Una inflexión más de la formula chico-conoce-chica. ¿Sólo Amigos? no esconde nada, ya en pocos minutos tenemos a un perdedor, Wallace (Daniel Radcliffe), recientemente dejado por su novia y desorientado en una fiesta organizada por su mejor amigo Allan (Adam Driver), en la cual conoce a una chica extrovertida, Chantry (la adorable Zoe Kazan). Como suele suceder, el camino del “héroe” de estas comedias románticas no es recto y limpio, sino más bien oblicuo y plagado de obstáculos. El primero de ellos es que Chantry tiene novio, lo único que le queda a Wallace es ser el amigo de la chica y esperar la oportunidad. Viajes (la coproducción con Irlanda seguramente exigía la presencia de una locación de ese país), decisiones laborales trascendentales y situaciones afectivas inestables se barajan en la progresión de esta historia. Aquí el dueto principal no funciona, circunstancia representada por un Daniel Radcliffe algo insulso y casi opacado por el histrionismo justo de Zoe Kazan; y para peor, la química entre ellos ante la cámara es inexistente. El único remedio para esta falencia es la presencia de Driver y de su pareja ficcional, Mackenzie Davis: ambos conforman esa pieza fundamental en este tipo de fórmulas genéricas, es decir, la de la pareja amiga que rodea a la pareja principal. Mientras Wallace se regodea en su presente oscuro en el amor, la historia pisa cada baldosa de lo que se comprende como “comedia romántica”. Si algo nos demuestran los géneros es que la repetición de las estructuras no basta para atraer al espectador, más bien es la suma de eso y de las particularidades de cada caso, lo que incluye una dupla actoral carismática, una puesta en escena que se apropie de un espacio y el timing preciso de montaje (situaciones, diálogos, etc.). En ese aspecto está la falla más importante de ¿Sólo Amigos?, que se vuelve más monótona en el último tramo, cuando se despliega algo de drama. El realizador Michael Dowse parece preocupado por exponer la vida de la clase media canadiense, un pequeño contexto que no por lindo logra alzar la frazada bien alta para tapar los baches actorales o los lugares comunes que se repiten sin pudor. Tan solo funciona la gracia de Kazan para interpretar un puñado de diálogos ácidos e ingeniosos (algunos de ellos se aprovechan del patetismo del pobre Wallace). Si al terminar la proyección a alguno le queda rebotando en la cabeza la premisa de la historia, se dará cuenta que no existía nada que augurara una película entretenida ni mucho menos con rasgos relevantes.
Reunión de potentados. Aquí se reúnen nuevamente Denzel Washington y el director Antoine Fuqua, luego de la exitosa Día de Entrenamiento, que significó para el actor un segundo Oscar personal y para el realizador un salto en su carrera, la cual nunca terminó de despegar sino que deambuló entre thrillers y grandes producciones insulsas (por ejemplo, su más reciente desastre, Olimpo Bajo Fuego). Varios años han pasado para que ambos encontrasen una fuente interesante para volver al ruedo de la acción más inteligente que no descuida el entretenimiento. La inspiración de El Justiciero llega de una serie de mediados de los 80s pero también de otros ejemplos más opacos como el subvalorado thriller del año pasado, Jack Reacher, del cual toma su tono e impronta moral acerca de un hombre incapaz de mantenerse retirado de su esencia, la de utilizar sus recursos físicos, intelectuales y logísticos para ayudar a los débiles. Robert McCall (Washington) tiene una vida ordinaria, al trabajar en una gran cadena maderera y pasar las noches en un bar, en el que se recluye a leer y tomar café. El encuentro asiduo con una adolescente prostituta (Chloë Grace Moretz) llevará a McCall nuevamente a su condición de representante del bien (aunque nunca se explicite con claridad su pasado militar), traducido en ayudar a esta joven y enfrentar indirectamente a la mafia rusa. Luego de la primera aparición de la destreza de McCall llegará la tormenta, que