En el horno Michael King pierde a su mujer en un accidente, quiere contactarla en el más allá, prueba con satanistas y hubiera preferido haber muerto. Ese es, en síntesis, el argumento de The Possession of Michael King, título original de esta película trillada de arquetipos. Pero en la forma, al menos durante su primer cuarto de hora, el horror se maneja con poco recriminable inventiva. Aunque coquetea con el formato point of view, aquel del protagonista filmado en primera persona, el director David Jung muestra el experimento de Michael siendo registrado por un amigo, como si este fuera su movilero. Las primeras imágenes son un video casero de Samantha en una suerte de picnic familiar; luego King muestra un inverosímil deseo de comunicarse con su mujer muerta y recurre, con excesiva ironía (el clásico no creyente que va a parar al asador), a un puñado de magos y tahúres con línea directa a Satán. Después pasa lo habitual: Michael King entiende que jugar con magia negra no es broma cuando ya es demasiado tarde (y cuando el movilero, de buen tino, puso pies en polvorosa). Trillada y agónica, no obstante, hay que ser corajudo para ver a King hablando en lenguas. Una buena peli de terror, casi.
Ser o no ser Después del fracaso artístico que supuso Biutiful, el chilango exitoso en Hollywood Alejandro G. Iñárritu quema todas las naves en Birdman, un trabajo que jaquea la corona de Amores perros como obra maestra del mexicano. Una de las candidatas fuertes a los premios Oscar que se entregarán el 22 de febrero (compite en nueve categorías, entre ellas mejor película, mejor protagónico, mejor guión y roles secundarios), Birdman presenta a Michael Keaton como Riggan Thomson, ex intérprete del superhéroe de Marvel en la pantalla grande (suerte de parodia, siendo este el único gran héroe de Marvel que aún no trascendió a 3D), y desde ahí todo se despliega en espejos. Para el gran público, Thomson está asociado a Birdman así como Keaton al Batman de Tim Burton, pero mientras no sabemos cómo Keaton se lleva con su relativo paso al costado desde los noventa, Thomson quiere desesperadamente ser tomado como un actor en serio. Y para eso decide producir, dirigir y protagonizar una adaptación de De qué hablamos cuando hablamos de amor, de Raymond Carver. La apuesta es para él seria, pero para el resto (incluyendo a los protagonistas), Iñárritu la muestra como es: grotesca. El film es magistral desde un punto de vista técnico. Arranca con el protagonista en una extraña posición de loto, de espaldas a la cámara y (dato no menor) levitando, enganchado en un monólogo interior con su otro yo, es decir Birdman, y seguidamente Iñárritu persigue a Keaton en un extenso plano secuencia, desplazándose por un pasillo y cruzándose con asistentes, su manager y luego un ensayo de la obra en el escenario del teatro; desde allí, la trama fluye, va y viene generando un estilo de narrativa circular. Birdman deja una serie de interrogantes obvios (sobre el mundo del espectáculo) y no tan obvios (la búsqueda, la completud) con un notorio, perceptible aporte en el guión de Nicolás Giacobone y Armando Bo, nietos del legendario realizador argentino. Difícilmente pueda el porvenir dar una Birdman pochoclera. Y si la habrá, deberá lidiar con este antecedente.
Sombras, nada más La adaptación del millonario best-seller de E.L. James demandará, acorde a su episódico carácter de trilogía, tres largometrajes. Sin embargo, en su primera entrega todo sucede pronto. En el arranque, la estudiante de literatura inglesa Anastasia Steele aterriza en el emporio del joven magnate Christian Grey para entrevistarlo. ¿Cuál es su atractivo periodístico? No se sabe. Así que la iniciativa la toma (aunque no asombra) el magnate. “¿Quién es tu favorito? ¿Jane Austen, Emily Brontë o Thomas Hardy?”. Curioso: en el siglo XXI, da por sentado este film, aún se estudia literatura inglesa pensando en autores victorianos. Cincuenta sombras de Grey es un cuento de hadas con cartitas de smartphone. Anastasia jamás imaginó que podría enamorar al rey de Seattle; la diferencia es que los nuevos reyes pueden pavonearse por su feudo (en helicóptero, flotilla de autos deportivos o un planeador) y hacer retorcidos reclamos. Para ser amada, Anastasia debe firmar un contrato que autoriza a Grey a tenerla de esclava sexual, entre otras cosas. Comparado al desparpajo de La secretaria, el film protagonizado por James Spader y Maggie Gyllenhaal (inevitable antecedente), este anticipado blockbuster se siente estéril, maniqueo como la novela de la tarde. Su superfluo clasicismo se refleja en la musicalización de cada escena: cuando su presa es esquiva, Grey toca melodías tristes al piano en su torre de marfil; cuando hay buen ánimo, suena un tema de los Stones; cuando hay clima de seducción, canta Sinatra. Hasta el próximo episodio.
