al género.
El universo cinematográfico de Marvel continúa su expansión a paso firme y vuelve a instalar en la pantalla grande una película efectiva y sorprendente. Shang-Chi quizás sea el personaje en ciernes menos conocido de la fábrica de superhéroes masivos, pero no por eso el menos interesante. Las fichas puestas en el joven karateca no solo significan una decisión arriesgada tras los eventos de Avengers: Endgame, sino también una apuesta total por llegar a nuevos públicos. Marvel iza una vez más la bandera de la diversidad racial (Pantera Negra significó la inclusión de la comunidad afroamericana, por ejemplo) con una película que tiene en sus filas a grandes estrellas, como Tony Leung, Ben Kingsley y Michelle Yeoh, y a actores y a actrices menos conocidos, pero igual de diligentes a la hora de repartir piñas y patadas voladoras, como los protagonistas Simu Liu y Awkwafina. El director Destin Daniel Cretton (El castillo de cristal) conjuga el fantasy, la aventura y la acción marcial con un protagonista que se abre paso a las patadas, en escenas de maniobras imposibles, capaces de subir la adrenalina tanto de los personajes como del público. Eso ocurre en una de las logradas primeras escenas en un colectivo en marcha, cuando descubrimos las habilidades físicas de Shang-Chi (Simu Liu), quien trabaja como valet parking en un hotel de lujo, junto con su amiga Katy (Awkwafina). Después de un prólogo que contextualiza el surgimiento de la leyenda de los diez anillos, y que presenta de manera elegante y expeditiva al padre y a la madre del protagonista, el filme se ubica en la actualidad para mostrar cómo Shang-Chi tiene que lidiar contra el regreso del padre, quien viene a buscarlo para que lo ayude a traer a la madre del más allá, donde supuestamente aguarda viva. Es así que el principal enemigo de Shang-Chi será su propio padre. Si bien la película pudo haber aprovechado más el dilema familiar de la trama, rápidamente advierte que su propósito no es hacer lecturas psicológicas del asunto, sino sacarles el jugo a las escenas de acción y entregar un entretenimiento puro y duro, con una fórmula que ya conocemos, pero que siempre introduce alguna novedad que permite disfrutar la película como si se tratara de la buena nueva del cine a escala planetaria. Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos es una ristra magnética de coreografías marciales prodigiosas, que se confunde con sofisticados efectos visuales propios del fantasy (hay una épica pelea entre dos dragones) y los derroteros trepidantes de la aventura más física. El filme es un espectáculo que tiene cuantiosos pasos de comedia para amenizar la historia cuando se pone un poco dramática, aunque nunca llega a ser una película pesada (a pesar de sus 132 minutos), sino más bien un filme que sabe mantener el tono de comedia con personajes entrañables. Por supuesto, Marvel siempre saca de la galera momentos que dotan a la película de sutilezas y genialidades. Por ejemplo, en la primera de las dos escenas poscréditos, que probablemente sea de lo mejor de un filme comercial sólido y superentretenido.
