La seducción en su laberinto Destacada por haberse filmado en un único plano secuencia (es decir, una toma sin cortes, como El arca rusa, de Alexander Sokurov), Victoria es a un tiempo un prodigio técnico y un thriller hermético, peculiar, que pone los pelos de punta. Mientras el vértigo responde al fundacional plano secuencia inicial de Sed de mal, de Orson Welles, y recoge el guante de la fórmula frenesí más violencia, inaugurada por Gaspar Noé en Irreversible, la película detiene a sus personajes en dilemas morales de los que no parecen tener otra opción que el peor destino. Envolvente desde el arranque, la película muestra luces lisérgicas y sonido tecno que sitúan la acción en una discoteca; Victoria (Laia Costa) baila entregada al narcótico ritmo. Al salir de la pista, la chica española conoce a Sonne (Frederick Lau) y su heterogéneo grupo de amigos multikulti, que tipifica a la actual sociedad berlinesa. El cortejo de ambos, pese a su dispar origen, mantendrá el pulso de la madrugada y el lazo, aunque inverosímil, hará de Victoria la cómplice de un delito. Enroscado, el film de Sebastian Schlipper (actor de Trío y Corre, Lola, corre) juega con las cartas marcadas, pero es un laberinto adictivo e imposible de abandonar.
Al club de los infilmables Michel Gondry es un hombre dado al riesgo, pero la adaptación de un texto de Boris Vian lo volvió alguien de temer. Como Naked Lunch de William Borroughs, L’Ecume des jours pertenece al club de los infilmables; el primer error fue de David Cronenberg, ahora le tocó al francés. Obvio, el hombre tropieza dos veces. Colin (Romain Duris) habita un mundo de hombres disfrazados de animales, objetos animados, cocineros que se pasan recetas por monitores, piernas que se alargan, manos que giran y un novelista gurú llamado Jean-Sol Partre. La parodia se extiende con maniquíes, una aparición pública similar a la beatlemanía y hasta la inclusión de un actor, Gad Elmaleh, parecido a, obvio, Sartre. Luego Colin encuentra a Chloe (Audrey Tautou), se casan en una basílica con aviones dentro llamados Jetsus, y la farsa, pese al puntillismo de la adaptación, no tiene la sustancia disparatada del texto. L’Ecume des jours es vagamente contemporáneo (y totalmente consanguíneo) de Zazie dans le metro, el gran film de Louis Malle sobre un libro de Raymond Queneau; pero el trabajo de Gondry resulta afín a delirios contrahechos como Bunny and the Bull, de Paul King; Repo Chick, de Alex Cox, o The Zero Theorem, de Terry Gilliam.
Creo que estamos bailando "Cumbia de merde”, rezonga Paul, cuando ya su carrera de DJ no da visos de profesionalizarse, cuando cada nueva novia no es más que un registro residual de la anterior. Estamos en 2003 y las fiestas traen aires latinos, se impuso el electro sobre el garage, esa mezcla de house y música disco. El mundo ya no es el mismo para Paul (Félix de Givry), que en 1992 empezó a pasar música en las fiestas junto a otro amigo, mientras emergía Daft Punk y París ponía el pecho con su propia versión del garage neoyorquino. Edén (el título es una cita a Paradise Garage, la disco de Nueva York donde se cocinó el género) es un homenaje a aquellos años de desenfreno, de oportunidades perdidas y amigos ausentes, con la música de DP como telón de fondo. Pero es, sobre todo, un alegato sobre la pasión musical, ese virus que, una vez inoculado, atenta completamente la expectativa de lo cotidiano. Mientras es una pena que el film demore en hacer oír su voz, con divagues forzados sobre el alegre devenir de Paul, las escenas nocturnas están impecablemente filmadas y transmiten bastante del clima nocturno en los noventa.
Mejor no hablar de ciertas cosas El fiscal cazanazis Johann Radmann levanta el teléfono y pregunta a la operadora: “¿Podría decirme a qué país pertenece el código 005411?”. Y aunque ya sabemos, Radmann repite: “Buenos Aires, Argentina”. Es 1958 y Elvis ya es rey. Cuesta creer que, entonces, nadie en la ex Alemania Occidental, mucho menos en el resto del mundo, tiene la menor idea de lo que fue Auschwitz. Prácticamente solo, Radmann (Alexander Fehling), un joven fiscal, alertado por un amigo periodista (André Szymanski), desayuna a la prensa y por extensión a todo el país sobre el Holocausto. Pero es la tragedia de un amigo músico, que perdió a sus hijas gemelas en manos de Josef Mengele, lo que obsesiona al fiscal y lo llevará a rastrear y hurgar en lugares donde se oculta el pasado para atrapar al monstruoso médico. Para entonces, el ángel de la muerte había abandonado la Argentina y se encontraba en Paraguay. La película no alcanza a escarbar el horror, menos aún con su fastidioso énfasis en el drama y el estereotipo de los personajes. Así y todo, Laberinto de mentiras es un atisbo a la locura, la venganza, el miedo, la indignación y toda la gama de sensaciones de un capítulo inexplicable en la aventura humana.
