El alemán tan temido Basada en una novela homónima de la neurocientífica Lisa Genova, Siempre Alice muestra el gradual deterioro de una especialista y docente en lingüística cuando asoma en su vida el mal de Alzheimer. La irrupción del temido alemán causa lagunas de memoria primero, un fatídico trauma en cuestiones de identidad y vinculantes después y, finalmente, la estabilización de la enfermedad que escinde al individuo en dos estados más o menos determinados: uno en el cual su vida se presenta normal y otro en el que se ha enajenado. Es esta dicotomía, tan real y alejada de la abrupta conversión Jekyll/Hyde con que el cine suele representar a las enfermedades mentales, aquello que el film ofrece como nuevo. Y es la imponente y carismática presencia de Julianne Moore, por la cual ganó el último Oscar a mejor actriz, lo que hace a Alice tan creíble y querible, desde el instante en que lapsus de memoria sabotean una disertación hasta sus juegos estratégicos con aplicaciones de computadora para mantener sus neuronas activas. Un dato extra: saber que el director Richard Glatzer recurre a métodos similares para combatir su enfermedad neuromotriz explica la honestidad de la película.
Ladrones por el mundo Buenos Aires is a free country, right?”, pregunta Will Smith, alias Nick, a una rubia argentina, pretendiendo pasar por borracho; y por supuesto, la rubia corrige: “Buenos Aires no es un país, es una ciudad”. La primera equivocación va adrede, el resto queda amparado bajo el subtítulo local de Focus, cuya filmación en locaciones porteñas fue tan promocionada. Rodada en Nueva York, Nueva Orleans y Buenos Aires, Argentina, la primera parte del film muestra el encuentro entre Nick y Jess (Margot Robbie), una femme fatale aficionada al robo, y sigue con las artimañas que Jess aprende de Nick, cuyo equipo es capaz de robar de un plumazo a un centenar de transeúntes. La cacería sigue en el Super Bowl, pero entonces un incidente con un chino burrero destapa la duda. ¿Quién es Jess? Antes de que el deus ex machina de Nueve Reinas muestre las cartas, el dúo ya está en Buenos Aires, y el final es, como corresponde, a fuego lento. Nobleza obliga, la Reina del Plata fue retratada con su natural encanto nocturno. Después, habría que taparse los oídos cuando en el Mercado de San Telmo se oye una sobregrabación de voces cubanas, y en un paseo por Caminito suena salsa y merengue. Y no mirar la letra chica del hospital donde va a parar Will, ni más ni menos que el neuropsiquiátrico de mujeres. Maestros de la estafa, sin duda.
Guardado en la memoria Hay documentales clásicos, herederos de un criterio cinematográfico (como los del gran Frederick Wiseman); los televisivos, de corte History Channel, docudramas, y los de gente que adora a los Monty Python y no ignora a la inmensa The Act of Killing. En este documental, que recrea la invasión de Estados Unidos a Panamá y el derrocamiento del gobierno de Noriega (y huelga decir, pertenece al tercer grupo), el director Abner Benaim recorre las calles del barrio El Chorrillo como buscando locaciones, convence a transeúntes y homeless para representar a saqueadores que cargan una heladera, cuerpos en una camioneta, muertos en la calle y, cuando todo ha pasado, compagina las imágenes parodiando un documental ad hoc. A esta altura, el método puede parecer trillado, pero partiendo de un tema político Benaim trabaja en los bordes de la memoria. El tema de Invasión, entonces, deviene en el día después: recuperar el nombre de tantas muertes anónimas, el sentido de la injusticia y la atrocidad, las opiniones enfrentadas. Tangencial, como todo, pero no azarosa, es la referencia a nuestro país. La leyenda del boxeo Martillo Roldán estaba en el club Las Malvinas cuando empezó la invasión; salió con un rifle, borracho, y al día siguiente se encontró atado por sus hijos a una cama. Un simpático funcionario del nuncio apostólico recuerda que un mensaje de Juan Pablo II en Buenos Aires lo acercó al catolicismo. A resguardo en la sede vaticana, Noriega miraba un concurso televisado de patinaje en el Rockefeller Center cuando el muchacho le señaló la incongruencia de ambos mundos. “Somos moléculas”, le respondió el depuesto mandatario y el muchacho lo anotó en un papel. Esa bizarra ocurrencia que le llamó la atención hoy recorre el mundo.
