El modelo según Caetano Compuesta exclusivamente por material de archivo, y a punto de haber corrido la misma suerte, la película de Adrián Caetano sobre Néstor Kirchner es un despliegue contra el artificio biográfico. El director de Pizza, birra, faso optó por dejar al hombre solo y que lo juzguen a través de sus actos. Pero el modo en que Caetano construye su relato no es, desde luego, neutral; su mensaje no sólo puede leerse en la selección y compaginación de material televisivo (que intercala filmaciones personales de los Kirchner y fotos de desaparecidos, durante el momento más emotivo de la película), sino también en una segunda lectura, más sutil, relativa al tono del enunciado. En las instancias en que Kirchner habla ante el FMI, presentado por una empleada que parece no tener idea acerca de la Argentina (y algo descolocada por el nombre germano de su mandatario), o durante su ponencia en las sesiones del Congreso por la reforma de 1994, expresando desilusión hacia Raúl Alfonsín e interrumpido con fastidio por el ex senador Eduardo Menem, Kirchner es un David que no recula ante Goliats ni vacas sagradas. Después, en el fragor de la batalla, Caetano desenvaina su artillería: rezongos rurales en off para derramar hectolitros de leche, suspense hitchcockiano ante el voto no positivo, un llamado al apocalipsis ahora y luego los campos en llamas, el páramo del Perito Moreno tras los títulos. NK es una película icónica; un patchwork alocado pero original, con atisbos de experimento para desligar al autor de una postura testimonial e incluso, si se mira la letra chica, para expresar sus reparos.
Por el poder del martillo Gracias a un excelente manejo de efectos especiales, un guión aceitado e ideas ágiles, focalizadas en divertir y sorprender (en la versión 3D, cuidado con el martillo de Thor), el director Alan Taylor, ducho en el trabajo de series como Games of Thrones, convirtió a este film en un hijo bastardo y lúcido de El señor de los anillos. Sí, la obra de Tolkien se nutre de mitos nórdicos, el país de Thor, pero Taylor hizo del personaje una especie de He-Man, nacido para proteger Eternia. En Un mundo oscuro, el reino de Asgard se ve amenazado por el elfo Malekith, que pretender recobrar un néctar mágico, el aether, que lo vuelve invencible. En tanto, Odin (Anthony Hopkins) decide legar su cetro a Thor (Chris Hemsworth), a expensas del reclamo del perverso Loki (Tom Hiddleston), mientras en el Londres contemporáneo, Jane (Natalie Portman) espera alguna pista del amante vikingo. Lo mejor de la película es el cruce entre ambos mundos, como cuando Thor toma el tube londinense para llegar a Greenwich, o cuelga el martillo de un perchero en el departamento de Jane. Sin duda, una de las mejores adaptaciones de Marvel.
Asuntos internos Qué oportuna para la administración Obama, siempre jaqueada por algún escándalo, es la aparición de esta película. El mayordomo es una suerte de épica del último siglo en los Estados Unidos visto a través de los ojos de Cecil Gaines (Forest Whitaker); desde su niñez en los campos de algodón, donde su madre es violada y su padre asesinado por el mismo violador, Cecil entiende que, por azar de la naturaleza, un exceso de pigmentación lo dejó mal parado ante la vida. Tras escapar del algodonal, ya en la adultez, Cecil tiene chances de trabajar en la Casa Blanca. La película, vagamente inspirada en la vida del asistente presidencial Eugene Allen, arroja la mirada de Lee Daniels (Precious) y el escritor Danny Strong sobre la media docena de mandatarios con los que Gaines tuvo contacto. Desde luego, El mayordomo comienza a vibrar con el magnicidio de Kennedy y los insurrectos años ’60. Una cena familiar muestra tensiones internas cuando Louis, hijo mayor de Cecil, ataca la figura de Sidney Poitier, el buen negro, frente al escándalo de sus padres. Louis y su novia, militantes Black Panthers, son expulsados de la casa; para ellos, Cecil es también un negro obediente. Años después, Gaines entenderá a su hijo; la negativa de Reagan a adoptar sanciones contra Sudáfrica provoca su salida, el reencuentro con sus raíces y el broche final con la asunción de Obama. Demasiado obvia y políticamente correcta, sí, pero puertas adentro, El mayordomo es una película menor apuntalada por buenas actuaciones de Whitaker, Oprah Winfrey, Cuba Gooding Jr. y un elenco estelar.
