Cuando en 2017 se estrenó Un jefe en pañales, la productora DreamWorks demostró, una vez más, su capacidad para fabricar animaciones ingeniosamente esperpénticas al poner en escena un bebé que vivía en dos realidades distintas, y cuyas peripecias desopilantes no se conformaban con ser las aventuras trilladas del dibujito de turno, sino que también contenían una segunda lectura posible para el público mayor. Cuatro años después, la productora fundada por Steven Spielberg apuesta nuevamente a la historia del niño Tim y el bebé Ted, y al director Tim McGrath (Madagascar) como el encargado de llevar adelante una trama un poco más sofisticada que la primera (por las varias subtramas que maneja). Si bien no está a la altura de su predecesora, McGrath logra que Un jefe en pañales 2: Negocios de familia sea una comedia de aventuras desbordante, con un ritmo favorecido por el dinamismo juguetón de la puesta en escena. Los hermanos Templeton ahora son adultos. Tim es padre de familia y vive alejado de su hermano menor Ted, quien se convirtió en un CEO importante. Tim y su esposa viven felices con su brillante hija de 7 años, Tabitha, y la recién llegada Tina, una bebé que es agente secreta de BabyCorp y que pronto se encargará de unir a Tim y a Ted en una misión para frenar los planes malvados del Dr. Armstrong, el creador de la escuela para niños avanzados a la que asiste Tabitha. Tina les da a su padre y a su tío una superfórmula desarrollada por BabyCorp que convierte a un adulto en bebé, para que se infiltren en la escuela y averigüen lo que el Dr. Armstrong planea realmente. Si la filosofía de Armstrong se difunde, podría ser el final de la niñez. Mientras Tim y Ted van descubriendo aspectos de ellos mismos que desconocían, Tabitha pasa por situaciones de pánico escénico y autoexigencias que se destacan por la amorosa incomodidad que se produce cuando interactúa con su padre convertido en un niño de su edad, que además es su nuevo compañero de grado. Tom McGrath apuesta por el avance de la narración a un ritmo arrollador, poniendo en el camino a personajes graciosísimos sin perder jamás el equilibrio de los vaivenes de la historia. Los bebés ninjas, una nena terrorífica que se aparece por detrás y una poni adiestrada en situaciones peligrosas son algunos de los personajes que acompañan a Tim y a Ted en la misión para detener a Armstrong, quien quiere hacer una revolución en pañales y convertir a los padres en zombis. Un jefe en pañales 2 lleva la marca inconfundible de las animaciones de DreamWorks, entre atolondradas y grotescas, entre hilarantes y sofisticadas, con personajes rarísimos y tiernos, que priorizan siempre el costado freak y más fantástico de la narración antes que el drama moralizante y más realista de Pixar. Los dibujitos de DreamWorks son locuras divertidas que rara vez decepcionan, y que aun en sus productos menos logrados consiguen hacer reír a toda la familia por igual, con momentos de creatividad inspirada e historias que no se detienen hasta llegar a la consabida escena final, siempre cargadas de emotividad y gracia.
