Madres paralelas, la nueva película de Pedro Almodóvar, es una lección melodramática sobre la memoria y el compromiso con la verdad, que brilla a la hora de unir la historia de dos mujeres que dan a luz el mismo día con la historia de un país. Cine y compromiso inmiscuidos en el universo del director manchego, quien, una vez más, entrega una película narrada con honestidad. Almodóvar es un maestro para hacer actuar a las mujeres y un hábil intérprete de la cultura española. Nadie comprende mejor que él a las abuelas, a las madres, a las tías, a las amigas inseparables. Es un especialista del melodrama y del realismo costumbrista, y es alguien a quien no le tiembla la mano cuando tiene que retratar a sus criaturas con defectos y virtudes. En Madres paralelas hay dos historias que giran alrededor de Janis, el personaje de Penélope Cruz (en un papel inmejorable). Cuando está por dar a luz a su primera hija coincide en el hospital con la adolescente Ana (Milena Smit), quien también está por parir a su primogénita. Allí se conocen y entablan amistad. Pero sucede algo terrible que las unirá de una manera particular y difícil. Janis es una fotógrafa profesional y en una de sus sesiones conoce a Arturo (Israel Elejalde), un antropólogo forense al que pone al tanto de un viejo asunto pendiente: la excavación de una fosa común ubicada en su pueblo natal, en la que están algunos de sus familiares. Janis y Arturo empiezan una relación amorosa sin compromiso (él está casado) y al año nace una niña. En el filme hay una constante búsqueda de la verdad. Desde el principio, Janis quiere abrir la fosa donde están sus bisabuelos y abuelos, víctimas de la Guerra Civil, para darles un entierro digno. Es decir, hay una búsqueda de la verdad histórica y una reivindicación de la memoria. Luego, cuando Janis descubre que su bebé no es su hija, busca llegar a la verdad de lo que pasó, lo cual se convierte en una búsqueda individual. Cuando encuentra a Ana para decirle lo que ocurrió con sus hijas, entra en juego uno de los elementos característicos del cine de Almodóvar: las relaciones íntimas, las idas y vueltas entre parejas y los diálogos sentimentales. El dilema de Janis y de Ana se entronca con el dilema histórico, y Almodóvar hace que todo fluya sin que nada parezca forzado (quizás algunas recurrencias a la sensibilidad de la época puedan parecen un poco subrayadas). En Madres paralelas todo es claro, directo y explícito. Las dos subtramas corren paralelas con mucho pulso narrativo y hay un uso preciso del fundido a negro para marcar los tiempos de la historia. Almodóvar conoce el mundo femenino, las costumbres de la España profunda y, fundamentalmente, el arte cinematográfico. Sabe cómo contar una historia compasiva y empática, dejando que los personajes se desempeñen con sus dolores y sus glorias. Madres paralelas se disfruta gracias a la convicción de sus actuaciones, a la sencillez dramática de su historia y al compromiso con la verdad de su director.