La invasión de los tacos asesinos El cine de animación continúa exprimiendo sus éxitos en secuelas. No sorprende: es el camino más fácil y el más redituable. Y si bien “la primera es siempre la mejor”, el costo de originalidad se recompensa con la experimentación de cada film, que nutre y se nutre del cine con pantalones largos. Todo esto se evidencia en Lluvia de hamburguesas 2, planteada como una secuencia interminable de gags ingeniosos que al mismo tiempo horadan el argumento central. En esta secuela, el aspirante a genio, Flint Lockwood, inventor de la máquina de hacer llover hamburguesas, participa en un concurso de cerebros convocado por Chester V, suerte de ídolo malévolo de Flint, cuyas apariciones se multiplican con hologramas. La competencia es una lograda parodia de las convenciones de Google y de la cultura Silicon Valley, y la invención de Flint tiene un rol hilarante en la votación. Flint es luego convocado por Chester, mandamás de Live Corp Co, para desactivar su máquina que, confinada en una isla remota, produce monstruos gigantes compuestos de comida. Lockwood, su padre, Sam Park, Manny y el mono Steve viajan a la isla, un Jurassic Park gobernado por los Tacodiles Supremes, enormes tacos, pero también langostas con forma de gorila y melones con trompa de elefante. Este es el momento en que el film (otro contraataque de Sony Pictures Animation a Pixar) comienza a divagar entre algún acierto, como la parodia de Avatar, manifiesta en una lucha de robots tripulados y comestible-saurios. Ok como plan B de cartelera, y para ir con chicos no tan chicos.
Mi sicario favorito Ahora que la palabra sicario está de moda, hasta como si pronunciarla tuviera cierto charme, aquí está la historia de Richard Kuklinski, un verdadero adelantado del rubro. En los Estados Unidos, entre los años sesenta y ochenta, mató a más de cien personas y la “facultad” de que no le temblara el pulso (que matara gente como moscas, digamos) le valió el apodo de Iceman, o sea, “hombre de hielo”. Para quienes creen que este patrón viene con los genes, Ariel Vromen, director y guionista, caló unos vagos recuerdos de Iceman mientras era azotado por su padre con un garrote; no se trata de un gran aporte a la criminología, claro, pero vale como atisbo de Vromen para explicarse tamaño desorden mental. La película, en cambio, es mucho más que un manotón improvisado. Todo empieza por el gran, enorme Michael Shannon y otro protagónico de un alma atormentada. A esta altura, es tiempo de dudar sobre la salud del propio Shannon, el único capaz de competirle a Joaquin Phoenix en papeles extremos. Pero Shannon compone cada personaje de un modo único, irrepetible. La acción arranca en los años sesenta, cuando Kuklinski conoce a Deborah, su futura esposa (excelente Winona Ryder), y calibra sutilmente el desbarranque de este hombre hacia el descontrol total, como si el monstruo estuviera agazapado en el cándido inicio sin que nadie, especialmente Deborah, pueda notarlo. Vromen retrata con maestría digna de Coppola la insólita, inexplicable (y sí, repudiable) doble moral del asesino, impiadoso en sus vínculos con la mafia y protector con su familia, al tiempo que marca con dardos la ingenuidad de Deborah, hasta desnudarla en el desenlace, durante el arresto de Kuklinski en 1986. The Iceman es gran film que renueva la fe en un cine norteamericano honesto, intenso y sin artilugios.