Después de una cuarta parte floja (de una saga que mantuvo sus dos primeras a un mismo nivel y que a partir de la tercera empezó a decaer por falta de ideas), la quinta entrega de La purga, creada por James DeMonaco y producida por Jason Blum y Michael Bay, reaviva el pulso narrativo que la instaló como una de las franquicias de acción y terror más políticamente críticas de la última década. Esta vez, la purga anual impuesta por los Nuevos Padres Fundadores de América se traslada a la frontera entre Estados Unidos y México, lo que la conecta con toda una tradición de thrillers fronterizos ligada, a su vez, al western, el género máximo del cine norteamericano. Por lo tanto, en las 12 horas nocturnas para sobrevivir habrá mejicanos que intentan vivir tranquilos en el país vecino y norteamericanos que quieren matarlos. El terror de estas distopías pasa por el hecho de que no se alejan demasiado de la realidad del país del norte, donde la política con los inmigrantes o el racismo hacia los afroamericanos llegan, a veces, a la violencia extrema. Es por eso que el principal acierto de La purga por siempre es que no ubica la acción en un futuro próximo como en la primera entrega, para dar a entender que la historia transcurre en el presente. Como su título lo indica, la novedad de esta quinta entrega es que la purga no termina cuando se cumplen las 12 horas que los gobernantes ordenan para que los ciudadanos salgan a las calles a delinquir o a asesinar sin sufrir consecuencias legales, sino que continúa cuando varios grupos de supremacistas enmascarados deciden expandirla a todo el país por tiempo indeterminado. Si bien no deja de ser un filme de fórmula, el director mejicano Everardo Gout aprovecha el aceitado guion de DeMonaco para filmar escenas ingeniosas, en las que la balacera salpica sangre a la cámara y las trampas mortales producen más de un salto de susto en la butaca. Gout muestra a hachazos la violencia que sufren los inmigrantes ilegales, lo que puede entenderse como una denuncia a las pasadas políticas de Donald Trump. Sin embargo, enmarcarla en una crítica al trumpismo es un facilismo interpretativo, ya que La purga por siempre se acerca más a una crítica a la cultura política de Estados Unidos antes que a un gobierno en particular. Ana de la Reguera encarna a Adela y Tenoch Huerta, a su esposo Juan, la pareja que logra cruzar el muro para conseguir trabajo en Texas. La primera como supervisora de un frigorífico y el segundo como peón en un rancho de una familia adinerada. El jefe de la familia para la que trabaja Juan, Dylan Tucker (Josh Lucas), desprecia al mejicano. Pero el padre de Dylan, interpretado por Will Patton, es más comprensivo y le explica a Juan que los que participan en la purga son funcionales a los intereses de los que mandan, ya que lo único que estos quieren es que los ciudadanos entren en una guerra civil y se maten entre ellos. La purga por siempre pone en escena a personajes de distinta clase social uniéndose para luchar contra el verdadero enemigo, en una aguerrida película de acción texana con mucho gore y momentos de muertes creativos. Y este es el otro acierto de la película, que valora mucho más la amistad, la familia, el involucrarse y el darse cuenta de que el resentimiento y el odio son contraproducentes para alcanzar el bien común.
Es hora de reconocerle a Vin Diesel su capacidad para caer parado y sin ningún rasguño después de hacer las cosas más descabelladas en las situaciones más extremas. En ambos sentidos: tanto lo que hace él mismo (como actor y productor) en el cine de acción como lo que hace su popular personaje de Dominic Toretto en la franquicia que lo catapultó a la fama y a la idolatría del pueblo trabajador. El recio calvo monosilábico se da el lujo de hacer lo que quiere porque sabe que el cine todo lo puede, y en la novena entrega de Rápidos y furiosos desafía a las leyes de la física con su cuerpo anabolizado en autos capaces de viajar al espacio exterior y estrellarse contra satélites sin que eso signifique caer en el ridículo de la inverosimilitud, porque las inverosimilitudes y las ridiculeces del guion están escritas con voluntariosa autoconciencia humorística. Justin Lin retoma la dirección de la saga que más conoce (dirigió la 3, 4, 5 y 6) después de la exitosa incursión de James Wan en la séptima entrega y de la olvidable experiencia de F. Gary Gray en la octava. Lin maneja el pulso de Rápidos y furiosos como nadie, sabe que redoblar la