En La última noche, un grupo de viejos amigos se reúne para festejar lo que es su última Navidad, en el último día de sus vidas. El mundo se está por terminar debido a un gas venenoso que se extiende por todo el planeta. A pesar de la terrible situación, deciden pasarla lo mejor posible en una casa de campo en el Reino Unido, en la que vive el matrimonio protagonista con sus hijos (Keira Knightley interpreta a la madre y Matthew Goode, al padre). La reunión empieza a subir la tensión de sus intercambios y el dramatismo de sus diálogos, aunque los participantes no dejan de bailar, reírse, cantar y decirse verdades comprometidas. Los niños, sobre todo Art (Roman Griffin Davis), cuestionan un poco lo que está pasando. El Gobierno dispuso una píldora para que la población ingiera y pueda morir sin dolor antes de que el gas la alcance. Art cuestiona esa decisión y a los científicos que la respaldan porque cree que pueden estar equivocados. La ópera prima de Camille Griffin se erige como una suerte de alegoría navideña apocalíptica, una comedia negra sobre el fin de los tiempos y el cambio climático. Y es muy difícil no asociarla al presente pandémico, ya que su doble lectura (la del cambio climático y la de la pandemia) está tan bien construida y es tan corrosivamente inteligente que destierra cualquier comentario apresurado. Haya estado o no en las intenciones de la directora hacer una referencia directa a la pandemia, la película tiene elementos que indican esa alusión. Si bien algunos la tildaron de alegato antivacuna, lo cierto es que La última noche intenta ser una película crítica y honesta, que trivializa los peligros de la peste sin caer en el negacionismo. Es decir, la reconoce y llama al cuidado, pero termina diciendo que, después de todo, no es para tanto. Las reminiscencias de La Niebla se imponen. Sin embargo, la película de Griffin está más pegada al presente que al género en el que está parada, y es eso lo que le da un valor extra, una importancia significativa y, desde luego, un interés particular. Si la película se hubiera estrenado hace tres años, hubiera sido una más del montón. Pero es el presente y la coyuntura mundial lo que le da el valor que tiene. Griffin logra mantener el ritmo y la atención del espectador hasta el final. El timing de las actuaciones, los diálogos y cómo se va develando de a poco lo que pasa alrededor de los personajes es una muestra de efectividad narrativa. Película pequeña y felizmente coyuntural, polémica por obligación, descarada y con un humor entre oscuro y naif, la guionista y directora sabe cómo esparcir su postura sin quedar mal, una postura esencialmente optimista y esperanzadora. La última noche constata que el cine es el arte del presente. Y que todo cine es político, incluso cuando una película no menciona nada que tenga que ver con la política. Se puede estar en un término medio o no inclinarse ni por el extremo derecho ni por el izquierdo, pero siempre se toma partido y nunca hay posiciones neutrales.
El estreno de Spider-Man: Sin camino a casa confirma al menos dos cosas: Marvel expande su universo cinematográfico, al mismo tiempo que achica el espectro de público al que se dirige. Marvel está cada vez más ensimismada, más encerrada en sí misma, y sus películas están destinadas cada vez más a un reducido público de seguidores. Llegará un momento en que nadie podrá ver la nueva película de Marvel sin antes ver las precedentes. Hasta Endgame (2019) había cierta universalidad y cierta dimensión histórica y política, había una narrativa que contemplaba al público en general; y si bien también eran películas hechas para el fan, por lo menos se permitían cierta conexión con la sensibilidad del espectador general para no dejarlo afuera. En cambio, las nuevas películas están cada vez más interconectadas y encerradas en su mundo, como si a Marvel le fuera más redituable estar al servicio del fan que al servicio del cine. Lo que se ve a simple vista en Spider-Man: Sin camino a casa es que tanto su director Jon Watts como sus productores y guionistas apuestan exclusivamente por el personaje sorpresa, valiéndose de la posibilidad narrativa y argumental que le da el multiverso, es decir, el hecho de poder introducir personajes de otros universos de superhéroes. Lo máximo que ofrece el filme es la introducción de personajes de entregas anteriores de Spider-Man. El problema es que si le sacamos el efecto sorpresa, la película se queda sin nada, porque es justamente esa posibilidad narrativa y argumental que da el multiverso la que está desaprovechada, ya que no hay una historia sólida, consistente, que aporte algo más que meras apariciones sorpresivas. Marvel expande su universo y la histeria del spoiler, de ahí que le dé tanta importancia a las escenas poscréditos, como si fuera más importante lo que vendrá o el dato que no hay que revelar. Todo se reduce a un juego efectista con las emociones del fan menos exigente, en una seguidilla de guiños y de tributos a la historia de la saga. Es tan vago y débil el argumento que se limita a una simple pelea de Spider-Man contra villanos de películas anteriores, introduciendo también a personajes de Los Vengadores para que manipulen el espacio-tiempo, lo que da la posibilidad de que todo tenga un nuevo comienzo al borrarle la memoria a todo el mundo para que nadie sepa quién es Spider-Man. Las ganas de ser un entretenimiento épico y de igualar el espectáculo emotivo de Endgame están claras, pero Spider-Man: Sin camino a casa no logra conmover ni contar una historia que se pueda sostener más allá de la nostalgia de personajes y de las insistentes sorpresitas inofensivas. Ni siquiera un tema tan rico como el de la identidad en cuestión del personaje principal, y sus dilemas para asumir la responsabilidad que conlleva ser un superhéroe, está aprovechado. Lo único verdaderamente interesante es la relación entre Peter Parker (Tom Holland) y MJ (Zendaya), ya que ahí la película respira un poco y se sale de esa maraña de superficialidad por la que naufraga durante casi dos horas y media. Allí se vislumbra la posibilidad de una historia más profunda, por ejemplo, como qué pasaría si tuviéramos la oportunidad de borrar la memoria de nuestros seres queridos con tal de que sea lo mejor para ellos.
