Un Drácula con tacones Felicitaciones a Dario Argento; pese a muchos intentos, el peor Drácula de la historia es incuestionablemente suyo. Para un film presentado con tanto orgullo (Dracula di Dario Argento es el título original), el padre de todos los vampiros es aquí una figura diminuta, una suerte de gay reprimido que luce más enamorado de su asistente Renfield que de Mina Harker. Cierto que el grotesco es la impronta del director italiano, pero lo que en clásicos como Suspiria o Rojo profundo parecía deliberado, en este caso huele más bien a accidente (y para ver a un Drácula grotesco, ya está la inmejorable versión de Paul Morrissey, de 1974). La fastuosa presentación insinúa cierta competencia con el Drácula de Coppola, pero Argento no se ciñe en absoluto al libro de Bram Stoker (Jonathan Harker, por ejemplo, muere a poco de comenzar el film). No sólo Thomas Kretschmann como príncipe de las tinieblas resulta inverosímil; las actuaciones de Lucy (Asia Argento) y Mina (Marta Gastini) son lamentables. Tal es así que cuando Rutger Hauer entra a escena, como Van Helsing, uno siente que se equivocó de film. Incluso a sus 69 años, el holandés podría haber hecho un vampiro original e inolvidable.
Vuelo bajo Aparte del humor irónico y maleable, si algo distingue a los films de animación de Disney, Fox y Dreamworks es su voluntad para evadir lugares comunes y perfilarse como favoritos para público de cualquier edad. Nada de eso ocurre con esta producción sudafricana, que es obvia hasta para elegir (y diseñar) el escenario: las cataratas Victoria, en la frontera de Zambia y Zimbabue. La película sigue al halcón Kai, su padre Tendai y otras aves que se reúnen en un baobab, árbol característico de la zona. Huyendo de un par de buitres, Kai vuela junto a una imaginaria especie de elite avícola, los huracanes, y así llega a Zambezia, suerte de edén africano. Kai se enamora de Zoe y pasará por distintas pruebas hasta ser aceptado en la elite de Zambezia (el rito se consuma con un anillo en las garras), mientras, al otro lado de la frontera, Tendai cae presa de los buitres y el peligroso reptil Budzo que, disconforme con su estatus de outsider, planea una invasión sobre la idílica Zambezia. Pese al cuidado para reproducir las diferentes especies de la zona y pese a algunos diálogos ingeniosos, la película es por demás llana, tanto en el guión como en la caracterización de los personajes (por no hablar de esos gestos y detalles a los que el cine de animación nos tiene acostumbrados). Apenas un aperitivo hasta la próxima Madagascar.
El i-vangelio según Hollywood Probablemente Steve Jobs nunca se vio al espejo tan bonito como Ashton Kutcher. Probablemente sus fans sí y la elección de Kutcher los complazca. Lo único seguro es que Kutcher entrega una de sus mejores actuaciones en este film, mientras el film resulta una pálida recreación de alguien que transformó las comunicaciones en la era digital. Lejos del ritmo vertiginoso de Red social (la biopic sobre Mark Zuckerberg es un punto de referencia inevitable), la primera parte de Jobs resulta un racconto de sus años hippies en California, el abandono de los estudios y su viaje a la India. La narración se vuelve interesante cuando afloja lo estrictamente biográfico y muestra a un Jobs volado, que toma ácido y sueña con un campo de trigo en donde visualiza el futuro: un mundo global, interconectado. El encuentro con Steve “Woz” Wozniak (Josh Gad), sus trabajos conjuntos en el garaje de los Jobs en Silicon Valley (el Monte Sinaí de la religión informática), la tarde en que Woz sugirió conectar un televisor a una computadora (y así, voilà!, nació la PC), la creación de Apple y el posterior enriquecimiento de Jobs son un período crucial que la película retrata bien, al punto de recordarnos cómo esas reuniones informales, domésticas, cambiaron el curso de nuestras vidas. El resto de Jobs (su expulsión de Apple, tramada por el tristemente célebre CEO John Sculley; su regreso triunfal y la presentación del iPod, con la cual cierra la historia) son escenas que se hilvanan con el mero fin de cerrar la narración. Para los muchos fans de Apple que queden con gusto a poco, sepan que, al menos, Sony prepara una nueva biopic supervisada por el mismísimo Steve Wozniak.