puesta en escena en cada nueva entrega es una obligación que corre el riesgo de pasarse de rosca pero que, a su vez, es lo único que asegura el entretenimiento al calor de las masas. A Lin le interesa la eficacia del mecanismo del género y no la perfección de las partes. Montado sobre una trama de espionaje, el estruendoso armatoste reúne nuevamente a la familia (de sangre y de alma) de Toretto para enfrentarse contra un enemigo del pasado, y de la misma sangre: Jakob (John Cena), el hermano desaparecido de Dom. Jakob es también la excusa para que Dom cierre una vieja herida familiar: la misteriosa muerte de su padre en un circuito de carreras. Lin usa los flashbacks con fluidez narrativa y torpezas perdonables para contar esa historia de rivalidad entre hermanos. Dom y Letty (Michelle Rodriguez) viven una vida tranquila con su hijo Brian, hasta que llega una nueva misión que involucra no solo a Jakob, sino también al hijo de un político multimillonario y a Cipher, la villana interpretada por Charlize Theron, quien le aporta elegancia y solidez actoral a lo que se podría calificar como un sofisticado y atrapante mazacote audiovisual. Dom y su equipo deberán viajar a varias partes del mundo en busca de un objeto tecnológico que los enemigos quieren para dominar el mundo, lo que da pie a que en cada escenario urbanístico se desplieguen coreografías automovilísticas tan espectaculares como irrisorias, con persecuciones agotadoras que incluyen peleas cuerpo a cuerpo, tiros, explosiones, aviones y vehículos imantados que atraen tanto los objetos metálicos como la atención del público. Sin embargo, en la película sucede algo paradójico. Lin sabe que todo es una estupidez, pero una estupidez que se toman en serio. El personaje de Diesel es el que mejor define la contradicción de Rápidos y furiosos 9, ya que en todo momento le inyecta su característica dosis de denso dramatismo inexpresivo, para luego reírse de las situaciones por las que atraviesa, con leves sonrisas o miradas cómplices. Es decir, él sabe, como los espectadores, que todo es cualquier cosa. A partir de Rápidos y furiosos 8 (2017), Diesel inventó una especie de realismo disparatado, que consiste en decir a cámara que todo lo que vemos es imposible para luego sepultar lo dicho y seguir adelante como si la información no rompiera el hechizo de la verosimilitud. Diesel y sus compañeros van en busca de la verosimilitud perdida una y otra vez para volverla a perder a propósito, porque son consientes del agotamiento de la fórmula y de todo lo que se pueda hacer en una película de acción.
Varios nombres importantes se reúnen en Aquellos que desean mi muerte, la nueva película protagonizada por Angelina Jolie. El primero es el del director y coguionista Taylor Sheridan, responsable de los guiones de las elogiadas Sin nada que perder, Sicario (1 y 2) y la reciente Sin remordimientos, y de haber escrito y dirigido Viento salvaje, un thriller nevado de alta tensión que se estrenó en 2017. Sheridan tiene una gran predilección por los thrillers contundentes, directos, en los que la efectividad se imponga sobre cualquier elemento que entorpezca el ritmo narrativo. Al igual que los grandes maestros del cine norteamericano, Sheridan cree que una película debe narrar un argumento capaz de mantener hechizado al espectador, y que ese argumento debe estar enmarcado en un género reconocible, llámese western, thriller, acción o drama. En cuanto a Angelina Jolie, el otro nombre importante, hay que decir que su papel la devuelve a las correrías desesperadas (y desesperantes) de las películas de acción que supo protagonizar alguna vez, con un resultado aceptable, aunque con momentos innecesariamente inverosímiles e involuntariamente cómicos. También están los nombres de Jon Bernthal, Nicholas Hoult y Aiden Gillen, cuyos personajes intentan llevar adelante dos subtramas que se unen al final. Aquellos que desean mi muerte tiene como protagonista a Hannah Faber (Jolie), una mujer que trabaja en el departamento de bomberos de un pueblo de Montana y que vive con culpa por no haber podido salvar a tres niños en uno de los tantos incendios forestales que se producen en la zona. De hecho, una de las características del cuerpo de bomberos es que se lanzan en paracaídas desde aviones para poder llegar al centro de los incendios y apaciguar las furiosas llamaradas. Por otro lado, hay dos asesinos a sueldo que matan a un hombre que tiene una información secreta. A su vez, aparece