"Pearl": el mito de origen de una villana agobiada El director y la protagonista escribieron el guión de este drama que toma códigos propios del cine de terror. Los géneros suelen ser marcos de referencia muy útiles a la hora de ver, pensar o discutir acerca de algunas películas, construidas a partir de las diferentes reglas que los moldean. Otras veces, sin embargo, pueden convertirse en trabas, corrales demasiado acotados para contener a ciertas obras que, por distintos motivos, exceden los acuerdos y fronteras que aquellos establecen. Esto último ocurre con Pearl, segunda pieza de un díptico que comenzó con X -ambas estrenadas durante 2022, en un lapso de 6 meses-, en cuyo drama pueden identificarse con claridad los códigos propios del cine de terror, pero a la cual definirla solo como tal equivaldría a comprimirla dentro de un corsé narrativo tan incompleto como injusto. Pearl retoma uno de los personajes presentados en X, también dirigida por Ti West. Aquella transcurría en los años '70, durante el rodaje de una película porno en el granero de una granja en Texas, disparador a partir del cual se desataba un infierno en el límite entre lo rural y lo urbano. Dentro de ese dispositivo el lugar del monstruo era ocupado por Pearl, una anciana senil que en aquel rodaje clandestino veía reflejados sus propios sueños de juventud de convertirse en estrella de cine. Esta es la historia que ahora se desarrolla en Pearl, que, no hace otra cosa que darle forma al mito de origen de aquel personaje. Coescrita por el director junto a la protagonista, la actriz Mia Goth, en Pearl se acumulan una serie de decisiones interesantes. En primer lugar, el hecho de ubicar la acción en 1918, año en el que confluyen dos grandes tragedias globales. Se trata de la Primera Guerra Mundial y la pandemia de gripe española, que dejaron un saldo de muertes difícil de calcular, pero estimado entre 50 y más de 100 millones de víctimas alrededor del mundo entre ambas, dependiendo de la fuente. Los dos horrores se cruzan en la película, pero no como simple telón narrativo, sino que atraviesan de forma vívida y atroz la existencia de la entonces joven campesina. Un marido destinado en el frente de batalla, un padre paralizado por las secuelas de la enfermedad y una madre tan estricta como aterrorizada por la posibilidad de que el virus vuelva a entrar en la granja familiar, constituyen para ella las paredes de un claustro. Un espacio en el que crece a presión el sueño de triunfar como bailarina, en los incipientes musicales que comenzaban a popularizarse con el cine mudo y que Pearl ve a escondidas cada vez que va al pueblo a comprar remedios para el padre. Al mismo tiempo, la película le concede breves interludios de libertad, en los que, sin embargo, su mundo interior aflora con violencia, dando cuenta de los efectos nocivos que le provoca ese doble encierro: el de la casa familiar, pero también el de los deseos que debe ocultar. Con mucho de drama, la película construye un escenario de agobio que, es verdad, incluye elementos del cine de terror moderno, como el gore en pinceladas bien dosificadas o características de los villanos slasher en la protagonista. Con todo, Pearl se vincula mejor con obras del período previo, como La marca de la pantera (Jacques Tourneur, 1942), ¿Qué pasó con Baby Jane? (Robert Aldrich, 1962) o hasta con Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960). Con ellas comparte no solo el interés por lo reprimido y la forma en que los traumas operan y condicionan la conducta del villano, sino un tono narrativo menos fervoroso que el del cine actual. En Pearl las escenas son concebidas como territorios amplios, donde el drama encuentra espacio para desarrollarse a través de la acción y no tanto a partir del frenético montaje de fragmentos. Síntoma de esto resultan dos de las últimas escenas de la película. Una es un parlamento de casi 6 minutos sin cortes, en el que Pearl al fin le pone palabras a sus miedos y anhelos. El otro, el plano fijo de la cara de la protagonista que acompaña los títulos finales. Ambos confirman a Goth como una de las actrices a las que habrá que prestarle mucha atención a partir de ahora.
