La materia prima del futuro. Tortugas Ninja versión 2014 es un reboot, una vuelta a “foja cero” de las aventuras de estos personajes que tuvieron su nacimiento en otro lenguaje: la historieta, fuente funcional para recrear un universo completamente diferente. El destino final de esta nueva transposición preserva aquellos componentes que le permiten crear nuevas configuraciones, más acordes a las expectativas de estos tiempos. La consecuencia es que la generalización aplasta ideas menos amables para el horizonte económico de una producción elaborada para alcanzar un rédito en la relación costo- beneficio; así nos topamos con la violencia más estilizada y la oscuridad que conllevan los personajes, representantes de una clase de vigilantes nocturnos en una lucha justiciera en un mundo desigual. Bueno, de eso nada hay en esta producción que lleva tatuada en su piel el sello de Michael Bay. Si bien el Hollywood más ramplón utiliza los principios económicos como vectores de sus decisiones, que comprenden toda una figuración de lo que para la industria significa hacer cine en la actualidad, hay otra parte de esa industria más arriesgada empeñada en amplificar los universos preexistentes en otros lenguajes, más cerca del sentido artístico, como sucede con los films de Marvel y DC Comics. Todo el aparato de Bay se ubica cómodamente en el primer Hollywood, una nueva prueba es esta película dirigida por Jonathan Liebesman (Invasión del Mundo- Batalla: Los Ángeles), quien es una suerte de pichón de patán industrial, como lo es el director de Transformers. De todos modos su inventiva es más elemental porque hace reposar una historia encadenada por situaciones risibles y forzadas para alcanzar con la mayor premura la próxima escena de acción. Lo que comienza con la curiosidad de la notera April O’Neil (Megan Fox) deviene en una búsqueda de unos vigilantes (las tortugas, claro), relacionados con la muerte de su padre científico, muchos años atrás. Flashbacks nutridos de altas dosis de descripción y diálogos más explicativos aún, conforman eslabones narrativos rudimentarios, los cuales se articulan diabólicamente con lo que se entiende en estos tiempos como secuencias de acción: digitalizadas al extremo y estiradas en tiempos internos hasta romper todos los límites de un verosímil, construido a su vez precariamente bajo los cánones de una ficción familiar que de repente recurre vilmente a ciertos procedimientos del lenguaje perteneciente al texto fuente. Los 65 millones recaudados en el primer fin de semana en Estados Unidos reafirman los objetivos del Hollywood más “ecologista”, que recicla historias como si se trataran de latas de gaseosa. Tortugas Ninja no es más que un nuevo producto, uno que servirá mientras su vida útil represente una ganancia. Será en un futuro (seguramente no tan lejano) la materia prima constitutiva de nuevos intereses, siempre bien lejos del arte, una palabra prohibida en el círculo íntimo del peor de los monstruos: Michael Bay, el líder de esfuerzos colectivos (hacer películas representa eso) que rápidamente se convierten en chatarra cinematográfica.
Fe Noir. La continuidad de la era post Nuevo Cine Argentino demuestra que hay capacidad para representar micromundos no estudiados, nuevos espacios, y construir -también- nuevas estéticas, más alejadas del fenómeno anterior pero sin renegar de esas líneas trazadas sobre personajes periféricos, más cercanos al mundo real que al imaginario cinematográfico. Este es el caso de Mauro, el protagonista de esta ópera primera que lleva su nombre. Su rebusque en la vida es el de ser un “pasador”, que significa encargarse de buscar cambio en la calle con dinero falso, al mismo tiempo que con un amigo (Luis) tratan de abrirse camino al fabricar por las suyas el dinero y venderlos a comerciantes y dueños de lugares populosos, algo marginales, con la ayuda de la mujer de su amigo (quien está embarazada). No obstante la trama no se ocupa exclusivamente de la “aventura” de este dúo, que oscila entre la amistad y la pelea por nimiedades, sino también de la cotidianeidad (palabra clave de este momento del cine nacional y que se vio potenciada en el BAFICI 2014, festival en el cual se presentó el film de Rosselli). Lo que se ve aquí es la cotidianeidad de un personaje que pasa unos días en lo de su madre (un personaje adepto al cine clásico, menciona a Roman Holiday y las diferentes versiones de Motín a Bordo), pero también por la droga y algunos boliches, donde conoce a una joven con la que rápidamente se engancha. Gracias a ella llega una posibilidad para que Mauro y Luis hagan un gran trabajo y así abrirse camino, como si se tratara de un film noir. Hay algo de ese género, especialmente por el rol de la joven novia de Mauro que termina en un devenir casi de femme fatale. Algunas de sus charlas, post sexo, van por el carril de lo esotérico y de la fe, como así también del trabajo de él, el cual se basa en la confianza del que recibe esos billetes creados artesanalmente. Hacia el final Mauro y Mauro buscan salir a flote, después de la marea que inunda la cotidianeidad pero que no la sumerge hasta el fondo, algo que quizás le pasaría a un personaje bressoniano (hay un claro diálogo con El Dinero de Bresson). Rosselli (quién figura como un hombre orquesta en la dirección, producción, guión, fotografía, sonido directo y montaje) se anota en la lista de promesas gestadas en esta era para direccionar el futuro del cine nacional independiente.