Como su título lo indica, Rey Richard: Una familia ganadora es una exaltación de Richard Williams, el padre de las tenistas afroamericanas Venus y Serena Williams. La película tiene todos los condimentos de una biopic norteamericana clásica y una precisa dosificación de recursos y elementos: es dramática sin excederse, humorística cuando es necesario, política cuando hace falta, conmovedora hacia el final, y entretenida durante el transcurso de la trama. Todo el peso de la historia dirigida por Reinaldo Marcus Green cae sobre los hombros de Will Smith, quien interpreta de manera convincente al personaje del padre de las hermanas que ganaron todos los torneos que se propusieron para convertirse en las número uno del tenis femenino mundial. Richard Williams se muestra como un padre completamente entregado a sus hijas Venus (Saniyya Sidney) y Serena (Demi Singleton), las más chicas de una familia integrada por cinco hermanas (las otras tres son hijas de la esposa, Oracene Price, con otro matrimonio). La clave de esa entrega está en que Richard tiene un plan. Incluso desde antes de que nazcan las nenas ya sabe lo que quiere para ellas. La disciplina excesiva que les inculca a las chicas puede parecer propia de un desquiciado, al que se le va un poco la mano con el entrenamiento. Pero la película de a poco va mostrando los argumentos de Richard, su modo de pensar, su convencimiento de que sus hijas tienen que entrenarse duro para cumplir el sueño al que están destinadas: ser las mejores, tanto en el deporte como en la vida. El filme se las ingenia para contar, en poco menos de dos horas y media, cuando dan sus primeros pasos en busca de un entrenador, cuando se entrenan en la canchita del barrio, cuando empiezan a participar en los torneos Junior, cuando consiguen su segundo y definitivo entrenador (interpretado magistralmente por Jon Bernthal) y cuando se mudan a Florida, donde Richard decide que las chicas no van a participar más en los Junior. Porque si hay algo que sabe el terco y metódico Williams es que las niñas tienen que crecer con normalidad, priorizando el estudio y la familia. Ya llegará el momento de dar el salto al nivel profesional. Por más que pueda parecer una publicidad de las tenistas (y una ficción que elogia la figura paterna), la película construye un personaje inspirador, que se planta ante los ventajistas de siempre, los mismos que quieren aprovecharse del talento de las chicas para hacerse millonarios. Richard está ahí para pararles el carro, para decirles no. Hay un momento clave: Richard obliga a la familia a ver Cenicienta, el clásico animado de Disney. Cuando terminan de verla, les pregunta qué les enseñó. Ante las respuestas insatisfactorias, Richard les dice que la película les enseña a ser humildes. De alguna manera, Richard está hablando de Rey Richard. Ese es el momento en que el mensaje de la película de la ficción se une con el de la que vemos en la sala. Al final quizás se ajusta demasiado a una fórmula de biopic documental que muestra fotos de los personajes reales, con el consabido efecto emotivo. Sin embargo, Rey Richard despliega una cantidad apabullante de herramientas y recursos narrativos, con un ritmo inquebrantable, para contar una historia más importante de lo que parece.
