“Atajen a ese caracol” El caracol Theo pasa sus días en una quinta de tomates y por la noche no se pierde una carrera de Nascar. Tiene delirios de velocidad, por lo cual es el patito feo de la comunidad caracolera. Una noche, accidentalmente (como suele pasar con los superhéroes), se cumple su sueño. En medio de una improvisada carrera en la ruta, Theo es succionado por uno de los coches, del que saldrá, ácido nitroso mediante, como Bruce Banner tras el baño de rayos gamma. Y acá el equipo de animación de DreamWorks (en su segundo trabajo para Fox) muestra su ingenio. De golpe, el caparazón de Theo se vuelve ruidoso, lumínico, un casino de Las Vegas, y es tan veloz que al aparecer un promotor (Tito, un repartidor de tacos cuyo hobby es armar carreras de caracoles) se anota para correr las 500 millas de Indianápolis. Así nace Turbo, el mutante menos pensado. Resulta tentador divagar sobre cómo el canadiense Soren (que adaptó Madagascar a su versión televisiva) y sus guionistas elucubraron este disparate. ¿Durante una ceremonia de ayahuasca en la selva peruana? ¿Mezclando sustancias en un coffeeshop? La cuestión es que el disparate funciona pasablemente, al menos en cuanto a los personajes (si bien DreamWorks, responsable, entre otras cosas, de Shrek, es infalible a la hora de crear personajes entrañables). Turbo es predecible, pero la trepidante carrera de Indianápolis, donde el favorito es Guy Gagné (un francocanadiense perverso, versión moderna de Pierre Nodoyuna) y las disputas entre Tito y su hermano Angelo en Taco Bros son garantía de buen momento para estas vacaciones. Una garantía válida para grandes y chicos, desde luego.
Heavy metal Bienvenidos al tanque del momento. En unos años, quizá se hable de esta película. Pero lo mejor para decir sobre Titanes del Pacífico es que es una película pochoclera para disfrutar sin culpa. Así que acomódese en la butaca y acomode el vaso de Coca, mientras los cíclopes de metal, mezcla de Transformers y Ultraman, muelen a golpes a unas bestias llegadas del averno, mezcla de Godzilla y Aliens. Lo segundo bueno sobre Titanes del Pacífico es que su director, Guillermo del Toro, metió en la coctelera ese acervo de monstruos (rapiñando, de paso, una teoría conspirativa clase B) y consiguió algo que, si bien no es original, no es una remake ni se siente como otra vez sopa. En un futuro cercano la Tierra resulta invadida por monstruos que llegan del fondo del océano (la “teoría” de que los extraterrestres están abajo nuestro); los monstruos o kaiju (mayor referencia a Godzilla, imposible), arrasan con las ciudades y para enfrentarlos se crea a los jaegers, gigantes de metal tripulados por dos solados, quienes manejan a las máquinas mediante un enlace neuronal. En el medio se cuelan los enfrentamientos de la segunda Hulk y hasta los traficantes de plasma sintético de Blade Runner. No siempre ese cúmulo funciona, y para peor Del Toro es víctima de una sensiblería que Hollywood exige cual código de barras. Pero Titanes no es una película arty. Es un tanque para pasar un buen rato, mezclando la ciencia ficción dura de Giger y Moebius (una estética que, evidentemente, el cine no puede superar) con los monstruos de Harryhausen e Ishirô Honda. Sin olvidar a Avatar, desde luego, cuyo germen se remonta al final de Aliens. A esta altura, la influencia del último film de Cameron es incuestionable.