La mirada fría. Tolhuin es un pequeño y joven pueblo de Tierra del Fuego, ubicado en el corazón de la provincia y declarado hace menos de dos años como municipio. Sus condiciones climáticas de nevadas, heladas y frío permanente hacen que la vida sea una aventura diaria no buscada. La acumulación de días arduos hace que muchos se planteen la continuidad en un escenario involuntariamente hostil. Franca González, la directora del maravilloso documental sobre el historietista Liniers (El Trazo Simple de las Cosas), posa su mirada neutra, sin intervenciones, en la cotidianeidad del pueblo, específicamente sobre un puñado de personajes. Uno de ellos, para que la gente no se vaya, tiene la intención de organizar un carnaval en invierno. Este hombre, Roberto, un señor bigotón y de empuje espiritual, es el motor de este pueblo frío -climáticamente- pero que emana calidez desde sus habitantes. La directora mantiene el pulso observacional hasta el final pero trastabilla en la pérdida de tensión -que el documental acumula a pesar de su progresión casi silente e imperceptible- sobre el único objetivo (de los personajes y de la propia historia), que es el carnaval. En el camino, priman los largos planos fijos, el tiempo estirado y una sensación de repetición del contexto blanco y frío que viven los pobladores de Tolhuin. Los pocos diálogos pertenecen a lo terrenal; no hay un exceso que se traslade a una dimensión enunciativa en la búsqueda de transmitir de manera digerida algún mensaje (una recurrencia algo rancia ya en el cine argentino documental, remarcada en la última década). El cine de González es un cine de contemplación, un rasgo que se detectaba en algunos fragmentos del mencionado documental sobre Liniers, que comienza a convertirse gradualmente en un motivo temático de su obra. El frío y sus elementos más característicos, por otra parte, también aparecen en casi todos sus trabajos como elementos retóricos, como en Tótem, la segunda película que conforma el díptico que se estrena en conjunto con este film, Al Fin del Mundo, una propuesta que no se sonroja por solo mirar y transmitir esa mirada sin posicionarse forzosamente en un casillero ideológico prefabricado.
Sergio Wolf es claramente un hombre de cine (ex director del BAFICI, docente, cineasta) y lo reafirma en este documental -visto hace poco en la última edición del BAFICI- en el que extiende unos minutos su disfraz de detective que lleva desde su anterior film Yo no sé qué me han hecho tus ojos, pero que en parte sustituye, sin perder rigurosidad ni pulso narrativo, por un seguimiento en el que se presentan diferentes aristas en torno al mundo de los cazadores de meteoritos. Por un lado Bill Cassidy, un profesor emérito de la Universidad de Pittsburgh que relata su trabajo en los 60’s en la región chaqueña de Campo del Cielo, en la que ya en la época de los españoles se buscó incesantemente un meteorito, pero no por su cualidad de piedra proveniente del espacio exterior sino por su finalidad práctica: se creía que era parte de una kilométrica fuente de minerales. Mientras Cassidy tuvo un interés en el cráter y también en el valor etnográfico de la experiencia con los locales (un recuerdo recíproco), el dealer de meteoritos Robert Haag expone sin tapujos su condición de mercader, enumerando (e ilustrando) de qué se trata el negocio, además de su argumento que lo lava de culpas: “El meteorito no es de Argentina, cayó en Argentina”. Para el final queda la sorpresa, a partir de una anécdota jugosa de Haag, y el subrayado de los polos opuestos sobre una misma cuestión. Estamos ante un fascinante nuevo trabajo de Wolf, aquí menos puntilloso y más suelto en una construcción formal lúdica estructurada en base a un mundo bien terrenal, aunque sus materiales caigan del espacio exterior.
