Los otros pibes chorros El estreno local de La hermana, último film Ursula Meier, en la Sala Lugones, es la oportunidad para descubrir a esta notable directora francesa. En la escena inicial, la cámara se interna en un centro de esquí de los Alpes francoparlantes. La imagen serpentea al ritmo de una figura pequeña e inquieta, oculta en ropa polar y haciendo lo que nadie imaginaría a plena luz: robar. En lo posible, Simon roba objetos valiosos; de última, cualquier cosa desamparada de su dueño. Simon (Kacey Mottet Klein) es un ladrón de alta gama. Baja al humilde barrio donde vive y vende juegos de esquí a amigos apenas más bienaventurados, para poder cocinar y cenar junto a su hermana Louise. Más adelante intentará hacer negocios a mayor escala con Mike (Martin Compston), un cocinero inglés deslumbrado por la habilidad del adolescente. Pero la relación más compleja y focal es aquella que lo ata a Louise (Léa Seydoux). Con su hermana, Simon es protector y posesivo de un modo que sólo se comprenderá al final de la película. Meier calibra artesanalmente la madeja de esa relación y muestra sin golpes bajos la realidad del pequeño ladrón. En una gran escena, en el bar del centro de esquí, Simon, en su precario inglés y camuflado como un esquiador más, se gana la confianza de un turista norteamericano que deja a su cuidado sus pertenencias. Cuando al regresar descubre el robo, el turista persigue a Simon hasta maniatarlo, y entiende que debe exhibir su bolso al público para no ser victimario. Serán apenas dos o tres minutos, cargados de una violencia que deja en offside al más violento cine de acción.
Un antihéroe del cine bizarro La tercera entrega de Riddick, personaje que se toma el tiempo para aparecer (la primera, Pitch Black, es de 2000, y su secuela, Las crónicas de Riddick, llegó cuatro años más tarde), confirma las virtudes y falencias del villano intergaláctico. Hay algo atractivo en la idea de Riddick, especie de Flash Gordon punk que pelea solo contra el mundo (en este caso, la galaxia), pero a su ciencia ficción clase B, bizarra con las mejores intenciones, no cuaja mucho el estilo bombástico con que se define cada historia. En Riddick, el ex convicto interpretado por Vin Diesel es expulsado a un planeta hostil; al despertar, lo asedian hienas gigantes y escorpiones del tamaño de Alien, a los que despedaza con su familiar humor grotesco. Después, es el turno de un escuadrón de mercenarios, tan temerosos del humanoide como del inhóspito planeta, que se revela una trampa mortal para los visitantes. Pese a un final predecible y abrumador, en la primera parte gana la entrega de Diesel, que deja todo como si en los decorados tuviera un gimnasio. Gutural y áspero, un Rambo de visión infrarroja, Riddick es la mejor creación de Vin Diesel, que con guiños al peplun y la aventura fantástica revive un estilo clásico de cine. Los nostálgicos de Sábados de súper acción quedarán encantados.
Marca de fábrica Se lo conoce mayormente por su contribución a las antologías V/H/S, pero como realizador de largometrajes, Adam Wingard es menos un practicante del terror que del más explícito gore. Y en Cacería macabra, su quinto film, ratifica un estilo personal que además de espeso ketchup incluye diálogos absurdos y humor negro, receta que heredó, por ósmosis, de sus amigos del movimiento mumblecore como Joe Swanberg, en otro rol estelar. Cacería macabra comienza con una pareja haciendo el amor; después, mientras él se baña, ella pone un CD en función “repetir” (el leitmotiv de la película), cuando sorpresivamente ambos son atacados por un asesino enmascarado. Al día siguiente, el matrimonio Davison celebra 35 años de casados en su casa de campo, aledaña a la de la pareja asesinada. Los visitan sus cuatro hijos y sus respectivas parejas, y durante el almuerzo, mientras Drake (Swanberg) y Crispian (AJ Bowen) se echan viejos asuntos en cara, Erik, el novio de Kelly Davison, muere atravesado por una flecha. Se desata la carnicería, con ecos de Los perros de paja y unos asesinos que recuerdan a la dupla sangrienta de Funny Games. Pero cuando Erin (Sharni Vinson) toma a su cargo la defensa del hogar, Wingard vuelca sutilmente del gore al giallo, el clásico subgénero italiano de los ’70, con marcas de fábrica: el sonido de un viejo Moog, logradas imágenes de la bella Erin bañada en sangre, como una aparición del fantasma de Carrie, que nunca dejará de sobrevolar los films de bajo presupuesto.