Menos luces que sombras Con claroscuros de paisajes dramáticos, trascendentes como su título; con una supuesta línea autobiográfica y estrenando la modalidad de distorsionar los bordes de la imagen, el retorno de Carlos Reygadas parece otra vuelta de tuerca respecto de su última película, la sublime Luz silenciosa (2009). Pero es, siguiendo sus juegos visuales, un espejismo. El inicio resulta uno de los más bellos e innovadores del cine contemporáneo. Una niña mira al cielo, desorientada; la rodean perros y vacas que luego persigue, abandonada en ese paraje, mientras el encapotado cielo se resquebraja. Ya de noche, llueve y truena en el campo; la chica descansa con su familia cuando un diablo rotoscopiado (la clásica caricatura del macho cabrío) entra a la casa; lleva una enigmática caja y espía en los cuartos. Como la figura del diablo, Reygadas muestra un boceto elíptico y genial sobre lo que ocurrirá con esa familia, burguesa y presumiblemente retirada de la ciudad para vivir en un ámbito relajado, pero hostil. El problema es que la historia no cumple las expectativas de ese enorme comienzo, que también alimentan la breve aunque compacta trayectoria del mexicano. Post tenebras lux divaga entre la experimentación y un hilo narrativo que (si bien nunca fue el fuerte del director) aparece descompensado. Llegado cierto punto, el truco visual resulta vano; una pedantería a la que suman escenas sin sentido. Abucheada y luego premiada en Cannes, Post tenebras lux ratifica a Reygadas como un director cuya audacia puede exceder al criterio.
Entre muros Tras las entusiastas crónicas que celebraron la obtención del Oso de Oro en la Berlinale, el último film de los hermanos Taviani llega con justificada pompa a las salas del país. César debe morir es una de esas obras en apariencia simples, pero de múltiples lecturas, y aporta una saludable cuota de originalidad a la alicaída cartelera porteña. La película narra la adaptación del drama shakesperiano Julio César, a cargo de una compañía teatral integrada por presos de una cárcel de máxima seguridad. Con riguroso blanco y negro, Paolo y Vittorio Taviani documentan el casting de actores, cuyas pruebas se encuadran como una ficha carcelaria (dato curioso: el primer examinado es un argentino) mientras, a la inversa, el retorno a las celdas parodia un ingreso a los camarines. Luego, las cámaras se inmiscuyen sin pudor durante los ensayos, registran las cargadas de otros presos, de los guardias (para quienes los actores convictos son, desde luego, una anomalía). César es asesinado en el patio de la cárcel y sigue un grand finale a todo color en el teatro de la penitenciaría. Y sí, la entrega de los reclusos (dos de ellos, sentenciados de por vida) emociona; la revuelta provocada por Bruto es un motín, a la vez que una simbólica resistencia al cesarismo, y la impronta marxista de los Taviani queda más que implícita. Pero sobre todo, lo trascendente es esa delgada línea entre ficción y realidad, la sospecha de que todo es una pantomima, con ecos a hitos del cine (desde Marat/Sade y 12 hombres en pugna hasta fragmentos de Monty Python). Con más de cincuenta años de oficio, lejos de repetir viejas fórmulas, los autores de Padre padrone siguen apostando a un cine innovador y abierto al debate.
Y comieron perdices Entre grandes presupuestos y producciones caseras, pocos tienen la cintura de Richard Linklater. No es novedad decirlo, ni que tal versatilidad tuvo resultados desparejos; lo interesante es recordar cómo el realizador texano encontró su sello en la industria del cine. Con Slacker, seguida por la aún mejor Dazed and Confused, Linklater se identificó a inicios de los noventa como portavoz de la Generación X, pese a que sus films eran menos manifiestos que rumiaciones y monólogos introspectivos (la técnica, apoyada por animación de rotoscopia, sería amplificada en Waking Life de 2001). Con tal background, fue la historia de Jesse y Celine, conocidos accidentalmente en el expreso Budapest-Viena, hablando de bueyes perdidos a lo largo del Donaukanal, la fórmula que permitió a Linklater insertarse en Hollywood con ideas frescas y recaudadoras. Pero había algo poético en Antes del amanecer que no podía desaprovecharse. Jesse (Hawke) escribió un best-seller sobre aquella historia y así pudo reencontrarse con Celine (Delpy), en París, nueve años más tarde. Pasaron otros nueve años y Linklater, Hawke y Delpy (por primera vez, únicos guionistas) cierran la trilogía de modo lógico, aunque, quizá por eso, escaso del glamour que mantenía en vilo a la saga. Celine y Jesse están juntos; las bromas de antes son ahora roces y unas vacaciones en Grecia no pueden resolver el conflicto. ¿O sí? La película juega con las expectativas y ofrece a cambio una variación deslucida; en la recta final, Celine y Jesse recuperan el brillo, con un remate a la altura de las circunstancias. La duda es saber si alcanza. Richard Linklater demostró que segundas partes pueden ser mejores, y las terceras, innecesarias.