otro personaje, Owen (Jake Weber), una suerte de contador con acceso a esa misma información. Cuando Owen se entera del atentado al hombre poderoso, se da cuenta de que pronto lo buscarán a él también. Por lo tanto, decide huir en auto con su hijo de 12 años (Finn Little). Luego de que los asesinos acribillan al contador en una ruta, el pequeño logra escapar y se cruza con Hannah, quien se encuentra depresiva en el medio del bosque. Los primeros 40 minutos son verdaderamente vibrantes porque logran sostener el suspenso y que la historia marche a paso firme, tomándose el tiempo justo para desarrollar a los personajes y algunas escenas extremas. Pero al desplegar dos o tres historias distintas, el director tiene que hacer malabares para llegar en forma hasta el final, donde empieza a dar manotazos a los lugares comunes del género y a recurrir a soluciones rápidas y un tanto traídas de los pelos. La colaboración en el guion de Michael Koryta, autor de la novela en la que se basa el filme, nos deja la sensación de que Sheridan no puede tener el control total de la historia. A diferencia de Viento salvaje, en la que mantiene el tono y el pulso de manera pareja, acá se ven los esfuerzos que el director tiene que hacer para darle fin, como si se le quemaran los papeles a último momento. Sin embargo, Aquellos que desean mi muerte no deja de ser una película que se disfruta sin inconvenientes, sobre todo en una pantalla grande.
Entre los jóvenes gamers de la década de 1990 había una grieta insalvable. Por aquel entonces, se debatían entre el Mortal Kombat y el Street Fighter, los arcades de lucha más icónicos de fines del siglo 20. Si bien Street Fighter apareció primero, lo que hacía diferente a Mortal Kombat era el realismo de sus peleadores, además de ser más agresivos y sangrientos, lo que llevaba a que cada combate se viviera con más intensidad y emoción. Por esos mismos años, en 1995, se hizo la primera adaptación al cine del Mortal Kombat, a cargo del especialista en la materia Paul W. S. Anderson (Resident Evil). Pero ni el público ni la crítica quedaron conformes con esa primera película basada en el videojuego creado por Ed Boon y John Tobias en 1992, ya que solo se limitaba a cumplir con las convenciones estéticas y narrativas de la época. Luego vino una segunda parte que pasó sin pena ni gloria, una animación, series de televisión y una seguidilla de ediciones del videojuego (va por la número 11). Hace unos años, cuando se empezó a hablar de una nueva versión para cine, los fanáticos pusieron sus expectativas por las nubes. El encargado de dirigir este reinicio de la franquicia Mortal Kombat es el debutante Simon McQuoid, quien, con la mano de James Wan como productor, se encarga de cumplir con lo prometido. La película reconstruye con pragmatismo, y con mucho sentido del movimiento, la mitología del histórico campeonato de lucha y el surgimiento de la rivalidad entre sus antagonistas principales: los ninjas Sub-Zero y Scorpion. Lo que hay que destacar también es el acierto del director en introducir un personaje nuevo para que la trama no quede encasillada en el monolítico mundo del videojuego. El personaje, que hace de hilo conductor de la historia, es Cole Young, protagonizado de manera convincente por Lewis Tan. El prólogo, ubicado 400 años atrás, muestra cómo Bi-Han (Joe Taslim), antes de ser Sub-Zero, mata a Hanzo Hasashi (Hiroyuki Sanada), antes de que se convierta en Scorpion, y a su familia. Hanzo jura venganza y se va al infierno para poder volver. En el presente, el luchador de artes marciales mixtas Cole (Lewis Tan) entrena en un gimnasio de segunda y lleva una marca de nacimiento con forma de dragón. Lo que Cole no sabe es que Shang Tsung (Chin Han), el emperador del Mundo Exterior, planea llevar adelante el décimo torneo de Mortal Kombat, en el que sus luchadores se enfrentarán contra los elegidos de la Tierra. Shang Tsung y Sub-Zero quieren liquidar a todos, sobre todo a Cole. Mortal Kombat es mucho más sanguinolenta que las adaptaciones anteriores. Los efectos especiales de las fatalities están más logrados y los villanos son más temibles y duros de matar. McQuoid luce un sorprendente virtuosismo para ejecutar las escenas de acción, que van de la brutalidad gore a las precisas coreografías de peleas cuerpo a cuerpo, y entrega una escalada de violencia con momentos salvajes y creativos, en los que la efectividad de los golpes mortíferos logra un continuo entusiasmo en el espectador.
