Tejido vivo Con la venalidad que lo caracteriza, José Celestino Campusano retrata la vida sexual de un adolescente rural en Hombres de piel dura. Los grupos de low fi terminan puliendo su sonido, los directores independientes terminan asociándose a las grandes productoras, pero el quilmeño José Celestino Campusano sigue obstinado en su crudeza, en su cine abroquelado de aparente precariedad, como un andamio improvisado, como algo temporal, un work in progress listo y dispuesto, bravío y desafiante. Nada detiene a Campusano en su interminable búsqueda de un cine descarnado. No basta con decir que filma a espaldas de las instituciones y las estéticas, ya sea de los gustos por los tanques como del cine arte. Lo suyo es una apuesta en cuerpo y alma para retratar las disfunciones de la sociedad. Y él mismo ha confesado los riesgos de haber filmado en ámbitos exclusivos de la maldita policía y los narcotraficantes. “Se filma o se filma”, el lema de su productora, la explícita Cinebruto, pone de manifiesto esa voluntad a prueba de balas y facas, que ha redondeado una estética personal y sin compromisos. A esta altura, cuando alguien va a ver una película de Campusano sabe con qué va a encontrarse. Se muestra todo. No hay nada librado a la imaginación, con las ventajas y desventajas que esa propuesta trae. Oriundo de zona sur, Campusano filmó a diversos antihéroes del conurbano (los motorizados Fantasmas de la ruta, de 2013, y Vikingo, el breakthrough de 2009), retrató el mundo carcelario (en El sacrificio de Nehuén Puyelli, rodada en una prisión patagónica) y hasta la hipocresía de las clases acomodadas en Puerto Madero (en la no tan lograda Placer y martirio, de 2015). Su último opus, presentado en el último Bafici, se aleja del cemento y muestra una vida campestre muy alejada de los estereotipos oficiales. Acorde a los tiempos que corren, Hombres de piel dura toma por las astas la temática LGBT enconada con curas pederastas y pedófilos en lo que pareciera ser un film con buen timing. Sin embargo, Campusano lleva varios años trabajando en el guion de Hombres, que tiene como disparador algunas experiencias personales. El realizador conoció a jóvenes abusados y a un cura pedófilo que años después acabó suicidándose. Esa matriz recorre de inicio a fin la película. Sus curas abusadores no son seres despiadados sino humanos atravesados por el deseo y la culpa, una realidad que suele ser evasiva a los medios denunciantes. El protagonista de Hombres de piel dura es Ariel (Wall Javier), un adolescente gay hijo de un poderoso chacarero, tirano y homofóbico, que se niega a reconocer la naturaleza sexual de su único heredero varón. La hermana de Ariel se relaciona con hombres mayores que ella y es celosa de su privacidad. Ella aconseja a Ariel a seguir su modelo, pero el adolescente es consciente de que no debe nada a nadie y nada tiene que ocultar. Este conflicto se desarrolla en sincronía con otro: la ruptura con Omar, el cura de ese recóndito rincón rural de Marcos Paz. Omar es mucho mayor que Ariel y pese a desearlo se ha resuelto a ajustarse a las normas de la Iglesia Católica. Campusano muestra que esto no es del todo así, en una escena donde el sacerdote intenta infructuosamente violar a un menor de edad. Es una atmósfera de grises, y eso es lo que distingue a la película de otras más estereotipadas, como la mencionada Placer y martirio. Estilísticamente, los cambios parecen ser menos el producto de algo buscado que de la mera contingencia. Hay algún travelling inusual y vistas aéreas de los sembradíos recogidas por un drone. El registro es crudísimo, quizás incluso más que en sus cruzadas de motoqueros del conurbano. Quizás, también, porque lo que entra en juego en este film es el sexo. Si típicamente, como en cualquier largometraje de Campusano, los diálogos de los actores no profesionales son toscos, accidentados, como los de actores secundarios de una pésima soap opera, el director hace escasas o ningunas concesiones a los parámetros clásicos de belleza. Y al igual que Ariel no tiene nada que ocultar. Cuando el adolescente decide olvidar a Omar e iniciar relaciones con un peón de su padre, Campusano muestra a un muchacho apenas esbelto y no distrae la cámara cuando le muestra su miembro viril al deseoso hijo del hacendado. Más extremo aún es el modo en que el realizador imagina el desenlace. Queriendo hacerlo machito, el padre de Ariel lo relaciona a la fuerza con una prostituta del campo. Es una chica retacona y obesa, de pelos largos y desgreñados, que no dudará en recibir la paga de Ariel a cambio de contarle al padre que todo funciona, normalmente y acorde a lo convenido. Pero la relación entre ambos, entre parias, deriva en un trato de compinches, y la chica acaba siendo celestina, al presentarle a su primo, un hombre huraño, de a caballo, que vive junto a una secta de desclasados en una suerte de toldería. Ariel visita a la secta, representativa de una tribu indígena, como si hiciera una visita antropológica. El contacto entre extraños se huele con desconfianza, a distancia, hasta que ambos se aproximan. El hombre, andrajoso y gauchesco, ve el acercamiento firme del adolescente con resquemor. Pero accede. Muestra el miembro. Ariel se lo acaricia, se engarza. En esa escena lujuriosa existe un dejo de candor. Es la escena romántica menos arquetípica que podrá verse en el cine. Una puesta que sólo hace posible José Celestino Campusano.
