Postales. El título seco de esta nueva película de Alexander Payne conduce al peligro de encontrarse con una road movie igual de seca. La sequedad no es algo malo. Es, en el caso de Payne, una virtud. Su cine rebota en los géneros para no casarse con ninguno de ellos; sus personajes y derroteros atraviesan estados de ánimos contrapuestos sin escalas. No por nada hay en el último tramo de su filmografía un gusto agridulce por esto de viajar: un último paseo de soltería, antes de surcar “la ceremonia funesta del casamiento” en Entre Copas, el (re) ordenamiento en la vida del protagonista de Las Confesiones del Sr. Schmidt y el rastreo del paradero del amante de la esposa de George Clooney en Los Descendientes. En Nebraska, el viaje y -también- la idea de búsqueda tienen un carácter más tangible, el viejo Woody Grant (Bruce Dern) quiere llegar a Lincoln, cerca de Billings (su pueblo) para cobrar un millón de dólares. Tal idea suena perfecta si no fuera porque se trata de una “estafa legal”, producto de una idea marketinera para atraer subscriptores para una revista. Woody es el único que se rehúsa a ver esta “estafa”, solo puede ver la carta que le dice que ha ganado el dinero. Sólo su hijo David se apiada al ver que es imposible convencerlo y decide iniciar un viaje -en apariencia- corto para complacer a su padre alcohólico y extremadamente débil para movilizarse.
Sin corazón pero con dignidad. De antemano la remake de RoboCop jugaba con -al menos- dos goles en contra. Primero por el simple hecho de ser una versión del clásico de Paul Verhoeven, el cual englobaba a su favor varios rasgos de la ciencia ficción y coqueteaba con la clase B pero que nunca dejaba de mantener un tono crítico, incluso desde varios ángulos (todo esto bajo una capa de ultraviolencia y bestialidad indeleble). En segundo lugar, la presencia de José Padilha como director bajaba aún más las expectativas, basta recordar su prontuario en su país: el díptico Tropa de Elite y el documental Ómnibus 174, las tres películas cortadas por el mismo filo fascista… alguno podría pensar que fue precisamente esta característica de su filmografía la que lo llevó a tener su oportunidad en Hollywood.
Hallmark no se murió, Hallmark no se murió… Casi un mes atrás, se vio una nueva versión del mito japonés, 47 Ronin, película que contaminaba la historia original con ribetes poco imaginativos de fantasía y hasta incluía un protagonista inexistente, el personaje de Keanu Reeves. Hace una semana se estrenaba Yo, Frankenstein; pastiche fantástico y suerte de crossover temporal del clásico romántico de Mary Shelley. Hoy es el turno de La Leyenda de Hércules, deudora de la corriente que comenzó con 300, centrada en la recuperación de la épica pero mezclada con la fantasía y los mundos creados por computadora, no sólo en las imágenes de lugares inexistentes sino también en la representación artificial de elementos como la sangre y ralentís.
Una transposición emancipada. Siempre se acusa a una transposición cinematográfica de una obra teatral de tener una correspondencia excesiva con el lenguaje del texto fuente, sin poder ofrecer, desde el cine, una salida artística, no sólo por la mera forma, sino por un desarrollo narrativo que permita al nuevo texto desprenderse y tener una conciencia propia. Agosto, del director John Wells (quien hizo -casi- todos sus trabajos anteriores en un tercer lenguaje: la TV), aspira a emanciparse de la carga transpositiva exigida por una obra teatral, a la que se la puede considerar superior por default, por el sólo hecho de pertenecer a un lenguaje más realista, más cercano al público y por tener la cualidad de lo efímero, porque la experiencia de una presentación jamás se repite. A todo esto hay que agregarle la popularidad que ha ganado esta obra escrita por Tracy Letts (quien se encargó también de escribir el guión), atenuante que termina de revestir esa capa de inmunidad que cubre a las piezas teatrales que son “destruidas” por el cine. Wells parece más un estratega que un director, se cubre eficazmente de la sobreactuación de sus intérpretes (especialmente por tener de protagonista a Meryl Streep) pero más que nada del diseño producción (el llamado production design) porque si bien la locación principal es la casa familiar, esta podría haber sido un simple escenario teatral, lo que hay es una luz natural que cubre todo el film. Los exteriores (el jardín de la casa, el agua -espacio netamente dramático-, la ruta) funcionan más como parte de una historia familiar que como espacios de oxigenación para la narración o para los propios actores. La luz amarilla y naranja oficia de contrapunto de las miserias familiares -motivo temático universal-, que provienen del afuera; son lo que se les escapa a los personajes ya que cada uno está inmerso en su mundo, que poco respeta al del otro. Ello está ejemplificado en la secuencia de la cena familiar, en la que se supone debería sobresalir el diálogo, no obstante lo que se puede desglosar de ella son monólogos (casi todos provenientes de la madre de la familia, el personaje de Streep) y pocas interacciones, siempre interrumpidas por un tercero. Probablemente la situación que mejor define a esta familia disfuncional esté sintetizada en el único discurso de la hija de los personajes de Julia Roberts y Ewan McGregor, encarnada por Abigail “Miss Sunshine” Breslin, quien osa decir que es vegetariana, brindándoles el argumento de que lo que se consume junto a la carne es miedo, el cual todos llevan inoculado por pertenecer a esta familia. Claro que el segmento finaliza en carcajada general.
