El porno tan temido Parecía que el mayor mérito de esta ópera prima de Joseph Gordon Levitt era la de quitarle el halo de gravedad a la idea de masturbarse, que impuso la infame Shame del sobrevaloradísimo Steve McQueen. Lo que sí hay, a pesar de esa mirada menos ponzoñosa sobre la autosatisfacción sexual, es algo de hipocresía al poner al protagonista, Jon (Gordon-Levitt) como un hombre que siente -como parte de una rutina bien delineada- la necesidad de confesarse en la Iglesia por tales actos impúdicos; no sólo masturbarse sino también tener sexo ocasional.
Quieren sacarle jugo a las piedras Es notable como una fórmula aparentemente odiada por -casi- todos como el terror found footage, recula y vuelve a lanzarse impetuosamente: este es el caso de la franquicia Actividad Paranormal. El found footage tiene en The Blair Witch Project (1999) a la madre de todos los males, que tardó en hacer ebullición y fue precisamente con Actividad Paranormal que se diseminaron estas películas en las que se buscaba exponer el –supuesto- registro de un acontecimiento con una camarita de vídeo, en mano y en una calidad amateur, y sin importar la premisa: un monstruo que ataca una ciudad, un grupo de jóvenes que experimenta sobre sí mismos poderes sobrenaturales, cintas encontradas en una casa abandonada que cuentan historias terroríficas, etc. Que funcione muy bien para el género de terror el escenario de un registro realista tiene su razón de ser en la búsqueda del miedo: mientras más real (la construcción) mejor. La tensión del verosímil se desplaza al estatuto de lo real, este giro formal eclipsó cualquier idea narrativa más o menos profunda. Mejor dicho, se mantuvo la estructura flaca de las historias de jóvenes encerrados: en un hospital (el caso de Fenómenos Paranormales) o en otros espacios (algunos cortos del díptico Las Crónica del Miedo), y otros experimentos más arriesgados como Poder sin Límites (que lograba escapar de la fórmula reiterada de adolescentes sin mucho seso atormentados por seres o espíritus extraños) eventualmente recaían en lo mismo...
El rey de la tragicomedia Belfort (Leonardo DiCaprio) es una variación de Henry Hill, el protagonista de Buenos Muchachos que encarnaba Ray Liotta, el cual abría el film con el siguiente diálogo: “desde que tengo memoria siempre quise ser un gánster”. La gran diferencia entre ese film que inauguraba la década de los noventa y El Lobo de Wall Street es el tono. Belfort -al igual que Hill- se cobija en una familia, aquí no de italoamericanos sino de renegados que sin embargo comparten los códigos de la mafia. La violencia está sustituida por el sexo, este es el gran trueque de Scorsese, no hay trompadas o asesinatos a sangre fría para inocular respeto sino un gran desenfreno por el sexo y las drogas. El joven Belfort recibe una lección -a modo de manifiesto- de parte de Mark Hanna (el mejor papel de Matthew McConaughey), un personaje que aparece sólo cinco minutos y que le dice que el trabajo de corredor de bolsa sólo se puede hacer bajo los efectos de la cocaína. Las drogas y el sexo omnipresentes en el relato tienen un tratamiento tragicómico. La secuencia más álgida sobre las drogas que se consumen, es la de Belfort y su ladero Donnie (un imposible Jonah Hill) en la que ninguno de los dos pueden disponer de sus capacidades motrices...
Powerful Girls La historia de Disney demuestra que las fórmulas que siempre la sacan de cualquier pozo son las propias, por más que le compre a George Lucas los derechos de Star Wars, a Paramount los de Indiana Jones, y previamente haya adquirido -incluso- un competidor, los Estudios Pixar. La estructura símil cuento de hadas y el poder narrativo de sus películas más clásicas han renacido tres años atrás con Enredados, aquel film basado en Rapunzel. En Frozen, la gran aventura de una princesa se desarrolla de la misma manera que otros cuentos adaptados por Disney en su época de oro, casi a la par del clasicismo de Hollywood. Es el renacer de ese gusto por las narraciones clásicas, por las historias que se deslizan por la senda de un devenir preconfigurado pero cargado de variaciones, en un rango que va desde la sutileza hasta la evidencia firme. En este último extremo encontramos el riesgo tomado por el gigante de la animación, riesgo que funciona como un ajuste de la dioptría de los tiempos actuales...
Un (nuevo) placer culposo El comienzo de Último Viaje a Las Vegas (¡ay estos títulos locales!) retrata una amistad, versión Hollywood. Los cuatro protagonistas –en sus años preadolescentes- se vengan de un bravucón y logran escapar con un objeto que tendrá un valor dramático a futuro. Como si nada, hay una elipsis de cincuenta y ocho años, que muestra a los cuatro señores ya entrados en la tercera edad. Kevin Kline hace ejercicios acuáticos de mala manera, acompañado de su mujer y un séquito de gerontes. Morgan Freeman aparece como el más enfermo físicamente de los cuatro, tratado como un niño por su hijo. Robert De Niro es un viudo ermitaño que convirtió su casa en un santuario en honor a su mujer fallecida. Michael Douglas hace de lo que hace mejor: de un millonario aburrido. Una decisión tomada con algo de premura es la que motoriza el reencuentro de los cuatro amigos, como así también el relato...