Mundo nuevo Iniciaciones y muestras de valentía son el pasaje a la adultez de Stevie en la soleada Los Ángeles. Así es En los 90, el debut de Jonah Hill como director. Mientras suena “Wave Of Mutilation”, de Los Pixies, Ian le ofrece a su hermano menor Stevie: “Te puedo cambiar la patineta por el Discman”. “No, cualquier cosa menos el Disman”, grita Stevie. Stevie (Sunny Suljic, de The Killing Of A Sacred Deer) es un adolescente temprano, un chico de gorrita, probablemente de 13, aunque parece más chico, y recibe el acoso permanente del bully Ian (Lucas Hodges en un duro papel inusual). Palizas, negocios injustos, el doble de estatura. Con Dabney (Katherine Waterston), su madre separada –o soltera–, la cosa no es mucho mejor. Dabney es una madre ausente, inconsecuente en su crianza, y para llevar las riendas sólo sabe recurrir a los viejos valores. Pero en su vida privada, Dabney es inconsecuente; Ian y Stevie lo resienten. Ian seguirá una vida solitaria, enojado con el mundo. Stevie encontrará la solución en un intermitente escape: la pista de skate. Para su debut como director, Jonah Hill comenzó a escribir el guion de Mid90s (título original) a inicios de 2016 y a mediados del año siguiente tenía a todo el reparto. Acorde al supuesto de que las décadas tardan 20 años en recuperarse, se supone que para entonces los noventa ya debían estar de moda, pero no. Stranger Things era el obelisco simbólico de que lo ochenta aún dominaban. ¿Qué hizo que Hill situara su historia en esa década? Hay canciones de Jeru The Damaja, Nirvana, un tardío Bad Brains y Cypress Hill. Sin embargo, el guionista y director no satura la cinta de marcas temporales. Sus intervenciones son sutiles. Un formato en 4:3, colores algo opacos, mucha luz y escasa definición. En los 90 es casi una cinta low fi. Y las canciones son matizadas con una banda sonora coescrita entre Trent Reznor y Atticus Ross, quienes ya colaboraron en The Vietnam War (Ken Burns, 2017), entre otros trabajos. ¿Por qué Hill situó su historia en esa década? Probablemente porque Hill (35 años) tenía la misma edad que Stevie a mediados de los noventa. Para debutar con un cambio de contexto tan grande, sin recursos dramáticos, debe haber cierta nostalgia, y algo de eso trasuntan las imágenes de En los 90. A diferencia de la mayoría de las películas sobre el coming of age –expresión anglo que transmite de modo algo más poético el pasaje a la adultez–, Stevie no se muestra desesperado por pertenecer a la tribu de skaters que encuentra patinando a pocas cuadras de su casa, en una especie de abandonado mall. El pequeño Suljic le denota a su personaje expresiones de sorpresa, emoción, cosas con que paliar su desencanto. La identificación con un grupo puede ocurrir entre la adolescencia y la temprana juventud, pero casi siempre con pares de una edad relativa. En el caso de Stevie, ocurre un enamoramiento. Primero es el acercamiento a Ruben (Gio Galicia), alguien cercano en edad, que se transforma en el puente para llegar a la pareja real de la tribu: Ray (Na-Kel Smith), virtuoso y responsable, y su ladero Fuckshit (Olan Prenatt), de rastas rubias, alcohólico y fiestero. Fourth Grade (Ryder McLaughlin), el único blanco del grupo, es también el único testimonio de la época. Con su hand-held camera se ocupa de testimoniar todos los saltos y aventuras de su tribu. Es un testigo pasivo, lento, cuyo hilo tiene un sostén fraternal y cierta condescendencia. Stevie se atreve a probar su hombría. Más que sus propios compañeros, más grandes que él. Su audacia de la galera lo lleva a realizar un salto crucial, innecesario, que casi le cuesta la vida. Con dos remeras chupándole la sangre de la cabeza, Stevie regresa a su casa y horroriza a Dabney. Su mamá lo sube al auto y lo lleva al negocio de skate donde se reúne la tribu. Dabney ataca al grupo y degrada a Stevie frente a sus pares, lo cual desata una crisis emocional. Hay una escena hermosa, profunda y emotiva, donde Ray sale de su rol de skater modelo. Es una charla donde Ray pone a Stevie frente a la realidad. “Muchas veces pensamos que nuestra vida es la peor. Pero si mirás en el armario de los demás, no cambiarías tu mierda por la de otros”. Mirá a Fourth Grade, le dice. Es uno de los tipos más pobres que conozco. No tiene ni para comprar un par de medias. Y Ruben, que se escapa con ellos para zafar de los golpes de la mamá. Y Ray lo mismo. Su hermano menor fue atropellado tres años atrás. Fue Fuckshit quien lo sacó del pozo. Y ahora está nuevamente orbitando. El skate no es su estilo de vida. Es su única salvación. El duelo subyacente entre Stevie y Ruben es también típico –pero no menor su inclusión– en un film coming of age. Ruben fue el primero en llegar a Ray y Fuckshit, el mayor de los dos, el que introdujo a Stevie, y resiente que el más chico se haya ganado el favoritismo a costa de su mayor carisma. Hill maneja esa tensión con delicadeza, hasta pareciera que con oficio, hasta que todo se desmadra en una secuencia innecesaria, que sin embargo es el disparador para el momento neurálgico de la película. Mucho antes, al inicio –en una secuencia iniciática–, el mismo Ruben le daba a Stevie los códigos de la adultez: “No me agradezcas, no está bueno hacerlo”, dice, como algo uncool, digno de debilidad. Pero cuando Ray le regala una tabla nueva, deshace las reglas: “Está bueno que agradezcas”, le sonríe a Stevie. No hay códigos en el mundo nuevo, donde reina la subjetividad. Jonah Hill incluso le permite a su protagonista tener una tenue iniciación sexual. Muestra una de las puertas más que se le ofrecen, que aparecen con la fuerza inigualable de la primera vez, y que resulta preciso no dejar pasar. En los 90 es un prisma que devuelve imágenes de varias películas: Boyhood (Richard Linklater, 2014), The Myth Of The American Sleepover (David Robert Mitchell, 2011), Kids (Larry Clark, 1995), Paranoid Park (Gus Van Sant, 2008). Pero es al mismo tiempo monolítica, dueña de su propio relato, encantadora, conmovedora y humana. Un auspicioso debut, en todos los sentidos.
Genial, rebelde y glamorosa Con material de archivo y nuevas filmaciones, un documental da rienda suelta a la vida artística y militante de M.I.A., la gran estrella que no pudo ser. Después de los edulcorados biopics sobre dos estrellas de rock británico, un documental sobre la más rebelde y controvertida estrella de la más reciente música británica llega como paliativo. Mathangi Arulpragasam, nacida el 18 de julio de 1975 en Sri Lanka, arribaría a los once años a Londres como emigrada de la lucha civil entre tamiles y cingaleses (la etnia que por entonces ostentaba el poder), y diez años después se convirtió en M.I.A., acrónimo de missing in action: desaparecida en acción. Ese ha sido un poco el modus operandi de M.I.A. en su carrera, conquistando titulares en los grandes medios para después generarles rencor, seducirlos con su crudo a la vez que elaborado ritmo, mezcla de hip hop, ritmos asiáticos y punk rock, para después dejarlos boquiabiertos con sus declaraciones políticas. Ahora que Mathangi se ha tomado un respiro en su carrera, este documental sirve como un atinado manifiesto, el de alguien que pudo heredar la corona de Madonna pero prefirió seguir siendo fiel a sus principios y su visión. Mientras su padre, Arular, seguía al frente de la guerrilla tamil contra el gobierno de Sri Lanka, en 1986 Mathangi y su familia llegaban al Reino Unido como refugiados. Durante los noventa estudió arte y diseño en el colegio Central Saint Martins, cuando un día, al regresar a su casa en el sur de Londres, descubrió que estaban siendo expropiados todos los bienes familiares, incluyendo la radio en la que escuchaba pop norteamericano por las noches. Sin ese artefacto que la conectaba al mundo, la adolescente tamil se recostó en su cuarto y escuchó los boom boom boom de un bajo que retumbaba en el cuarto de al lado. Así descubrió a Public Enemy y el hip hop de la edad dorada. “Fue la primera vez que me había sentido occidental a través de la música”, declararía. “La música se había