Rebeldes con pausa Corre el año 2044 y la Tierra está invivible. Las zonas desérticas avanzan y a la humanidad le queda poca esperanza, sólo sobrevivir. Jacq Vaucan (Antonio Banderas, también coproductor) es un asegurador de accidentes con robots domésticos. Las máquinas evolucionaron a ciborgs pero dos cláusulas les impiden lastimar a humanos y tener conciencia. Vaucan descubre el extraño caso de un ciborg manipulado, y posteriores investigaciones demuestran que un kernel o núcleo alterado (en la jerga de la película, un “biokernel”) actúa como bypass para el segundo protocolo. Las máquinas planean sublevarse, pero no en una lucha de rebelión (los autómatas son torpes como el último modelo Toshiba, y este es un notorio error), sino en un secreto éxodo. El director español Gabe Ibáñez tiene la interesante idea de mostrar cómo los autómatas podrían ser el próximo, digamos, “estadio evolutivo” de la Tierra habitada, y lo hace esquivando magnas explosiones y presupuestos desorbitantes. Su gran problema es cómo lleva esas ideas a la práctica. Descontando alguna maravillosa foto en CGI, la construcción del relato es morosa, artrítica, más emparentada con olvidables artefactos clase B de Albert Pyun que con los grandes clásicos de los cuales Autómata pretende abrevar.
Viaje interior La rubia debilidad Reese Witherspoon tiene olfato para las buenas historias. El diario de viaje de la escritora Cheryl Strayed, una aventura de casi un mes como mochilera por la Costa Oeste norteamericana (conocida como Pacific Crest Trail, un clásico on the road a dedo), que sirvió para oxigenarla de citadinos problemas, fue la inspiración de esta película. Reese entregó el libro al novelista inglés Nick Hornby (About a Boy, High Fidelity) y las ingeniosas imágenes del director Jean-Marc Vallée (El club de los desahuciados) hicieron el resto. La huida de Cheryl (Witherspoon) comienza con una uña encarnada, prosaico accidente para el pequeño infierno del que huye, que combina la muerte de su madre, el abandono del marido y un descenso al mercado negro de drogas. El accidente es simbólico: Cheryl no está hecha para la vida de mochilera, y a medida que se cruza con otros compañeros de ruta queda claro que, más de uno le dirá, su equipaje no es el adecuado. Pero cada pequeño tropiezo dispara un recuerdo, y la sumatoria, suavemente neblinosa como la memoria misma, ayuda a rearmar el rompecabezas de su pasado. Su compañerismo con la compinche madre (Laura Dern) queda trunco tras su enfermedad, lo mismo que el matrimonio con Paul (Thomas Sadoski), del que sólo presenciamos las cenizas del desenlace. Es curioso que en simultáneo con este film, Hornby haya participado, pasivamente, de otro largo rodado en 2014 y de similares características: A Long Way Down, adaptación de su novela homónima. Pero mientras en esta última el reencuentro es a través de otros, en Alma salvaje la búsqueda es interna, con la no menor compañía de recuerdos y fragmentos de canciones que delicadamente se intercalan.
Un doble a medio terminar A cinco años de su muerte, Nikki (Annette Bening) duela a Garrett (Ed Harris) a través de permanentes flashbacks. Roger (una de las últimas apariciones de Robin Williams) es un vecino que tímidamente muestra su interés por Nikki, pero la obsesión por el amor perdido es inquebrantable. Una tarde en una academia de arte se cruza con una persona que es exactamente igual a Garrett; o sea, no es muy parecido, es Garrett con look bohemio. Nikki queda atónita, pero aún más el espectador. En lugar de hacer lo lógico, ya sea pellizcarse o tirársele encima, la mujer averigua en qué horarios da clases de pintura y se anota como alumna. El descabellado proceder podría tener atenuante si el doble de Garrett viniera de otra dimensión, o Nikki imaginara cosas. Pero no, la película no apunta a un doppelgänger hitchcockiano ni quiere ser Lost; es, ni más ni menos, un drama de amor, con buenas interpretaciones de Bening y Harris y la maravillosa fotografía del mexicano Antonio Riestra, aciertos que lamentablemente se diluyen en un sinsentido del guionista y director Arie Posin. Tal vez si el hombre hubiese pedido asesoramiento a M. Night Shyamalan… Tal vez.
El escritor oculto A los dieciocho años se dio cuenta de que la vida era humo y la muerte una tragedia irreparable”, dice Carlos, hermano del desaparecido escritor Néstor Sánchez, un argentino notable de las letras, colega y amigo de Julio Cortázar, su padrino artístico, a cuya memoria se le dedica este bello documental. Carlos hace un buen racconto de su vida: gran bailarín de tango, incansable buceador del alma, un viaje a Perú lo acerca a la doctrina del Cuarto Camino, de Gurdjieff, a una mujer y a una interminable búsqueda por Europa y los Estados Unidos. Las memorias de Carlos, del hijo de Néstor Sánchez y de su esposa venezolana devuelven una intimidad, una fragilidad que contrasta con el vívido retrato del hombre alto y robusto, inquieto y a la búsqueda de insertarse en el mercado parisino, que dibuja su traductor de la editorial Gallimard. El alcohol, los caballos, la improvisación del jazz, su fuerte carácter, las estrategias literarias, el alma convulsionada; en boca de varios testimonios, esos son colores que perfilan al ausente personaje, el escritor a contrapelo del boom latinoamericano. Pero lo llamativo de este documental es la atinada polifonía de voces e imágenes, bellas fotografías por derecho propio (variados ángulos de la Torre Eiffel, el río Hudson, hallazgos a la vera del camino, sombras de pisadas) con que Matilde Michanie perfila al autor de Cómico de la lengua sin resignar su propia voz artística.