definitivamente desnudará sus verdaderas capacidades. Hasta llegado ese momento Fuqua domina con paciencia y astucia la presentación de personajes y la contención del pasado de su protagonista, como una cara opuesta de la chatura de sus últimas películas. También hay una celebratoria réplica de Jack Reacher en la elegancia de la composición de los planos, los cuales tienen su justa duración, distanciándose ostensiblemente de los montajes del cine de acción actual. Otro de los rasgos deudores del thriller bien seco aparece con la presencia especular del héroe: un villano con semejanzas en la presencia física pero especialmente en la capacidad de adelantarse en sus movimientos, características realzadas por una actuación brillante del neozelandés Marton Csokas (La Supremacía Bourne). Tanto Washington (quien figura también en la producción) como Fuqua entienden la idea de “menos es más” y elevan una historia bien genérica por los ajustes de las particularidades, en lo que es una virtud compartida con el guión de Richard Wenk (16 Calles). Este regreso con gloria del dúo de Día de Entrenamiento tacha casi todos los casilleros de requisitos para un fanático, más situado en la old school que en la excesiva aceleración contemporánea de los últimos exponentes del género: precisamente otro de los méritos de esta película es no defraudar a los amantes del cine de acción en general.
Más sociedades distópicas para adolescentes. Luego del fin de la saga Harry Potter (que acompañó a algunos adultos), los niños y preadolescentes que crecieron con ella a lo largo de ocho años encontraron un estadio siguiente de la oferta literaria, el cual parece ser el de las sociedades distópicas en las que los adolescentes son los protagonistas, como una forma de extender ese mundo ya acabado de la serie del joven mago. El Dador de Recuerdos, a diferencia de Divergente, Maze Runner y Los Juegos del Hambre (la madre de todos estos hijos), subraya su fortaleza en las relaciones humanas en un futuro impreciso, en el cual no existen los recuerdos de una civilización, ni tampoco el amor ni el odio. Simplemente hay una sociedad que vive en casas idénticas sin distinción de clases, como una suerte de escenario ideal para todos los humanos. Los oficios y las profesiones son designados (al final de una graduación) por un consejo de ancianos, liderados por la concejera en jefe (Meryl Streep en el más profundo piloto automático). En ese punto comienza la historia de Jonas (Brenton Thwaites), escogido para ser el próximo “receptor” de recuerdos, los cuales posee solo The Giver (Jeff Bridges), un ermitaño que vive al borde de los límites permitidos de esta comunidad. Así como en películas como Matrix -por nombrar solo una- el protagonista encuentra en una etapa de su vida el despertar hacia una realidad que le era vedada, una especie de hombre de las cavernas de Platón que quiere salir a gritarle al mundo sus revelaciones, en el caso de El Dador de Recuerdos tenemos una verdad escondida sobre el pasado de la humanidad. La simbiosis entre el joven “receptor” y el viejo “dador” es lo que mejor desarrolla el australiano Phillip Noyce (en un nuevo trabajo por encargo) junto a la austeridad visual, en completa oposición al tono ofrecido por directores más jóvenes (o más prestos al Hollywood más ramplón de estos tiempos), los responsables de las películas de este subgénero en auge, en el que sobresalen los movimientos espasmódicos de cámara y los montajes acelerados que cortan centenares de planos por minuto, sin poder escapar de diálogos edulcorados ni tampoco de un desarrollo pobre de acontecimientos. Más allá de los esfuerzos de los veteranos Bridges (quien figura también como productor) y Noyce, El Dador de Recuerdos se disipa en la mirada casi religiosa sobre la memoria colectiva. No hay decepción frente a una película de la que poco se esperaba, pero es inevitable pensar que un film que reúne a Jeff Bridges y a Meryl Streep no puede ser al menos correcto.