Crepúsculo. Más allá del estreno local excesivamente tardío, Esto no es un Film representa el triunfo de la resistencia a muchas cosas: lo absurdo de una condena (los seis años de prisión y los veinte de prohibición para desempeñar cualquier actividad cinematográfica) y la ausencia de resignación ante el peor de los panoramas posibles. Jafar Panahi no se muestra iracundo ni irritado ante semejante delirio, sino que expone su lado más lucido para sortear -probablemente para él- la parte más dolorosa de la condena: la imposibilidad de filmar. Este pequeño documental tiene numerosas capas que representan ni más ni menos que el triunfo de la creatividad ante la limitación impuesta. El día de Panahi comienza con un desayuno y una llamada a su abogada para consultarle por novedades en la causa, sin embargo él se muestra más impaciente por la llegada de su amigo, el director Mojtaba Mirtahmasb (quien oficia de camarógrafo también). Junto a la figura del director se acrecientan los problemas con el Estado iraní, quien comienza a denegarle los permisos para filmar: de ahí parte una de las ideas para Esto no es un Film, la de leer un guión y tratar de representarlo en su casa. Los impedimentos técnicos, arquitectónicos y de clase (Panahi es claramente un hombre privilegiado en un país con un alto nivel de pobreza), le empantanan el deseo de mostrar al mundo este guión que no le dejaban transformar en película, en función de la susodicha condena. A pesar de una nueva traba, continúa sin mostrarse abatido, saca una copia de Crimson Gold (una de sus grandes películas) y evalúa, junto a su amigo, una escena de ese film. El día pasa y la historia pasa por otras capas: la interacción con su iguana que se mete por diferentes recovecos (alertada por la tranquila cámara de Mirtahmasb), la presencia de una vecina que le pide el favor de cuidar a un perro y -principalmente- una realidad exterior que se cuela a través de ruidos y estruendos que confunden, ya que al principio no se distingue si son productos de una celebración o una manifestación.
En el box como en la vida. Cada uno por su lado, Robert De Niro y Sylvester Stallone, en los últimos años ha hecho de la autoconciencia un motor de sus últimos films. El actor de Buenos Muchachos lleva más de una década riéndose de sí mismo y del estereotipo de mafioso que representa su sola figura en escena. Sus trabajos son arriesgados porque fuerzan los límites de esa “mirada meta” que lo llevó a hacer probablemente los momentos más ridículos en su carrera, casos Showtime y Analízate, por nombrar un par de ejemplos. Stallone con la saga Los Indestructibles supo organizar, no sólo desde su rol protagónico sino también desde la producción e incluso la dirección, un revival fresco, en términos generales, de estrellas del cine de acción algo devaluadas, aunque también con nuevos exponentes del género. En primer lugar hay que reconocer que en Ajuste de Cuentas, Peter Segal no se tienta en hacer un duelo pueril entre Jake LaMotta y Rocky Balboa, más allá de los soportes publicitarios que sí apuntaron los cañones hacia la relación más obvia entre esos personajes míticos. Inevitablemente al tratarse de un film de boxeo, sostenido por la presencia de sus actores principales, tiene que tejerse una disputa más allá de los límites del cuadrilátero. El odio entre ambos tiene una historia de treinta años, cada uno venció al otro en una ocasión y una tercera pelea definitoria quedó en el olvido cuando “Razor” Sharp (Stallone) se retiró, lo que dejó a un “Kid” McDonnen (De Niro) convertido en una queja ambulante. Cada uno representa, también, una antítesis actual del otro, mientras el primero vive de su antiguo empleo en una fábrica (como si se tratara de Rocky a la inversa), el otro es dueño de una concesionaria y un bar. La rutina de Razor se desestructura por lo que la pelea tan mentada cobra cierto carácter tangible en un futuro cercano.