Éramos tan antisistema Arrugado, retocado, mal teñido. El galán americano por excelencia reaparece cada tanto en un film de su autoría, siempre para decir algo personal, con las marcas de su rostro como sello de garantía. Redford es Nick Sloan, ex integrante de los radicales The Weather Underground, un grupo contracultural de los setenta al filo de las Brigadas Rojas, cuya reputación cae en el foco del FBI tras un asesinato en un banco. Con el grupo disperso y en la clandestinidad desde aquel hecho, el arresto de Sharon Solarz (Susan Sarandon) atrae a la prensa y un periodista ambicioso, Ben Shepard (Shia LaBeouf), descubre a Sloan. Así, el personaje de Redford irá conectándose con el resto de la célula dormida, especie de viejos superhéroes con ideales que recuerdan a los Watchmen, hasta llegar a Mimi Lurie (Julie Christie), ex militante, ex amante, su tipo ideal de mujer, que a diferencia suyo conserva el glamour y la ideología intactas. Hay algo loable y entrañable en la pasión de Robert Redford; hay un deseo palpable por vengarse del tiempo, de lo que ocurrió y de lo que él hubiera podido hacer. Y sin embargo, esas ganas no alcanzan para dejar una obra igualmente apasionada. Quizá sea el componente policial, que desvía el foco; quizás, el regodeo en el estereotipo de idealistas doblegados por el tiempo. Esa flojera se representa en LaBeouf, demasiado insulso para la tarea que pide el guión. A un inicio fibroso, prometedor, le sigue un desarrollo que horada progresivamente la historia, hasta redondear aquello que está en las antípodas de las intenciones de Redford: un film sin alma.
Otra odisea espacial Cuando J.J. Abrams y Damon Lindelof, los creadores de Lost, anunciaron una remake de Star Trek para la pantalla grande, innumerables trekkies (quizá, la más célebre tribu salida de la televisión) habrán puesto el grito en el cielo, al imaginar que sus personajes podían quedar varados en una isla o ser perseguidos por humo negro. Por suerte para ellos, como ocurrió en otros largometrajes que involucraron a Abrams (Cloverfield; Super 8), Star Trek (2009) estuvo libre de excentricidades. No faltaron ingredientes inusuales, si bien pobremente explotados (como las realidades paralelas), y la secuela de aquel film, subtitulada En la oscuridad, lleva al Enterprise a los tumbos por la misma vereda intergaláctica. Ya con el capitán Kirk al frente de la nave (Star Trek funcionó como precuela de la historia creada por Gene Roddenberry), Abrams y Lindelof entregan un trabajo más sólido, aunque nuevamente a medio camino entre el homenaje (hay una reaparición de Leonard Nimoy, el original Spock) y las intenciones de crear algo nuevo. El villano de turno es Khan (Benedict Cumberbatch, protagonista de Sherlock), un ex agente de alto rango con poderes especiales, una especie de arma mortal trekkie que inicia una solitaria cruzada contra la organización Starfleet. Durante su captura, Kirk y Spock sellan su amistad entre momentos de comedia y drama, que no mueven ni a la risa ni al llanto. Mientras la elección de Chris Pine y Zachary Quinto (en los roles de Kirk y Spock, respectivamente) continúa siendo dudosa, lo cierto es que Abrams y Lindelof quedaron huérfanos de ideas. Casi todo su arsenal es, en el mejor de los casos, un reciclaje de género. En el peor (la vana sensiblería; argumentos que no cuajan), recuerda a todo aquello que saboteó el éxito de Lost.