Nadie en su sano juicio se atrevería a pronunciar cinco veces el nombre de Candyman frente a un espejo para invocarlo. Eso lo sabemos desde 1992, cuando se estrenó la primera película del fantasma afroamericano con garfio en una mano y abejas alrededor, basada en el homeless sobrenatural creado por Clive Barker. Con Nia DaCosta en la dirección, y el respaldo en el guion y en la producción de Jordan Peele, esta secuela directa de aquella leyenda urbana retoma su espíritu marginal y sorprende por su contundente reinterpretación del mito. Candyman se concentra en el mensaje político, furibundo y violento, sin descuidar el manejo de subgéneros como el slasher, el body horror y el thriller urbano, ejecutados con pulso y audacia. Después de un prólogo que se remonta a la década de 1970, cuando nace la leyenda en el barrio Cabrini Green de Chicago, la película se ubica en la actualidad para contar la historia de Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II), un artista plástico que vive con su novia Brianna Cartwright (Teyonah Parris), directora de una galería de arte, en un lujoso departamento del remodelado Cabrini. El detalle del lugar no es menor, ya que los edificios tipo monoblocks donde nació Candyman fueron creados para separar a la comunidad negra del resto de la ciudad. De esta manera, la película instala el tema de la gentrificación como una forma solapada de la marginación social. Candyman continúa la línea del terror con trauma racial de Jordan Peele, quien acompaña a la directora para que se luzca con una película que cuida al detalle los planos, sin distraerse en destrezas formales superfluas. Los novedosos juegos de espejos y las afiebradas duplicidades autoperceptivas, que son una acertada decisión de puesta en escena, la emparentan con Nosotros, la anterior película de Peele. El filme logra un efecto terrorífico y sobrecogedor, desprovisto de oportunismo coyuntural. Y plantea un personaje como símbolo de una fuerza sobrenatural que viene a cobrar venganza por toda la violencia sufrida en la comunidad afroamericana. El fantasma como inconsciente colectivo corporizado en una figura grotesca que mata de la manera más sangrienta. La clave está en que se cuenta el revés de la trama. De hecho, la película empieza con los logos de la Universal y la MGM vistos de atrás para adelante, como si nosotros, los espectadores, estuviéramos ubicados detrás del espejo. Es decir, como si fuéramos el mismo al que no conviene nombrar por quinta vez.
Entre la cursilería más empalagosa y la complejidad sci-fi más insustancial, Reminiscencia se mueve en un remanso de disparates innecesarios, en el que se destacan su fallido intento por mezclar géneros (como el policial negro de ciencia ficción con el drama romántico) y la fragilidad de un guion tan ambicioso como errático. A la opera prima de Lisa Joy no la salvan ni sus dos protagonistas estelares, Hugh Jackman y Rebecca Ferguson, quienes hacen lo imposible por levantar una película que se va a pique apenas empieza, con una historia de amor desvaída e inverosímil, que pretende ser ingeniosa y sorpresiva y no hace más que patinar en una sucesión de recuerdos que nunca llegan a funcionar. Nick (Jackman) es un investigador privado de la mente, que ayuda a acceder a los recuerdos perdidos para revivirlos una y otra vez. En una costa de Miami inundada, lo único que se acerca a la felicidad es el pasado. Mae (Ferguson) es una misteriosa mujer que se presenta de improviso en el laboratorio de Nick para pedirle que la ayude a recordar dónde dejó las llaves. La excusa rompe de inmediato con la verosimilitud de la trama, porque se supone que la máquina de los recuerdos que maneja Nick con una ayudante fiel, guiando a los clientes como en una sesión de hipnosis, está para casos más relevantes. De hecho, lo primero que le dice Nick es que mejor se busque un cerrajero. Aun así, la directora cree que es un buen comienzo para que ambos se conozcan y él quede flechado. Lo que sigue es el descafeinado romance entre ellos, que parece una publicidad de champú antes que una historia de amor emotiva y creíble. No conforme con esto, la directora (quien también está a cargo del guion) introduce el elemento del noir y hace que ella desaparezca sin que él sepa por qué, lo que lleva a que Nick se obsesione con la búsqueda de Mae sometiéndose a largas sesiones en la máquina para reconstruir su breve historia romántica. Nick quiere encontrar alguna pista que lo conduzca a ella, y a medida que la va conociendo (gracias a los recuerdos de otros implicados en una trama de conspiración cada vez más oscura), se va dando cuenta de que en realidad no sabe nada de Mae. Esto lleva a que surjan personajes poco atractivos y sin demasiada razón de ser, que sólo cumplen con las dosis de acción. Y cuando todo parece encaminarse hacia un final pesimista, la directora le da el giro necesario para que sea una historia de amor feliz. Aunque no tan feliz. Quizás lo único rescatable sea el paisaje diseñado con CGI, que muestra una Miami distópica y dividida entre los llamados terratenientes y los que viven en los suburbios. Pero lo que podría haber sido una distopía neo-noir con romance incluido termina siendo un cascote digitalizado lleno de problemas, con desaprovechados elementos de ciencia ficción posapocalíptica, como los viajes en el tiempo y cierta filosofía que no llega a desarrollarse. Reminiscencia tiene buenas intenciones, buena decoración, quizás algunas buenas escenas, y una música que por momentos hace olvidar lo que transcurre en la pantalla. Pero las películas no son recordadas por sus buenas intenciones.