Tutti bene Ulisse Diamanti (Carlo Verdone) fue un gran productor de giras musicales, pero un mal paso con su esposa, cantante, acabó con su matrimonio y su carrera, y hoy sobrevive con un negocio devaluado: la venta de discos. Fulvio (Pierfrancesco Favino) era un prestigioso crítico de cine y, en una desgracia con carambola, la separación de su mujer lo degradó a chimentero de espectáculos. Ulisse, exquisito melómano, duerme en la disquería; Fulvio en un convento. Ambos salen a buscar departamento y así conocen a Domenico (Marco Giallini), un agente inmobiliario que vivió la gloria del ramo pero hoy también está en la mala y les propone compartir un departamento. El espacio muestra su decadencia, metáfora de la crisis europea, del modo más grotesco: para recibir señal en los celulares tienen que asomarse por la ventana y cuando pasa el subterráneo el piso se sacude como un refugio antiatómico. Pese al entorno adverso y a las manifiestas intolerancias (sobre todo por las avivadas de Domenico, el tipo de italiano canchero que tuvo descendencia en nuestro país), los tres se apoyan mutuamente para salir adelante. Conocido mayormente por su participación en comedias italianas (como la última Manual de amor, estrenada hace poco), Carlo Verdone tiene casi treinta títulos como director y ese oficio se nota en Un piso para tres, tanto en la creación de los personajes y situaciones como en sutilezas que no son lo más común del género. Con un final que, lamentablemente, no satisface las expectativas, la película es sólida, disfrutable, y conserva las mejores características del género modelado en los estudios Cinecittà.
La casa está en desorden Cerca. Aunque no cosechará aplausos, el experto en cine catástrofe Roland Emmerich hizo una razonable adaptación sobre un hipotético ataque terrorista a Washington. Si bien la reciente Ataque a la Casa Blanca, que replica exactamente la misma receta (con la casa de gobierno bombardeada y el presidente en jaque, un soldado duro de matar lo rescata de los escombros), ganó la partida por apenas dos meses, en cuestiones técnicas y de guión no hay comparación posible (en una lista de las 1001 peores películas, la cinta de Harvey Fuqua merece el top ten). Emmerich, incluso, se supera a sí mismo en esta película, altamente más digerible que la tristemente célebre y vituperada Día de la Independencia, junto a otros títulos olvidables de su historial como El día después de mañana y 2012. Desde luego, hay varios puntos flacos en la película. John Cale (Channing Tatum), el Rambo de esta superproducción, es un ex soldado cuyo reingreso a las fuerzas le es negado, y que casualmente se halla en una visita guiada con su hija por la Casa Blanca cuando un grupo paramilitar toma por asalto la sede de gobierno. El resto es un calco del film de Fuqua. Encerrado, Cale deberá rescatar al presidente (esta vez, un mandatario negro, encarnado por Jamie Foxx) y liquidar a los atacantes, demostrando de paso su valía de soldado. En suma, El ataque es otra exhibición de patrioterismo apenas aliviada por las actuaciones del confiable James Woods como el agente Walker y de Tatum, que cimenta en este film sus dotes para el cine de acción.
El infierno de los ascensores Mañana agitada en Buenos Aires. Sebastián (Ricardo Darín) maneja hacia el departamento de su ex mujer para llevar a los chicos a la escuela; después lo espera una audiencia, donde deberá defender a un sindicalista que su estudio representa. En el camino lo llama su hermana, preocupada por los acosos de su ex novio. Delia (Belén Rueda), su ex, lo recibe; le avisa que esa noche vuelve a España y que quisiera llevarse a los chicos. Sebastián nunca pierde el humor. Sale con los chicos del departamento y juegan una carrera; él va por el ascensor, los dos hijos por la escalera. El ascensor se traba y al llegar a planta baja los hijos no están. Entonces sí, se desencadena el infierno. Lo bueno de Séptimo (el piso en que viven los chicos) es que las hipótesis que Sebastián elucubra, nacidas de la desesperación, Darín las ejecuta con una vehemencia notoriamente convincente. Hasta la primera mitad de este thriller diurno (la única escena rodada de noche, curiosamente, es redundante), la tensión se construye con un timing casi perfecto. Pese a una banda sonora poco feliz, Darín y el director vasco Patxi Amezcua (25 kilates) elaboran un clima a la vez magnético y opresivo, a partir de la culpa y progresiva angustia de Sebastián. Lamentablemente, la metamorfosis del personaje no tiene correlato con la resolución de la trama, que en la última media hora dilapida hasta el último instante el potencial de una historia simple pero contundente. Daría la impresión de que la actuación del argentino salva a esta coproducción con España. En realidad, es otro caso de una película de y no con Darín, que carga sobre sus espaldas la responsabilidad del éxito asegurado en taquilla, a expensas de un guión cerrado a los tumbos, descuidado.