Todos los hombres del rey Los británicos tuvieron a Austin Powers, lo más cercano a un Maxwell Smart con caftanes, redivivo por los genes de Jerry Lewis. Con Kingsman, la caricatura adquiere otra perspectiva: este film no hubiera sido posible sin la irrupción, bidones de ketchup mediante, de Quentin Tarantino. Con dirección de Matthew Vaughn (Kick-Ass), la adaptación del cómic homónimo de Mark Millar y Dave Gibbons, Kingsman, el servicio secreto, devuelve una visión del mundo del espionaje sangrienta y sarcástica en igual proporción, sin soslayar la actitud del hiperbólico James Bond. Cuando el agente Lancelot (Jack Davenport) muere en su intento de liberar a un científico (Mark Hamill), la organización Kingsman busca un candidato de reemplazo. La selección del nuevo agente es la parte más ágil y entretenida de la película. Harry Hart (Colin Firth en la más digna versión reloaded del Vengador John Steed) ofrece su propio candidato o, más bien, lo impone y en el camino lleva adelante un par de masacres. ¿Colin Firth? Hay que verlo, junto a una asociación inspirada en el legendario Rey Arturo, que bromea con colegas como Jason Bourne y Jack Bauer y cuyos cuarteles secretos se esconden en una sastrería de Savile Row. Mucho ketchup, pero con estilo.
Seré millones Corre 1964. El Doctor King aguarda con paciencia de monje tibetano. La revolución se echó a rodar; el mismísimo Malcolm X lo apoya. En su despacho lo atiende el presidente Johnson (Tom Wilkinson) y le explica que aún no es tiempo de garantizarle el voto a la población negra del sur; menos a los de Alabama, negros y revoltosos. King (notable, imperturbable, inmenso David Oyelowo, criminalmente desplazado por Bradley Cooper en la nominación a los Oscar) muestra el ceño fruncido; un par de susurros en queja apenas arañan la impotencia de su rostro. Pero bastan esos segundos de Oyelowo para convencer al más arisco de que el cine testimonial es arte. Y el suplicio sigue. Una manifestación en Selma, recóndito reducto del KKK, termina con una familia escondida en un bar de negros a la que ningún negro protege cuando los gendarmes del gobernador apalean al padre y matan de un disparo al hijo. Al Doctor King, con un Premio Nobel de la Paz que no consigue intermediar por justicia, lo paraliza el drama; pero sus seguidores lo animan a continuar la lucha. En un emotivo, afiebrado discurso en la iglesia, el reverendo Martin Luther King Jr. incita, so pena de complicidad, a todo aquel blanco o negro de buena sangre a marchar de Selma a Montgomery, por los derechos de los negros, por la memoria del joven muerto. Selma es igual a tantos otros films emperrados en reconstruir el pasado hasta con cartelitos al final que señalan el derrotero de sus protagonistas, pero su virtud es lograr que ese pasado se sienta, que el espectador vuelva a indignarse ante mandatarios y policías que aún pululan y eran la fuerza dominante en los dorados años sesenta.
No hoy banda, no hay orquesta La historia de Annie, su argumento como su manto de influencias, ganó el corazón de al menos dos generaciones de norteamericanos. Con su versión comic de Harold Gray, su adaptación a Broadway y el film de 1982 dirigido por John Huston, con un inolvidable Albert Finney como “Daddy” Oliver Warbucks, la fábula de la huérfana que descubre una vida en el acomodado hogar de un magnate parecía no tener más nada que aportar. Entonces surge esta versión siglo XXI dirigida por Will Gluck (Amigos con beneficios), con un Warbucks que transmuta en el afroamericano Will Stacks y una controvertida banda sonora que mezcla originales del musical con nuevas canciones. La intención de vender está clara, pero sería más tolerable si la película rescatara el alma de la historia, ligada a una aceitada coreografía infantil. Mientras esto no ocurre (y se resiente), Gluck, hombre más cercano a la comedia que al musical, compensa las deudas hacia la historia por el lado de los personajes. Tanto Jamie Foxx como el billonario, Rose Byrne como su secretaria Grace y Cameron Diaz como la artera directora del orfanato entregan grandes actuaciones. Pero Annie carecería del menor encanto sin el protagónico de la pequeña Quvenzhané Wallis, la décima actriz afroamericana nominada al Oscar por su actuación en La niña del sur salvaje, de 2012.