Choque de lugares comunes. Desde el título, El Juez, tiene un planteamiento genérico, como si no hubiera escape a la menor de las inflexiones, ni siquiera las más ligeras que podrían pensarse para desarrollar la premisa de un abogado de la gran ciudad (Robert Downey, Jr.) en camino a su pueblo natal para asistir al funeral de su madre y enfrentarse con los demonios de su niñez y adolescencia, casi todos generados por su padre, un juez septuagenario (Robert Duvall), quien en la noche del entierro atropella a un hombre al que condenó años atrás. La continuidad de situaciones no es más que un desenvolvimiento de pase de facturas, de achaques, rencores y muchos otros motivos de los dramas familiares, género al cual Hollywood inocula sus modos particulares, sin distanciarse considerablemente de las estructuras narrativas básicas. Lamentablemente el director David Dobkin (Los Rompebodas) se aferra con fiereza a las recetas tradicionales, sin aprovechar -por ejemplo- los componentes actorales, quizás los más fuertes (al menos en una primera mirada superficial) por tratarse del hombre del momento para la industria del cine estadounidense, Robert Downey Jr., y de una leyenda de los últimos cuarenta años, Robert Duvall. También por tratarse de un choque de estilos: mientras el protagonista de la saga Iron Man derrocha histrionismo, el actor de El Padrino lo confronta con sutileza. Ni siquiera el séquito interesante de secundarios como Vincent D’Onofrio, Vera Farmiga y Billy Bob Thornton (el más desperdiciado de todos) permiten descarrillar mínimamente de la prolijidad de la historia. El Juez ni siquiera aprovecha la iconografía del film de juicios, porque le importa simplemente desplegar los clichés de las familias fracturadas y es así que el caso judicial se pierde en escenas desganadas, como si fueran puentes para llegar rápidamente a las tensiones “puertas adentro” de los personajes. El cine clásico de Hollywood (con el que dialoga este film) si se caracterizó por algo fue por contar historias que a su vez tuvieran un correlato, el cual operaba de manera invisible, como acompañante silente. Dobkin invierte este procedimiento, la historia que tendría que progresar tácitamente se hace carne de manera grosera y empuja a la marginalidad narrativa a la otra. Tampoco las subtramas (en especial la de Downey Jr. y Farmiga) apuntalan a la historia principal, sino que aportan más lugares comunes. Si no había un escalafón más subterráneo a las transposiciones de los mamotretos literarios de John Grisham, El Juez lo ha creado.
El truco del estilo. El hombre que estrena una película por año desde hace décadas, mejor conocido como Woody Allen, retoma la senda de la “comedia de salón”, luego del coqueteo misántropo de Blue Jasmine. Aunque no es solo un regreso a un tono sino también a tierras europeas, donde encontró cobija financiera y artística para extender su cine. Nuevamente, Woody recurre a varios de sus rasgos temáticos más utilizados: la magia, el espiritismo y otras creencias intangibles, lo que sucedía en las no tan lejanas Conocerás al Hombre de tus Sueños, Scoop y otras un poco más afortunadas, como Sombras y Niebla. Aquí, un mago clásico, de trucos mecánicos, esos que pueden ser probados, busca desenmascarar a una médium, que tiene el poder (aparente) de leer el futuro y también de contactar a los muertos en sesiones de espiritismo. El contexto entre guerras contribuye para que el director saque a relucir una de sus mejores armas, la capacidad de recrear una época a través de varios rasgos: el vestuario, el diseño de producción y especialmente la fotografía, la cual ya no luce como un peldaño más en la construcción de sus films, sino que evidencia cierta rigurosidad para componer sus planos y jugar con diferentes capas lumínicas. En Magia a la Luz de la Luna aquellos que acusaron a Medianoche en París de ser una película turística, desempolvarán esas afirmaciones ya que el enamoramiento del director para con Provenza no se disimula como así tampoco las escenas de music hall y jazz en las que Emma Stone muestra un aura particular (resulta inevitable su comparación con otras chicas Allen como Mia Farrow o Diane Keaton). El paseo que ofrece este legendario director tiene escalas en la literatura, en las citas melómanas y en las discusiones filosóficas (ineludibles las menciones a Nietzsche), las cuales marcan el terreno de una historia tensionada entre la fe y la ciencia, lo tangible y la magia, pero con el estilo de sus mejores comedias, las que combinan ironía, cinismo y efectivos oneliners. La película de Woody Allen de este año tiene como un único truco el de presentar recurrencias de un autor que logra, nuevamente, seducir a partir de variaciones de las temáticas y de un estilo que ya lo excede, porque a esta altura el director de Manhattan dialoga solo con sus propios discursos (sin preocuparse en absoluto por el estado del cine de su país), demostrando que nunca será mejor director que de películas de Woody Allen.