convertido en mi medicina”. En la primera parte, el documental se sostiene en base a filmaciones caseras de M.I.A., bailes y bromas con sus compañeros de colegio en Saint Martins, su productiva amistad con Justine Frischmann, la cantante y líder de Elastica, en momentos en que el grupo se colaba entre las aristas de Blur y Oasis, reyes del britpop. Mathangi sabía que sus intereses musicales pasaban por orillas completamente opuestas, pero a mediados de los noventa realizó el video de “Mad Dog God Dam” y aplicó como cineasta experimental para obtener un visado que le permitiera regresar a Sri Lanka. Una temporada con su familia en el país asiático la reconectó con sus raíces, la envolvió en el dolor pero también en su música, y al regresar a Londres pudo plasmar todo eso en su portaestudio, con la ayuda de cuatro Roland 505. Poco después consiguió un contrato en XL Recordings y grabó Arular, su álbum debut, al que contribuyó también el arte de tapa. Después de Boy In Da Corner, del pionero del grime Dizzee Rascal (otro artista de XL), Arular es el disco que mejor consigue retratar la vida londinense de los suburbios, sus múltiples costuras étnicas, a través de un tramado rítmico heredado del hip hop. Mathangi ya es M.I.A., y lejos de la fama dedica su tiempo a experimentar con el stencil sobre fotografías de la guerrilla en Sri Lanka, a la portaestudio, a las filmaciones caseras y a consolidar su relación con Diplo, el productor de música electrónica radicado en Filadelfia. M.I.A. extiende su influencia a los Estados Unidos, graba el video de “Sunshowers” en la India y recorre los cinco continentes para testear su próximo material. Cuando en 2007 edita Kala, el disco es considerado la obra más importante del año por Rolling Stone. M.I.A. seduce a la prense alternativa como a la mainstream. Pero entonces desacelera. Entra a escena Ben Bronfman, el músico y empresario con quien tendrá un hijo, y hay un breve receso en su carrera. En 2009 se muda con Ben a Los Ángeles. Queda encinta y es nominada a un Oscar y un Grammy en el mismo año. Es un momento para celebrar, pero algo se lo impide. “Cuanto mayor es el éxito que obtengo”, dice en una entrevista televisiva, “peor es la situación en Sri Lanka”. La prensa norteamericana no le perdona ser glamorosa al mismo tiempo que crítica social. Durante una entrevista en CNN, el conductor se burla de sus preocupaciones y el especial termina dejando afuera todo su alegato contra el genocidio en Sri Lanka. M.I.A. responde con más fuego. Para el video de “Born Free”, filma a un pelotón de marines secuestrando y luego aniquilando a un grupo de jóvenes colorados. En la escena más fuerte, un niño es asesinado en el rostro a sangre fría, una cita a la famosa foto del asesinato de un manifestante en la Guerra de Vietnam. Su alegoría de limpieza étnica resulta revulsiva para la sociedad yanqui. El video es censurado en YouTube. La editora del New York Times Magazine la entrevista en buenos términos y el resultado es una obra maestra del ridículo. Entonces hace su aparición Madonna. En 2012, la reina del pop la invita a participar de un video y compartir el escenario del Super Bowl. El show muestra un despliegue coreográfico nunca antes visto en similares circunstancias, pero en algún momento M.I.A. cede a Mathangi y muestra su dedo sobresaliente al público, un fuck you que las cámaras, ni lerdas ni perezosas, se ocupan de capturar. El escarnio pasa de los grandes medios a la Rolling Stone, que anuncia una demanda de la NFL por 16,6 millones de dólares contra la cantante por haber estirado las falanges de su dedito, una conducta impropia, menos para una mujer que ni siquiera es norteamericana. “No sé por qué lo hice”, declaró filmándose a sí misma, en una suerte de autoentrevista. “Madonna era mi ídola, y verla ahí matoneada, ponéte así, movete para allá… toda esa mezcla de machismo y xenofobia… Creo que reaccioné contra eso”. Compaginando material de archivo y filmaciones actuales, el director Steve Loveridge consiguió un fresco que retrata de manera perfecta el carisma pop de la cantante con sus intereses políticos. En “Borders” el tema/video que muestra su actual preocupación por los migrantes, M.I.A. resume todo lo que ha pasado por su vida, tanto personal como artística, a modo de epílogo: “Nos hacen culpables del Brexit, somos la excusa para construir un muro, pero las personas siempre se han mezclado y se han desplazado. Y gracias a eso pasan cosas interesantes”.
El otro lado Con su habitual rigor documentalista, Jorge Leandro Colás retrata la vida de las mujeres que visitan los fines de semana el penal de Sierra Chica. El bus llega como todas las noches a un paraje desolado, alumbrado por luces de sodio, rodeado por calles de tierra y casas bajas, caminos anchos. El lugar ostenta cierto esmero en las viviendas, humildes pero prolijas. Todas menos la casa de Bibi, que habrá de recibir a algunas de las personas que viajan en este bus. Adentro del colectivo hay caras de tedio, somnolencia, como si las mujeres estuvieran sometidas a una rutina, laboral o forzada, de algún tipo. La cámara, que no deja fotografiar cada escenario pequeño, como un picaflor, muestra vagamente un cartel que asoma a un costado de la ruta, un deíctico de lugar: Sierra Chica. Hay un almacén, atendido por un solo hombre, medio pelado y panzón, tan rutinario en su trato como las visitas. Las mujeres empiezan su vida dentro de ese pequeño poblado. Visitan a Bibi, hablan trivialidades, van al almacén a cargar su celular, a dejar bolsos con comida, a usar el baño. Por cada requerimiento, Emilio, el almacenero, obtendrá una remuneración. Al día siguiente hacen cola en un reducto alambrado, van pasando de a turnos, torpemente. Recién entonces, al minuto 20, la cámara muestra un presidio tiznado por la niebla: es el penal de Sierra Chica, al que estas mujeres pugnan por entrar. Jorge Leandro Colás está acostumbrado a retratar situaciones de marginalidad con un profundo respeto por sus protagonistas. Lo hizo con los jugadores de las inferiores de Boca en Los pibes y, aún con más precisión, con la vida de los sin techo en Parador Retiro. En el caso de La visita (que fue presentada en el último Bafici), el registro es tan minucioso, calculado, delicado, que se vuelve una pequeña proeza dentro del género documental. Colás jamás muestra lo que ocurre puertas adentro del presidio, que se muestra en las lejanías, tenebroso como los planos distantes del castillo de Drácula en los viejos films de la Hammer. Todo su trabajo de hormiga transcurre en la periferia. Esas vidas que la ficción siempre presentó semiocultas tras un vidrio, al otro lado del correccional, acá se transforman en foco, en un mundo con peso propio, un universo con sus reglas, sus penurias, sus anhelos y sus obligaciones. “Me gustaría visitar un penal de mujeres, a ver si los hombres hacen lo mismo por sus parejas”, le dice una mujer a otra, mientras caminan, de espaldas a la cámara, en dirección al correccional. ¿Qué buscan esas mujeres, en su periplo de cada fin de semana? Hay una fidelidad a prueba de balas, por descontado, pero el documental mostrará que hay mucho más que eso. La visita fue rodada en invierno, y la mayoría de las escenas ocurren de noche. Quizá la adversidad del clima haya sido elegida para subrayar la naturaleza indomable de estas mujeres, pero al mismo tiempo le otorga a la mayoría de las escenas un matiz melancólico, crepuscular, plagado de connotaciones. Al inicio, las imágenes de la ruta desde el micro, con los autos que pasan retocados por computadora, le dan al film un cariz experimental, el preludio de que se verá algo diferente. Y las mujeres que descienden de los micros, cargando bolsos, en tinieblas, dan la sensación de una actividad clandestina, de algo que se arma a espaldas del mundo. Lo mismo ocurre con los llamados telefónicos que recibe Bibi en su celular, pidiendo alojamiento, armando una agenda, con cierto confort nocturno entre los bártulos apilados de su pequeña habitación. Rodada probablemente en el invierno de 