Somnífero de patriotas. Tom Clancy, fallecido hace unos meses, supo convertir en best-sellers de aventuras las andanzas de un tal Jack Ryan, personaje con perfil psicológico ejemplar para los ojos de los Estados Unidos: universitario, militar y patriota. La particularidad de Clancy, dentro de la literatura de espionaje, fue la de poner en primer plano -ya desde La Caza al Octubre Rojo- los mecanismos de la CIA y el revoloteo de la corrupción de un solo hombre, cuanto mucho un puñado pero nunca del organismo de seguridad, algo que también había que proteger porque como sucede con las instituciones, especialmente las construidas para salvaguardar los intereses propios “en el mundo fuera de los Estados Unidos”, éstas funcionan perfectamente hasta que germina la semilla podrida. No es casual que tanto en Peligro Inminente como en Juego de Patriotas, el que enciende la mecha del desmadre sea siempre un “in-house man”, la idea del enemigo interno que tanto apasiona y desvela a la arista más conspiranoide en Estados Unidos. Después de dos sobrias transposiciones, ambas protagonizadas por Harrison Ford (indiscutiblemente el mejor Ryan), es llamativo que La Suma de Todos los Miedos (ya con Ben Affleck reemplazando a Ford) no haya funcionado del todo, tratándose de un film sobre un mega atentado posible en Estados Unidos, estrenada a menos de un año del ataque al Word Trade Center. Precisamente, sobre esos eventos se posa Código Sombra: Jack Ryan.
Cierre de la trilogía del retazo. Escándalo Americano es una película de retazos, como lo es casi todo el cine de David O. Russell. Narrativamente sus historias suelen empastarse, como sucede aquí, en este cuadrado de personajes unidos por la codicia y (otra vez sopa) “el sueño americano”. Lo interesante es que parece haber algo más, en la superficie se siente que Russell tiene más interés por las conexiones entre sus personajes que por la trama, de ahí que la placa de “algunas de estas cosas sí sucedieron” sea lo primero que vemos. La necesidad es lo que teje la unión de sus personajes, como sucedía también en The Fighter y en El Lado Luminoso de la Vida. Precisamente desde The Fighter, Russell es el mimado del ala más conservadora de Hollywood, es la apuesta para mantener viva la idea del cine clásico estadounidense, ya lo hicieron con Ron Howard: lo llenaron de premios, de presupuestos fastuosos pero se equivocaron, su cine nunca superó la mediocridad. La realidad concreta es que para las recientes nominaciones de los Oscar, Rush fue ignorada por completo, la confianza se rompió. Russell es el que llega para mostrarse como un director que hinca en conflictos familiares pedregosos o en temáticas sensibles de una manera particular. La cualidad estilística de sus films es un conglomerado de otros cines. Escándalo Americano tiene un poquito de Scorsese, en los zooms y paneos violentos a corta distancia, también algo de esa narración que P. T. Anderson suele esconder en una trama autoral (confundida a menudo como inconducente).
Mal llevados Luc Besson siempre fue un director de buenas ideas y conceptos generales pero nunca un gran narrador, más bien uno desordenado y caótico, ávido de sacar precozmente su amplio repertorio de balaceras, persecuciones automovilísticas y largos “etcéteras” del cine de acción. En The Family (título simple y efectivo, en las antípodas del local Familia Peligrosa), Besson esquiva la parafernalia de su cine más chato y amplía el desarrollo de sus personajes, aprovechando el imaginario construido sobre el mundo de la mafia y la cinefilia, que gira alrededor de un género perfectamente demarcado. Género que parece sobrevivir desde una mirada posmodernista y revisionista en clave paródica, tomado como un hipertexto.
El cliché de los sueños La última serie de películas de Daniel Burman se ha distanciado ostensiblemente de su “trilogía de la identidad”. Desde El Nido Vacío su cine emprendió un camino de mayor adecuación a los géneros, acompañado también por elencos más rimbombantes y un apoyo presupuestario más industrial. En Dos Hermanos, la dupla Gasalla- Borges operaba más en el orden de un espacio televisivo, adosado a una puesta en escena que parecía potenciar una idea que resultaba chocante. La cuarta de la serie es El Misterio de la Felicidad (sucesora de la impresentable La Suerte en tus Manos), que mueve los engranajes genéricos de las parejas -al parecer- imposibles que tuercen lentamente esa pugna que impide la unión. El comienzo de la historia tiene una economía de situaciones y encuadres que augura una comedia industrial bien de fórmula sobre la soledad inesperada, que es la que experimenta Santiago (Guillermo Francella), luego de ser abandonado por Eugenio, su socio de toda la vida, dejándolo solo a cargo del negocio de venta de electrodomésticos. A continuación se hace presente la esposa del ausente, Laura (Inés Estévez) para ocupar, en varios órdenes, el lugar de su marido.