De tipos básicos. Hay frases prefabricadas de las que no hay escapatoria, algunas de ellas son: “una comedia desopilante”, “divertimento para toda la familia”, entre muchas otras. Los dos casos tienen una raíz en el cine argentino industrial (este sintagma tiene su explicación teórica en la base de los géneros textuales) que se encargó de potenciar sus propiedades en la década del ’80 al incluir figuras populares de la TV, con el objetivo de asegurarse a una porción de los espectadores de ese medio en las salas de cine. Nada ha cambiado en el transcurso de tres décadas, las mentes que manejan el área de producción persisten en utilizar los mismos rasgos primarios de géneros o subgéneros -como aquí el buddy movie- para hacer cine. Las historias de este subgénero suelen avanzar casi por obligación, como si se tratara de surcar un terreno para dar rienda suelta a los momentos humorísticos, incluidos ejemplos bien icónicos como Arma Mortal, que en sus secuelas evidenciaban cada vez más la pereza en el desarrollo de las estructuras narrativas. Sin embargo el halo de inmunidad estaba construido con base en la gracia de sus personajes, incluso hasta de sus devenires, así la falta de inspiración en la historia se compensaba con el progreso dramático. Socios por Accidente no expone ingenio en ninguno de los flancos: ni en la historia, ni en los personajes, ni en el humor. La historia de este trabajo por encargo de los directores Loreti (Diablo) y Forte (La corporación) es bien escueta: Matías (José María Listorti) es un traductor de lengua rusa divorciado, aburrido y con graves problemas para relacionarse con su hija adolescente, hasta que una orden judicial lo obliga a prestar servicios a la Interpol en una misión de espionaje internacional que lidera Rody (Pedro Alfonso), el actual novio de su ex mujer (Anita Martínez). El encuentro entre ambos, que nace de la casualidad o del accidente (no por nada el genérico título del film), es un rasgo propio de la buddy movie que marca la cancha de la historia y no hace más que nutrirse de situaciones extraordinarias entre los dos personajes. Y es ahí donde la película falla. Que la trama los lleve a la selva misionera y a otros escenarios algo exóticos desata los peores chistes (casi todos relacionados con el miedo de Matías), el peor slapstick y una simbiosis fría entre Listorti y Alfonso, quienes no logran trasladar de la TV al cine la supuesta química que tienen como hombres de la factoría Tinelli. Claramente el debut de ambos en un medio que exige otras facultades les hace desnudar -a través de gestos faciales propios de sketchs o de comedias teatrales sin demasiadas pretensiones- un humor elemental, el cual se potencia por los increíbles efectos sonoros de postproducción; como por ejemplo en la escena en la que el villano golpea la cabeza de Matías contra una mesa, lo que suena a continuación es el silbido de pajaritos como si se tratara de dibujos animados. Probablemente este ejemplo se lo puede pensar como un icono de la frase “una comedia para toda la familia”, con la que se suele vender este tipo de productos. Otros momentos de vergüenza ajena (la escena de los vómitos, por ejemplo) parecen desnudar el interés de la producción por fortalecer ese humor bien ingenuo y de lugares comunes (el peor de ellos está representado en el personaje de Anita Martínez, una mujer que ladra ordenes a los hombres). Socios por Accidente no esconde sus intenciones de ser un mero producto, valiéndose de las características del peor cine industrial argentino, que muestra más viva que nunca su chabacanería y su absoluta desidia en escenificar los procedimientos de la TV más rancia (pero también reluciente de popularidad) sin reacondicionarlos a la dinámica de un lenguaje con similitudes pero, a fin de cuentas, distinto en diversas dimensiones.