Hay que decirlo con todas las letras: La casa Gucci es una película magnífica, en la que el cine vive en cada fotograma, en cada personaje, en cada línea pronunciada por sus actores y actrices, quienes hacen un trabajo para enmarcarlo en la memoria del cine hecho con pasión, con fuerza, con arrolladora capacidad narrativa. El octogenario Ridley Scott (tiene 83 años) es el responsable de que la película fluya con una naturalidad pasmosa, en la que se destacan desde los protagonistas principales (Lady Gaga y Adam Driver) hasta los secundarios (Al Pacino, Jeremy Irons y Jared Leto), pasando por la fotografía (a cargo de Dariusz Wolski), la música (con una adecuada selección de canciones), la ambientación de época (que va de 1978 a 1997) y los detalles del vestuario. Tenía que ser alguien de la vieja escuela quien viniera a recordarnos que el cine no solo es superhéroes o productos pasatistas. Aquí hay una tradición cinematográfica presente y un director con una maestría absoluta para manejar el desarrollo de la trama. Scott sabe que el cine es contar una buena historia con personajes atractivos, y que las películas tienen que tener humor, drama y enredos amorosos. Y sabe cómo introducir con delicadeza la manera de pensar la moda en distintas décadas. Los elementos de los géneros que aborda funcionan como engranajes de una pieza mayor y los actores aportan sus características distintivas. Al Pacino despliega sus tics característicos en la piel de Aldo Gucci; lo mismo con el irreconocible Jared Leto como Paolo Gucci, el más histriónico y exagerado. Inspirada en la historia de la famosa familia dueña de la casa de moda Gucci, a partir del libro de Sara Gay Forden, el filme está contado como una biopic cómico-dramática con estructura de película de mafia, con bujería de telenovela, amor interesado, venganzas y traiciones incluidas, y en donde cada escena está filmada con efectividad pragmática. La casa Gucci es una película sobre las traiciones, sobre la ambición, sobre las ganas de ascender en la escala social a toda costa. Maurizio Gucci, interpretado de manera brillante por Adam Driver, es el personaje más complejo. No sabemos por qué pasa de ser alguien desinteresado a asumir el mando para malgastar el dinero de la empresa. Pero es justamente esto lo que lo humaniza y, a su vez, lo que lo transforma en un personaje funcional a la trama de traiciones y de negocios familiares turbios. En cuanto a la trepadora de origen humilde interpretada por Lady Gaga, Patrizia Reggiani, esposa de Maurizio, hay que decir que es un personaje que la consolida como una actriz de pura cepa, capaz de transmitir sensaciones encontradas. Es el personaje más desarrollado y el que se permite ciertas licencias que se agradecen, como su complicado acento italiano y sus insinuaciones anatómicas. El personaje de Al Pacino es entrañable, un fraudulento y simpático empresario que exuda humanismo. Jeremy Irons como Rodolfo Gucci, padre de Maurizio, es un ejemplo de refinamiento y valores aristocráticos, a pesar de lo duro que es con los demás. Ver La casa Gucci es una experiencia gratificante porque es una película deleitable, entretenida, humorística, con actuaciones descomunales y diálogos inteligentes, y narrada con ritmo y sustancia. No se puede pedir más en el contexto del cine que se hace hoy en día.
