"El hombre inconcluso", un policial puro, cosecha argentina. El policial puro no suele ser un género muy frecuente en el cine argentino. Sí hay películas que toman algunos elementos reconocibles de su formato, pero para construir narraciones que acaban decantando hacia otros géneros u otras intenciones. Por eso sorprende la coherencia con la que El hombre inconcluso, primera ficción como director y guionista de Matías Bertilotti, se mantiene dentro de ese molde a lo largo de casi todo lo que dura su relato. Hay un crimen (un oficial de policía se sorprende cuando, desde un pueblito perdido en una provincia, llega un pedido de captura a su nombre, vinculado a un asesinato); hay un misterio (una persona con su mismo nombre, nacido el mismo día y con número de documento correlativo que ha desaparecido tras la muerte); y hay una investigación y un pueblo lleno de sospechosos que casi funciona como un cuarto cerrado. El problema no es que El hombre inconcluso sea una película de recursos escasos, sino que, por lo contrario, se excede en las decisiones formales que le van dando forma al relato. No mucho, ni de manera ampulosa, pero si notoria. El uso de una voz en off inicial, por ejemplo, resulta un exceso que tiene su origen en una idea un poco conservadora de lo que debe ser un policial y de qué manera debe contarse. Como si la sola presencia de esa voz de aspiración literaria le permitiera al relato adquirir una atmósfera noir, pero que enseguida se revela como un gesto manierista. Algo parecido puede decirse de algunos personajes, cuya sola existencia solo parece explicarse a partir de la necesidad de adosarle al relato algunos toques (innecesariamente) costumbristas. O la banda de sonido expresionista, a veces invasiva, cuyo protagonismo por momentos se cuela por encima de la acción. A diferencia de eso, resulta de cierto interés la idea de utilizar dos tipos de fotografía distintas para representar líneas del relato que corren en paralelo. Por un lado el presente, en el que el oficial investiga el crimen, filmado con un tono azul acero que busca remedar los claroscuros del policial negro. Por el otro, una paleta más saturada para destacar con colores brillantes los hechos ocurridos una semana antes y que desembocarán en el crimen, revelando el misterio sobre el clímax de la película. Una idea simple y no necesariamente original, pero que Bertilotti utiliza con cierto estilo. Queda para el final, junto con la resolución del caso, una segunda revelación que le da al relato una perspectiva y una connotación histórico-política que puede ser percibida con cierta ambigüedad. Por un lado, como una iniciativa bienvenida para utilizar el registro de ficción para representar la historia. Por el otro, como un recurso que, como la banda sonora, parece querer volverse más importante que el cuento que la película acaba de contar.
"Juana Banana": cómo hacer pie en la adultez Julieta Raponi compone a un personaje querible y odiable al mismo tiempo, entre vacilaciones propias y falta de oportunidades. Recién presentada en la Competencia Argentina del Festival de Cine de Mar del Plata, Juana Banana, noveno largo de Matías Szulanski, provocó un modesto cisma entre quienes asistieron a la 37° edición de la tradicional celebración de cine. No es que se trate de una película revolucionaria ni mucho menos, pero sí de una compuesta de tal forma que de inmediato polariza a los espectadores. Sin grises ni puntos intermedios, por un lado están los que la detestan y, por el otro, los que la adoran. Pero a ambas facciones no las separan las discusiones de la cinefilia dura, como el uso del travelling, la eficacia del montaje o el virtuosismo de la fotografía. El elemento de Juana Banana que provoca reacciones tan diversamente opuestas y que a primera vista parece superficial, aunque en realidad implica cuestiones humanas mucho más profundas, es su protagonista. Juana es actriz. Pero no una estrella, ni siquiera una reconocida (ni reconocible). Tiene 28 años y a duras penas consigue papelitos que le permiten hacer apariciones fugaces y esporádicas