Qué ventaja que sacan las películas con actores que renuncian a la seriedad en aras de la diversión absoluta, sin sacrificar el talento ni descuidar el profesionalismo. Freaky: Este cuerpo está para matar tiene la suerte de tener al enorme Vince Vaughn en su papel más hilarante en años, capaz de cambiar de registros con naturalidad para que todo fluya como la sangre de un adolescente en plena secundaria y que el resultado sea un zapatazo de entretenimiento a la modorra del público solemne. Desde luego, el mérito de la película no solo es de Vaughn, ni del trío de jóvenes que lo acompaña, sino también del director y coguionista Christopher Landon, el mismo de las ingeniosas Feliz día de tu muerte (1 y 2), en las que demuestra saber manejar con soltura los elementos de distintos géneros y subgéneros del terror, desde la comedia adolescente hasta el slasher con un enmascarado que asesina de manera originalmente brutal. Sí, Freaky es eso a lo que ya nos tiene acostumbrados su director, pero también es mucho más. Porque si se la piensa más allá del divertimento que implica ver a los protagonistas corretear con sus cuerpos cambiados, tenemos una película que juguetea con temas como la transexualidad y que desliza una sutil y risueña denuncia al empoderamiento masculino, al hombre que cree que tiene el derecho de ejercer violencia sobre los más vulnerables. Sin embargo, el gran acierto de Landon es que no politiza la historia, pero no porque la politización de un filme esté mal, sino porque lo importante es el cine, el funcionamiento de la máquina narrativa de los géneros a los que recurre con desparpajo cinéfilo (con amoroso guiño a las Martes 13). El director hace un uso ingenioso de los lugares comunes para que dejen de ser lugares comunes, y se vale de fórmulas trilladas para hacer un producto sin solemnidad y con mucho gore, y con un argumento que engancha desde el vamos. Freaky tiene como protagonistas a un asesino serial, conocido como “el carnicero de Blissfield” (Vince Vaughn), y a Millie (Kathryn Newton), una rubia tímida que cursa su último año de colegio y que es víctima del bullying constante de sus compañeros y de su profesor de carpintería (Alan Ruck). Millie tiene como mejores amigos a Nyla (Celeste O’Connor), una chica negra, y a Josh (Misha Osherovich), un chico gay (como para cumplir con la cuota de corrección política). Y en el medio hay una daga milenaria que pertenecía a los aztecas, llamada “la Dola”, cuyo hechizo consiste en intercambiar los cuerpos. Es así que Millie queda encerrada en el gigantesco cuerpo de “el carnicero”, después de que este la ataca con la daga, y él queda encerrado en el de ella. Imagínense las infinitas posibilidades que se presentan con este simple y arriesgado argumento. Lo bueno es que Landon le saca el jugo a la premisa fantástica de una manera tan efectiva como divertida, y entrega un puñado de escenas memorables y unas muertes antológicas. Películas como Freaky entusiasman y dejan la sensación de que aún se pueden hacer grandes comedias de terror.