Es innegable la capacidad de Edgar Wright para hacer películas vistosas, en las que sobresale prácticamente todo: el decorado, el vestuario, los movimientos de cámara, las actuaciones, la música, la fotografía. Cada película suya (al menos las últimas) es un derroche de estilo, una demostración de su talento para manejar la técnica y de su facilidad para plasmar en imágenes tanto su cinefilia de género como su melomanía refinada. En El misterio de Soho, su nueva película, el director inglés se luce nuevamente con su pulso narrativo y su buen gusto compositivo, e incursiona en el thriller psicológico con referencias a la década de 1960, con toques de musical retro pop y un despliegue visual que hipnotiza por su belleza y encanto. También es increíble lo bien que la hace actuar a la protagonista, Thomasin McKenzie, y a los actores y a las actrices que la acompañan, como Anya Taylor-Joy, quien entrega una interpretación sólida, y la gran Diana Rigg en su última actuación (la actriz murió el año pasado), en un papel que complejiza la historia y le da sentido a la película. Sin embargo, hay algo que falla en El misterio de Soho, hay algo que hace que la película se desmorone a medida que avanza, en parte debido al reiterado uso del recurso que despierta a la protagonista de la pesadilla que tiene todas las noches, como si la película fuera un interminable entrar y salir de un profundo sueño que acaba con el sonido del despertador. Hasta que nos damos cuenta de que la película decae porque peca de una inocencia desgarradora. El argumento dice algo de esa inocencia. Una joven del interior, de belleza blanca reluciente, llamada Eloise (Thomasin McKenzie), va a la ciudad (Londres de la actualidad) a cumplir su sueño de ser diseñadora de moda y se sorprende de que haya proxenetas que hacen trabajar a jovencitas que llegan sin recursos económicos. Eloise se instala en una de esas pensiones compartidas para estudiantes. Allí conoce a Jocasta (Synnove Karlsen), su compañera de cuarto, quien se va a encargar de tirarle mala onda. Es por esto que Eloise decide alquilar una pieza sola en la casa de una tal Señora Collins (Diana Rigg), quien le exige estrictas condiciones de convivencia. Desde el primer día que llega a Londres, Eloise se lleva una mala impresión, sobre todo de los hombres maduros, ya que el taxista que la lleva le hace un par de comentarios desubicados que la asustan. Wright empieza de a poco a mostrar su intención política. Después de ese primer susto, Eloise empieza a tener misteriosos sueños con una joven rubia llamada Sandie (Anya Taylor-Joy), quien quiere ser cantante y es apadrinada por un tipo que trabaja en un club nocturno, Jack (Matt Smith), quien la enamora y le promete un futuro exitoso. Pero pronto descubrimos que Jack es un fiolo, y lo que le ofrece a Sandie, doble onírico de Eloise, es que trabaje de prostituta. Cuando la película muestra su intención de denuncia y ajusticiamiento, pierde consistencia porque lo hace de una manera simplona, estereotipada y naíf. El director resuelve el problema como si se tratara de una pesadilla biempensante de fórmula, como si necesitara tener la conciencia tranquila con un trabajo políticamente correcto. Lo que queda después de ese ascenso de adrenalina ensoñada que culmina con un giro un tanto rebuscado, y de ese simultáneo descenso de entusiasmo narrativo, es la impresión de que Wright está más preocupado por sacar el carnet de buena persona que por hacer una película honesta y arriesgada.