Los nerds siempre ganan La guionista Kay Cannon, también actriz y productora de 30 Rock, hace su debut en el cine con un largometraje que debe mucho a su trabajo televisivo. Pero a diferencia de su premiada serie, no hay en Ritmo perfecto personajes delirantes, ni diálogos filosos, sino grupos de estudiantes nerds lindando con el estereotipo de otra serie también famosa: The Big Bang Theory. Claro que las nerds de Cannon no son autistas techie; son integrantes de conjuntos a capella que se la pasan haciendo ruiditos de percusión con la boca, e intercalan a ca como prefijo en cualquier diálogo (como, “¡eres a ca-estupenda!”), con lo cual resultan aún más irritantes. Inspirados en los grupos doo wop de los años ’50, Cannon y el director Jason Moore narran las competencias de grupos universitarios, donde las Bellas de Barden son las habituales perdedoras y los Treblemakers, de la misma universidad, son pedantes imbatibles. Lo mejor de Ritmo perfecto son los personajes femeninos: el competitivo trío que componen Kendrick, Snow y Kamp, algunas ocurrencias de Rebel Wilson (Despedida de soltera) como Fat Amy y, sobre todo, Hana Mae Lee como Lilly, tan tímida que su forte es hacer chasquidos rítmicos. La competencia es difícil, y además hay celos; pero como es habitual, los nerds tienen su revancha.
Áridos ’80 A los 52 años, no sería correcto decir que Christian Petzold es uno de los nuevos niños mimados de la crítica, pero una serie de hitos recientes (como su contribución a la trilogía Dreileben) lo posicionan como uno de los directores más representativos del nuevo cine alemán. Y sin embargo, Bárbara, firme candidata a representar a su país en la próxima entrega del Oscar al cine extranjero, prueba que los galardones llegan casi siempre a destiempo. En su quinto trabajo conjunto, Nina Hoss presta su áspera belleza para el rol de una médica deportada a la ex República Democrática Alemana. Forzada a vivir fuera de Berlín, Bárbara tiene un trato distante con sus colegas de una clínica de pueblo; recibe crónicas inspecciones de la Stasi y sospecha que su supervisor André pueda ser agente de la misma, mientras tiene encuentros clandestinos con su novio, que desde Berlín prepara su fuga. No hay duda de que este es un film difícil; es un film de época, pero de una época relativamente cercana (principios de los ochenta), y Petzold, como realizador estrictamente contemporáneo, erradica las marcas del tiempo. Ese es su mayor mérito: Bárbara pudo haberse hecho en 1982 y aun resultaría moderna. Quizá sea culpa de ese rigor, que lo privó de cometer licencias, pero la aridez de Bárbara, aun cuando su protagonista se amiga con el entorno, está emparentada con una suerte de neorrealismo que no cuaja bien. Lejos de las ambigüedades de Yella, su magistral obra, las diáfanas escenas de exteriores y las actuaciones hacen que Bárbara sea un auténtico (aunque laxo) Petzold.