Favores de amigo La crisis de la maternidad, momento bisagra para una madre, es tan rica en dramatismo que se transitó desde diversos ángulos en la ficción. Las consecuencias son impredecibles (depresión, ruptura con la pareja) y así es este film de Ana Katz (Los Marziano), que a cada tramo insinúa un rumbo que, muy posiblemente, no va a tomar. Pero la película da otra vuelta de tuerca: un poco al estilo El bebé de Rosemary, algo oscuro se cierne sobre la maternidad. Con su marido (Daniel Hendler, esposo de la directora) momentáneamente transferido a Chile por trabajo, Liz (Julieta Zylberberg) encuentra un vacío en el devenir de sus días que ocupa en llevar de paseo al pequeño Nicanor por la plaza del barrio. Pero incluso los habituales conocidos de la plaza le resultan aburridos. Liz hallará empatía en Rosa (Ana Katz), otra madre con cochecito de mala reputación entre los habitués del lugar. En carácter y estilo, Rosa es el opuesto de la amigable y típica clase media Liz; en la primera salida juntas a un bar, a instancias de Rosa, la protagonista da curso a su primer pagadiós. Acto seguido, no repuesta aún de la infracción, la amiga le pide el auto prestado para llevar a Renata, su hermana, a Saladillo, donde vive un chico que conoció por chat. El vínculo es tan alocado que uno teme a cada rato lo peor, cosa que confirman los habitués de la plaza, cuando advierten a Liz: “Tené cuidado con las hermanas R”. Liz desoye el sentido común, pero Katz logra de momento instalar su propio sentido, su deseo de complacer y mantener la amistad, como la norma. Con pocos recursos, un guión impermeable y actuaciones convincentes, el film toma su tiempo para generar un suspenso atípico; una rara avis imposible de encasillar.
Infierno en la montaña Everest es, como Gravity, un film donde el vértigo inunda la mente del espectador. Basada en una de las mayores tragedias en la historia del alpinismo, ocurrida en 1996, la película explora efectivamente tanto la fascinación del hombre por entornos (nuevamente, como Gravity) que no fueron hechos para él, como la cultura de veinte años atrás, cuando las expediciones a sitios inaccesibles eran un boom comercial. Pero a diferencia del film de Alfonso Cuarón, este no es el drama de una o dos personas sino de muchas, y eso explica lo mejor y lo peor del trabajo del islandés Baltasar Kormákur. En principio, la clara definición de roles funciona como estímulo para el suspenso. Kormákur es como un escenógrafo que pinta el vértigo con camaritas de 3D. La lucha contra la naturaleza, a esa altura, es tan desigual que uno se pregunta quién será el primero en encontrar el destino fatal. ¿Será Rob Hall (Jason Clark), el simpático líder de la expedición? ¿Beck Weathers (Josh Brolin), el millonario texano? ¿O Scott Fischer (Jake Gyllenhaal), el fan de los deportes extremos? Sólo el velo melodramático que se tiende sobre los personajes y sus relaciones conspira contra un irrefrenable y angustiante desenlace.
El diablo, policías y video De vuelta una casa embrujada se despacha a un grupo de curiosos y suicidas, dejando la masacre registrada en delicadas camaritas digitales. Demonic (título original) mezcla el testimonio y los flashbacks de John (Dustin Milligan), único sobreviviente de la masacre en la misma casa donde, veinte años antes, su madre sobrevivió a otra, con el found footage de la noche en que se apersonó el diablo. Como si fuera poco, los detectives (personificados por Maria Bello y Frank Grillo) afrontan un segundo enigma: la desaparición de la novia de John y la de su rival, Bryan (Scott Mechlowitz), a quien el primero sindica como artífice de la expedición a la casa maldita, poseso luego y en consecuencia autor de los crímenes. Huelga decir que la originalidad no es atributo del film, pero el productor James Wan (El conjuro) sabe armar un menú truculento; el director Will Canon y un equipo de guionistas rearman las piezas del rompecabezas (lo recuperado y lo presente) para delinear un relato diabólico que, a diferencia de muchos otros, mejora ostensiblemente en el final.