en algunas publicidades. No es alta ni llamativa, tampoco fea, sino lo que en el universo de la publicidad se define como CBG, una “Cara Bonita Genérica”. Como Pepi, Luci y Bom, Juana también es una chica del montón (y no es casual que la sombra del primer Almodóvar aparezca al ver la película). Szulanski construye en Juana Banana un retrato generacional, el de los jóvenes del siglo XXI que tras dejar atrás la adolescencia y ya de lleno en la vida adulta, no consiguen hacer pie en su propio camino, donde la falta de oportunidades se mezcla con las vacilaciones de cada uno. Y lo hace a partir de un relato en el que la cámara funciona como un narrador omnisciente que nunca abandona a la protagonista, cuya presencia ocupa el 100% de las escenas. Una decisión que le exige al espectador convivir con Juana durante los 80 minutos que dura la película. A priori parece fácil. Pero ocurre que el tiempo es ambiguo, una unidad de medida constante cuya percepción se encuentra atada a la relatividad de lo subjetivo. Para decirlo en criollo, el tiempo parece pasar más rápido en situaciones gozosas y se vuelve una carreta ante lo insufrible. Las películas son una prueba fáctica de ese hecho: he ahí la grieta. Porque si bien es cierto que, desde lo estadístico, Juana es una chica del montón, la cámara de Szulanski, con su obsesión por seguirla a todas partes como un ángel de la guarda, la convierte en única. La película adora a su protagonista y si el espectador entiende las razones de ese amor también puede enamorarse. Si no lo hace, la chica podría volverse insoportable. Y ese es un riesgo que forma parte de la apuesta de Juana Banana. A Juana le pasa de todo, pero nunca se queda quieta. Su lengua tampoco: habla hasta por los codos con una voz finita y tiene una risa fácil, que por momentos la vuelven una versión viva del Pájaro Loco. Su novio la deja y da toda la sensación de que la engaña con una ex; se queda sin casa y tiene que irse a vivir de prestado al sillón de una amiga; va de casting en casting como un vía crucis, soportando con una sonrisa situaciones absurdas. Sin embargo, nada parece alterar su candoroso buen humor. La labor de Szulanski registra varios aciertos. Uno es la capacidad de transmitir la angustia de la protagonista a pesar de su aparente jovialidad y sin resignar ternura. Juana no habla sin parar ni se ríe porque es idiota, sino porque es la única forma que encuentra de hacer que la realidad sea menos monstruosa. Un modo de supervivencia. Y eso la convierte en el luminoso centro de un universo paralelo irrepetible. En esa decisión hay un gesto generoso hacia el público. Otro podría ser su carácter empático: la película llega a ser agobiante bajo esa apariencia absurda y banal, pero incluso en sus peores momentos nunca deja a su personaje sin salida. Por último, Julieta Raponi, la protagonista, que compone a esa Juana querible y odiable al mismo tiempo. Un hallazgo. Sin ella no hay Juana Banana.
"Little Joe: el negocio de la felicidad": una pieza de diseño. En el universo de "Little Joe" no hay lugar para sentimientos desbordados, sino que la vida transcurre asordinada por la distancia y la frialdad que rigen las relaciones entre los personajes. Ambientada en algún momento impreciso entre el presente y un futuro cercano pero sin determinar, Little Joe: El negocio de la felicidad se mueve con libertad impredecible sobre los géneros populares, aunque también son inciertas las coordenadas de su ubicación en ese mapa. No es que haga falta que una película sea precisa en ese tipo de filiaciones, pero no está mal tomar nota de su calculada deriva por las matrices de cierto cine de terror avant-garde, de la ciencia ficción distópica e incluso del thriller o del drama familiar de corte clásico. Se trata de un trabajo que por momentos puede resultar tan deslumbrante en el terreno visual -una constante en el cine de la directora austríaca Jessica Hausner- como inquietante a partir del modelo de mundo que propone, pero que al mismo tiempo es capaz de generar desconcierto o impavidez ante las formas que el relato va