Razón de vivir mi vida Adaptación de las memorias de Jane Hawking, ex esposa del célebre físico Stephen Hawking, La teoría del todo es la menos bendecida por la crítica para la próxima entrega de los Oscar; curiosamente, El código Enigma, que se estrena esta misma semana, aborda el mismo tópico (biopic de científico genial inglés) y es sin duda la favorita. Sin embargo, el film de James Marsh (autor de Man on Wire, documental sobre el equilibrista Philippe Petit) es más genuino por donde se lo mire. A diferencia de Enigma, el biopic de Hawking fue dirigido y producido por británicos y fluye con la ceremonia del té de las cinco. La película arranca con los estudios de Hawking en Cambridge, su interés en el cosmos y la física cuántica, su perfil nerd, quizás innecesariamente destacado (al extremo de que parece parodia de otra parodia, The Big Bang Theory), pero entonces conoce a Jane Wilde, una hermosa y terrenal estudiante de letras que se rinde ante sus conocimientos y su enigmática, sempiterna sonrisa. Marsh demuestra talento para retratar la relación, desde el improbable romance y el irreductible amor de Jane cuando surge el mal de Gehrig como un intruso terminal en la pareja, hasta el nacimiento de los hijos y los vaivenes, de ricas y variadas lecturas, que acabaron con el romance. La interpretación de Eddie Redmayne como el físico, en especial desde el brote de la enfermedad, es de un camaleonismo notable y ayuda, bajo la diestra mano de Marsh, a evitar golpes bajos para redondear un biopic cautivante.
Ladrones sin destino Hija de un astrónomo inglés asesinado por la KGB, Júpiter Jones (Mila Kunis) vive una vida normal en el hogar de una madre importada de Rusia, mientras ignora olímpicamente el destino que le tendieron los Wachowski (el de Mila, por ser de carne y hueso, es mucho peor). Primero, una amiga de visita casi resulta abducida por hombrecitos verdes. Y los sustos siguen. Un primo, rápido para los negocios, la convence para que venda óvulos y así poder comprar (ah, ah, la herencia genética) un potente telescopio, gracias al capital usufructuado (los Wachowski, a no olvidar, son militantes anticapitalistas que filman películas de millones de dólares). Entonces, sí: mientras aguarda la aguja, los doctores se transforman en hombrecitos verdes dispuestos a liquidar a Júpiter siguiendo órdenes (literalmente) de arriba. Pero entonces irrumpe Cain (Channing Tatum), híbrido de humano y hombre lobo que rescata a la chica, siguiendo órdenes de otro que también está arriba. ¿Por qué es tan importante Júpiter? ¿Es amiga de Sarah Connor? Pasaron treinta minutos y recién empieza la acción. En media hora más los Wachowski revelarán el destino de Júpiter y usted les pedirá The Matrix 4. A grito pelado. Mezcla de Star Wars con Star Trek con Flash Gordon con Buck Rogers con ideas frecuentemente desestimadas por la ciencia ficción “progresista” (como Godzilla, por ejemplo), Andy y Lana W. hacen un esfuerzo loable por revivir una estética prácticamente demodé, pero el intento se fragua como pólvora mojada. El nexo entre la Tierra y Júpiter con un reino ancestral como el universo, del cual proviene el ADN humano (otra idea extrapolada), sirve más como excusa para poner en marcha interminables escenas de acción que para formular una trama sustentable. Sobre las primeras, no habría casi reparos (los hermanos W. saben cómo blandir espadas láser), si no fuera porque resultan tan largas que ahogan el suspenso. La primera gran escena de acción, en donde Cain huye con Júpiter volando entre rascacielos imaginarios de Chicago, es un prodigio visual hasta que resulta un gigante videojuego. Entonces, volviendo a la pregunta: Matrix 4, ¿para cuándo?