Santos bebedores Merodeando siempre los bajos fondos, cada film de Ken Loach es una radiografía. Y en su prolífica, dilatada trayectoria, con casi treinta largos en su haber, al británico nunca le tembló el pulso para hacer diagnósticos. La parte de los ángeles no es un film de denuncia como Agenda secreta o La canción de Carla, ni una proclama inserta en un contexto histórico, como Tierra y libertad o El viento que acaricia el prado, sino la clase de crítica social disfrazada de comedia, para la cual a Loach, por lo general, le sobra paño. La película sigue a un grupo de condenados por diversos delitos en vías de recuperación, sólo que, en vez de realizar trabajos comunitarios, su reinserción pasa por capacitarse como catadores de whisky (el título, La parte de los ángeles, refiere a la parte que se evapora en la elaboración, como metáfora del grupo y un momento clave). El protagonista es Robbie (Paul Branigan), un muchacho de pasado violento que intenta cambiar bajo el ala de Harry (John Henshaw), un tutor bonachón. Loach sigue su derrotero por los suburbios de Glasgow (salvando las distancias geográficas, el recuerdo de Riff-Raff es inevitable); luego, por las Highlands, en busca de una maltería que destila un peculiar elixir, y entonces se verá si Robbie endereza su rumbo. Con guión de Paul Laverty, su habitual colaborador, Loach, en su más inspirada veta costumbrista, retrata personajes exquisitos como el single malt (whisky puro de malta), absurdos, trágicos como la vida misma. Nadie le pide otra cosa.
Naturaleza muerta Es 1915 y el maestro impresionista Pierre-Auguste Renoir recibe la visita de Andrée Heuschling, modelo viva y ave noctámbula parisina, en su estancia de la Riviera. Andrée es ardiente, enigmática; el personal femenino que atiende al lisiado y artrítico Renoir resiente su presencia. Flota en el aire que fueron modelos de antaño. Y cuando Jean, segundo hijo de Auguste, vuelve de la guerra, tendrá una tempestuosa relación con Andrée, que lo impulsará a hacer películas. Gilles Bourdos eligió un período clave del arte moderno, la última etapa de Renoir, el genial pintor, enlazada con el surgimiento de Renoir, pionero innovador del séptimo arte; es el paso de lo viejo a lo nuevo, a través de la misma musa. Andrée cambiará su nombre por Catherine para rodar con Renoir y curiosamente ambos habrán de fallecer el mismo año, 1979; la primera, en total anonimato. Para ajusticiar la historia, Bourdos hace de Andrée la gran protagonista. La onírica fotografía de Mark Ping Bing Lee (In the mood for love) la muestra en múltiples ángulos: posando desnuda en la campiña mientras un suave travelling atraviesa sienas, ocres y bermellones hasta llegar al lisiado con su paleta; o recibiendo luz sobrenatural en la cara (“La iluminación es todo en el cuerpo de la mujer”, alecciona Auguste a Jean). Lo que el film consigue, en consecuencia, es un retrato, un trabajo de pintor con medios mecánicos. A excepción de la escena donde Jean visita un burdel, con notable alusión a los góticos años ochenta, Renoir es presa del sujeto del film. Pese a su subyugante belleza, Bourdos no pasa de mostrar una naturaleza muerta, simbolizada en un curioso detalle: las manos que pintan pertenecen al recluso Guy Ribes, falsificador de cuadros.