2018, uno de los más crudos de los últimos años, las mujeres dan cuenta del potente frío, protegen a sus hijos. El ambiente hace aún más intensa la idea de una traslación crónica, regular, pero que no deja en algún punto de ser también una aventura. Colás estructura el documental bajo dos ejes, dos personajes-lugar que dan cabida a sus crónicas. Por un lado está Emilio, el despensero, a quien las mujeres llaman con cierto desdén el Gallego. Personaje de unos cincuenta años, Emilio no tiene acento español, pero tiene el local atiborrado de banderines y pósters que hacen alusión a España; él también es, de algún modo, un desclasado, un extranjero. Es también el personaje que le da cierto tinte de ficción al documental: Emilio acaba siendo el malo de la película. A sus clientas las trata con desidia cuando no con sarcasmo, y les provee de todo, desde cargas de celular hasta el uso del baño, siempre a costa de un precio. Este proceder fenicio le gana la antipatía de sus clientas, que no obstante quedan cautivas de su comercio, en este universo cerrado. En las antípodas de Emilio está Bibi, quien ejerce un emprendimiento solidario. Años atrás, cansada de hacer el periplo habitual, ella decidió establecerse en Sierra Chica para estar cerca de su marido, y también para dar hospedaje a amigas o mujeres necesitadas. Bibi es el símbolo de la confraternidad, y es al mismo tiempo quien da voz al documental. Colás se limita a mostrar y dejar hablar. En la voz de Bibi se reúnen las voces del resto; son sus pedidos de comprensión, de un trato más digno y justo, los que constituyen el mensaje ulterior de La visita. Pero nunca como un pedido, nunca como un reclamo. Ese es el forte de Colás, su estampa de crack, su capacidad de decirlo todo sin forzar nada, con una extraña poesía que está ahí lista, sólo para ser recogida por la cámara.
La herrumbre nunca descansa A diez años de El secreto de sus ojos, Campanella vuelve con El cuento de las comadrejas, remake de un clásico de los setenta de José Martínez Suárez. El cine de Juan José Campanella vive envuelto en una aureola de candidez, lugares comunes, finales felices y demás predictibilidades que no se llevan del todo bien con la corrección política del cine arte. Dicho esto, el hombre es un profesional que toma muy seriamente su oficio. Con la excepción hecha del film animado Metegol, desde El secreto de sus ojos, hacía diez años que el director argentino no realizaba un largometraje, y desde 1997 venía trabajando en un guion que adaptara a Los muchachos de antes no usaban arsénico, la película de 1976 rodada por José Martínez Suárez que es, inequívocamente, una de las cumbres del cine argentino. En otras palabras, Campanella no aprovechó el envión de su oscarizado cuarto film para sacarle jugo a su renombre. Diversificó sus actividades, trabajó para la televisión, hizo Metegol, y planificó cómo continuar su carrera grande. Fue, aparentemente, trabajando con Graciela Borges en el unitario El hombre de tu vida cuando descubrió que en la diva tenía a Mara Ordaz, la estrella crepuscular que protagonizara Mecha Ortiz en el film de Martínez Suárez. De algún modo, ella fue la piedra angular que apuró la conclusión del guion y sobre la que se armó el nuevo trío de veteranos imposibles, que encarnan Oscar Martínez, Luis Brandoni y Marcos Mundstock. Es un poco como la Norma Desmond de Sunset Boulevard, que vive mirando sus filmes de antaño (algunos reales, e interpretados por la propia Borges), siendo el faro de la película, una luz intensa, que brilla al tiempo que se apaga. En Los muchachos de antes no usaban arsénico, por el contrario, el motor narrativo estaba puesto sobre los amigos que interpretaban Mario Soffici, Narciso Ibáñez Menta y Arturo García Buhr, sobre sus acciones y sus frases corrosivas. Sobre el modo en que estos tres jubilados del cine acorralaban a Mara (Ortiz), la diva, y a Laura Otamendi, la agente inmobiliaria que interpretaba Bárbara Mujica, interesada en adquirir la antigua casona que el cuarteto decadente habitaba. Por esas vueltas del destino, la película se estrenó en sincronía con el golpe militar de marzo del ’76, y hay algo curiosamente oscuro en su tono. Más que humor, en el film de Martínez Suárez hay un regusto humorístico, que llega cuando los diálogos de Soffici, Ibáñez Menta y García Buhr ya han hecho mella, ya han clavado el puñal, y mueven a la sonrisa por su impacto e inverosimilitud. Campanella, un hijo de los ochenta y el redescubrimiento de Billy Wilder y Frank Capra, pone en boca de Martínez, Brandoni y Mundstock diálogos corrosivos pero elaborados, pone a la inteligencia por delante de la genuina turbación. No se trata de decir que si el trío original amenazaba el nuevo entretiene. Pero casi. Fuera de esto, la canción es la misma. En El cuento de las comadrejas, Mara Ordaz vive hace cuarenta años en una casona retirada al igual que su alma, rodeada por un esposo inválido, Pedro de Córdova (Brandoni), el veterano director de alguno de sus filmes, Norberto Imbert (Martínez), y el veterano guionista de los mismos, Martín Saravia (Mundstock). En una escena inicial, Pedro, de ex actor periférico a artista plástico amateur, está de espaldas en su silla de ruedas, retratando el paisaje de copioso verde que rodea a la casona (gran parte de la película fue rodada en el castillo Guerrero, de Domselaar). Martín y Norberto se acercan a curiosear y disparan dardos envenenados sobre la obra del pintor novel. Seguidamente, el sarcasmo y las inoportunas acciones del dúo tendrán en permanente jaque a la ex diva. En el momento menos esperado, Mara se sobresalta al oír los escopetazos de Norberto, preocupado por matar comadrejas que rondan su gallinero. La agresión es permanente, pero pertenece más al terreno de la sátira. Pedro es cómplice pero no partícipe de este modus operandi. Contra sus amigos guarda un viejo rencor, el de haber sido incluido como actor secundario en un clásico protagonizado por Mara, donde participa como silente eunuco en la escena más fogosa, viendo a su mujer en brazos de un galán de turno. Como en el film de Martínez Suárez, en algún momento esta incómoda sociedad resiente una intrusión. El personaje que en aquel film interpretaba Bárbara Mujica acá aparece desdoblado por la pareja que protagonizan Bárbara Otamendi (la española Clara Lago, con un impecable acento argentino, cuyo personaje fue bautizado sin duda en homenaje a Bárbara Mujica) y Francisco Gourmand (Nicolás Francella, de un parecido asombroso, en rostro y expresiones, con su padre). El plan de ambos es seducir a Mara para que venda su mansión, un objetivo cuyo costo no es sólo munición gruesa verbal de sus ocupantes, sino la misma dislocación temporal de la diva. “Seguramente todos los hombres caerían a sus pies”, le dice Francisco a Mara, en un cortejo demasiado ampuloso. “Ay querido”, le responde, “qué iluso sos. Ojalá todos los hombres tuvieran tu buen gusto”. A Bárbara, por su parte, le toca la tarea más difícil, que es seducir a Norberto para colaborar en la transacción. Oscar Martínez es una vez más impecable en su capacidad camaleónica, convincente a rajatablas, con una rispidez demoledora. A él le adjudica Campanella el homenaje más explícito a la cinta de Martínez Suárez. Cuando, a espaldas de la compradora, intenta ingresar de incógnito a su inmobiliaria, se registra bajo otro nombre: Mario Soffici. Y Campanella da otra vuelta de tuerca a su guion. Francisco y Bárbara están lejos de Laura Otamendi. Con su candidez, Laura y Mara estaban a merced de los Pedro, Martín y Norberto originales; eran tres machos hirientes acechando a dos mujeres indefensas. Pero los tiempos cambian y Bárbara es una mujer empoderada, no una mosquita muerta. De ambos lados se tejen estrategias en El cuento de las comadrejas. No hay malos y buenos, y en ese sentido este film es más noir que su musa inspiradora. Campanella vuelve a dirigir a actores en la pantalla grande y lo hace bien, es un justo homenaje. Y al mismo tiempo, es un justo recordatorio de esa gran obra de Martínez Suárez.