Las mejores películas son las que se pueden ver dobladas al castellano en un colectivo de larga distancia. Free Guy: Tomando el control es una de esas películas que, con el destino marcado de clásico de domingo por la tarde, pueden ser vistas en cualquier condición y seguir siendo atrapantes y entretenidas. Bajo el tutelaje de Disney/20th Century Studios, el director Shawn Levy (Una noche en el museo, Gigantes de acero) vuelve a demostrar su capacidad para fabricar comedias de ciencia ficción que se ven de un tirón gracias a la soltura narrativa, los personajes entrañables, los pormenores de la trama y los espectaculares despliegues visuales, que siempre nos mantienen atentos en la butaca. Pero que Free Guy: Tomando el control funcione a la perfección se debe principalmente al carisma arrollador de su protagonista principal: Ryan Reynolds, un actor que puede hacer reír con una mueca de inocencia, emocionar con unas pocas palabras dichas al pasar y enganchar cuando se pone en el papel de héroe de acción romántico, de tímido galán sin conciencia de serlo. Ryan Reynolds es Guy, el “hombre de azul”, un muchacho que vive en un bucle: todos los días se levanta, saluda a su pececito dorado, elige su ropa (todas iguales), sale a la calle, pasa por un café (el de siempre) y entra al banco en el que trabaja como cajero, mientras afuera suceden cosas dignas de una película de acción, con persecuciones explosivas, tiros, robos y peleas. En realidad, Guy es un personaje de fondo de un videojuego de mundo abierto llamado “Free City”, en el que los avatares de los jugadores llevan unos lentes de sol para poder ver los elementos del videojuego. Esto es lo que hace Guy un buen día, después de que asaltan por enésima vez el banco: se coloca los lentes de uno de los ladrones y se da cuenta de que todo a su alrededor es un videojuego. Los creadores del éxito gamer del momento son dos jóvenes, Millie (Jodie Comer) y Keys (Joe Keery), quienes hace un tiempo habían diseñado un videojuego cuyo código vendieron al excéntrico empresario Antoine, el villano interpretado por Taika Waititi. Sin embargo, Antoine no quiere darles crédito, y es por eso que Millie decide recuperar el código para demostrar ante la corte que Antoine les robó la idea. La apuesta de la película es que Guy va a empezar a independizase del resto de los personajes del videojuego gracias a la especial condición del algoritmo con el que está hecho, hasta que se da cuenta de que no es real, de que es un NPC (personaje no jugador, en su sigla en inglés). Es decir, el algoritmo toma conciencia, y durante toda la película se trata de que Antoine no desconecte el videojuego. Los creadores no solo quieren recuperar el código que les pertenece, sino también salvar a Guy. Free Guy: tomando el control bebe un poco de The Truman Show, El día de la marmota, Matrix y They Live, de John Carpenter, para hacer un entretenimiento familiar con rasgos de originalidad, como el tema que plantea, esa especie de utopía en la que convivir con la inteligencia artificial en paz y armonía es posible. La película maneja un alto nivel de complejidad teórica, pero a su vez tiene la capacidad de ser simple. Es una comedia romántica de acción, con toques de ciencia ficción, que se disfruta de principio a fin, y que tiene una visión del mundo optimista, en donde la buena utilización del algoritmo puede ser la salvación.
