Pablo Trapero sigue probando tópicos y registros, cada vez con mayor eficacia. Tras el drama de “Leonera”, apuesta en este caso al policial negro, cruzado por una brava historia de amor. Como en “9 Reinas”, Ricardo Darín prueba su ductilidad actoral metiéndose en la piel de un antihéroe. Sosa no es un personaje que se gane fácilmente la simpatía del espectador. En la Argentina mueren al año más de 8.000 personas a causa de accidentes de tránsito. La cantidad de dinero que necesitan las víctimas y sus familiares para afrontar gastos médicos y legales, dan lugar a negocios suculentos. Ahí entra en acción Sosa, abogado especialista en accidentes de tránsito, que se mueve como ave carroñera. Transita por guardias de hospitales, servicios de emergencias y comisarías, a la pesca de posibles clientes. Trabaja para una fundación de ayuda a las víctimas que, en realidad, es la pantalla de un estudio jurídico que se las trae. Agil, Sosa atrapa clientela, consigue testigos, pericias, arregla con la policía, los jueces y las aseguradoras. Así, hasta que se topa con Luján, joven médica de urgencias, recién llegada a la ciudad, que se mueve en ambulancias, saltando de una guardia a otra, con el tiempo justo para dormir unas horas. Se conocen en la calle, cuando ella trata de salvarle la vida a un accidentado y él se afana por convertirlo en cliente. Un amor de veras difícil, en medio de la ciudad impiadosa. Se nota que Trapero le escapa a los guiones de hierro y las historias cerradas, pero acá consigue un ponderable equilibrio, sin estereotipos, en esta intensa trama donde conviven el amor y el espanto.
A los 81 años, con el mismo corte de pelo que lucía en los '60, Agnès Varda reconstruye buena parte de su vida con la poesía que acompañó siempre sus películas. Empieza recorriendo las playas de la infancia en su Bélgica natal, barridas por el viento del Mar del Norte, fuera de temporada. Desfilan familiares, vecinos y fantasmas entrañables. La casa de los años tiernos, los bravos días de la Ocupación, la discriminación racial, Jean Vilar y su teatro Nacional y Popular. Los primeros cortos artesanales, la Nouvelle Vague, “Cleo de 5 a 7”, “La felicidad”, el redescubrimiento del cine. Jacques Demy, el amor correspondido, los viajes a Cuba, a China, la guerra de Vietnam, los movimientos feministas. Un irreconocible Gérard Depardieu muy jovencito recorriendo las márgenes del Sena como un clochard. Una mirada honda a ese tiempo en que todo parecía posible. Varda no se recuesta en la nostalgia, pero sabe que fue testigo y protagonista de unos años maravillosos e irrepetibles.
Obtuvo la Palma de Oro en el Festival de Cannes y era la firme candidata a alzarse con el Oscar a la mejor película extranjera (que finalmente ganó “El secreto de sus ojos”). La filmografía de Haneke, un alemán sesentón criado en Austria, tiene como temas recurrentes la violencia y la culpa, como lo demostró en títulos inquietantes (“Funny Games”, “La profesora de piano”, “Caché-Escondido”). Acá apunta a las raíces del nazismo, como ya lo hiciera Ingmar Bergman en “El huevo de la serpiente”. La acción transcurre en un pueblo protestante del Norte de Alemania, entre 1913 y 1914, en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Protagonistas: un noble barón de la región, el pastor a cargo de la iglesia, los niños del coro, un médico viudo y un maestro recién llegado. Una serie de incidentes con las características de un ritual de castigo conmueven a la comunidad. Haneke pone el acento en el agudo retrato de una sociedad represora, que encontrará su abominable culminación en el nazismo. Y bucea sin piedad en los comienzos de ese movimiento. Antes de la Primera Guerra, el protestantismo religioso era severísimo. Los chicos eran educados bajo una disciplina feroz. “Quienes estaban en el poder, inculcaban a las criaturas una rígida moral que desmentían con sus actos”, subraya el director. Veinte años más tarde, esos chicos se convertirían en justicieros: “Creían ser la mano derecha de Dios”, sostiene. Filmada en blanco y negro, con un elenco juvenil de actores no profesionales, la película estremece y nos lleva a pensar que ese horror podría reinstalarse. La perversión anida en la naturaleza humana, más allá de las mejores intenciones, insiste Haneke. Una mirada lacerante que compromete a todos.
Hay propuestas que nos ponen contra la pared. El año es 1976 y se avecinan tempestades en la existencia de Norma Lewis (C. Díaz), maestra en una escuela privada, y su marido Arthur, ingeniero con actividad en la NASA. Matrimonio con un hijo y una vida ordenada y rutinaria, una mañana de tantas, un desconocido con el rostro desfigurado (F. Langella), golpea a su puerta con una propuesta tan irresistible como inquietante. Trae consigo una caja con un botón. Si lo presionan, obtendrán un millón de dólares, pero el precio será la vida de alguien que desconocen. Tienen apenas 24 horas para decidirse. ¿Un pacto con el Diablo? ¿Una actualización del mito de Fausto? En todo caso, un dilema moral. Es lo que plantea “Button, Button”, el relato original de Richard Matheson, adaptado con inteligencia al cine por Richard Kelly. ¿De dónde procede esa caja de aspecto inofensivo? ¿Tiene los poderes que anuncian? ¿Quién es el desconocido que la ofrece y por qué? ¿Podremos volvernos ricos con apenas un gesto? ¿Nos importará de veras lo que le ocurra a alguien que nada tiene que ver con nosotros y a quien nunca conoceremos? El film, además de ofrecer una tensa intriga, nos enfrenta a un espejo: el de esa caja que aguarda que decidamos hasta dónde estamos dispuestos a llegar para arribar a alguna forma de confort y felicidad. En la película todo parece muy normal, salvo la presencia de ese hombre llamado Arlington Steward, un tipo con modales elegantes que aguarda una respuesta. Un tema de conciencia llevado al límite. El botoncito está ahí nomás, al alcance de la mano, esperando que alguien lo oprima.