Una de escritores En la familia Borgens casi todos son escritores. El padre, William (Greg Kinnear, parecido a Tom Hanks aquí, no pregunten por qué), la hija mayor Samantha (una cínica Lily Collins) y el hijo menor Rusty (Nat Wolff). Estos tres personajes están relacionados con la literatura, casi de manera impostada en el caso de los hijos ya que arrastran la sombra de su padre, un escritor algo famoso y muy respetado en el ambiente. Samantha llega a su primera cena de Acción de Gracias, tras el primer año en la universidad, con una noticia: publicaran su primera novela. Rusty, quien se alegra a medias, termina por fastidiarse cuando escucha que la editorial que le va a editar el libro a su hermana es nada menos que la de su ídolo Stephen King. ¿Qué hay de las vidas personales? También un tema en común: las vicisitudes del amor, no por nada los cráneos locales le han puesto a esta película Un Lugar para el Amor, aunque el original -Stuck in Love- no es demasiado brillante tampoco...
El odio al cine “Misiones, 1999”, este paratexto aparece a la derecha, abajo y chiquito dentro de una pantalla negra. Esta timidez para establecer el momento de la historia es entendible, lo que no significa que se justifique. Antúnez (Daniel Valenzuela), un trabajador maderero del interior de la provincia de Misiones, se convierte en un nuevo desocupado. Las urgencias familiares y un contexto de malaria sin chances de encontrar un nuevo trabajo, lo inducen a recurrir a su única oportunidad: cruzar el río del pueblo que limita con Paraguay para traer droga con su compadre (el debutante Julián Stefan), quien ya hecho este trabajo para un narco local (Juan Palomino, en clave seca y temeraria)...
El naturalismo y el box Estamos ante un documental observacional de Víctor Cruz (recordemos su aceptable film de suspenso, El Perseguidor) en el que la mirada se posa sobre el gimnasio de Alberto Santoro, un notable entrenador de boxeo. La lucha diaria, sin la épica del cine, es mostrada por una cámara que parece estar siempre a resguardo, lejana y sin inmiscuirse entre los personajes. Las historias, catalíticas en apariencia, forman un tejido narrativo sobre la cotidianeidad del boxeador amateur o semi profesional. Tenemos al boxeo como deporte duro -obviamente esto no se descubre con el documental- sustentado por el entrenamiento, el sacrificio y el pago directo con el cuerpo ante un error. La discusión vacua acerca de si es o no un deporte queda finiquitada -aquí sí podemos descubrir algo- al escuchar a Santoro. Las indicaciones para sus pupilos son casi siempre técnicas: posición, golpe, movimientos de brazos y piernas, etc. Probablemente la mejor escena es la de una coreografía de siete golpes que un boxeador no puede dar. La paciencia, la repetición y las alternativas que Santoro ensaya son propias de un educador, conforman una guía inductiva para la solución del problema...
Suspenso low tech Tenemos una historia sobre dos compañías high tech de telefonía celular que son rivales, ambas son controladas por hombres maduros, casi próceres de la innovación tecnológica. Entre ellos hay un pasado de disputas que potencian la pugna, más aún, fueron socios en el negocio. Ellos representan la idea de que no hay peor enemigo que el que alguna vez fue amigo. La rivalidad tiene sentido porque cada uno necesita del otro: Wyatt es el cerebro y Goddard (sí, Goddard) es el visionario del marketing. Si hasta aquí la premisa parece interesante, la encarnación de estos personajes en las pieles de Gary Oldman (Wyatt) y Harrison Ford (Goddard) colorea un poco el armado narrativo inicial...
La seriedad de la autoconciencia Este Es el Fin se estrena casi de casualidad, ya que la cartelera argentina parece no tener lugar para las comedias guarras o, al menos, las no tan convencionales. Esto le sucedió a El Increíble Burt Wonderstone y también a otro exponente reciente sobre el fin del mundo: The World’s End, de Edgar Wright, un nombre al que los distribuidores todavía no le ha dado un lugar. La película de Goldberg y Rogen, más que un film dirigido por dos parece la obra de un colectivo, de una troupe que se junta a filmar en modo de “grandes éxitos” una comedia con tintes apocalípticos sin, en apariencia, demasiadas pretensiones. No quita que la película trabaje con ciertos elementos que construyen, por ejemplo, un metadiscurso sobre la interpretación y especialmente la NCA, “nueva comedia americana”, encarnada en las películas producidas y dirigidas por Judd Apatow...