Judas y el mesías negro, basada en hechos reales, cuenta cómo Bill O’Neal se infiltró en las filas de los Panteras Negras cuando Fred Hampton empezó a surgir como líder de la organización. Ya se sabe, el tema de la traición se remonta hasta, por lo menos, Julio César, pasando por la Biblia. En la historia de la humanidad siempre hubo un traidor y un héroe. Muchas veces, el traidor y el héroe pueden ser la misma persona, aunque no es el caso de esta película, en la que todo funciona correctamente y en la que nadie puede negar la lucha de los Panteras contra el racismo en los Estados Unidos. La película dirigida por Shaka King, nominada como mejor película en la última edición de los premios Oscar (no se llevó ese premio, pero sí otros dos: a mejor actor de reparto y por la música), está ambientada a fines de la década de 1960, cuando un joven Fred Hampton, interpretado por Daniel Kaluuya (¡Huye!), empieza a cobrar notoriedad en los Panteras. La situación con la brutalidad policial de Chicago está cada vez más delicada. Martin Luther King y Malcolm X fueron asesinados. Solo un nuevo líder radical puede ser la esperanza de una lucha que se complica cada vez más. El papel de Bill O’Neal está a cargo de LaKeith Stanfield, quien, de ladrón de autos, pasa a ser chofer de Hampton y jefe de seguridad de los Panteras. El que arregla con Bill para infiltrarse es el agente del FBI Roy Mitchell, interpretado por Jesse Plemons, con su típico personaje de gringo siniestro. A cambio de dinero, y de que no lo metan preso, Mitchell le pide a Bill que se meta en el núcleo duro de los Panteras y se le pegue a Hampton para sacarle información. Por supuesto, el capo máximo del FBI, J. Edgar Hoover, interpretado en piloto automático por Martin Sheen, lo quiere a Hampton muerto. La película contextualiza con claridad la historia del líder, y maneja, en clave de thriller político, el suspenso y el ritmo con firmeza, al compás de una música que le da los tonos justos de emotividad a la trama. Sin embargo, el problema de la película es que no cuenta nada que no se haya contado muchas veces (ver, por ejemplo, la filmografía de Spike Lee), y tampoco se anima a hacer con lo que ya se hizo una historia que dramatice un hecho puntual de manera novedosa, algo que sí supo hacer Kathryn Bigelow en Detroit, una película que se arriesga mucho más en la puesta en escena. En Judas y el mesías negro es como si todo fuera de una tibieza cumplidora, de fórmula. La actuación de Kaluuya, quien cumple con su función de discursista vehemente y convencido, no tiene demasiadas luces, manteniéndose siempre en un registro rutinario, de oficinista. Con Stanfield pasa lo mismo: el traidor vive con culpa y queriéndose arrepentir a cada momento, pero lleva hasta el final su misión para salvar su pellejo, en un registro igual de monocorde y profesional. Lo que falta es salirse un poco más de la historia que ya sabemos, rehacer el subgénero, o al menos, proponer caminos menos trillados. Judas y el mesías negro da toda la impresión de ser un producto hecho para la coyuntura. Bien hecho, por supuesto, bien narrado, bien actuado, bien filmado, pero sin eso que el cine siempre exige: que haya una segunda historia, paralela a la primera, que saque a la película de la superficialidad unidimensional en la que termina junto con su protagonista principal.