A todo o nada Parte del universo Marvel llega a su final en Avengers: Endgame, una cruzada de Iron Man y sus aliados para rescatar a la humanidad. Fueron 22 películas en once años, y una historia que llegó a su fin. La historia estuvo impresa con números como fotogramas, o más bien como cuadros de cómic. En la Argentina, Avengers: Endgame vendió cuatro veces más entradas anticipadas que su precuela, Avengers: Infinity War. Esta última, estrenada el año pasado, tuvo un presupuesto de 321 millones de dólares y recaudó 2.048 a nivel global. En Infinity War, el universo y los Avengers quedaron devastados. No es difícil imaginar que la recaudación del nuevo film superará con creces al anterior. Por eso, la distribuidora tomó sus recaudos. Spoiler fue la palabra tan temida. Durante las dos funciones privadas para periodistas que hubo en Buenos Aires, personal de vigilancia controló que nadie asomara una camarita. Asimismo, buena parte de los periodistas reaccionaba a las escenas como el público que asiste con un balde de pochoclos. Había una histeria atípica para una función privada. Y el ciclo final de la franquicia Marvel en cine se vivió como una fiesta a ambos lados de la pantalla. Los carteles del inicio mostraban la tipografía de Avengers mientras sonaba el clásico “Dear Mr. Fantasy” de Traffic, y en las siguientes tres horas de duración los personajes entraban y salían de todas las franquicias del gigante de historietas, con cameos de celebridades como Robert Redford, Michael Douglas, Michelle Pfeiffer, Rene Russo, Tilda Swinton, William Hurt y Natalie Portman. Si algo termina, que sea a lo grande. Es difícil, en ese sentido, reseñar Avengers: Endgame sin caer en el mínimo spoiler para el enardecido fan. Porque todo, desde el inicio, es un escenario cambiado. A un primer plano del estadio de los Mets, vacío y anquilosado, sigue la queja de que el equipo de béisbol no existe más, de que un símbolo de la cultura norteamericana ha desaparecido junto a la mitad de la población. Ese es el escenario que dejó Thanos, el archivillano que hizo su aparición en la primera The Avengers (2012) y tuvo todo su protagonismo en Infinity War. Para hacer un recap de la primera parte de esta saga, Thanos consigue las seis gemas del universo, las que aparecieron antes del big bang y otorgan un poder total a quien las posea. Infinity War trataba sobre eso, sobre las incesantes batallas entre Thanos y su ejército contra los Avengers y los Guardianes de la Galaxia por obtener una a una todas las gemas. Finalmente, el gigante púrpura las consigue y las activa en su guante; la mitad de la población del universo es extinguida junto a algunos personajes del universo Marvel, como Loki, Nick Fury, Doctor Strange y Spiderman. La primera escena de Endgame es una prolongación de este exterminio. Hawkeye (Jeremy Renner) está jugando en un prado con su mujer y sus hijas, cuando de pronto desaparecen. Todos excepto Tony Stark / Ironman (Robert Downey) fueron tocados por esta devastación. Clint Barton / Hawkeye busca el apoyo de Black Widow (Scarlett Johansson) y Capitán América (Chris Evans) para visitar a Tony Stark, líder espiritual del grupo, y conseguir su apoyo para un regreso de los Avengers. El truco, el deus ex machina de esta trama, es volver al pasado mediante un artilugio tecnológico que permita conseguir las seis gemas antes que Thanos, recluido en su planeta Titan. Pero viajar al pasado desataría una paradoja temporal, una alteración en el universo que también afectaría a los personajes involucrados. En ese escenario, Stark tiene todo para perder. En el actual, conserva a su mujer, Pepper (Gwyneth Platrow), y a su hija, y vive relajado en una estancia, lejos de su imperio neoyorquino. Pero Stark da el brazo a torcer y se une a la pueblada. Era inevitable, así son los héroes. Lo mejor de Endgame tiene que ver con el cambio que la obra de Thanos produjo en los personajes. Bruce Banner (Mark Ruffalo) ya no aparece como un humano sino como una mutación híbrida que conserva la inteligencia del doctor y la fuerza de Hulk, un grandote buenazo que se saca seflies con chicos en un restaurante. Y tal vez el mejor pasaje sea aquel en que Capitán América, Black Widow, Hawkeye y Banner visitan un poblado que reúne a una colonia de sobrevivientes de Asgard, mientras suena “Supersonic Rocketship” de los Kinks. El cuarteto va en busca de Thor (Chris Hemsworth), pero el blondo vikingo está completamente entregado a la bebida. Ebrio y panzón, Hemsworth brinda su mejor costado de comediante, con una barba desprolija y manchada por todo el alcohol que bebe de una pila de botellas. Es un Thor más cercano al “Dude” Lebowski que al musculoso superhéroe de la saga. Y así, los Avengers se embarcan en la improbable tarea de restablecer el universo. Varios saltos a diversos años (2012, 2013, 2014, incluso un 1972 con el último cameo de Stan Lee) verán la reaparición de Guardianes de la Galaxia, Pantera Negra y la inclusión a última hora de Ant-Man (Paul Rudd) y Capitana Marvel (Brie Larson), de quien se esperaba mayor protagonismo tras su película estrenada hace apenas un mes. Con todos sus buenos momentos (como una lucha final que recuerda a la épica batalla de Las dos torres, la segunda parte de Lord Of The Rings), el punto débil de Endgame es que parece un recurso de ahogado, algo tan fallido como el final místico de Lost. En Infinity War estaba todo lo necesario: el mal y el bien enfrentados, en su máxima expresión –y una ficcionalización de una teoría bien real: la reducción de la población frente al agotamiento de los recursos– junto a la unión de todos los cabos sueltos que dejaron, individualmente, las películas de superhéroes de Marvel. Endgame es, en comparación, forzada, ampulosa, grotesca. Casi innecesaria, de no ser porque en la ficción, al menos en la ficción fantástica, el bien siempre gana.