Siempre se agradece cuando se estrenan películas que apuestan todo al entretenimiento por el entretenimiento mismo, al cine como arte máximo de la evasión, al espectáculo como refugio del escapismo regocijante. El cine es el arte del entretenimiento por excelencia desde el exacto momento en que nació como técnica movilizadora de espectadores ingenuos. Netflix no se olvida de la esencia del cine como divertimento pasatista y en Alerta roja, que tiene su doble estreno en salas y en la plataforma (en esta última, el viernes 12 de noviembre), no se sale un milímetro de las bases del espectáculo más estruendoso, ligero, superficial y gracioso, que además se da el lujo de reunir a tres de las figuras más fulgurantes de Hollywood: Dwayne Johnson, Ryan Reynolds y Gal Gadot. Escrita y dirigida por Rawson Marshall Thurber (Pelotas en juego, Rascacielos: rescate en las alturas), la película va de la buddy movie de aventuras hasta la comedia de robos con toques de acción carcelaria, en la que el agente del FBI John Hartley (Dwayne Johnson) persigue al ladrón más buscado de Interpol, Nolan Booth (Ryan Reynolds). El motivo son tres huevos de la época de Cleopatra y Marco Antonio, lo que también sirve como desafío para Booth, que quiere probarse como el mejor ladrón del mundo. La película muestra cómo Hartley captura a Booth y lo manda a la cárcel, hasta que aparece el personaje de Gal Gadot, The Bishop/Alfil, otra ladrona talentosísima en busca del tercer huevo, el más difícil de encontrar. El trío queda armado y se deberán ayudar entre ellos para lograr cada uno su objetivo. Hartley quiere esposar a Alfil, quien lo engañó haciéndole creer a la agente de Interpol que sigue el caso (Rita Aryu) que en realidad es él el responsable de robar uno de los huevos. Y Booth quiere el tercer huevo a toda costa, al igual que Alfil. Entre Hartley y Booth forman una especie de “matrimonio por conveniencia”, y en la química cómica entre ambos está la clave lúdica del filme. El robo de los huevos es el macguffin perfecto para que se desplieguen la acción aventurera y la comedia efectista, con guiños a Indiana Jones y a La gran estafa, con las vueltas de tuerca típicas de las películas de robos y aventuras, y todo enmarcado en una comedia de acción que sabe divertirse y jugar con gracia explosiva. Lo bueno de Alerta roja es que sus personajes se divierten mientras recorren distintos lugares del mundo, hasta caer en Argentina, a la que se muestra como reservorio histórico de nazis, donde se encuentra el tercer huevo. Johnson se luce con su musculatura ágil para las peleas cuerpo a cuerpo y con las persecuciones con balacera incluida; Ryan Reynolds aporta su carisma de ladrón chistoso con un par de gags que provocan la carcajada fácil, y Gal Gadot aporta la cuota de sensualidad con su fluida presencia y su elegancia para agarrarse a las patadas. Hay sorpresas de personajes cuyos nombres no conviene revelar, como la aparición de un famoso cantante pop que se autoparodia. También hay giros que logran sostener casi dos horas una aventura de ladrones y policías que no descansa un segundo en su constante juego autoconsciente. Alerta roja es un cóctel de géneros populares que realza el cine como entretenimiento masivo. Es cine de evasión en estado de gracia.
Nuevamente el problema de una película de terror norteamericana no reside en el desarrollo de la trama ni en la utilización de sus elementos, sino en la imposibilidad de hacer algo más con eso, algo que la saque de la mera fórmula industrial que cumple con un manejo prolijo del suspenso, buenas actuaciones y una atmósfera bien construida. Espíritus oscuros, la película dirigida por Scott Cooper y producida por Guillermo del Toro, cumple con la cuota de profesionalismo y hace todo bien desde el aspecto técnico, pero ese ejercicio correcto de puesta en escena, incapaz de asumir algún riesgo, es también lo que la condena a ser una película más del montón. Al comienzo vemos al niño Lucas (Jeremy T. Thomas) que le dice unas palabras enigmáticas a su padre, Frank Weaver (Scott Haze), antes de que este entre a una mina de carbón en un pueblo de Oregón. Frank y un compañero de trabajo escuchan un extraño ruido de adentro del túnel, en el que son atacados por una especie de monstruo gigantesco. Semanas después, la maestra Julia (Keri Russell) observa el comportamiento retraído de Lucas en clase, y le llama la atención unos dibujos bastante raros del niño. Julia vive con su hermano Paul (Jesse Plemons), el sheriff del pueblo, a quien lo une un pasado culposo, en el que ella no supo cuidar de él cuando el padre y la madre de ambos murieron. El trauma de Julia nunca queda del todo claro, algo que a la película parece no importarle en explicar. Cuando Julia empieza a seguir a Lucas, descubre cosas espeluznantes, como por ejemplo, que el menor tiene