Carrera de mentes Muy pocos saben que un científico inglés fue responsable de adelantar el final de la Segunda Guerra en dos años, salvando un estimativo de veinte millones de vidas, al tiempo de sentar las bases para la tecnología digital. Muy pocos, hasta el estreno de The Imitation Game, nombre original de este film que adapta la biografía de Alan Turing, el mencionado científico. En esta adaptación edulcorada del libro del escritor Alan Hodges, Turing es un incomprendido y torturado estudiante (los genios empiezan así) que, para su asombro (poco creíble), un día es descubierto y aprovechado (como todos los genios) por el servicio secreto británico. Su tarea, o, mejor dicho, su grupo de tareas (otros genios fueron antes descartados y quedaron a su disposición), se aboca a descifrar los mensajes del servicio secreto alemán, encriptados como el código Enigma. Benedict Cumberbatch, el inglés del momento en Hollywood, pone en ejecución el modo “Sherlock nerd” y replica asombrosos estereotipos hasta llegar al gay reprimido, trágica contracara del suceso de Turing, mientras Keira Knightley, de infalible carisma, interpreta a la matemática con quien Alan simuló una relación matrimonial. Tal condición da lugar a datos sorprendentes, como que Gran Bretaña penó la homosexualidad hasta 1967. Pero para eso hay que esperar a los créditos de la película.
Vida de película Según el historiador estadounidense Studs Terkel, la Segunda Guerra fue la “guerra buena”: no hay manera de tener enemigos más malos que los nazis o, en este caso, los japoneses del emperador Hirohito. En su segundo largometraje como directora, Angelina Jolie parece seguir los pasos de Brad Pitt en Fury, pero su trabajo es más ambicioso y el material lo amerita. Inquebrantable es el biopic de Louis “Louie” Zamperini, un italoamericano que llevó una vida de película: de arrebatador callejero a corredor olímpico, a náufrago a prisionero de guerra y héroe nacional. La película empieza con un enfrentamiento aéreo; el avión de Zamperini cae en el Pacífico y, junto a un grupo de sobrevivientes, transcurre varios días en un bote, resistiendo tifones y tiburones. Una mañana los despiertan dos noticias. La buena es que los rescatan soldados. La mala es que los soldados son japoneses. Si la primera hora de la película transcurre tediosa, entre el naufragio y los flashbacks al pasado familiar y olímpico de Louie, la segunda hace un despliegue de violencia con saña a la Mel Gibson, carente de la astucia del australiano. En el pabellón de reclusos, Zamperini es tomado de punto por el oficial Watanabe (la estrella de rock nipón Miyavi), quien lo somete a una interminable cadena de suplicios cuyo colofón, un asombroso sobreentendido argumental de los hermanos Coen (sí, Joel y Ethan oficiaron de guionistas), es la condena de Louie a soportar un leño sobre sus hombros como Jesucristo. La vida de Zamperini, extensa, sin duda y repleta de anécdotas recortadas en el film (como su encuentro con Hitler), hubiera merecido un tratamiento no tan comprensivo como focalizado. Una oportunidad que se echó a perder.
Un plato frío y rancio La tercera parte de Búsqueda implacable muestra el desgaste de la idea original, dirigida por Luc Besson y productor de la saga. Siete años pasaron desde el secuestro de la hija del ex agente Bryan Mills; ahora, Bryan (Liam Neeson) y Kim (Maggie Grace) están de vuelta de Europa y llevan una tranquila vida hogareña. Bryan y su ex esposa Lenore (Famke Janssen) han encaminado su relación en mejores términos, cuando Stuart (Dougray Scott), la nueva pareja de la mujer, les advierte que están demasiado juntos. Mills se aleja de Lenore y poco tiempo después recibe su llamado; cuando llega a la casa encuentra a su ex muerta; como si fuera poco con la tragedia, Mills entiende que la CIA y el FBI le tendieron una trampa. Es cierto que Neeson juega con el corazón en todos los papeles y que el rol de vengador ultrajado está hecho a su medida desde Darkman (Sam Raimi, 1990), pero ninguna fórmula resiste tanto reciclaje y el irlandés, que nunca fue, en esencia, un actor para el cine de acción, resulta poco creíble a su edad. Hay algo inverosímil en las escenas de acción que recuerda a Anthony Hopkins en Hannibal, de Ridley Scott. El director Olivier Megaton no fracasa al momento de montar una buena persecución, pero nunca remonta la sensación de que la verdadera trampa va dirigida al bolsillo del espectador.