La ópera prima de Inés María Barrionuevo se pliega a la senda celinamurgeana de esta era post Nuevo Cine Argentino, pero más que nada se inscribe en la columna del Nuevo Cine Cordobés, en el cual busca acurrucarse. La seguridad en la que Barrionuevo emplaza el contexto de un pueblito del sur cordobés, a fines de la década del ochenta, nutrido de una serie de factores que anuncian un apocalipsis (hiperinflación, sequía, cortes de luz veraniegos), se articula con la tempestad gestada en la relación entre dos hermanas: Elena de quince y Lucía de diecisiete (Melisa Romero, una cara que empieza a ser reconocida en el Nuevo Cine Cordobés). La primera -enyesada e histérica- saca de quicio a su hermana, quien busca una salida a la vida mundana de pueblo mediante una posible carrera en Buenos Aires. Ambas se encuentran solas ocasionalmente porque sus padres fueron a un funeral a otro pueblo. El punto culmine de esta relación/ polvorín acaba con Lucía yéndose en la vieja camioneta de la familia. En el camino, levanta a una amiga de Elena (“rarita” por no interesarse en chicos ni en salidas con la barrita del lugar) y ambas emprenden una pequeña excursión a las afueras del pueblo. Mientras tanto, Elena -a pesar de su impedimento- también se las ingenia para salir del hermetismo de una casa que rebalsa de aburrimiento. El médico (participación efectiva de Guillermo Pfening), que la visita en la casa, la lleva a sus rondas por el pueblo. Barrionuevo propone una atmósfera sensible, sensual y por sobre todo madura sobre cuestiones urgentes en el cine argentino independiente, preocupado por retratar el andar y la cotidianeidad de aquellos que deambulan en la hibridez etaria del pasaje a la adultez. Aunque no se detiene solo en una mirada general (por ejemplo, en los banditas de nenas y varones que se muestran en varios pasajes), ya que también reposa sobre lo estrictamente particular, representado en Lucía y en la amiga de Elena. Ambas no pueden ser clasificadas en ninguna columna, es por eso que aparecen aún más aisladas de un pueblo aislado de por sí. La iconografía de un interior profundo (una de las tantas asignaturas pendientes del cine nacional) asoma con fuerza, gracias a la puesta de cámara de Barrionuevo que se articula armoniosamente con las situaciones que envuelven, con cierta opacidad, una progresión vincular entre los personajes. El pulso firme de la directora también permite transitar una veta histórica reciente para construir una metáfora preciosa sobre cómo las búsquedas, las decisiones erradas (propias de la edad) y el gusto por la abulia pueden ser parte de un caldo de cultivo, expectante de una chispa para explotar. Atlántida es otra página de este fenómeno cordobés, que merece un foco mejor direccionado por parte del epicentro audiovisual (al menos en lo nominal) que es Buenos Aires, el cual solo apunta al cine del interior en el circuito de festivales pero niega un espacio verdadero en su cartelera comercial. La ópera prima de esta cordobesa podría (y debería) ser el punto de quiebre, al menos, para pensar la distribución del cine independiente realizado por fuera de la capital, lo que representa una doble lucha para llegar a un público más grande.