adoptando en su desarrollo. En el universo de Little Joe no hay lugar para sentimientos desbordados, sino que la vida transcurre asordinada por la distancia y la frialdad que rigen las relaciones entre los personajes. En ese marco, Alice integra un equipo de biólogos que desarrolla un proyecto revolucionario: crear a partir de la manipulación genética una flor que, de ser cuidada con afecto, sería capaz de contagiar una felicidad permanente a quien la posea. La elección del verbo contagiar en la oración anterior no es azarosa. Dicho proyecto no hace más que acentuar la insensibilidad que caracteriza a esa sociedad, que busca una solución externa para resolver esa incapacidad de experimentar emociones intensas y reconocibles. Para dejarlo claro, el guion convierte a Alice en una mujer divorciada, adicta a su profesión y madre de un adolescente, pero incapaz de percibir la diferencia entre los sentimientos que le producen su trabajo y su hijo. En Little Joe ese juego de contrastes también es expuesto de forma gráfica. Se lo reconoce en la oposición que surge, por ejemplo, entre una banda sonora expresionista y excesiva, que todo el tiempo busca impactar la percepción del espectador, y situaciones en las que la tensión se acumula bajo la apatía y el carácter contenido de los personajes. Lo mismo ocurre en el trabajo de arte, que crea una fachada retro futurista colorida y vistosa para transmitir una sensación de esterilidad aséptica. La influencia de películas como La invasión de los usurpadores de cuerpos (1978, Philip Kaufman) e incluso El pueblo de los malditos (1995), de John Carpenter, resulta evidente en varios pasajes y climas que la película propone. Sin embargo Little Joe no consigue generar esa empatía que hacía que el espectador se interesara por el destino de aquellos personajes. En ese sentido, la película produce fuera de la pantalla lo mismo que sus protagonistas sufren en ella: una contagiosa falta de emociones. Una pieza de diseño fría en la que con facilidad se destaca la labor del elenco.
"Amenaza explosiva": pandemia de remakes. Esta producción de 2021 es casi un clon de la española "El desconocido" (2015), dirigida por Dani de la Torre y con Luis Tosar en el papel principal. Y hay otras versiones en camino. (2015), dirigida por Dani de la Torre y con Luis Tosar en el papel principal. Además de esta adaptación asiática, también hay una alemana de 2018, Steig. Nicht. Aus!, y ya está casi lista una tercera remake (aunque todavía no tiene fecha de estreno), realizada en Estados Unidos bajo el título de Retribution, que está protagonizada por Liam Neeson y fue dirigida por Nimród Antal. El argumento en los cuatro casos es idéntico. Un empresario recibe una llamada anónima mientras lleva a sus hijos en auto al colegio. En ella, un desconocido le informa que ha colocado una bomba debajo de su asiento y que si no le transfiere una suma millonaria los hará reventar a todos. El nivel de precisión que tanto la réplica coreana como la alemana guardan con el original español es tal, que hasta los trailers de las tres producciones parecen clones. Las películas no se asemejan solo en los diferentes giros que propone la trama, sino también a nivel estético. Misma paleta de colores, similares encuadres y planos, idéntico estilo de montaje, como si se tratara de copias de cuadro por cuadro. Y, por supuesto, también es el mismo el dilema moral que sostiene el andamiaje del relato y que en todos los casos esboza una clara crítica al sistema financiero. Por supuesto, hay detalles que separan a una de otra, pero estos se perciben más claramente en el nivel estético que en el narrativo. Por ejemplo, en la elección de la banda sonora, que en el caso de Amenaza explosiva utiliza leitmotivs más bien sensibleros, más cercanos al melodrama que al suspenso. Pero a pesar de su naturaleza imitativa, la película coreana funciona como una pieza de relojería, manteniendo la tensión con eficiencia incluso en aquellos momentos en los que la trama se aleja de lo verosímil. Una fábula moral con ritmo de thriller y emotividad de culebrón.