El llamado de la estepa Con Siete años en el Tíbet, el francés Jean-Jacques Annaud ganó la censura en suelo chino. Tótem lobo revierte la sanción y resulta una ambigua alegoría sobre la vida en Mongolia, una de las primeras minorías del gigante asiático. Adaptación del best-seller homónimo de Lü Jiamin (y casi una autobiografía del escritor), la película es inicialmente el vehículo de Chen Zhen, un estudiante partícipe de la fallida Revolución Cultural, a quien el gobierno comunista deporta para educar a las tribus nómades de la estepa. Allí, Chen, maravillado por la belleza del lobo, se instala con la familia de A’ba, un anciano pastor que lo ilustra acerca del rol del carnívoro en el ecosistema estepario. Esa es, quizá, la única bajada de línea oficial (por lo demás, el film, que representará a China en la próxima ceremonia de Oscar, hace un retrato caricaturesco de las autoridades). A escondidas de la tribu, Chen adopta un cachorro de lobo y el hecho traerá consecuencias nefastas. Parte Discovery Channel, parte Jack London, la escena de una tropilla asediada por una manada en la estepa nevada provee el momento más excitante y memorable para un film atemperado en el dramatismo y una duración excesiva.
Cantante y madre del rock'n'roll La familia disfuncional es un forte de la guionista Diablo Cody, famosa por el hit independiente Juno. De Jonathan Demme, por su parte, el mundo se percató con El silencio de los inocentes, si bien en los ochenta sobresalió con el documental live de Talking Heads, Stop Making Sense, y (ya consagrado) con Storefront Hitchcock, de Robyn Hitchcock. Previsiblemente, la unión entre Cody y Demme iba a transcurrir por los carriles de la comedia y el musical de rock. Y eso es Ricki and The Flash: la vida de una veterana rockera que por las noches lidera una banda mientras de 9 a 5 lidia con las tendencias suicidas de su hija. Con una plasticidad que no es nueva (ni sorprende para una actriz de método), Meryl Streep es Linda Rendazzo, alias Ricki, cantante de una banda (The Flash) que en los bares recicla clásicos de Tom Petty y Bruce Springsteen, pero ahora, apremiada por el negocio, añade temas de Lady Gaga y Pink al repertorio. Ese es el típico toque de comedia Demme, pero entonces aparece el drama. Pete (Kevin Kline), su ex marido, le comunica que Julie (Mamie Gummer), la hija de ambos, entró en una depresión profunda tras ser abandonada por su marido, y Linda debe irse de California para reencontrar a su familia en Indianápolis. En el arranque, el rol Streep parece forzado y el absurdo familiar intolerable, pero gradualmente el escenario, gracias a la química de los actores, toma envión como un hit de Van Halen. El elenco no sólo funciona por la relación entre Streep y Gummer, madre e hija en la vida real, sino por el siempre solvente Kline y el candor que produce el romance entre Ricki y el guitarrista Greg (la ex estrella pop Rick Springfield). Con un toque extra de acidez en los diálogos, la fórmula Cody-Demme responde a las expectativas. Es sólo una comedia disfuncional y rockera, pero gusta.
Elecciones de vida La adopción no es un tema que vaya a agotarse en un documental, pero este trabajo cumple un requisito que (según declaraciones a Télam) se autoimpuso su director, Mario E. Levit: informar a quienes deseen adoptar un hijo. Desde las primeras adopciones reguladas del siglo XX, cuando se cumplía con un rol de beneficencia, caridad y con otorgarle un hijo a quien tenía un obstáculo biológico, la temática se amplió y enriqueció con la Ley de Adopción de 2005 y la Ley de Matrimonio Igualitario. Pese a todo, los padres entrevistados pintan un panorama que dista de ser ideal: faltan políticas de Estado y, para citar textualmente a una madre, persiste un “biologicismo a ultranza”. Además, falta de sincronía entre los institutos de minoridad y la toma de decisión de los jueces. Para agilizar ese nudo neurálgico, se han formado asociaciones regionales que permiten un vínculo personal entre las partes. Levit las muestra y ofrece datos insólitos (algunas mujeres deambulan con una almohada en el vientre antes de recibir una adopción). Un trabajo interesante.