La canción de tu vida. La carrera para alcanzar el éxito, ese que se zarandea como una zanahoria, suele dar buenos réditos en las comedias que llamamos “feel good movie”, pensemos -por ejemplo- en Letra y Música (2007). John Carney, el director de la recomendable Once (2006), retoma una idea sobre dos personajes a punto de tocar fondo en sus vidas. El primero es un productor musical neoyorkino, Dan (Mark Ruffalo), poseedor de tiempos mejores en la industria, despedido en la actualidad por su antiguo socio, con quien fundó una disquera. La segunda es una joven inglesa, Gretta (Keira Knightley), quien acompañó a su novio músico a la ciudad de Nueva York para el cierre del contrato de su primer disco, en el que ella participaría con un par de canciones. Finalmente una “aventura” del novísimo rock star la deja en el mismo círculo de patetismo del productor, en la lona del sueño americano musical. De la misma manera que Inside Llewyn Davis (la obra maestra de los hermanos Coen, estrenada a principios de año), el film comienza con una cantante y su guitarra, sola frente a un público interpretando una canción completa. Las diferencias entre ambas películas, en primer lugar, está en el tono: mientras que la película de los Coen expone una Nueva York gris y depresiva, ambientada a principios de los años 60, el film de John Carney muestra un costado luminoso de la ciudad más cinematográfica del mundo y carga con ese rasgo a sus personajes, quienes rápidamente -mediante la gracia de las presencias de Keira Knightley (su crecimiento actoral es directamente proporcional a su alejamiento del mainstream más hueco) y de Mark Ruffalo (otro vino que se pone cada vez mejor con el añejamiento)- tiñen la empresa de grabar un disco, en tiempos ultra digitales que desprecian los soportes físicos, en una aventura urbana. El diálogo de esta película de Carney con la última de los Coen no es el único, también hay puntos de contacto con Frank (otro gran film musical de este año), de Lenny Abrahamson, porque allí también está presente la tensión por la búsqueda desesperada del éxito, un problema que sacude a los protagonistas de este corpus de cine melómano. Si para el pobre de Llewyn Davis el éxito negado era el discurrir circular del fracaso, para Dan y Gretta la zanahoria del éxito se termina transformando en una búsqueda que los intercepta con vistas a encausar nuevas tramas, como una suerte de contraplano del film de los Coen. Es así que la secuencia final tiene una resignificación simbólica a partir del splitter que funciona como conector para que Dan y Gretta escuchen las canciones almacenadas en un teléfono celular, durante un paseo nocturno por las calles de Nueva York. El plano final -como unidad mínima- del rostro de la gran Keira Knightley en bicicleta, con una corta profundidad de campo, resume la luminosidad de esta película, que no necesita diálogos ya que tan solo le basta la canción que atraviesa toda la historia: Lost Stars. Begin Again es una bienvenida película que completa el tridente de brillantes films musicales (y bien opuestos unos de otros) del 2014.
Infidelidad en los tiempos de las redes sociales. Es interesante como algunos directores amantes del cine de género trabajan mejor la pureza de sus procedimientos y dinámicas cuando plantean películas exploratorias; indagadoras en el estilo y en la forma. Sandra Gugliotta viene serpenteando su carrera sin atarse a un mundo. Su opera prima era una mirada urgente sobre la juventud en tiempos pre-corralito financiero (Un Día de Suerte), luego de varios años regresó con un policial gélido y algo críptico (Las Vidas Posibles) y el año pasado estrenó vía streaming La Toma, de paso también por el BAFICI 2013; un documental bien desde las entrañas de la problemática de los estudiantes secundarios y las tomas de escuelas. Finalmente en su tercera película recala su cine en la plena caja contenedora de los géneros, ya sin coqueteos. Arrebato muestra más pasión por la dimensión temática de su historia que por lo formal, en especial del armado temporal del relato. Sus situaciones se enganchan a la fuerza de su protagonista que deambula con pocas motivaciones; un escritor urgido de escribir un nuevo libro que acepta de mala gana la sugerencia de su editor para contactar a la viuda de un asesinado -en un caso que se ha replicado mediáticamente- con el objetivo de obtener información no divulgada para su nueva historia. Como dice la regla del policial: mientras avanza en el caso, el investigador sufre un declive en su vida personal. El hilado de situaciones de la pesquisa policial no progresa, solo se incrementa el tono de los encuentros entre el escritor (Echarri) y la viuda (Brédice), sospechosa número uno del crimen. El problema principal es cuando el guión necesita desentenderse de la previsibilidad del caso y la mejor idea que surge es apostar a un nuevo borrador, y es así