encerrados en una habitación a su hermano pequeño y a su padre, ya que el progenitor fue poseído por Wendigo, ese espíritu monstruoso y malévolo del folclore de las tribus Algonquin. Todo lo que sucede en el pueblo (incluido los cadáveres devorados con saña caníbal) está cocido a fuego lento. El director construye una pausada narración que se centra en el comportamiento de sus personajes, con la adición obligatoria de golpes de efectos que ayudan a que el relato no decaiga, dando como resultado una suerte de thriller psicológico intimista enmarcado en el folk horror, en el que los mitos y leyendas de un pueblo cobran vida para aportarle terror a la historia. Sin embargo, es justamente lo que el director hace con el género de terror folclórico y sobrenatural lo que no ayuda a que Espíritus oscuros sea una gran película, ya que no no dice nada nuevo de las mitologías y leyendas y de su repercusión en la vida de los habitantes de un lugar. El filme esboza una leve interpretación en clave fantástica del sistema tradicional de creencias del pueblo, pero se contenta con cerrar la historia en piloto automático, con posible continuación del mal. Cooper no profundiza en el tema ni indaga en las consecuencias de los mitos populares cuando se hacen carne en la gente, y se limita a desarrollar un thriller atmosférico de ritmo pausado y pulso sostenible para cumplir con los requisitos del cine mainstream. Eso sí, Jesse Plemons y Keri Russell se desempeñan con convicción en sus roles, casi como si lo hicieran de taquito, ya que son dos grandes profesionales de la actuación.
Uno de los aciertos de Halloween (1978), de John Carpenter, es que no explica el origen del mal ni se detiene en reflexiones sobre por qué ese niño de 6 años llamado Michael Myers mata a su hermana con un cuchillo y luego se empecina en perseguir a la niñera Laurie Strode. Carpenter hizo un slasher austero, pragmático y efectivo. Se centró en la música, le puso una máscara blanca al villano, contrató a una joven Jamie Lee Curtis para el papel principal e hizo historia. En Halloween Kills, continuación de Halloween de 2018, ambas dirigidas por David Gordon Green, se intenta hacer todo lo que no se hizo en la original de 1978. En este sentido, probablemente sea la película más ambiciosa de la saga. Entre otras cosas, porque pretende unificar en una noche la historia de Michael Myers y la de la comunidad de Haddonfield, el barrio al que el enmascarado vuelve después de 40 años. La película empieza con un flashback que nos lleva a 1978 para mostrarnos lo que pasó esa noche en la que Loomis (en aquel entonces interpretado por Donald Pleasence y ahora por Tom Jones Jr.) casi mata a Myers, después de que este casi mata a Laurie. Con esta escena se introduce la primera modificación, ya que incorpora a dos policías, uno de los cuales es el joven Hawkins, quien en la de 2018 y en Halloween Kills interpreta Will Patton. Ahí descubrimos lo que hace Hawkins. Halloween Kills se ubica, al comienzo, en la noche de Halloween de 1978. Luego vuelve al momento del final de la película de 2018, con Laurie, su hija Karen (Judy Greer) y su nieta Allyson (Andi Matichak) arriba del vehículo que las lleva al hospital, mientras Myers arde en la casa incendiada de Laurie, quien ve que los bomberos pasan a toda velocidad a apagar el fuego, lo que puede salvar a Myers. Paralelamente, aparece Tommy (Anthony Michael Hall), el niño al que cuidaba Laurie en el filme de 1978, quien, en un bar lleno de gente, cuenta lo que Myers significa para la población de Haddonfield. Mientras esto ocurre, Myers se levanta cuando los bomberos entran a la casa y descuartiza a todos en una escena que cumple con lo que tiene que tener un slasher: matanza sanguinaria. Pero ahora parece que Myers ya no quiere volver por Laurie, sino que quiere volver a casa, no se sabe para qué ni por qué, y en la explicación que da la película, a través de de Laurie y Hawkins, pierde consistencia y se torna enrevesada. Ese intento por explicar el mal (algo que Carpenter nunca hizo) es su principal problema. En vez de hacer un slasher con escenas de muertes que sean ingeniosas y efectivas, Gordon Green quiere ir más allá y darle una explicación a lo que es Michael Myers, sin decidirse si quiere que el personaje sea un concepto, algo sobrenatural o un psicópata difícil de matar. La parte en la que los vecinos de Haddonfield toman las armas la ubica en una postura un tanto fascista que tampoco queda del todo clara. Se entiende eso de que una comunidad tiene que vivir sin miedo para que dejen de matarla, pero la idea no logra plasmarse con claridad. Todo ese asunto de que Michael Myers es más que humano, y que por eso mismo es inmortal, es tan complejo que lo único que logra es arruinar la película. El peor error que puede cometer un slasher es tener pretensiones filosóficas.