"El triángulo de la tristeza", torpe alegoría anticapitalista Múltiple coproducción escrita y dirigida por el sueco Ruben Östlund, tiene la voluntad de incomodar al público pero, lejos de interpelar, sus “metáforas” resultan tan ramplonas como su humor, que casi nunca va más allá de lo escatológico. El Festival de Cannes tiene una larga tradición a la hora de generar polémica con la entrega de su Palma de Oro. A veces las elecciones de sus jurados son celebradas, otras discutidas y no pocas veces cuestionadas con vehemencia. Dentro de este último grupo calza a la perfección la ganadora de la última edición, El triángulo de la tristeza. Se trata de una múltiple coproducción escrita y dirigida por el sueco Ruben Östlund, uno de los cineastas favoritos del festival, nene malo a lo Lars von Trier que ya ganó este mismo premio en 2017 con The Square, su película previa. Aquella había sido discutida por su mirada ácida de la realidad y su forma perversa de representarla. Cinco años después, con una segunda Palma en la repisa (y tres nominaciones a los Oscar, incluyendo la de Mejor Película), El triángulo de la tristeza confirma con creces lo dicho. Como en su filmografía previa, en ella aparecen con claridad todas las características que definen a su cine: la voluntad de incomodar al público de título a título, un sentido del humor oscuro que obliga a cuestionar la propia risa y la intención constante de atacar lo políticamente correcto. Todo eso es llevado al paroxismo en El triángulo de la tristeza, con la intención de componer una alegoría crítica del capitalismo. Pero lejos de interpelar, sus “metáforas” resultan tan llanas y ramplonas como su humor, que casi nunca se propone ir más allá de lo confortablemente escatológico. Pensar que en una época muchos de los que ahora celebran esta película supieron mirar por encima del hombro los pedos en las de los hermanos Farrelly, verdaderos maestros a la hora de darles a los gases y a los fluidos corporales un uso cinematográfico apropiado, y de quienes Östlund tendría mucho que aprender. Vaya para ellos una reivindicación. El sueco vuelve a elegir como conveniente escenario social el de las clases altas, el lujo y el glamour. Podría pensarse que hay algo de conciencia de clase en esta película escrita y dirigida por un hombre blanco nacido en un país rico que se burla ni más ni menos que de todo eso. Y quizás sea así. El problema es que la idea que la sostiene y su puesta en escena están lejos de ser realmente lúcidas o corrosivas, y en realidad son tan obvias y declamativas, tan a los gritos, que enfurecen. A ver, si no. La narración está dividida en tres. El segmento inicial muestra a los protagonistas, una pareja de topmodels, discutiendo después de una cena en un restaurant muy exclusivo por quién paga la cuenta. El núcleo del conflicto gira en torno a las desigualdades salariales… en uno de los pocos oficios donde las mujeres ganan más que los hombres. El que sigue transcurre en un crucero (siempre de lujo) y termina con una cena en plena tormenta, con todo el mundo vomitando y la mierda saliendo a borbotones de los inodoros, mientras el capitán borracho da un discurso aleccionador sobre las perversiones del sistema. El mensaje, por si hace falta revelarlo, sería algo así como: “capitalismo malo caca”. El episodio final no es más iluminado: el barco naufraga y esa tragedia –que viene a ocupar el lugar de una revolución—, provoca que, al estar abandonados en una isla desierta, se inviertan las posiciones sociales, dándole el poder a los de abajo. El triángulo de la tristeza confirma que en el primer mundo, ahí donde se entregan los Oscar y las Palmas de Oro, no están acostumbrados a ver de manera crítica su propia realidad. Eso explica que las películas de Östlund causen tanto revuelo por allá, diciendo tan poco y de manera tan burda. En cambio, en un país periférico como la Argentina, que vive en un eterno día de la marmota de crisis y renacimientos, es difícil que a alguien le parezca que esta es una película inteligente o atrevida. Igual de inocua como crítica y sátira, quizá la película alcance el infrecuente logro de reunir por una vez a los liberales y progresistas vernáculos detrás de una misma idea: no hay forma más torpe y superficial de retratar al capitalismo.