"No odiarás": experimento social. Enrolada dentro del hipotético género del “drama social con dilema ético incluido y resurgimiento de los movimientos neofascistas de fondo” (rótulo un poco largo, pero bastante preciso), No odiarás propone un tour de force en el que un punto de quiebre obliga al protagonista a tomar una decisión crucial, a equivocarse de medio a medio y a replantearse su forma de habitar el mundo en busca de enmendar su error. Ese protagonista es un cirujano cincuentón que transita por la vida con la comodidad que le brinda el aséptico encanto de la burguesía. Solo, con un departamento demasiado grande y un trabajo tan bueno como rutinario, Simone (Alessandro Gassmann, hijo del gran Vittorio) sale varias veces por semana a remar por un arroyo cercano. Una de esas mañanas es testigo de un accidente de tránsito en el que un automóvil embiste a otro y se da a la fuga. Cuando intenta asistir al chofer herido del otro vehículo, que ha quedado herido de gravedad, descubre que lleva tatuados sobre su piel distintos símbolos nazis y decide no intervenir, yendo en contra del juramento hipocrático que rige la profesión médica. La película tarda menos de tres minutos en descalabrarle la vida al protagonista y se toma los 90 restantes para colocarlo en situaciones cada vez más complejas, que él mismo va generando. Casi como si se tratara de un experimento social de diseño, No odiarás hace que distintos elementos esenciales de la identidad del personaje entren en colisión, para hacer posible que de ese choque surja el drama. Porque por un lado Simone es un hijo del Holocausto, descendiente directo de un sobreviviente de los campos de concentración. Ese hecho permite que, en un momento de gran estrés, el trauma familiar reencarne en él, haciendo que en la lucha interior el resentimiento e incluso el miedo se impongan a la razón y la empatía. Pero también se trata de un típico exponente de la cultura judeocristiana y la culpa por el daño causado terminará por aflorar cuando se entere que el hombre al que dejó morir tenía tres hijos, dos de ellos aún bajo su cuidado. De ahí a que Simone se obsesione con el destino de esas tres personas a las que les quitó la posibilidad de un padre hay otros cinco minutos. De ese modo, sin que los hermanos sepan quién es él, contrata a la mayor como empleada doméstica, pero pronto comienza a ser acosado por el del medio, un adolescente que sigue los pasos de su padre y forma parte de una organización neonazi. No odiarás se convierte así en el registro de los diferentes ejercicios de reflexión que el personaje debe realizar para entender su propio odio y enmendar el daño también irreparable que ese sentimiento desatado lo llevó a causar. La película logra no ser demasiado obvia desde lo discursivo y, de hecho, buena parte de los momentos cruciales que enfrenta Simone los atraviesa en un elocuente silencio. Aun así, el guión no puede evitar algunos excesos alegóricos en el camino del protagonista hacia una posible redención.
"Halloween: la noche final": ¿se acaba la saga? solo por la funesta fama del número sino porque se trata de una cifra asociada a Martes 13, la otra gran franquicia del universo del slasher, el popular subgénero protagonizado por asesinos seriales con armas blancas. La noche final representa además el cierre de la trilogía dirigida por David Gordon Green, que comenzó en 2018 con Halloween, que no solo replicaba el título original, sino que eliminaba las secuelas intermedias, para continuar la historia 40 años después como si nada. En esta línea, Laurie Strode, la víctima original y némesis de Michael Myers, tiene una hija y además es abuela. Ya en Halloween KIlls (2021), el asesino logra matar a la hija de Laurie, haciendo que ahora viva sola con su nieta. Pero la nueva película no arranca ahí, sino que introduce un nuevo personaje: Corey, un joven estudiante que se gana la vida como babysitter y que en la noche de Halloween de 2019 mata accidentalmente al chico que estaba cuidando. Corey terminará enamorado de Allyson, nieta de Laurie, pero acosado por sus propios traumas jugará un extraño rol ante el enésimo retorno de Myers Aunque no está a la altura de la interesante relectura que Green conseguía hacer en el inicio de su trilogía, La noche final encuentra en Corey un elemento que permite algunos apuntes sobre las reacciones de quienes padecen algún tipo de victimización. Eso hace que Laurie y Corey se atraigan y se repelan a lo largo del relato, generando una de las líneas de tensión que lo articulan. Tales elementos permiten que la trilogía (¿y la saga?) lleguen de manera digna a su epílogo, donde todos los elementos se alinean para poner en escena el anunciado final. El mismo no solo viene a cerrar el trauma individual de Laurie, sino también el colectivo: el que sufren los habitantes del pueblo de Haddonfield, quienes desde hace 45 años soportan matanza tras matanza. Habrá que ver si a partir de ahora el cine los deja salir a celebrar tranquilos la Noche de Brujas.