Los restos del poeta Una adaptación de The Aspern Papers, de Henry James, refleja la vigente obsesión por acceder a los archivos de un artista como trofeo. Publicada en 1888, The Aspern Papers está considerada como la más refinada de las nouvellas de Henry James. La historia tiene dos fuentes. Por un lado, una vivencia del propio James, que en 1887 conoció a una condesa florentina poseedora de cartas de Lord Byron. Por el otro, una historia que llegó a sus oídos, acerca de un estudiante bostoniano que se insinuó a Claire Clairmont, media hermana de Mary Shelley y madre de la hija de Byron, con la esperanza de obtener cartas privadas de Byron y Percy Shelley. Para esta historia, James inventó a Jeffrey Aspern, un fallecido poeta norteamericano basado en las figuras de los dos grandes poetas ingleses, su amante norteamericana radicada en Venecia, Juliana Bordereau, su sobrina, Tina, y un joven editor (también norteamericano) que por todos los medios trata de obtener las cartas privadas de Aspern. Los papeles de Aspern fue numerosas veces llevada al teatro y a la televisión. Esta es la cuarta producción para la pantalla grande y, en apariencia, la más fidedigna. De todos modos, su director y coguionista, el debutante realizador francés Julien Landais, introdujo algunos cambios respecto al texto original. En primera instancia, el joven editor, que en la nouvella es la voz narradora y no tiene nombre, es aquí un escritor y periodista llamado Morton Vint (Jonathan Rhys Meyers), que se oculta bajo el pseudónimo Edward Sullivan. Luego, como en el texto de James, el peso dramático de la historia recae en la antigua amante, Juliana (Vanessa Redgrave), con frases casi directamente citadas y con flashbacks envueltos en un manto onírico que muestran a Aspern, Juliana y un tercer poeta involucrados en un ménage à trois. Otra movida interesante de Landais es el carácter levemente incestuoso del reparto y el universo jamesoniano. En 1959, el actor y dramaturgo inglés Michael Redgrave adaptó la pieza para una puesta en Londres, interpretando además al joven intruso. Mucho después, en 1984, otra adaptación incluyó a la hija de Redgrave, Vanessa, como Tina. Como si se cerrara un círculo, esta versión presenta a dos Redgrave, Vanessa como Juliana y su hija Joely Richardson como Tina. Finalmente, todas las tomas realizadas dentro de la mansión Bordereau tienen reminiscencias góticas, desde el estereotipo del horror Hammer hasta Entrevista con un vampiro, lo que trae a la mente el acercamiento más conocido de James a lo sobrenatural: The Turn of the Screw. Hasta aquí, el background de la historia. Esencialmente, Los papeles de Aspern compensa con peso psicológico lo que carece de acción. Jonathan Rhys Meyers, con glamour decadente, hace una buena interpretación de Morton Vint o el erudito intruso. Habrá una serie de estrategias para llegar a las cartas que celosamente guarda Juliana. Morton, camuflado como Edward, paga sumas astronómicas por las habitaciones de la mansión que alquila para el transcurso de su estancia veneciana. Cuando esa estrategia no rinde beneficios se ofrece como jardinero de la mansión, obedeciendo a la romántica idea inicial de James de “un jardín en medio del mar”. Morton cultiva flores que le obsequia a Tina, que a lo largo de todo el relato es el nexo con la reclusa Bordereau. Nace así la idea de un cortejo, que se volverá una obsesión, entre Morton y Tina. Pero mientras los sentimientos de esta última son reales, los de Vint son fingidos, puro artificio, como las escenas de una fiesta que es la versión glam de un carnaval veneciano. James Ivory está acreditado como coproductor, y muchas imágenes de la película rinden culto a su estilo suntuoso, a menudo carente de substancia. Las expresiones de Morton Vint muestran menos una exasperante ambición que una pose, tanto en las lujuriosas miradas de Rhy Meyers como en su denodado uso del cigarrillo. Su amiga y confesora, Mrs. Prest (Lois Robbins), aparece habitualmente con una galera y gafas oscuras, navegando por los canales en una góndola o rodeada de escandalosas amigas. Nada de esto se concilia con el espíritu y el estilo narrativo de Henry James, que trata sobre la ambigüedad y todo lo que pone en juego una desmedida ambición. Ciertamente, las fracturas psicológicas del narrador no son fácilmente trasladas a la pantalla, pero de eso debería tratarse la película si una adaptación está en juego. Con todos sus excesos, la película tiene varios puntos a favor. En primera instancia, la narración fluye, y aunque los pasajes filmados en exteriores parecen algo superfluos, aquellos rodados en la mansión resultan gratamente atmosféricos. Pero lo mejor son las actuaciones de Joely Richardson y Vanessa Redgrave. Ambas actrices denotan la expresión de una familia que creció con la representación de The Aspern Papers, y es en la expresión de Redgrave, primero oculta bajo un velo y luego mostrando sus crispados ojos azules, donde se revela el manifiesto de James contra la posesión de cualquier objeto personal de un artista como un trofeo. Eso, y la obsesión del coleccionista son las dos instancias que están en pugna. Una lucha que parece tan vigente hoy como en 1888, cuando se escribió la nouvella.