"La reina desnuda", sordidez y violencia sexual La película pone en escena una versión actualizada de la dicotomía entre civilización y barbarie, filtrada por el tamiz de la corrección política. Asimismo, ofrece una visión algo torcida de lo que significa el empoderamiento femenino en un entorno definido por la violencia machista. El nombre de José Celestino Campusano ya es un clásico de los festivales vernáculos. Prolífico como pocos, este director acostumbra realizar un par de películas al año, con las que suele marcar presencia en los dos grandes encuentros de cine de la Argentina, el Bafici y el Festival de Mar del Plata. A 15 años del estreno de Vil romance, su ópera prima, que en 2008 lanzó su nombre a la consideración cinéfila justamente como parte de la Competencia Internacional de Mar del Plata, Campusano estrena La reina desnuda, su largometraje n° 21, al mismo tiempo que anuncia la entrada a posproducción de otros cuatro largometrajes durante 2023. La reina desnuda marca diversas continuidades dentro de la vasta obra de Campusano. Por un lado, pueden señalarse aquellas que signan un recorrido estético que le da más relevancia al relato que a la forma, cuyo resultado vuelve a ser una historia “fuerte” (que no es lo mismo que una narración sólida), pero despareja en muchos aspectos de su factura. Por el otro, Campusano regresa una vez más sobre ejes temáticos a los que ya podría enmarcarse dentro de la categoría de obsesión. Como la mayoría de sus trabajos previos, La reina desnuda vuelve a girar en torno a distintas formas de violencia (familiar, social, de clase), con un interés evidente y específico por aquellas pulsiones sexuales que se desarrollan en ambientes sórdidos, marcados por la desprotección o el abuso. La película vuelve a ubicar la acción en un pueblo de provincia, donde la frontera entre lo urbano y lo rural se esfuma. Al mismo tiempo, pone en escena una versión actualizada de la dicotomía de civilización contra barbarie, filtrada por el tamiz de la corrección política, que deriva en una visión algo torcida de lo que significa el empoderamiento femenino en un entorno definido por la violencia machista. Ahí vive Victoria, una mujer que habiendo sido víctima de múltiples abusos, manifiesta su sexualidad con aparente libertad, aunque eso implique ponerse siempre en riesgo. Esa ecuación de abuso y promiscuidad es la que parece definir la conducta de la mujer, aunque desde un punto de vista freudiano algo anticuado. El film promueve la proliferación de subtramas y personajes “express”, que pasan por la pantalla apenas en una escena o dos (una vieja cocainómana; un peón de campo maníaco sexual; un amante abandonado que duerme tirado en el suelo), pero que parecen estar ahí menos para aportar desde lo dramático que para garantizar un determinado estándar de sordidez. Con esos detalles como síntoma, La reina desnuda avanza sin un orden claro, intercalando escenas del presente con flashbacks de intención explicativa, como si al director le interesara enhebrar situaciones de alto impacto antes que alimentar la tensión narrativa. Una decisión que, junto a otras (como el carácter discursivo de algunos parlamentos), evidencia la intención de expresar un mensaje unívoco, muy cercano al juicio moral.