Bajo sospecha Los chicos y los locos dicen la verdad. Sobre la base de este y otros acuerdos tácitos, Thomas Vinterberg (recordado por su dogmático top five, La ceremonia) elabora un relato penetrante y gélido, que deja contra las cuerdas a la sabiduría popular. Tras su divorcio, Lucas (el notable Mads Mikkelsen, ganador en Cannes 2012 por esta actuación) tiene pocos cables a tierra más que un amigo de fierro, un hijo en custodia materna y un trabajo en el jardín de infantes del pueblito danés donde vive. Su único hobby es salir cada tanto a cazar; un deporte que Vinterberg, de manera algo forzosa, usa como metáfora para el devenir de Lucas. Porque cuando Klara, la pequeña hija de su mejor amigo, lo denuncia ante su maestra por un hecho confuso, que sólo tiene lugar en su mente, Lucas pasa a ser acusado de pedofilia y se desata sobre él la furia del entorno. Es el pueblo chico, infierno grande, pero Mikkelsen y la virtuosa mano del director logran algo extraordinario: una radiografía envolvente del calvario de Lucas que evita todo lugar común para mostrar, meticulosamente evisceradas, la fragilidad de la razón y la virulencia de las pasiones humanas. Vinterberg no pierde la fe. Lucas encuentra el respaldo de su hijo Marcus, el único que resiste la epidemia, y su argumento no es mero amor filial: contrasta la probidad del pasado y reclama reflexión. Y quizás eso no sea suficiente. Siempre al borde del docudrama, con el habitual, excesivo gesto adusto del cine nórdico, Vinterberg logra, no obstante, tensar las cuerdas ante un barco que se hunde y movilizar reflexiones que el público de Marcus se niega a escuchar.
Una boda y cuatro funerales Con pelito largo (poco) y barba rala, Robert De Niro reincide en el rol de padre. En esta oportunidad, el protagonista de Taxi Driver no es el padre de la novia, sino del novio; aunque tampoco, para la extraña lógica de este film, sería exactamente eso. En busca de un giro distinto, desopilante, y arribando al resultado opuesto, el director Justin Zackham guionó (sobre libro de Jean-Stephane Bron) el casamiento de un muchacho (Ben Barnes) que obliga al reacomodamiento de su familia liberal, presidida por Don Griffin (De Niro), para complacer a su madre biológica, una colombiana católica. Zackham podía haberse centrado en la vida de Alejandro Griffin (Barnes), para darle sustento a un film que pueda generar empatía (como los personajes de Ben Stiller), pero eligió la gastada comedia de enredos, hundiendo a la película junto a un elenco estelar que completan Robin Williams (como el párroco nupcial), Diane Keaton y Susan Sarandon (como las madres adoptivas de Alejandro). El gran casamiento demuestra que sin un buen guión (por no hablar de una buena idea) nadie puede hacer milagros, y lo único cómico es imaginar la cara de De Niro cuando le proyectaron la película. No hay problema Bob; siempre hay tiempo para resucitar a los Fockers.
Entre el amor y el temor a la bomba Coreógrafa, compositora, directora y guionista, Sally Potter es una de las figuras más notables de la escena performática londinense. Hermana de Nic Potter, bajista y miembro fundador de Van Der Graaf Generator, Sally se inició en el colectivo de cineastas experimentales LFMC, en 1969, y pronto combinó sus experiencias con la danza en la London School of Contemporary Dance; colaboró y militó en agrupaciones feministas y grabó con destacados improvisadores como Fred Frith y Lindsay Cooper hasta alcanzar la fama internacional con la dirección de Orlando, en 1992. Las curiosidades de su CV incluso tienen color local: en 1997 dirigió La lección de tango, protagonizada por el bailarín argentino Pablo Verón. Ginger & Rosa, su séptimo largometraje, indaga en fuertes intereses personales, como todas sus películas, pero es la de mayor tinte autobiográfico. Ambientada en 1962, durante la crisis de misiles en Cuba, Ginger y Rosa son amigas íntimas, gemelos espirituales que comparten el devenir desde la sala donde nacieron hasta el deslumbramiento edípico por Roland, padre de Ginger y objeto de deseo para Rosa. Un desertor de la Segunda Guerra, Roland las apoya cuando deciden alistarse en la CND (Comisión para el desarme nuclear, organismo presidido por Bertrand Russell y clave en la contracultura británica); así empiezan con manifestaciones por la paz hasta descubrir impensadas y por momentos incómodas libertades. Con la sombra de la bomba en cada fotograma, Ginger es el verdadero sujeto de esta Inglaterra que puede desaparecer. Potter filma como una Loach existencialista, sin juzgar los límites entre el inconformismo y el vale todo. Ginger & Rosa es una gran adición al de por sí impecable catálogo del British Film Institute.