"Ruido"; lo femenino como la medida de todas las cosas. Sin llegar a ser un híbrido ni a entrar de lleno en territorio documental, en Ruido la mexicana Natalia Beristáin construye una ficción atravesada por lo real, al punto de incluir en el reparto a personas que se interpretan a sí mismas. De ese modo aborda un tema urgente de la agenda mexicana, como es la desaparición de personas, en especial las mujeres. Un fenómeno atroz que, según afirma un texto al final de la proyección, comenzó con la llamada “guerra contra las drogas” y que ya se cobró más de 90 mil víctimas, cuyas ausencias son un desgarro irreparable en el tejido social de aquel país. Aquí es Julia, una mujer que ha pasado los 60, la que se empeña con tenacidad en dar con el paradero de su hija Gertrudis, quien ya lleva nueve meses sin aparecer. A pesar de su omnipresencia, el asunto de la desaparición forzada de personas no asoma tan seguido en la filmografía mexicana, llena de directores varones y oscarizados. Es cierto que, metáforas mediante, la violencia social suele tener un lugar destacado en algunas obras de otros cineastas, como Carlos Reygadas o Amat Escalante. Pero son las mujeres las que, así en las calles como en el cine, se encargan de mantenerlo visible. Hace unos meses atrás se estrenó en la Sala Lugones Manto de gemas, película de la debutante Natalia López Gallardo con más de un punto de contacto con este cuarto trabajo de Beristáin. Por un lado está la decisión de colocar al tema en el núcleo del relato, para hacer que desde el centro derrame su inmundicia sobre todos sus personajes. Que en ambos casos, además, son mujeres de forma casi excluyente. la tensión que Beristáin construye a partir de un eficaz trabajo visual y sonoro, con el cual consigue transmitir el aturdimiento que provoca la pérdida de lo que más se ama. Algunos juegos de distorsión fotográfica a partir del uso de lentes deformantes, similares a los ya vistos en películas de Reygadas, completan el registro pesadillesco.
"Vista por última vez", un Viagra hecho película. En varios rubros, se trata de "una película más", con varios tópicos conocidos y una mirada tan conservadora como para que todo gire alrededor del héroe masculino. Típica historia sobre un ciudadano desamparado que debe resolver un problema al margen de la ley, ante la dificultad del estado burocrático para hacer funcionar sus instituciones, Vista por última vez es de muchas formas una película más. Es una más de justicia por mano propia; una más de acción protagonizada por Gerard Butler; una más de un hombre solo contra el mundo para proteger a su familia. Pero yendo un poco más allá de ese carácter premoldeado, este tercer trabajo como director del actor Brian Goodman ofrece algo más. Detalles que, sin embargo, no parecen surgir orgánicamente del relato, sino como expresiones involuntarias del punto de vista conservador que sostiene su estructura. Will y Lisa atraviesan un momento difícil de pareja: ella le fue infiel y, aunque él la perdonó, no consigue encontrarse cómoda en el vínculo. Por eso decide tomarse un tiempo en casa de sus padres, en un pueblito de los Estados Unidos profundo, y hacia ahí se dirigen. Pero cuando paran a cargar nafta, ya cerca de llegar a destino, Lisa desaparece. A partir de ahí la película se desarrollará sobre la estructura básica de los thrillers de su tipo, en la que el marido pasa a ser sospechoso y no solo debe encontrar a su mujer porque todavía la ama, sino para probar su inocencia. literal posible y es marcado por el resto de los hombres como responsable. Lo acusa el detective; lo acusa su suegro; hasta el empleado de la estación de servicio parece señalar su responsabilidad en la doble pérdida. Will se ha vuelto impotente y, ante la burla del resto de los machos de la manada, debe recuperar su virilidad. En otras palabras: Vista por última vez es una pastilla de Viagra hecha película, una fábula de redención masculina. La moraleja: poseer a una mujer es un acto de voluntad del hombre, quien debe estar dispuesto a bajar al infierno para que ella por fin se dé cuenta de que solo sigue viva gracias a él.