Inoxidable Los hermanos Weinstein son garantía de cine estándar, algo para pasar el rato sin pensar demasiado y Saint Vincent es como un decálogo de la firma. La película está protagonizada por el infalible Bill Murray como Vincent, un sexagenario soltero y malhumorado, resignado a una vida que se va a pique. Tiene deudas de juego con un amigo pesado (Terrence Howard), se acuesta con una rusa a la que deja embarazada (Naomi Watts) y una tarde llegan vecinos nuevos que en la mudanza le estropean un árbol y el auto. Seguidamente, hay dos posibilidades: o los vecinos son una tortura o serán su salvación. Uno de los vecinos es un chico, así que la película elige el segundo camino. Vincent acepta accidentalmente la changuita de ser el babysitter de Oliver (Jaeden Lieberher), un pequeño nerd que es blanco de cargadas y piñas en el colegio. Vince le enseña algunos trucos de la vida (pegar para defenderse, pedir las cosas a los gritos) y la relación se ajusta a la vieja fórmula “solterón aviva pibe” de About a Boy, con Hugh Grant. La película se va a pique desde el inicio como la situación de Vince, pero Murray es el salvavidas. Aprovecha un par de líneas ingeniosas y entrega uno de los roles cómicos más relevantes de 2014, finalizando con un karaoke de Dylan mientras riega una maceta. Esa escena vale más que la película.
Sangre, sudor y lágrimas Whiplash no es un musical. Y si lo es, es un musical extremo. Es violento, excitante, duro como un puñetazo. En un rincón está sentado Andrew Neiman (Miles Teller), un baterista de jazz de 19 años que toca en el mejor conservatorio neoyorquino y sueña con ser el próximo Buddy Rich. En el otro, nervioso como un gallo de riña, está parado (parado e inquieto) Terence Fletcher (J.K. Simmons), el más cínico contrincante, un director de música tan autoritario que hace del militar de Born to Kill una monja carmelita. Al principio, la relación es formativa. Fletcher descubre al nuevo, Neiman, y lo hace ensayar, le ordena “más despacio; rápido, más rápido”, hasta que lo descarta: “No es mi tono”. Al principio, Fletcher es menos un director que un cruel coach. Quiere que a Andrew le sangren las manos y el muchacho está dispuesto al desafío, caratulado en aquel mito urbano de que sin sufrir no hay corona. Cuando el padre (Paul Reiser) descubre la megalomanía de su hijo, se interpone. Pero ya no hay vuelta atrás. Andrew, que alguna vez fue un muchacho blando y sensible, encontró en la locura de Fletcher la nueva droga. El momento de inflexión en Andrew Neiman está representado en la relación con su novia (Melissa Benoist). Cuando la conoce es torpe y tímido; no sabe cómo invitarla a salir y cuando lo hace es brusco. Parte de la fantasía del cine es hacer que el intento le salga bien, así como creer que un conservatorio es un regimiento. Ese es el único punto débil de la película. Una vez que Neiman prueba la droga Fletcher será capaz de abandonar del modo más cruel a su chica (la misma que días antes temió encarar), o plantarse como un ser elegido frente a los petulantes deportistas amigos de su padre. La transformación equivale a sangre, sudor y lágrimas y el director Damien Chazelles. La transformación equivale a sangre, sudor y lágrimas y el director Damien Chazelle sabe cómo enrostrar cada uno de esos fluidos desde distintos planos, ángulos y filigranas de rojo. En respuesta, nunca se sabe bien si Andrew ama a Fletcher o lo quiere matar. Y la viveza de Chazelle, joven y casi debutante nativo de Providence, pasa por dejar la respuesta inconclusa. A diferencia de cualquier otra película en donde hay jazz involucrado, acá no hay drogas y sexo sino adrenalina. Y mucha. Porque Whiplash no es un musical. Es un descendiente directo de The Red Shoes (1948), aquella maravilla de Powell y Pressburger sobre el mundo de la danza. Es una película sobre la locura, la ambición y cuando todo es demasiado.