que las flechas apuntan al escritor en la segunda mitad, bajo la idea de narrar la misma película pero desde la subjetividad del protagonista, quien aparece ahora implicado en un homicidio idéntico al del caso que investigó y que publicó en su nuevo libro. No es casual que en la conferencia de prensa las preguntas se hayan direccionado -en su mayoría- hacia el tema del film (la infidelidad, la traición, etc.) y casi nada en los modos empleados del lenguaje cinematográfico. La urgente actualidad de las redes sociales como espacios de confraternización (en el mejor de los casos) y las consecuencias de la piratería 2.0 son los dos focos fundamentales, que en realidad conforman una articulación casi como “causa y efecto”, lo que parece interesarle en definitiva a la directora. De tal manera es que la segunda parte es casi una radiografía de los actos del escritor, sin un vuelo narrativo capaz de zigzaguear lugares comunes, como el concepto del “falso sospechoso” o del final terriblemente descriptivo. Quienes parecen ser los únicos en entender el juego de los estereotipos son Gustavo Garzón (en la piel de un perro de presa con modales, al interpretar un fiscal que investiga al protagonista) y Claudio Tolcachir (el editor cizañero), quien descomprime los momentos tensos por ser el único de los personajes principales ajeno a la trama criminal.
Duelo al sol. El western, el género por antonomasia, siempre tiene algo que decir. Sea en clave directa bajo la estructuración de todos sus rasgos o la parodia, de la cual se pueden desprender al menos dos tipos: aquellos que respetan la esencia y los que se posan sobre un falso umbral de superiodad, el caso de Seth MacFarlane. El Ardor, opus tres de Pablo Fendrik, viene a buscar un lugar en la columna de los westerns más clásicos, aunque sin atarse a gran parte de los elementos característicos del género. El protagonista es un hombre misterioso (y hasta místico) que llega del medio del monte misionero hasta un rancho asediado por unos bandidos que pretenden apropiárselo con fines comerciales relacionados con la tala y el avance industrial acechante sobre paisajes naturales. La primera de las conexiones con El Jinete Pálido (1985) de Clint Eastwood se evidencia en esta llegada de un personaje que bordea lo metafísico y en la defensa de la tierra, un motivo de varios ejemplares del género madre de todos. Bajo una estructura narrativa clásica de situaciones y acontecimientos, El Ardor maneja los tiempos internos sin temerle a la sensación de pesadez en el estiramiento (necesario) de sus escenas ni tampoco a la escasez de diálogos, que se transforma en una de las cualidades de los personajes de Gael García Bernal y de Claudio Tolcachir (un villano de antología), protagonista y antagonista respectivamente. En el primero está ese misticismo mencionado, el cual robustece las acciones, mientras que en el villano -actante piramidal del género- hay un tono monocorde; constructor de una malicia subliminal. La tensión entre buenos y malos siempre tiene matices y es allí donde radica la belleza particular de aquellos films que deciden alterar, al menos levemente, el curso de los mandatos genéricos. En El Ardor se halla tal condición en la presencia más cercana para el público latinoamericano de un escenario hostil porque la selva misionera surge como amenaza (para los villanos) pero a la vez como un lugar imperioso de ser preservado (para los buenos), aunque lo interesante que se desprende de la historia es que ninguno tiene el derecho de posesión sobre el entorno natural. Luego de su ópera prima, la epidérmica El Asaltante, y del archipiélago de personajes desgarrador de la brutal La Sangre Brota, Fendrik expande su poder como cineasta en esta producción internacional, en función de un cine que no se define por el género más puro ni tampoco por el camino tomado por muchos de sus contemporáneos en la era post Nuevo Cine Argentino. Su tercera película es independiente porque mientras que sus predecesoras funcionaron de manera simbiótica (la demora en la realización de la segunda permitió que se hiciera la primera como un ejercicio casi guerrillero en las formas de filmar), aquí el salto de calidad no solo está en el manejo de recursos inéditos en su filmografía por la coproducción internacional sino también en la audacia de trabajar bajo los cánones del western, en un intento por acercarse a un público masivo, del cual una gran proporción seguramente hará el camino inverso y rastreará sus películas anteriores. En el cine de Pablo Fendrik hallamos esa simbiosis entre el género -bastardeado aún más durante este 2014- y la identidad autoral que siempre parece pender de un hilo por no hallar alguna cobija en el circuito comercial: probablemente él sea quien ocupe el lugar dejado trágicamente por Fabián Bielinsky. El Ardor es, sin dudas, el despertar de una nueva etapa en el cine nacional.