"Río Turbio", otra manera de mirar al sur Apártandose de muchas formas de la cinematografía clásica, la directora consigue un retrato en el que el patriarcado en las minas de carbón afecta profundamente a las mujeres, pero también a los hombres. Salsipuedes, Agua Hedionda, Venado Tuerto, Negro Quemado, Vaca Muerta. La Argentina está llena de ciudades, pueblos y parajes con nombres extraños, muchas veces siniestros. Entre ellos, el de la ciudad santacruceña de Río Turbio no se encuentra ni dentro de los más raros ni entre los más tenebrosos. Por lo menos a primera vista. Pero en la película homónima de la cineasta argentina Tatiana Mazú González ciertamente revela su costado sombrío y ominoso. Ni siquiera es necesario que empiece la proyección para percibirlo. Alcanza con notar que para su difusión internacional, la directora eligió no respetar el carácter de nombre propio que eligió como título de su película, sino que prefirió para ese fin su traducción literal, Shady River, con el que se estrenó en la edición 2020 del festival de cine documental FID Marseille. Una versión que, para quienes estamos acostumbrados a asociar dicha expresión con el nombre de una ciudad, revela un carácter intimidante que el uso cotidiano le fue quitando, pero que en la película de Mazú González reaparece con fuerza. En Río Turbio la directora regresa a aquella ciudad en la que creció. Ahí, su padre integraba la planta permanente de operarios destinados a las minas de carbón en torno a la cual fue creciendo el casco urbano, desde que el yacimiento comenzó a explotarse a finales del siglo XIX. Pero su aproximación al lugar no solo está regida por lo íntimo, sino por un abordaje formal que se aparta de muchas formas de la estética cinematográfica clásica. La película comienza con la reproducción facsimilar de un correo electrónico enviado por la secretaría de Asuntos Institucionales de Yacimientos Carboníferos de Rio Turbio. Ahí se le informa a la directora que su pedido para ingresar a filmar a la mina fue denegado. A continuación y en un formato similar, se reproducen una serie de mensajes que la directora intercambia con una de sus tías, quien todavía vive en la ciudad minera. En ellos queda expresado con claridad el rol que las mujeres ocupan no solo en la empresa, sino en la sociedad del lugar. Que las primeras mujeres que se instalaron ahí fueron las esposas de los mineros y que llegaron de manera forzada (se las llama TAF: Traídas a la Fuerza). Que tienen prohibido entrar a la mina (las supersticiones sostienen que la mina es una mujer celosa y que no tolera la intromisión de otras mujeres). Que su lugar sigue reducido casi por completo a los roles tradicionales. Como en su película anterior, Caperucita Roja, en la que también utilizaba a las mujeres de su familia para perfilar un retrato de lo femenino en la sociedad actual, en Río Turbio Mazú González vuelve a ofrecer un manifiesto antipatriarcal. Para ello, una vez más toma la decisión de partir de lo personal (el abuso sufrido en la niñez por parte del hijo más grande de un amigo de su padre), para ir desde ahí hacia lo comunitario, de la forma más amplia posible. Por eso su denuncia no se limita a enumerar los sometimientos que el patriarcado les impone a las mujeres, sino aquellos que el sistema aplica también a los hombres. En particular los vinculados a la explotación laboral que siguen padeciendo los mineros, como su papá. Todos son víctimas de la misma cosmovisión. Compuesta por un collage que incluye documentos oficiales, audios y chats de WhatsApp, mapas geológicos, textos técnicos, gráficos tomados de manuales de instrucciones, fotografías, filmaciones en Super 8 y videos familiares, Río Turbio es una película visualmente fascinante. A ello se le debe sumar una serie de reveladores planos fijos, en los que la directora logra captar el espíritu melancólico de la ciudad patagónica, encuadrando diversos paisajes siempre de forma extraordinaria. Y algunas filmaciones clandestinas del interior de la mina. A partir de esos elementos, Mazú González logra darle forma a un cuadro expresionista, al que un trabajo de sonido puntilloso termina de infundirle un aura entre fantasmal y lisérgica.