Golpes de seda En el marco de un inusitado interés por Ip Man (ésta es la tercera biopic en el transcurso de cinco años), Wong Kar-Wai finalmente entregó su visión, de ningún modo definitiva, sobre el legendario maestro de kung fu. Con fotografía de Philippe Le Sourd y coreografía del experto en artes marciales Yuen Wo-Ping (Matrix, Kill Bill), el gran realizador chino consiguió plasmar una historia esencialmente de acción, sin concesiones de su refinado estilo. El Ip Man que compone Tony Leung (actor fetiche de Wong) es despojado y de bajo perfil; tiene un sombrero que casi lo oculta, como el Man with no name de Sergio Leone. No hay casi mención a su rol en la difusión del wing chun; mucho menos alusiones a su alumno más famoso, Bruce Lee. La historia se centra en su vínculo con el gran sifu Gong Baosen (de quien recibe el reconocimiento, pero no la letal “técnica de 64 manos”), sus penurias durante la guerra con Japón y su relación con Gong Er (Zhang Ziyi), hija del gran sifu. En esta última, Wong muestra una relación competitiva, imposible de concretarse. Con una estética de claroscuros y tonos sepia, casi hard boiled, el autor de Chunking Express le hace decir a Ip Man “mi estilo no es romper huesos”, como distanciándose de sus contemporáneos japoneses, Miike y Kitano. Sí hay marcas de clásicos como Shindo, Oshima y Kobayashi, manifiestas en la marcha de Gong Er y su ejército sobre un campo nevado. Pero si las influencias se absorben sin dejar sutura, la narración, con su extendido metraje, aclaraciones históricas en off y permanentes cambios de locación, es trabada y confusa. Demasiado artística para biopic, liviana para el cine de artes marciales, y hermética para el público general, El arte de la guerra es una de las películas más personales de este inigualable realizador.
Cuatro de copas Con guión y dirección de Nat Faxon y Jim Rash, dupla de comediantes famosa por su trabajo coguionista en Los descendientes (Alexander Payne), las credenciales de Un camino hacia mí generaron cierto respeto en los medios norteamericanos. No existe nada en la película que justifique tal cosa. Cierto, como todos los films de Payne, la comedia aborda el viejo tema del paria atribulado, pero sin la mordacidad narrativa del autor de Entre copas. Duncan, un chico de 14 años, viaja con su nueva familia a la casa costera de Betty, hermana de su padrastro Trent (Steve Carell, en plan bully). En el viaje, mientras duermen su hermanastra y su madre Pam (Toni Collette), Trent aprovecha para chicanearlo: “En la escala del uno al diez, para mí sos un tres”, le dice. Esta escena inicial, de blancos y negros, define el tono escuálido del film. Un camino… resulta obvia; todas las escenas de la primera parte, absolutamente desechables, tienen por función mostrar que Duncan se siente incómodo. Este empeño por dar todo servido, dilapidando el potencial de actores como Carell, Collette y Rob Corddry, tiene su, digamos, mejor exponente en la actuación de James como Duncan, que exagera el estereotipo loser con su postura encorvada, su disgusto y su desgano. Hay un brote de pasión en los encuentros con Susanna, otra hija de padres separados, y el vínculo con Owen (notable Sam Rockwell), el manager de un parque acuático, muestra una faceta levemente entretenida dentro de una historia insalvable.