Con los puños atados Imaginemos la escena. Dwayne “The Rock” Johnson y el doble de riesgo Ric Roman Waugh cenan con sus esposas en un restorán de Malibú. En sobremesa, The Rock junta los codos, entrelaza las manos y dice: “Estoy cansado de trompearme en las pelis”. Waugh bebe un culito de Chablis. “Me hicieron una oferta”, dice mirando el mantel. “Te aviso si sale algo”. Algo así ocurrió para que se haga esta película, originalmente llamada Snitch (soplón), acerca de un hombre cuyo hijo es encarcelado tras un confuso episodio, y para liberarlo debe enfrentar a un cartel mexicano sin flexionar un bíceps. La película critica al sistema norteamericano, que aplica penas inverosímiles y luego chantajea al convicto, pidiéndole información a cambio de reducir su sentencia. Es fácil simpatizar con El infiltrado pese a su medianía. Las escenas de acción recuerdan a Michael Mann y la fotografía, si bien algo kitsch, añade un componente psicológico al angustiado Johnson, que cumple con lo justo en un rol poco habitual (nadie le pide que haga Ricardo III). Criticada por ser un intento indie a medio camino, El infiltrado es en realidad un Hollywood distinto, honesto y entretenido.
Rutas argentinas Marcus y Antoine, dos hermanos peleados con la vida, viajan a la Argentina para asistir al casamiento de su primo Xavier (el músico Benjamin Biolay) con una mendocina. Durante la estadía en Buenos Aires, antes de partir a Mendoza, Marcus (Rebbot) muestra su adicción a los medicamentos y Antoine (Duvauchelle) una insoportable angustia por su separación; tratan de amoldarse a la noche porteña pero su único lazo social es Gonzalo (Gustavo Kamenetzky), un prototípico comediante de spot publicitario que los acompañará a Mendoza, en una suerte de road movie llena de disparates. La película, ópera prima del francés Edouard Deluc, juega con la idea del desadaptado que encuentra norte en tierra extraña (una idea simbolizada en Biolay, fanático adoptivo de Buenos Aires, y en el propio Deluc, que filma su primer largo a 15 mil kilómetros de su patria); pero mientras lo ideal hubiera sido un tratamiento entrañable de los personajes, a la manera de Sorín o Kaurismaki, Mariage à Mendoza (título original) resulta dantesca, como si Capusotto y Montalbano filmaran The Hangover. La actuación de Rebbot, haciendo de europeo desorientado, es lo único ameno en este inexplicable film.
Mucha garra, pocas ideas Alejado de los X-Men y la civilización, esta secuela arranca con el héroe de uñas afiladas merodeando un bosque en compañía de un oso. Primera gran confusión: ¿nuestro hombre no está más emparentado, se supone, con los lobos? De todas maneras, el asesinato de la pequeña mascota pone a Wolverine en contacto con Yukio, una japonesa semimutante que lo convence para viajar a Tokio y reencontrarse con el magnate Yashida, el mismo que lo salvó de la explosión en Nagasaki (recuerden, Wolverine es inmortal). Wolverine rehúsa la oferta del anciano Yashida, que propone quitarle el peso de la inmortalidad (el moribundo la quiere para él, claro, mágica transfusión mediante); luego se enamora de su nieta, Mariko, sospechosamente pierde sus poderes y termina involucrado con una familia conflictiva (desde los yakuza hasta una mutante llamada Vesper, lo que le sobra a los Yashida es enemigos). Aparte de una envolvente escena de acción, lucha cuerpo a cuerpo y garra contra cuchillo sobre los vagones de un tren bala, Wolverine (si bien sensiblemente superior al “debut solista” de 2009) no tiene nada nuevo para ofrecer y el guión hace equilibrio entre divagues narrativos y soluciones inverosímiles. Una vez más, el buenazo de Jackman les pone el pecho a los anabólicos y entrega lo mejor de sí para una historia mediocre, por demás extensa, donde no vuelve a faltar la mirada entre socarrona y condescendiente que tiene el público norteamericano hacia la cultura japonesa. En el final, escondido tras los títulos (a esta altura, final obligado para cualquier tanque), se sugiere un retorno de la hermandad X-Men. Sí, el film se titulará Days of Future Past y se estrena el año próximo. Queda tiempo para mejorar la puntería.