En el segundo intento por conseguir una película brillante sobre su escuadrón suicida (el primero fue con la despareja Escuadrón Suicida de 2016, de David Ayer), Warner y DC Comics logran un resultado decididamente satisfactorio, y todo gracias al talento artesanal del director James Gunn, quien venía de ser despedido de Marvel por sus polémicos comentarios en redes sociales y de dirigir con éxito las dos entregas de Guardianes de la Galaxia. Todas las fichas estaban puestas en el hombre adiestrado en los galpones abandonados de Troma. Esa productora de deformidades de bajo presupuesto y objetos de culto con espíritu de clase B. DC Comics no se equivocó al contratarlo, ya que la factoría necesitaba un invitado con un toque desquiciado, que viniera a poner desorden en la casa y a subir el volumen del rock que faltaba. El escuadrón suicida cumple con las expectativas del fan, con momentos inspirados, escenas de acción creativas y efectos digitales que sorprenden por su desfachatez y su look entre cool y canchero. Pero también hay mesetas narrativas, declives, pequeños baches, y las pocas libertades que se toma están siempre dentro de los parámetros de la industria, como si la máxima apuesta fuera el lucimiento de algún actor o actriz, y no la innovación cinematográfica. Su estrella femenina principal, Harley Quinn/Margot Robbie, no se sale de lo que ya conocemos de ella, de su locura alegre, de su juguetona (y colorida) manera de matar. Sin embargo, El escuadrón suicida se disfruta por el atractivo de sus personajes estrafalarios, uno más demente que el otro (por ejemplo, el tiburón aniñado que dice “ñam ñam” cuando quiere comerse a alguien o la comadreja asustadiza que no sabe nadar). Gunn los sabe hacer interactuar y aprovecha la excentricidad de cada uno, desarrollando lo suficiente sus psicologías como para entender de dónde vienen los superpoderes que tienen. La química que hay entre ellos hace que sea una película de personajes, un álbum de figuritas coleccionables, un catálogo de crápulas queribles, una lista de facinerosos encantadores. El director los organiza en dos grupos. Al primero lo hace desaparecer en el prólogo (aunque no a todos sus integrantes). Al segundo lo presenta con más detenimiento y es el verdadero protagonista del filme. Allí se encuentran Bloodsport (Idris Elba), Peacemaker (John Cena), la chica de las ratas (Daniela Melchior), King Shark (el tiburón al que le pone voz Sylvester Stallone) y Polka-Dot Man (David Dastmalchian), el más lunático de todos. A ellos se les unen Harley Quinn (Margot Robbie) y el Coronel Rick Flag (Joel Kinnaman), los dos sobrevivientes del primer grupo. El resto es la historia de unos supervillanos encarcelados que se convierten en superhéroes que salvan a la humanidad de unos locos que quieren crear un monstruo para dominar el mundo. Es por eso que son reclutados y llevados a una isla latinoamericana llamada Corto Maltese, cuyo gobierno es una dictadura militar que continúa en secreto un proyecto malvado de Estados Unidos, que viene de la época de la Guerra Fría, cuando muchos nazis huyeron a América para resguardarse y continuar propagando el mal desde las sombras. El escuadrón suicida es un poco más gore, un poco más bizarra, un poco más excéntrica, un poco más freak que las anteriores producciones de DC. Es una feria de fenómenos que va de la simpatía más humana hasta el desquicio más siniestro, aunque nunca se pasa de la raya. Y la crítica política no pasa de la conciencia trillada de que el gobierno norteamericano siempre anduvo en cosas raras, fomentando dictaduras para continuar expandiendo sus tentáculos imperialistas.