Rojos y amarillos Ella espera a su madre, para matarla. El título lo dice: una declaración cargada de rencor, celos, envidia, dobleces y rivalidad. Tácito, en sombras queda un “él”; padre ausente, omitido pero indispensable. Eduardo Rovner desnuda el clásico binomio amor-odio en la relación materno-filial. La hija plañidera, como una griega antigua, ensaya variaciones sobre un crimen terrible y anunciado, que no consumará sino en su imaginación. En Te voy a matar, mamá, la patética protagonista se propone atentar contra otro –su madre–, atraer su atención, cargarlo con culpa indeleble, como hacen también los suicidas. En lo formal, el dramaturgo pulsa las varias voces del personaje de este monodrama de vínculos primarios. Desde el soliloquio, el monólogo interior, a la perorata, el fluir de la conciencia; la reflexión en voz alta y sin interlocutor. Practica el discurso confesional, liberador de una patología tanto como un recurso dramatúrgico y expositivo. Una bienvenida cuota de tenue buen humor aligera parte de su densidad; más advertible en la dirección conjunta de Rovner con Fabiana Maneiro, que en la transcripción actoral de Mercedes Funes, cargada de emoción desgarradora, bajo la delicada sugestión de lumínica de Miguel Morales. La lección para todo adulto parece ser vivir con lo que se tiene a mano, libre del lastre de aquello que se echa inútilmente en falta.
Quemá esos videos La primera V/H/S (aquí retitulada, impiadosamente, Las crónicas del miedo, al igual que esta secuela) resultó un acierto al atomizar el formato found footage en microhistorias; con cada una concentrando el elemento sorpresa, la idea superaba a cintas como REC o Actividad paranormal. Pero manda el mercado y en menos de un año ya hay una secuela que vuelve al nuevo formato, digamos, obsoleto. El inicio de Las crónicas… 2 replica la estructura del film original. Dos detectives dedicados a extorsionar clientes llegan a una casa abandonada donde encuentran el televisor encendido y una serie de videotapes rotulados. Mientras su pareja revisa la casa, la chica reproduce las cintas, que es lo que vemos en pantalla. A diferencia de la V/H/S original, esta antología es técnicamente más profesional (un contrasentido para la idea misma del found footage: cintas encontradas en crudo), faltan nombres experimentados como Joe Swanberg y es excesiva, innecesariamente gore. De las microhistorias, sin duda la mejor (y la única “crónica”) es “Safe Haven”, el registro de un grupo de periodistas que ingresa al templo de una secta surasiática, cuyo líder manipula a sus seguidores mediante ritos sanguinarios. Este corto, el más extenso, justifica en gran parte la repetición de la fórmula.
El show de Luciano El modo perverso en que las telecomunicaciones afectan a los más alejados de las urbes (lo que Umberto Eco llamó decodificación aberrante) es retratado con maestría en el nuevo film de Matteo Garrone (Gomorra), protagonizado por un colorido elenco napolitano. Cuando Luciano (el debutante Aniello Arena, un mix de Urdapilleta con Sylvester Stallone) no atiende su pescadería, en la bulliciosa feria del pueblo, es algo parecido a un artista del engaño: utiliza a jubiladas para comprar unos extraños robots que hacen pasta, y así después revenderlos (versión bizarra del truco porteño con autos para discapacitados), y se disfraza de travesti en fiestas y casamientos. En uno de estos últimos conoce a Enzo, celebrity del Grande Fratello (la versión italiana del Gran Hermano), y sus hijos lo animan para fotografiarse con la seudo estrella. Luego Enzo reaparece en un shopping de Nápoles, haciendo un casting para el programa; Luciano se prueba, gana la selección, y los días siguientes, previos a su viaje a Roma (donde se monta el show), serán un infierno tanto para él como para su familia. En un tono tragicómico, con una vena latina cercana a nuestras latitudes (hay una desazón que recuerda a Historias mínimas y El baño del Papa), pero con un grotesco decididamente felliniano, Reality es una crítica tan desaforada como sutil a la sociedad de consumo. Un detalle no menor: el final, que, vaya la paradoja, puede parecer inconcluso, es el único placebo posible para el delirio de Luciano. Imperdible.
Romeo, Julieta y una cigüeña inesperada Cuando Romeo conoce a Julieta en una disco, le pregunta, sorprendido por el azar: “¿Estamos condenados a un destino terrible?”. Y entonces tienen un hijo, al que llaman Adán, que no les ahorra sobresaltos. Llora todo el tiempo, vomita y ladea la cabeza. En alguna parte de su inconsciente, Romeo carga con la mácula. ¿El destino terrible está en marcha? ¿O es sólo temor de padres primerizos? Con una narración que intercala la voz en off, un uso de la música que recuerda algo al cine de Wes Anderson y un coqueteo naïf con el hipertexto de la nouvelle vague, Declaración de vida (ambientada en el período en que Estados Unidos declara la invasión a Irak: su título original es La guerre est déclarée) hace de un drama trágico una película llevadera, disfrutable, cuyo peor costado es, al mismo tiempo, el retrato liviano con que representa la adversidad. Quizás ese déficit haya que buscarlo en las ambiciones de Valérie Donzelli, directora, guionista y protagonista del film –su Romeo, Jérémie Elkaim, es el coguionista–. Por suerte, cuando la película resiente la ingenuidad sale a flote gracias a las actuaciones de Elkaim y, sobre todo, de Frédéric Pierrot, protagonista de la exitosa serie Les revenants.