Lado + Lado. Hay películas que necesitan crear varias entradas a su mundo, no por desconfianza con respecto a su propio planteo sino por contener varias capas más allá de la narración, el relato y todo lo concerniente a la historia. Incluso el propio título tiene más de un sentido: el primero refiere a las iniciales de los personajes, Arita y Beluncha, pero también simbólicamente a dos letras inseparables que representan la amistad de hierro entre estas dos jóvenes, habitantes de un pueblo del interior. La representación del amor en varias capas no es un tópico nuevo para Iván Fund, quien indaga sobre ello desde su primer largo La Risa, siempre contorneado por un tipo de realismo impreciso que se siente -incluso- cuando las historias navegan por la ficción más pura. La primera de las partes tiene la retórica de una road movie a pie, cuando Arita y Beluncha caminan por el barrio en busca de padres adoptivos para unos cachorros que la perra de una de ellas acaba de tener. En cada parada hay una historia; desde pequeñas anécdotas caninas hasta algún flirteo de algún vecino con las chicas, en el tránsito se perciben destellos de esta sociedad tierna entre ambas pero con la alarma de una separación inminente. La toma de decisiones impostergables (otra de las entradas temáticas posibles) provoca algunos celos y cortocircuitos de otro tipo en la relación, construida por detalles más que por situaciones dramáticas o eslabones narrativos. Un viaje a Buenos Aires, un roce con lo espiritual y lo solemne y el paso del tiempo son los puntos que diversifican este vínculo, adosados a un panorama desalentador por la invariabilidad de un contexto que opera en diacronía con sus intentos de llevar vidas luminosas. Iván Fund (aquí en codirección con el danés Andreas Koefoed) mantiene su curiosidad por las relaciones más terrenales pero sin recargarlas de un dramatismo accesorio, es por eso que el seguimiento de su cámara es más bien propio de un registro documental, por una puesta que acompaña a los personajes desde atrás (el caso de la secuencia del convento) y que se limita a los primeros planos para el principio y el final de la película. La segunda parte -lo que se entiende como el lado B de la historia- arranca con un fondo negro con la letra B que presenta los últimos veinte minutos, con una construcción visual que tiene la estructura de un resumen basado en una voz en off que relata lo inmaterial y lo sensorial, es decir lo metafísico de la amistad entre A y B. Si bien se bordea la solemnidad, este segmento se nutre -precisamente- de lo intangible, aquello que queda incluso afuera de lo decible y lo mostrable. Todo este corolario, a partir de un montaje riguroso en la edición y selección de imágenes y sonidos, es la consecuencia de una gran historia de amor intransferible de dos amigas, tan simple y tan compleja a la vez. Es así que AB tiene varias entradas temáticas, complementadas por una estrategia formal más ambiciosa que la de otras propuestas del cine independiente nacional post NCA (Nuevo Cine Argentino). Probablemente ya sea hora de hablar de una consolidación del rasgo “marca de autor” en la figura de Iván Fund.
Bajo el noble signo del clasicismo. Clint Eastwood ha demostrado muchas cosas con su cine, en primer lugar probar que era un actor capaz de hacer cine, que aprendía rápido de sus maestros y que la voluntad de ponerse detrás de cámara no sería un simple testeo de lo que significaría dirigir. También ha podido sortear estereotipos rotulados por la prensa más escéptica de su cine, que lo ha catalogado como un mero cowboy y/ o máximo exponente del policial fascista de la década del 70. Mucho tiempo ha pasado desde que Eastwood legitimó su “título” de realizador y narrador cinematográfico. Sin estancarse, experimentó en la última década una curiosidad temática fascinante; la cual ha atravesado una biopic sobre J. Edgar Hoover (J. Edgar), la reconstrucción de un fragmento en la vida de Mandela y el mundial de Rugby en Sudáfrica en 1995 (Invictus) y el díptico sobre la contienda en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial (La Conquista del Honor y Cartas de Iwo Jima), entre otras películas de los últimos diez años. En Jersey Boys, la curiosidad del director está enfocada en la reconstrucción de los comienzos de Frank Valli y los Four Seasons, una de las primeras “band boys” de fines de los cincuenta, que tuvo su pico de popularidad una década más tarde hasta una decadencia abrupta. La primera parte del relato se asemeja a la estructura scorsesiana de Buenos Muchachos, al reconstruir el contexto de un barrio italoamericano en el cual se presenta a dos jóvenes en busca de una salida fácil, cobijados por un ambiente que solo parece ofrecerles el camino de la mafia o el ejército. Tommy (Vincent Piazza), un “wise guy” condenado a entrar y a salir de prisión por delitos menores, y Frankie (John Lloyd Young), un aprendiz de peluquero, tienen una alianza basada en la amistad y en la lealtad, más allá de los golpes y los obstáculos en el tránsito hacia la fama soñada. Eastwood, a pesar de las distancias temáticas trazadas entre sus últimas películas, mantiene la constante del clasicismo narrativo, el cual no ha abandonado en sus más de cuarenta años de carrera como director. Si bien Bird y Honkytonk Man funcionan como ejemplos de su otra pasión, la música, aquí no hay finales amargos (aunque el armado de la trama de Jersey Boys exponga situaciones duras) sino un jubiloso fresco de una época, alejado de la mirada calculadora que arroja la distancia que todo parece verlo con ojos de nostalgia. Sin temerle al musical más esquemático, el gran y último director clásico no se sonroja al exponer conflictos simples con un desarrollo estructurado bajo la modalidad de ascenso y descenso, aquí de Frank Valli (conocido por sus inconfundibles falsetes), arista que es fortalecida por una puesta completamente alejada del nervio de las cámaras de las últimas transposiciones de musicales famosos de Broadway, a las que parece urgirles enviar el mensaje de que estamos en presencia de una película. Eastwood no necesita desnudar los mecanismos del hacer: su preocupación por la experimentación temática es el motor de un cine casi desaparecido, construido con la base del clasicismo como signo, una absoluta rareza en vías de extinción.