El cine clásico como vehículo político La imposibilidad de tomar distancia de hechos demasiado cercanos y dolorosos no es obstáculo para que Mitre, el coguionista Mariano Llinás y la dupla Ricardo Darín-Peter Lanzani encarrilen una película necesaria, que elude las posibles trampas de su tema. Pasaron 37 años desde el juicio a las juntas militares que gobernaron durante la última dictadura en la Argentina, entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983. Y aunque eso pudiera parecer mucho tiempo, en realidad no lo es en términos históricos: se trata de hechos que son contemporáneos para, más o menos, la mitad del país. Es decir, no hay distancia para pararse frente a ellos sin que cuestiones emocionales, de la memoria e incluso físicas, afecten el vínculo que se tiene con aquel hito tan reciente. Es imposible percibir a Videla o a Galtieri, pero también a Julio Strassera, el fiscal que llevó adelante la acusación contra los dictadores, como se percibe a los miembros de la Primera Junta de 1810. Imposible reducirlos al carácter de figuritas de la revista Billiken: sus actos, atroces en un caso, nobles en el otro, forman parte de la vida de los millones de argentinos que estuvieron ahí, que saben lo que pasó, que lo sufrieron y lo condenan. También estuvieron ahí los que aún lo minimizan o lo niegan. Por eso también resulta imposible tomar distancia de Argentina, 1985, séptima película del cineasta Santiago Mitre, en la que se recrean las circunstancias que rodearon a aquel juicio. Porque aunque se trata de una ficción basada en hechos reales, su visión ha sido necesariamente recortada y manipulada para cumplir de la mejor forma con sus fines dramáticos, y será difícil para muchos hacerle esa concesión. Es difícil verla de forma aséptica, sin pretender que su relato coincida con el de la propia memoria, porque en ella se muestran hechos que todavía ocupan el núcleo central de lo que significa ser argentinos en 2022. ¿Cómo ver una película que cuenta lo que uno sabe, porque se estuvo ahí para ser testigo? Es cierto que todo acto de expresión es un hecho político y Argentina, 1985 es, en efecto, una película política a la que resulta oportuno abordar y discutir políticamente. Por eso ya aparecieron, de un lado y del otro, los que buscan usar el trabajo de Mitre para acarrear agua sucia a sus molinos: que el peronismo, que la Conadep, que Strassera en la dictadura, que los dos demonios, que el negocio de los derechos humanos. En ese sentido, la película resulta noble, en tanto se limita a plantear algunas dudas, para concentrarse en el relato de los hechos más duros vinculados con el proceso mismo y la investigación realizada por el equipo que lideraban el propio Strassera y su adjunto, Luis Moreno Ocampo, interpretados con enorme solvencia por Ricardo Darín y Peter Lanzani. Desde el guion, escrito otra vez junto a Mariano Llinás, Mitre toma la decisión de hacer eje en el hecho jurídico, convirtiendo lo político en un halo que lo envuelve como una burbuja cada vez más asfixiante. Como la realidad misma. Pero Argentina, 1985 no elude plantear situaciones abiertas al debate. De hecho, desde El estudiante, su ópera prima en solitario de 2011, hasta La cordillera (2017), Mitre siempre se encargó de hacer que sus películas dejaran espacios para la charla y la discusión más allá de la pantalla. Pero con la responsabilidad de evitar alzar el dedito, sin ánimos de que su película se convierta en un juicio contra nadie más. Por eso es posible decir que lo que en ella se cuenta (y cómo se lo cuenta) puede resultar oportunamente didáctico para la otra mitad del país. La que integran los jóvenes que no estuvieron ahí para dar fe, para quienes aquellos hechos atroces ya empiezan a fosilizarse en los libros de historia. Ayuda a eso el hecho de que Mitre, como en casi todas sus películas, utilice el molde y los recursos del cine clásico para contar la historia. Con ello facilita que cualquier espectador pueda conectar con la historia que se cuenta. Ahí se encuentra la razón para no renunciar a utilizar el humor, aun cuando su película aborda los hechos más abyectos de la historia argentina. Por eso no desestima la potencia de géneros como el thriller o el cine de acción, que le dan al relato un marco narrativo del que es fácil apropiarse. Es posible que en ese gesto estético, en esa abierta voluntad popular, se encuentre el mayor acto político de Mitre como cineasta.