A medio camino entre las comedias adolescentes de la década de 1980 y las producciones más modestas de superhéroes de Marvel, Los nuevos mutantes es una película fallida por donde se la mire: desde el guion hasta las actuaciones, pasando por los efectos especiales y las situaciones dramáticas. Todo es un pastiche desganado e insulso, por no decir torpe y tonto, que pretende homenajear a clásicos como El club de los cinco sin tener el ingenio suficiente para hacerlo. Quizás el error principal de este spin-off de la saga de X-Men esté en la elección del director Josh Boone (conocido por haber dirigido Bajo la misma estrella), pero no porque fuera un mal director, sino porque arruina la interesante (aunque un poco trillada) premisa de la que parte al introducirle una innecesaria dosis de autosuperación en clave de drama romántico adolescente. Cinco jóvenes mutantes son encerrados en una institución secreta dirigida por una doctora severa, interpretada por Alice Braga. Los jóvenes tienen que descubrir cuáles son sus poderes para poder salir del internado. Que el número de jóvenes coincida con el número de personajes de la famosa película de John Hughes no es casual, pero no hay una idea clara de lo que se quiere hacer con la cita. En Los nuevos mutantes casi todo está encajado irreflexivamente, sin otro sentido que el de la mera cita burocrática, como si fuera una obligación hacer una referencia boba o un guiño rústico para quedar como una película cinéfila, además de contar con personajes insípidos. En vez de pelear contra villanos superpoderosos, Dani (Blu Hunt), Rahne (Maisie Williams), Illyana (Anya Taylor-Joy), Sam (Charlie Heaton) y Roberto (Henry Zaga) tienen que enfrentarse contra sus propios miedos y dominar sus poderes. La premisa de jóvenes encerrados en un lugar opresivo y siniestro podría haber sido fructífera si el director hubiese sabido cómo filmarla, en vez de incorporar efectos especiales de mala calidad para justificar escenas de acción superheroicas. La historia también se ve desaprovechada al incurrir en escenas cursis, con situaciones ridículas, como cuando Rahne y Dani se tiran en el césped, miran al cielo, se dicen cosas como "conocerte fue lo mejor que me pasó en la vida" y se dan el consabido beso políticamente correcto. La idea de que los verdaderos villanos son los miedos y las pesadillas de los personajes es, en principio, interesante. Sin embargo, el director nunca llega a ejecutarla de manera efectiva, creativa, atrapante. Los personajes carecen de la rebeldía y del carisma que intentan encarnar, y son, más bien, unos adolescentes apáticos cuyos problemas no llegan a interesarle a nadie. Los nuevos mutantes se iba a estrenar el año pasado, pero la pandemia lo impidió. Y que no haya podido ver la luz en su momento es lo mejor que le pudo haber sucedido. O, dicho de otro modo, lo peor que le pudo haber pasado al filme de Marvel es estrenarse.
Por fin llegó el enfrentamiento que todo cinéfilo esperaba. Cómo no amarlos, cómo no conmoverse con los dos monstruos más queridos y grandotes de la historia del cine. Uno es más fiero que el otro, pero ambos son hermosos en sus enormes proporciones míticas. Godzilla y Kong son capaces de sacudir una sala de cine con solo una pisada, y ya no hay dudas de que son más humanos que muchos seres humanos. Los colosos históricos de la prehistoria están de vuelta para la pelea final. No importa quién gane, son pasión de multitudes. Adam Wingard es el encargado de dirigir Godzilla vs. Kong, la cuarta y última entrega del MonsterVerse de Legendary Entertainment y Warner Bros., cuya saga empezó con la Godzilla de 2014 y siguió con Kong: la Isla Calavera (2017) y Godzilla II: El rey de los monstruos (2019). Constituida por películas de terror artesanales y de bajo presupuesto, la irregular filmografía de Wingard cuenta con dos títulos sobresalientes: Cacería macabra (2011) y The Guest (2014), a las que se recomienda con fervor. Si bien Godzilla vs. Kong no está a la altura de sus dos filmes más logrados, Wingard resuelve las escenas de acción con total solvencia, como si, más que un joven nacido y criado en el cine independiente, fuera un veterano de guerra de los grandes estudios, que sabe cómo homenajear a los icónicos personajes que tiene como protagonistas. El respeto y el cariño que demuestra el director por las criaturas rugientes dan como resultado una despedida triunfal que conmueve hasta las lágrimas. Godzilla vs. Kong, además de ser un rabioso y potente espectáculo repleto de CGI, es un entretenimiento con una bajada de línea entre líneas para que la escuche quien quiera escuchar. Los monstruos no son lo que parecen, y su furia siempre está causada por la ambición humana. La naturaleza no se rebela porque sí. Los culpables son, otra vez, las corporaciones megalómanas que, con el verso de salvar la humanidad, quieren dominar el mundo. Kong vive relativamente tranquilo en una isla diseñada para mantenerlo en cautiverio. De pronto, el monstruo nipón irrumpe desde el océano y ataca una de las instalaciones de Apex Cybernetics, la corporación que quiere llegar a Tierra Hueca, el lugar donde viven los titanes y donde se concentra toda su energía y poder. Godzilla nunca ataca sin una provocación, de modo que sus ráfagas de ira se deben a algo que Apex está creando. Como suele pasar en las películas de monstruos, el guion se toma algunas licencias y el desarrollo de la acción es más importante que la verosimilitud de la trama. Lo que se prioriza es el espectáculo de efectos especiales y que haya una mínima construcción dramática entre monstruos y humanos, como ocurre entre Kong y Jia (Kaylee Hottle), una niña sordomuda que puede comunicarse con el simio a través de señas. Adam Wingard se da cuenta de que una película con dos personajes dotados con semejante tamaño tiene la obligación de entusiasmar a las masas a fuerza de golpes fuertísimos y destrucciones masivas. El crossover entre Godzilla y Kong es la prueba de que el cine sigue vivo y de que nada podrá vencerlo jamás.