Mil maneras de bostezar en el cine. Seth MacFarlane apareció como un fresco exponente del humor en la animación, casi como un empujón a Los Simpson, serie que se mostraba demasiado relajada en la cima. Así apareció Padre de Familia, con una fisonomía similar a la de la familia amarilla de Springfield pero con más irreverencia y sin inconvenientes para nutrir sus chistes de violencia explícita, racismo y otros rasgos incómodos para el público medio de la TV. Hoy en día esta articulación no resulta suficiente para hacer reír, ni siquiera para molestar a los conservadores prestos a elevar el grito en el cielo sobre los temas que sí pueden ser tratados bajo el intento de hacer comedia. En lo que es su segundo largometraje, luego de la exitosa Ted, MacFarlane se mete con el western, un género que ha pasado por casi todas las fases posibles de parodia: desde el spaghetti western hasta la lectura en clave farsa de Mel Brooks en Locuras en el Oeste. No hay muchas razones para que Universal haya accedido a este capricho de MacFarlane, en hacer de un chiste/ argumento una comedia rancia por los modos de parodiar pero más que nada por mostrarse canchera y pasada de irreverente. El argumento es que hay muchas maneras de morir en el Oeste, que esos tiempos fueron espantosos, que nadie en su sano juicio querría vivirlos y sí, hay un tipo que ve todo esto en ese tiempo, como una suerte de adelantado, ese es Albert Stark (el propio MacFarlane, claro). Así es que el protagonista/ director se posa sobre un pedestal, al poner una voz en off que enuncia: “hay tipos que viven en un lugar y en un tiempo equivocados”. La repetición de esta idea, acerca de la facilidad de morir en el Oeste, aparece como un procedimiento que busca entrar a la fuerza al punto de creer que todo lo relacionado con las muertes absurdas es gracioso por la propia operación de ese estilo humorístico. Ni siquiera los one liners surgen con el timing de Padre de Familia, que se chocan con la vacuidad del cliché sobre los indios y el misticismo, el chiste ambulante sobre las prostitutas que interpreta Sarah Silverman y la participación innecesaria de Giovanni Ribisi. Ambos personajes podrían no estar y la historia no los reclamaría. Tan solo la presencia de Charlize Theron, como compinche de un protagonista cobarde y envuelto en una serie de situaciones extraordinarias, se eleva por encima de la mediocridad de un producto predestinado al desastre y confirmado por las pocas luces de un MacFarlane demasiado canchero y contradictoriamente preocupado (como su personaje en el final) por si los chistes se entendieron o no. MacFarlane descansa en la irreverencia y en la incomodidad de sus gags, especialmente en ciertos guiños con el espectador de su serie más famosa (su propia voz que interpreta las voces de varios de los personajes de Padre de Familia). Un par de citas de películas recientes (y no tan recientes pero clásicas) no bastan para comprar a un público que en el surgimiento de su figura celebró una renovación en la comedia animada, destinada al público adulto pero que ahora puede sentirse estafada ante una tipología ya demasiado fermentada como para generar los efectos alguna vez logrados en… la TV. El western, ya sea para un ejercicio genérico, paródico o simplemente como mapa para una cartografía de chistes, le queda demasiado grande a este Seth MacFarlane.