Se sabe desde el comienzo que el objetivo de Marvel siempre fue crear un gran universo de películas interconectadas, que sean partes de un todo, pero que, a su vez, puedan ser vistas sin necesidad de ver las demás. La factoría lleva adelante un trabajo titánico que va por su cuarta fase, con claros intereses económicos, pero sin desentenderse de la historia del cine norteamericano. Una película de Marvel es un producto hecho para el consumo masivo y para ganar millones de dólares, pero también es un producto que conoce la historia que lo precede y la tradición a la que pertenece. Venom: Carnage liberado es la segunda parte de Venom, película que se estrenó en 2018 y que presenta al villano devenido héroe del título, el simbionte extraterrestre que se mete en el cuerpo de Eddie Brock, el experiodista interpretado por Tom Hardy, creando un vínculo simbiótico con la capacidad de transformarse en uno u otro y dando lugar a una relación de amistad inseparable. Si en la primera vimos el nacimiento del personaje principal, en Venom: Carnage liberado vemos el nacimiento de Cletus Kasady/Carnage (Woody Harrelson), el villano que enfrenta a Eddie Brock/Venom en una batalla cargada de CGI, con escenas de espectacularidad mainstream que mantienen el alto nivel tecnológico. En Venom ya se veía cómo el simbionte empezaba a interactuar de modo gracioso con Eddie, y de las posibilidades narrativas que eso significaba. En Venom: Carnage liberado la relación de amistad entre ambos se explota al máximo, convirtiendo sus constantes discusiones en lo mejor de la película. Eddie y Venom se pelean como marido y mujer mal llevados, porque Venom: Carnage liberado es, ante todo, una película sobre la pareja. Mientras ellos conviven en un pequeño departamento, el villano Cletus, condenado a muerte en una prisión de máxima seguridad, logra escapar una vez que se convierte en el enorme y brutal Carnage. Cletus/Carnage va en busca de su amada Frances Barrison/Shriek (Naomie Harris), quien se encuentra en un laboratorio secreto (es el otro villano del que vemos su nacimiento). Ella también tiene un superpoder: grita bien fuerte. Cletus va en busca de Frances porque quiere casarse con ella, otro indicador que demuestra que a la película le importan las parejas. La ligereza y el humor que maneja el filme es lo que lo hace disfrutable. Los chistes y la relación entre Venom y Eddie son lo que lo acercan más a una comedia de amigos o buddy movie que a una de superhéroes solemne. Los viejos personajes continúan, como la exnovia de Eddie, Anne (Michelle Williams), y su prometido, el Dr. Dan (Reid Scott), lo que refuerza aún más la cuestión de las parejas. También están la señora Chen (Peggy Lu), que atiende el minisupermercado al que Eddie va a comprar comida para Venom, quien sigue prefiriendo cabezas humanas, a las que devora de un mordiscón después de saborearlas con su larga lengua babeante, custodiada por un ejército de dientes afilados. Venom: Carnage liberado es un cómic plasmado a la perfección en la pantalla, donde los efectos especiales ayudan a que las escenas de acción sean un deleite sensorial. Es un entretenimiento infalible que anuncia lo que vendrá en las próximas películas de Marvel (la escena poscrédito da una pista de la continuación de estos personajes). Sin embargo, la película no tiene nada que Marvel no haya hecho antes, nada que se salga de la fórmula probada cientos de veces.