Empoderada Capitana Marvel introduce a la última heroína de Stan Lee, un personaje complejo que abre la puerta al próximo film de Los Vengadores. Hay demasiada energía en Capitana Marvel, en los rayos que despiden sus puños, en las llamas de su traje cuando está en la última y más poderosa etapa de su transformación, en un arma radioactiva que es el Santo Grial para dos razas intergalácticas. Esa energía son como los fuegos artificiales con que Marvel celebra su primera película del año, porque además es el nexo que conecta a la película con la esperada segunda parte de Los Vengadores: Endgame. No hay ningún spoiler en decir eso. Para ser una heroína que debuta en pantalla grande, el plano temporal en que aparece hace de esta película una precuela de Los Vengadores. Después de todo, puede verse en los tráilers a Nick Fury (Samuel L. Jackson) sin el parche en su ojo izquierdo, liderando las fuerzas de S.H.I.E.L.D. Pero arrojar muchos más datos sí sería entrar en los pantanosos terrenos del spoiler. Hay dos cuestiones que sobresalen en Capitana Marvel. La primera es su estética, al menos en su primera parte, redolente de los personajes de Star Trek; tal es así que en varios pasajes la película (si bien todo se origina en Stan Lee) parece un universo ajeno al del cómic. La segunda son sus diversas capas, que demoran en encontrar un hilo narrativo, como también en decidir cuál es la naturaleza del personaje, dónde está el origen del bien y del mal. Los Skrull –que hacen su aparición en un número de The Fantastic Four de 1962– son una raza de extraterrestres metamorfos, con rostro de lagarto, que amenazan con invadir la galaxia; a ellos se enfrenta otra raza de extraterrestres, los Kree, suerte de humanos poderosos de sangre azul. En medio de la realeza Kree vive la guerrera Vers (Brie Larson), una discípula del principesco Yon-Rogg (Jude Law). Ambos entrenan en luchas hasta que Vers es secuestrada por un comando Skrull para ser interrogada. Durante el interrogatorio, la guerrera revive escenas de vida en la Tierra que no cuajan con su pasado Kree. Haciendo uso de sus poderes, Vers se libera de sus captores, escapa de la nave Skrull y va a caer en el planeta C-53. Que no es otro que la Tierra, en 1995. Pese a lo que sugiere el film, no hay saltos temporales sino un desarrollo cronológico. Perseguida por lagartos que toman forma humana, Vers se topa con Nick Fury, por entonces un agente federal, mucho antes de la formación de Los Vengadores. Mientras Fury tarda en convencerse de que está en el medio de una batalla extraterrestre, la película hace circular un desfile de emblemas culturales de los noventa, algunos realmente graciosos. Hay un Blockbuster, rastreos en internet con el navegador Altavista, conexiones vía dial-up que demoran más de lo razonable y un playlist de canciones, siendo “Come As You Are” de Nirvana la más emblemática. También, para cartón lleno, hay una persecución bizarra entre un auto y un tren que recuerda a Terminator 3: La rebelión de las máquinas. La clave del origen de Vers está en las múltiples personalidades de una entidad que se le aparece en estado de trance como Inteligencia Suprema, y que en su paso por la Tierra se conoció como Doctora Lawson (Annette Benning). Durante los ochenta, Lawson dirigió un equipo de formación de aviadoras al tiempo que investigaba una energía capaz de hacer posibles los viajes a la velocidad de la luz, y buscando fotos suyas en un archivo Vers se identifica a sí misma en un retrato de 1989. Vers y Fury indagan el paradero de Lawson, y reciben la respuesta de que la entrenadora desapareció en un último vuelo junto a su copilota, que era Carol Danvers; o sea, Vers. La siguiente búsqueda es localizar a la única testigo de ese vuelo, Maria Rambeau (Lashana Lynch). Encontrar a Maria será una caja de Pandora para Vers, ahora Carol, tras descubrir su pasado humano. Maria le afirmará ese pasado; poniendo emoción (todo lo que niega Yon-Rogg, en busca de la perfección Kree), le hará ver la real historia: Carol es humana, pero en ese accidente se liberó el núcleo de la fórmula de los viajes en el tiempo y lo absorbió su cuerpo, volviéndola un ser casi indestructible, como Superman. ¿Es todo eso posible? ¿Acaso Carol no era poderosa por ser Kree? ¿Estuvo siendo manipulada por Yon-Rogg? Al tiempo que sus habilidades crecen, el personaje central, los Kree y los Skrull inician una desesperada búsqueda del Teseracto, el dispositivo de Lawson –una Kree cuyo verdadero nombre es Mar-Vell– que pondría fin a la lucha intergaláctica. Y los interrogantes de Carol terminan en la duda del espectador: ¿Quiénes son, realmente, los buenos y los malos de la película? Pero la pregunta más importante es si Capitana Marvel es un personaje de peso o sólo un deus ex machina que facilita el desenlace del nuevo episodio de Los Vengadores. Todo hace pensar que es lo primero. Brie Larson tiene empatía con los múltiples trajes de Carol/Vers/Capitana Marvel, Samuel L. Jackson tiene líneas tremendamente graciosas y hasta existe un gato con poderes especiales. Y pese a un abuso de los CGI, hacia mitad de la película la línea argumental fluye, entusiasma. Una cosa es segura, Marvel tiene a su Wonder Woman. Y el personaje todavía tiene por dar lo mejor.
Concierto a cuatro manos En Green Book, un pianista afroamericano y un chofer casi xenófobo se internan por las ciudades del sur estadounidense buscando su redención. Imaginen a Viggo Mortensen en plan argento, pero sin mate ni casaca de San Lorenzo. Bueno, casi. El Tony Vallelonga (alias Tony Lip, lip de labio, por lo hablador) que compuso en Green Book es lo más cercano a un porteño que llegó a la pantalla grande de Hollywood. Viggo tomó por el atajo más conocido para interpretar a un ítaloamericano medio cabeza hueca y bastante elemental, y el resultado es tan glorioso como atípico para su carrera. Pongan enfrente al culto y sofisticado afroamericano Dr. Don Shirley (Mahershala Ali) y tenemos una buddie movie con mucho de road movie, que puede arrasar con alguno de los cinco premios Oscar a los que está nominada. Pero el debut solista de Peter Farrelly (Loco por Mary, Tonto y retonto) está lleno de matices, no siempre acertados. Más que sugerir, Green Book es una película llena de denotaciones. El título refiere a la lista de bares y hoteles en donde la gente de color tenía permitido detenerse en el largo y ancho mapa de los Estados Unidos. Después, la película se explaya sobre un hecho particular en la vida de Tony Vallelonga, un personaje que existió y hasta tuvo apariciones en Goodfellas y The Sopranos. Fallecido en 2013, su hijo Nick coescribió y produjo Green Book, una suerte de comedia con mensaje. Es en esto último donde el film se vuelve un poco tedioso, desenvainando prejuicios que a cada momento refuta el sentido común. Hay un juego permanente al filo de lo burdo (un juego que Farrelly conoce bien) salpicado de retratos de xenofobia, de lo que eran los Estados Unidos previo al surgimiento de los movimientos por los derechos civiles. Pero en el fondo, Green Book es un film sobre la amistad, y lo logra de manera casi conmovedora. Es 1962 y Tony Lip es el jefe de seguridad de un boliche nocturno del Bronx. Cuando el Copa cierra, Tony está tentado de agarrar trabajos con la mafia para sostener a su familia. Entonces surge el llamado del Dr. Shirley, un pianista sofisticado y exótico, que requiere de sus servicios para hacer una gira por el sur norteamericano. El trabajo que le ofrece es simple: ser su chofer y poner mano dura en los inevitables momentos de tensión que habrá durante la gira –más o menos lo que hacía en el Copa–. Pero Tony deberá lidiar con su racismo de barrio antes de tomar el encargo. Y lo que la película dúctilmente narra es el desmenuzamiento de su racismo, el modo gradual en que se irá deshilachando a medida que transcurre la gira por las ciudades. Si el tono