Basada en el icónico parque temático de Disney, Jungle Cruise es un entretenimiento que marcha viento en popa a pesar de las dificultades del camino, como si la barca destartalada de la historia fuera una metáfora de la película. La clave del éxito está en la química de sus protagonistas y en el sentido de la aventura del director Jaume Collet-Serra, quien logra un espectáculo con grandes escenas de acción y coreografías que mantienen inmerso al espectador hasta los créditos finales. Corre el año 1916. La doctora en botánica Lily Houghton (Emily Blunt) y su hermano MacGregor (Jack Whitehall) viajan desde Londres a la selva del Amazonas en busca de un pétalo que pertenece a un árbol con propiedades curativas extraordinarias. Para poder llegar al lugar donde se encuentra el árbol mágico, Lily contrata al capitán Frank Wolff (Dwayne Johnson), un grandulón chanta y simpático que vive de engañar a la gente con sus falsos paseos turísticos en La Quila, su vieja y deteriorada barca. Frank está acompañado por una particular mascota, una enorme tigresa que lo ayuda en sus espectáculos farsescos para sacar plata. Al árbol de la vida, como lo llaman, lo precede una leyenda que se remonta a la época de los conquistadores españoles, cuando Aguirre y sus soldados intentaron dar con el árbol para salvar a una hija enferma. De este modo, Lily, Frank y MacGregor tendrán que sortear obstáculos de todo tipo y luchar contra enemigos sobrenaturales y villanos temibles, como el alemán interpretado por Jesse Plemons. Basada en el icónico parque temático de Disney, Jungle Cruise es un entretenimiento que marcha viento en popa a pesar de las dificultades del camino, como si la barca destartalada de la historia fuera una metáfora de la película. La clave del éxito está en la química de sus protagonistas y en el sentido de la aventura del director Jaume Collet-Serra, quien logra un espectáculo con grandes escenas de acción y coreografías que mantienen inmerso al espectador hasta los créditos finales. Corre el año 1916. La doctora en botánica Lily Houghton (Emily Blunt) y su hermano MacGregor (Jack Whitehall) viajan desde Londres a la selva del Amazonas en busca de un pétalo que pertenece a un árbol con propiedades curativas extraordinarias. Para poder llegar al lugar donde se encuentra el árbol mágico, Lily contrata al capitán Frank Wolff (Dwayne Johnson), un grandulón chanta y simpático que vive de engañar a la gente con sus falsos paseos turísticos en La Quila, su vieja y deteriorada barca. Frank está acompañado por una particular mascota, una enorme tigresa que lo ayuda en sus espectáculos farsescos para sacar plata. Al árbol de la vida, como lo llaman, lo precede una leyenda que se remonta a la época de los conquistadores españoles, cuando Aguirre y sus soldados intentaron dar con el árbol para salvar a una hija enferma. De este modo, Lily, Frank y MacGregor tendrán que sortear obstáculos de todo tipo y luchar contra enemigos sobrenaturales y villanos temibles, como el alemán interpretado por Jesse Plemons. Lo primero que se le vendrá a la mente al espectador es Piratas del Caribe, película que también se basa en una atracción de Disney, y que sabe conjugar los tópicos y los lugares comunes del género de aventuras. La referencia cinéfila también abarca otros clásicos del cine de aventuras, como Indiana Jones y La Momia, incluso hasta hay sutiles guiños a películas más exigentes como Aguirre, la ira de Dios, de Werner Herzog. La película es una mezcla casi perfecta de comedia física, aventura sobrenatural, realismo mágico para principiantes y comedia romántica políticamente correcta, donde todo está ubicado en su lugar y esparcido en su justa medida, como la utilización del CGI, sin abusar de él y sin que nada desentone ni interrumpa el devenir de la aventura fantástica en la que se embarcan los protagonistas. Dwayne Johnson entrega un papel un tanto distinto del que está acostumbrado, con un Frank tierno y agradable que acompaña las destrezas físicas del personaje de Emily Blunt, una especie de Indiana Jones en versión mujer, logrando momentos que conmueven por la convicción que transmite y por cómo se va enamorando de a poco del personaje de Johnson. Si bien está muy subrayada la cuota de corrección política, no deja de ser una película de aventuras al servicio del entretenimiento para toda la familia, como las de antes, como las que siempre nos gustaron ver. En eso, Disney no defrauda porque sabe lo que hace y lo que su público quiere. Es decir, a la fórmula ya probada muchas veces con éxito se le agrega la sensibilidad de los tiempos que corren sin que quede como una pose forzada. Jungle Cruise tiene dos horas que pasan volando gracias al ritmo de sus coreografías imposibles y al atractivo de su historia. Y compramos y creemos todo porque los personajes son queribles, desde la tigresa de Frank hasta los personajes secundarios, que siempre suman para que la aventura sea un verdadero espectáculo.