Vértigo Ron Howard, un director correcto para la industria norteamericana, se atreve a hurgar en la rivalidad del británico James Hunt y el austríaco Niki Lauda, los mayores contendientes al campeonato Fórmula 1 de 1976. Que los Estados Unidos jamás tuvieran interés en la categoría quizás explique por qué Rush es atípicamente hollywoodense. Existe algo genial en el trabajo de Howard y su guionista, Peter Morgan (colaborador suyo en Frost/Nixon, guionista de biopics sobre hechos recientes como La reina y El último rey de Escocia) y es que exhiben lo vehemente de esa relación mostrando sólo detalles. El carismático y dionisíaco Hunt (Chris Hemsworth) frente al torvo y calculador Lauda (Daniel Brühl); ¿hace falta mostrar algo más que su reacción frente a las mujeres para enrostrar descarnadamente su incompatibilidad? Si bien la sinécdoque comienza a abundar como recurso estético, aquí es la fibra que genera una sintaxis alternativa, como una historia en tercera dimensión. Hunt vomita de nervios, oculto tras su equipo mecánico; los ojos de Lauda miran desorbitados en primer plano, extasiados por el vértigo de la pista. Hay partes de carrocería en acción, compaginadas en el instante justo. Hizo falta eso, un cronómetro implacable, dos roles perfectos y una buena idea. Si Rush es la obra maestra de Howard y uno de los films del año, es porque responde al lema “menos es más”. Por ese recorte, pese a la inclusión de imágenes de archivo, poco importa la fidelidad a la historia, porque la ficción tiene entidad propia. Cierto, Rush no carga un mensaje, no aspira más que a transmitir el vértigo de las máquinas, la curva donde los protagonistas se juegan la vida. Y pese a que en el final, desgastado, recala en boxes, Howard logra su cometido.
El diablo las viste de Prada Son mucho más que coolhunters. Rebecca, su secuaz Marc y sus amigas adolescentes adoran tanto a las celebridades que quisieran vivir como ellas. Entonces, cuando una página indiscreta de Internet cuenta que Paris Hilton salió de Los Ángeles, Marc googlea su dirección, descubre una llave oculta bajo la alfombra y la banda entra a la mansión de la diva para acarrear cuanta joya, Rolex, Gucci y Dolce & Gabbana quepan en el bolsillo. Después, seguirán de caza buscando a otras celebridades desprevenidas. Esta banda de alta gama existió; se la conoció como the bling ring (el título del film) y la hija de Francis Ford encontró a la historia tan irresistible que la volcó al celuloide. Como en todas las películas de Sofia Coppola, la distancia con los personajes es un artificio impostado, pero en este caso el narcisismo es tan vulgar que excede los estándares de la directora (que se reserva un dejo de sarcasmo con Nicki, el personaje de Emma Watson). Su habilidad pasa por presentar historias ordinarias en el umbral, apenas, de lo raro o lo decadente; y esa distinción, atravesada por lo superficial, pretende pasar por arte. Quizá por eso el único momento genuino, cuando la policía de Los Ángeles allana los hogares de los saqueadores, se percibe con extrema brutalidad. La banda sonora de Daniel Lopatin muestra un autoengaño habitual: la ilusión de ver sofisticado algo irremediablemente frívolo.
Duelo de titanes Benjamin Ford es un veterano de guerra aislado del mundo; en su cabaña perdida en el bosque, cocina y escucha “Don’t take your guns to town”, de Johnny Cash, mientras se sienta a leer. En tanto en Belgrado, Emil Kovac es un serbio que se salvó de milagro tras ser ejecutado por un pelotón de la OTAN, en 1995. Casi veinte años después, Kovac (Travolta) reconoce a Ford (De Niro) en un archivo confidencial, y en cuestión de minutos ya está en los Apalaches, acechándolo; pocos minutos después, está en su cabaña, escuchando el disco de Johnny y brindando con alcohol serbio. La caza empieza como amistad, De Niro juega a ser la víctima del psicópata que compuso en Cabo de Miedo y este desdoblamiento, con un Travolta forzado pero noble en su composición, resulta un augurio de tono teatral, una delicia tête à tête del Actor’s Studio. El problema es pasar a la acción, hacer un infierno del “mano a mano”. Porque cuando la temporada de caza empieza y Kovac juega al gato y el ratón con Ford, el resto se torna obvio y las escenas de acción, inverosímiles. Todo el trabajo de Mark Johnson (poco prolífico director de Ghost Rider y Daredevil, dos adaptaciones de cómics) consiste en disparar situaciones entre Travolta y De Niro, que parecen disfrutar del rol y esa entrega es un paliativo para este film sin rumbo. La trama está puntuada por el tema de Cash y, sobre todo, por un chiste que Ford nunca acaba de contar; hasta que el film llega al final y su remate es un enorme moño. Sólo Kovac no lo entiende. Pero claro, él no es norteamericano.