narrativo se focaliza en la figura de Vallelonga, el encanto y la potencia van por el lado de Dr. Shirley. Hay algo cómico en su forzada estampa de gentleman, en las miradas de asombro que genera tanto en el norte libre como en el sur prejuicioso. Educado musicalmente en Viena desde su niñez, Shirley pretende tocar música clásica cuando lo que todos los mánagers le piden es soul y R&B. Shirley es un quijote, alguien que va contra viento y marea, arremete hacia todos los tabúes, y para ello necesita realizarse como músico y persona interpretando sus piezas en las hostiles ciudades del sur. La suya es una odisea abierta a la denigración. Le negarán un baño tras un concierto en una deslumbrante mansión, le negarán su derecho a comprarse un traje nuevo en una tienda. Shirley no es inmune al despecho, pero seguirá adelante con su misión. Podrá evitar ser golpeado gracias a Tony Lip, pero nada le quitará la deshonra. El Shirley de Peter Farrelly (quién sabe si el de la vida real) no se priva de nada, ni siquiera de buscar sexo con un hombre blanco en los baños de una piscina techada. En la bravura de ese hombre que ni siquiera se quitará el esmoquin para desayunar está el atractivo del film. En eso y en su contraste absoluto con Tony, a quien le dictará líneas poéticas para mandarle cartas a su esposa, preocupada mujer ítaloamericana. Hay algo de mundo dado vuelta en la interacción de los personajes. Tony aleccionará a Shirley sobre la grandeza del pollo frito de los barrios negros, el jazz y Aretha Franklin. El pianista, por su parte, mostrará una sonrisa fingida a los públicos del sur, para quienes Shirley es más una rareza que un pianista de nivel internacional. Y su tendencia autodestructiva, su abuso del alcohol, sus paseos por sitios ajenos al libro verde serán redimidos por Tony, cuya universidad de la calle le dictará líneas aleccionadoras como, “El mundo está lleno de gente solitaria que teme dar el primer paso”. Tampoco falta la ocasional cita de Mortensen a San Lorenzo. En algún momento su personaje menciona a Larry The Crow. Es un cuervo que apareció lastimado cerca del set de filmación, y que Viggo trató en vano de curar. Farrelly también tomó inteligentes decisiones estéticas. Viggo Mortensen debió engordar 20 kilos (o ese es el dicho) para personificar al pesado Tony Lip y Mahershala Ali es un maestro de la expresión, un don que le permitió manifestar las complejidades del personaje (y que le valió el premio BAFTA a mejor actor secundario). Las escenas rodadas en Nueva York muestran una paleta de colores azules y verdes pronunciados, con reminiscencias a los cuadros de Edward Hopper, y las escenas diurnas rodadas en el sur, con énfasis en el dramatismo y el horizonte, remiten a la fotografía de Robert Adams o a la del propio Robert Frank. Green Book no es una película memorable. Quién sabe siquiera si podría catalogársela de buena película. Pero es un interesante ejercicio sobre la amistad y la redención, hecho de manera casi perfecta. Y en consecuencia resulta un gran entretenimiento. Para muchos, con eso alcanza.
Nace una estrella La nueva adaptación de Spider-Man es una maravilla de animación que introduce universos paralelos y un nuevo superhéroe arácnido. Hubo un momento, más de diez años atrás, cuando pareció que las animaciones computarizadas iban a reemplazar a los actores de carne y hueso. Ese momento se volvió a reactivar, y el reemplazo parece más inminente que nunca. La adaptación de esta nueva faceta de Spider-Man se muestra tan real a los ojos que justifica sus dos horas de duración –un lapso inhabitual para una ficción animada–, lo mismo que haber derrotado a dos contendientes de peso como WiFi Ralph y Isle Of Dogs, de Wes Anderson, para alzarse con el premio Golden Globe al mejor film de animación. Habiendo pasado seis adaptaciones con tres actores distintos en los últimos 16 años, resulta notable que la más satisfactoria sea ésta, del mismo modo que en su momento sorprendió con su frescura The Lego Batman Movie. Y la clave está en Phil Lord y Christopher Miller, creadores de la saga Lego, quienes aplicaron su ingenio a las aventuras del héroe de Marvel por los cielos de Brooklyn y Manhattan. Esta Spider-Man no se priva de ningún recurso, tecnológico o narrativo. Hay citas a las anteriores versiones del personaje (incluyendo la clásica tira de animación televisiva de los años sesenta), flashbacks, diversos puntos de partida, una cualidad táctil de la pantalla en 3D que la acerca al papel del cómic, una abundancia de colores pastel y azules rojizos en los trajes del superhéroe, y una multiplicación de Spider-Man en diversas versiones, productos de cruces con universos paralelos. En la adaptación coescrita por Lord y Rodney Rothman (uno de los tres directores), Spider-Man es un superhéroe de culto en Nueva York. Se lo publicita como salvador del mundo y existe una variada gama de merchandising, como ocurre en la vida real del personaje. En la batalla de su vida, Spider-Man se encuentra luchando con el mafioso millonario Kingpin, quien está por activar un colisionador que unificaría a todos los universos paralelos para traer de vuelta a su esposa y su hija muertas, cuando aparece en escena Miles Morales, un chico de color de origen hispano, que acaba de ser picado por una araña radioactiva. Poco antes de morir a manos de Kingpin, Spider-Man le entrega a Miles un pendrive que detendrá al colisionador, pero entonces el mafioso y su corte de villanos se dirigen tras él, que tendrá que aprender sobre la marcha el uso de sus recientemente adquiridos súper poderes. Si Lord y Rothman pusieron en buenas manos todo el tramado tecnológico, su trabajo en el lineamiento de los personajes es igual de notable. Miles es un estudiante de secundaria despistado como cualquier adolescente de comedia americana. Y cuando la ciudad despide a su héroe, cuando parece que no habrá más Spider-Man, un doble de un universo paralelo, producto de uno de los choques del colisionador (lo que en la película se caracteriza como “multi-verse”), hace su debut en la pantalla. Este Spider-Man es el original, y es muy distinto al, digamos, alternativo (o al que es original en la película). En su mundo, la tía May ha fallecido y está separado de Mary Jane. Es un Spider-Man solitario, más panzón, menos rubio, más envejecido. Más huraño. Pero debe volver a su universo, y para eso debe utilizar el colisionador antes de eliminarlo. Spider-Man toma a Miles como entenado, le enseña todos los trucos y lo adopta como una especie de Robin. Por su parte, Miles compra su primer traje a un comerciante Stan Lee (a quien está dedicada la película) y luego recibe un traje más profesional, glamoroso y oscuro, de tía May. Y cuando la dupla de Spider-Men queda armada aparecen otros Spider-Man, cuando más pruebas del colisionador permiten entrar a más personajes de universos alternativos. Están Spider-Gwen, la versión femenina (y adolescente) del superhéroe, y Peni Parker, una chica que viene del siglo XXII con un robot arácnido. Nicolas Cage pone su voz a Spider-Man Noir, un personaje de los años treinta con sombrero y traje en blanco y negro, como un detective extraído de una novela negra. Y está Spider-Ham, que es como un Porky Pig con disfraz de Spider-Man. Parece todo demasiado confuso y forzado, pero la película da lugar para que esta clase de delirios se manifieste y salga airosa. A diferencia de otras películas de superhéroes, esta versión animada de Spider-Man saca el máximo provecho de los adelantos en computación sin bombardear al espectador, aun cuando el mayor beneficio se obtiene de la experiencia en 3D. La animación de los directores Bob Persichetti, Peter Ramsey y el coguionista Rodney Rothman es milimétrica, cuidada y con una dinámica que sale de la pantalla. Y lo más importante es que quizá no sea una experiencia aislada. Quizá sea la bisagra para un nuevo tipo de animación.