"Los espíritus de la isla": entre el drama y el humor oscuro Colin Farrell y Brendan Gleeson encabezan el elenco de una propuesta capaz de sorprender y conmover en partes iguales. El nombre del inglés de ascendencia irlandesa Martin McDonagh logró convertirse en una fija de la temporada de premios cada vez que se estrena una película suya. Hasta se puede decir que su carrera de cineasta nació con buena estrella en lo que se refiere a galardones, ganando en 2004 el Oscar al Mejor Cortometraje con Six Shooter, su único corto. A partir de ahí, tres de sus cuatro largos han merecido la creciente atención de la Academia. Su debut fue con la tan efectiva como efectista Escondidos en Brujas (2008), nominada en la categoría de guion original. Casi diez años después fue el turno de Tres anuncios para un crimen (2017), que recolectó siete candidaturas y ganó con justicia dos estatuillas, las de actriz principal y actor de reparto para Frances McDormand y Sam Rockwell. Ahora es el turno de Los espíritus de la isla, que acaba de recibir nueve nominaciones y es una de las favoritas en la carrera de los Oscar 2023. De hecho, es una de las únicas dos entre las diez ternadas en el rubro de Mejor Película que además ha recibido nominaciones para su director y sus cuatro protagonistas principales (la otra es Todo en todas partes al mismo tiempo, la que más candidaturas ha recibido este año, con un total de once). Es sabido que reconocimientos como este, definidos muchas veces como “premios de la industria”, no necesariamente tienen a la calidad artística de una obra como principal elemento de evaluación a la hora de elegir a los ganadores. Pero en el caso de las películas de McDonagh, y en especial las dos últimas, ambos elementos conviven en saludable equilibrio. Como en cada trabajo de este cineasta, en Los espíritus de la isla el drama vuelve a combinarse con un humor oscuro que en esta oportunidad llega a extremos siniestros. La película está ambientada en la Irlanda de los años ’20, poco después de que el país de los tréboles consiguiera su independencia de Inglaterra (1922), y en medio de la guerra civil que entre 1922 y 1923 sostuvieron los que estaban a favor de pactar con el Reino Unido y quienes se oponían. Dicho marco histórico no solo es importante porque se despliega como telón de fondo de la acción, sino porque el relato mismo puede ser visto como una alegoría que pone en escena de manera tan simple como efectiva aquella división fratricida. El talento de McDonagh reside en su capacidad para poner sus intenciones en acción, pero sin desatender una de las prerrogativas básicas del cine clásico: entretener. La historia transcurre en una de las islitas que festonan las costas irlandesas. Se trata de un espacio ficcional en el que tendrá lugar un relato que, aun siendo perfectamente realista, se halla en el límite de lo fantástico. Ese carácter ambiguo ya aparece sugerido en el título mismo, en la mención de esos espíritus que son menos un ente que una entelequia, una idea antes que una presencia concreta. Ahí viven Pádraic y Colm, dos amigos de toda la vida que suelen pasar el tiempo entre charlas, en ese territorio en el que no hay lugar para mucho más que palabras. Pero una mañana Colm le dice a Pádraic que no quiere seguir siendo su amigo y le pide que ya no le dirija la palabra. De no hacerlo, cada vez que este vuelva a hablarle se irá cortando de a uno los dedos de una mano. SI bien la premisa no está exenta de horror, McDonagh hace gala de una capacidad soberbia para que el humor disipe esas nubes oscuras sin perder tensión. Claro que la metáfora es evidente, sin embargo el director la alimenta con detalles sensibles e ingeniosos que hacen que la historia de esta enemistad imposible se vuelva entrañable. El elenco, encabezado por Colin Farrell y Brendan Gleeson, no solo ofrece labores individuales y colectivas estupendas, sino que también se convierte en garante de una propuesta capaz de sorprender y conmover en partes iguales.