Con dos películas estrenadas hace poco, el nombre de Jan Komasa se instaló en la agenda cinéfila como alguien para tener en cuenta. El director polaco de 39 años se hizo conocido a nivel mundial el año pasado, cuando su película Corpus Christi, que se estrenó esta semana en Argentina, fue nominada al Oscar como mejor película internacional, además de haber tenido un aclamado recorrido por varios festivales importantes (Venecia, Toronto, Hamburgo, entre otros). El año pasado también se estrenó en Netflix su última película hasta la fecha, Hater, que generó admiración y polémica en partes iguales. Komasa trabaja con personajes a los que se podría catalogar de marginados farsantes, outsiders que fingen ser personas que no son y que, por alguna desgracia personal, han quedado fuera del sistema que tanto desean integrar. Pero no son tipos cualquiera, sino con cierto talento y carisma para hacer lo que mejor les sale: crear noticias falsas en las redes sociales (en el caso de Hater) y predicar la palabra de Dios (en el caso de Corpus Christi). En Corpus Christi se cuentan dos historias distintas que terminan uniéndose gracias al pulso narrativo de Komasa. Por un lado, está la historia de Daniel, un muchacho de 20 años que cumple una condena en un reformatorio. Por otro lado, está un grupo de padres que no puede superar una tragedia automovilística. La clave está en cómo el director funde las dos tramas sin descuidar la intensidad dramática. El resultado es una película que conmueve no solo por la sólida interpretación de Bartosz Bielenia, sino también por la cuidada puesta en escena. Daniel asume con tristeza el crimen cometido años atrás, pero quiere una segunda oportunidad en la vida. Cuando al reformatorio llega el hermano del hombre que mató en una trifulca, el cura del lugar decide darle libertad condicional y mandarlo a trabajar a un aserradero en la otra punta del país, para que no se agarren a las piñas. Pero cuando Daniel llega al pueblo, en vez de ir al aserradero, se va a la iglesia. De este modo, y después de una serie de malentendidos, se hace pasar por cura y empieza a ejercer el sacerdocio con una convicción a prueba de balas. A medida que Daniel empieza a ganar confianza en el altar, también se va metiendo en la tragedia que mató a seis jóvenes y que tiene a la gente del pueblo dolida y furiosa. En un santuario que les hicieron a los fallecidos, los padres omitieron la foto del hombre que manejaba el camión que chocó contra el auto donde iban los jóvenes. Daniel quiere darle al chofer un entierro como corresponde porque quiere que los muertos descansen en paz y que los vivos puedan seguir sin rencores ni remordimientos. Esto, por supuesto, lo enfrenta con los padres y con el ánimo del lugar. El de curas es un subgénero con una larga tradición en la historia del cine, y Corpus Christi es, sin dudas, uno de los grandes títulos recientes. Como es habitual en este tipo de películas, todo el peso de la historia cae sobre los hombros del protagonista masculino. Es decir, la actuación es fundamental, y lo que hace Bartosz Bielenia es verdaderamente extraordinario, capaz de llevar el descubrimiento de su vocación espiritual a un terreno tan inverosímil como convincente.