Estamos re versionando para usted. Disney comenzaba este año con un regreso a los orígenes formales de los cuentos de hadas, probablemente el factor nostálgico haya sido fundamental para que Frozen se convirtiera hace unos días -con las cifras finales del estreno en Japón- en la película más taquillera de la historia. En ese cuento de princesas, magia y un mundo fantástico, no todo se bañó en clasicismo porque había una intención de readaptar la presencia femenina a los tiempos actuales con una fortaleza inusitada en este tipo de historias, al punto que los personajes masculinos aparecían en un sorprendente segundo plano. Maléfica, de alguna manera, acarrea con este pasado reciente del estudio pero más que nada por girar la historia hacia el lado subjetivo de un villano, en un cuento clásico popular, como lo es La Bella Durmiente. Varias son las fuentes de este cuento, entre ellas la de los hermanos Grimm, pero ciertamente la versión animada de Disney de 1959 es la que se propagó masivamente. En el inicio, Maléfica es una suerte de ninfa -aunque la voz en off se encargue de aclarar que es un hada- que vive su niñez en el lado mágico de una tierra dividida por dos reinos. Bastará el contacto humano para que esa niña, ahora adulta, se convierta en un ser ávido de venganza por la traición, pero más que nada por el desencanto sobre “el verdadero amor”. La furia desatada es el mejor rasgo que arroja este personaje gracias a la composición de Angelina Jolie, quien aparece con unos pómulos bien puntiagudos (en los que no se advierte nada de CGI). Tal cualidad se diluye proporcionalmente al crecimiento de la princesa Aurora (la bella durmiente, interpretada por la luminosa Elle Fanning), sobre la que pesa la maldición de Maléfica. Lo que parecía imposible en el cuento popular y en su transposición animada, aquí se materializa con un verosímil bien fino, en el intento por unir ambos mundos simbolizados por Aurora (los humanos) y la protagonista (el mundo de la magia). Lo más decepcionante de Maléfica es el perfil ambiguo de su protagonista, la tibieza del vector que mueve al personaje: nunca es del todo villana ni nunca es del todo heroína. Sólo puede rescatarse esa narración casi de hierro, la del héroe casi abatido que se levanta de las cenizas y logra torcer su destino, pero la pobreza de los matices y el despojo absoluto de oscuridad hacen de esta nueva película de Disney una re versión a medias. Al igual que el andar del hada/ bruja/ ninfa, nunca hay una firme decisión de re versionar, mucho menos de invertir las miradas o de contar la misma historia bajo otras estrategias narrativas, sino más bien hay un intento por sustituir la figura de un héroe por otro. No se pretende contar la historia desde una “perspectiva villana” pero tampoco Maléfica se calza el traje de heroína, es la mitad de ambos caminos. Disney se muerde la cola con sus propias armas.
Balada para un loco. I Am Mad es un documental particular dentro de lo particular que se puede encontrar en términos temáticos, en un formato que no detiene su expendio de ejemplares locales, jueves tras jueves. El “mad” del título refiere a las iniciales del protagonista (y productor del film): Miguel Ángel Danna. Un hombre que vivió dos décadas bajo la tutela de Mehir, un gurú que tenía una secta emplazada en una montaña y que estaba dedicado a “adoctrinar” espiritualmente con la idea de un mundo alejado del espacio-tiempo tecnológico, hoy prófugo de la justicia. Ya lejos de ese mundo, Miguel vive en un estado permanente de recuperación por las secuelas de lo vivido. Sin hincar en el amarillismo del noticiero, Tokman nunca baja línea sobre el pasado del protagonista, tan sólo aborda ese período desde algunos fragmentos de videos filmados por la propia gente de Mehir. La vida de Miguel, junto a su hermano Ismael y su padre, sin embargo no parece tener un asomo de futuro, como se desprende de los relatos abocados a desentrañar los por qué de las acciones de un hombre roto. Ese quiebre interno se halla en una herida sangrante que nunca se ha suturado: la muerte accidental de su media hermana, cuando él era pre adolescente. Hay en ese hecho un cóctel de culpas recargadas en su reconstrucción oral, el padre (también llamado Miguel, un hippie de la “vieja escuela”) de ambos hermanos recuerda esa trágica muerte como si se tratara de un hecho más, en un tono casi neutro pero al final esa suerte de indiferencia se destartala para dar paso al llanto más conmovedor, que de alguna manera resulta liberador.