"Alcarràs": una España rural casi al margen del tiempo Lo que el film añora es un mundo que parece en vías de extinción, una realidad y una lógica ancladas en el siglo XX, pero destinadas a sucumbir frente al arrollador avance de la cultura global. Elegida por España como precandidata al Oscar a Mejor Película Internacional (aunque luego no pasó ni el primer corte, quedando fuera de la short list de 15 títulos previa al anuncio de las cinco nominadas), Alcarràs llega a las salas locales con buenos antecedentes. Por un lado están los de su directora, Carla Simón, cuya opera prima, Verano 1993, fue una de las sorpresas de 2017, una de las mejores películas estrenadas ese año. Por el otro, los de la propia película, la segunda de esta cineasta catalana, que hace exactamente un año se alzó con el Oso de Oro en la Berlinale y cosechó 11 nominaciones en los Goya, aunque al final no se llevó ninguno. Los puntos de contacto entre las dos películas no son pocos, tanto que podrían formar parte de una misma saga. Ambas transcurren en una España rural casi al margen del tiempo, están narradas con un ritmo que respeta la cadencia de la vida en esos espacios, fueron fotografiadas con una luz anaranjada mágica y crepuscular, y la mirada infantil es fundamental a la hora de darle forma al relato. Pero si esto último constituía el núcleo de Verano 1993, en Alcarràs es apenas una de varias líneas que se entrelazan para contar una historia organizada a partir del modelo coral. De esta forma se cuenta la vida de una familia que vive de la cosecha del durazno y que está a punto de perder sus tierras, cuya propiedad dependía de un endeble y arcaico acuerdo de palabra entre el patriarca y un viejo amigo que acaba de fallecer. Como el trabajo anterior de Simón, Alcarràs también está cargada de nostalgia. Solo que si en Verano 1993 lo que se extrañaba era un lugar y un tiempo específico vinculados a la idea de la niñez, acá lo que se añora es algo más complejo: un mundo que parece en vías de extinción. Una realidad y una lógica ancladas en el siglo XX, pero destinadas a sucumbir, ahora sí, frente al arrollador avance de la cultura global. Una puja que en términos tecnológicos puede reducirse a lo analógico versus lo digital, pero que en su dimensión más humana implica una nueva forma de vincularse con el mundo, menos física, menos concreta, menos “humana”. Que la historia transcurra en la España profunda, que en muchos aspectos parece anclada en una burbuja temporal previa a la Revolución Industrial, a mediados del siglo XIX, hace que ese choque se perciba todavía más brutal. Con todo, Alcarràs es una película que de manera sostenida se propone dar en el blanco de las emociones del espectador. Dueño de una ternura y un humor que en muchos momentos logran ser genuinos, el opus dos de Simón sin embargo se acaba percibiendo como un modelo para armar. Un diorama en el que Simón parece haber tomado todo aquello que funcionaba muy bien en su largo previo, para reorganizarlo aquí en busca de obtener el mismo efecto. Y si bien por momentos lo consigue (la catalana se confirma como una extraordinaria directora de niños y adolescentes), nunca logra hacer que se desvanezca del todo esa sensación de estar frente a un montaje emotivo demasiado calculado.
"Holy Spider", un thriller que se impone como denuncia El film del iraní nacionalizado danés Ali Abbasi se basa en el caso de Saeed Hanaei, un hombre que entre 2000 y 2001 asesinó a 16 prostitutas en la ciudad sagrada de Mashhad, a la que pretendía “limpiar de impurezas”. El director busca exponer las condiciones de vida de las mujeres en los países donde rige la cultura islámica radical. Las películas de asesinos seriales han llegado a convertirse, a fuerza de la insistencia (y el éxito), en un género en sí mismo. Algunas de ellas son fantasía pura (o casi), como El silencio de los inocentes (Jonathan Demme, 1991) y otras, como Zodíaco (David Fincher, 2007), aprovechan casos tomados de la realidad, que como se sabe, lugar común mediante, suele superar a la ficción en inventiva y atrocidad. Dentro de ese subgénero que se mueve con soltura entre el policial y el terror, la coproducción Holy Spider tiene algunos rasgos que la distinguen del resto. En primer lugar por su origen. Se trata de una coproducción europeo - asiática dirigida por el cineasta iraní nacionalizado danés Ali Abbasi, elegida por Dinamarca como representante a los Oscar 2023. De hecho, hasta este martes integró junto a Argentina,1985, de Santiago Mitre, la lista de 15 precandidatas a conformar