Glorias (no tan) pasadas. Los Indestructibles 3 (de la misma manera que sus dos películas predecesoras) no viene a hacerse cargo de los problemas actuales de Hollywood en el cine de acción, más bien refuerza la idea de que las nuevas tecnologías -al menos en este género- no pueden suplantar los valores humanos, aquellos por los que esta saga se ha convertido en un éxito. Es cierto que en la entrega anterior Stallone forzaba de más los procedimientos nostálgicos, al punto de desgastar el concepto de recuperación de glorias pasadas, porque el desfile de nombres ya no sólo no sorprendía sino que transformaba esa frescura inicial de autoconciencia en pequeños segmentos sin cohesión narrativa; lo cual no es precisamente uno de los requerimientos fundamentales para esta clase de productos. El engranaje luce más aceitado en esta tercera parte: las incorporaciones de Ford, Gibson y Grammer suman más por calidad actoral que por simple presencia física (lo que sucedía en la segunda parte) y las escenas de acción sortean con gracia la limitación del PG-13, que le quita toda la carga hiperbólica de las muertes ultra sangrientas (rasgo de los ejemplares más trash de la acción ochentosa). La presencia de Ford -con su cara ajeada y cuello colgante- enaltece el papel que Bruce Willis hizo en las partes anteriores porque extrae de los diálogos bidimensionales un tono perfecto para su voz y su sonrisa estirada hacia un costado. En el caso de Mel Gibson, su villano Conrad Stonebanks es una suerte de Martin Riggs (el personaje de la clásica Arma Mortal) pero diabólicamente seductor bajo una sobredosis de histrionismo aunque sin perder la ferocidad exigida por su rol de traficante de armas, en esa ambigüedad está su fortaleza. Kelsey Grammer (quien muestra gran química con Stallone) es la rueda de auxilio a la que acude Barney Ross en busca de reclutas con sangre joven para conformar un nuevo grupo de Indestructibles, luego de despachar a sus viejos amigos tras la misión casi trágica del inicio. Es en la grandilocuente secuencia final que Stallone y cada una de las viejas glorias pone todo de sí en situaciones que involucran desactivar bombas, asaltar tanques, tirarse de las alturas más temibles, combatir cuerpo a cuerpo con más de un hombre a la vez y atravesar capas de diferentes superficies para salir simplemente con algunos rasguños; todo lo que se espera de este séquito que no necesita innovar vacuamente ni apelar a artilugios digitales de estos tiempos para entretener. De algún modo esta última idea llevaría a pensar que poco hay de hollywoodense en Los Indestructibles 3, más que la presencia de otrora estrellas de la industria, porque la acción de los Stallone, los Schwarzenegger, los Gibson y otros de menor renombre deambula actualmente por las esferas marginales. Basta con ver cómo sus últimas producciones fueron esquivadas por los estudios: de más está decir que Bullet to the Head (no estrenada en Argentina), Escape Imposible y Get the Gringo se ubican entre las mejores películas de género de los últimos años.