la terna de Mejor Película Internacional, de la que, a diferencia del film argentino, finalmente no forma parte. Pero además Holy Spider está ambientada en Irán a comienzos del siglo XXI y sus acciones se basan en el caso de Saeed Hanaei, un hombre que entre 2000 y 2001 asesinó a 16 prostitutas en Mashhad, la ciudad más sagrada dentro de Irán, a la que pretendía “limpiar de impurezas”. Abbasi, conocido por Border (2018), su extraordinario trabajo anterior, usa la historia de Saeed (la película evita dar su apellido) para pintar un fresco que está más a tono con el clima social de la segunda década del siglo XXI, que con el de aquella en la cual ocurrieron los hechos. Es decir, una película que se propone como denuncia de las condiciones en las que viven las mujeres en los países donde rige la cultura islámica radical. Acá se trata de Irán, enemigo de Occidente, pero las condiciones son similares en países “amigos”, como Arabia Saudita. De ese modo, Holy Spider no solo funciona como policial (lo mejor de la película surge de esa línea, donde la investigadora es una periodista interpretada con intensidad por la iraní Zar Amir-Ebrahimi, ganadora del premio a Mejor Actriz en el último Festival de Cannes), sino también un thriller político y social. Por ese camino, Holy Spider se vuelve un poco subrayada en su intención de exponer algunas de las aberraciones a las que las mujeres son sometidas ahí. Por supuesto, que el caso de Mahsa Amini haya ocurrido pocos meses después del estreno en Cannes habla de la capacidad de la película para exponer un determinado cuadro de la realidad en el momento mismo en que este se desarrolla. Sin embargo, Holy Spider queda presa de esa necesidad discursiva, justificada como acto político, pero que termina debilitando al objeto cinematográfico. La película cae incluso en algunos excesos que se comprueban fácilmente viendo el documental And Along Came a Spider (Maziar Bahari, 2003) que incluye testimonios directos del asesino, su esposa y su hijo adolescente (gratis en vimeo.com/52737965).
Alerta extrema: la catástrofe después de la tormenta La película protagonizada por Gerard Butler satura tanto los niveles de irrealidad que la gracia acaba por colarse de manera tan inevitable como bienvenida. ¡Ah, el cine catástrofe! Terremotos por acá, desastres climáticos por allá. Edificios que se incendian, aviones (muchos aviones) haciendo equilibrio entre “me caigo” y “no me caigo”. El actor escocés Gerard Butler ya había atravesado anteriormente varias de estas contingencias, pero hasta ahora nunca había estado en un avión que se cae. Bueno, dicen que para todo hay una primera vez. Y es que de eso se trata, al menos al principio, Alerta extrema. Acá Butler es el capitán Torrance, piloto de una aerolínea para la que realiza vuelos por las rutas del sudeste asiático y el Pacífico. Es la víspera de año nuevo y el capitán le promete a su hija, que vive en California, llegar a tiempo para brindar. Pero primero debe hacer un viajecito a Hawai que lo llevará a sobrevolar una tormenta, obligado por la compañía, para quienes un desvío equivaldría a un sobrecosto de varios miles de dólares. Como corresponde, la cosa no tarda en salir mal. Igual que otras películas de accidentes aéreos, como El vuelo (2012) o Sully (2016), dicha contingencia es apenas un aperitivo para los problemas que se desatarán luego de la misma. A diferencia de los trabajos de Robert Zemeckis y Clint Eastwood, respectivamente, donde todo derivaba en entuertos legales tan insensatos como graves para sus protagonistas, acá el capitán Torrence, su tripulación y los pasajeros deberán enfrentarse a cuestiones más prosaicas. Porque quienes sobrevivan al impacto en una isla perdida en el inmenso mapa del océano, pronto descubrirán que ahí tampoco están a salvo. Aunque Alerta extrema parte de presupuestos cuya sumatoria potencia el carácter absurdo del conjunto, debe decirse que la experiencia resulta aceptablemente divertida. La clave para explicar ese moderado éxito reside en que sus responsables manejan el crescendo de sinsentido de manera lúdica. Así, el capitán y sus laderos avanzan sobre la historia que el destino del guión les ha deparado como los personajes de un juego de video, superando niveles de dificultad creciente de manera gradual. Sin embargo, la película nunca llega al saludable extremo de poner en escena detalles que revelen la presencia del humor autoconsciente, que hubiera resultado un buen aporte. Aún así, Alerta extrema por momentos satura tanto los niveles de irrealidad que la gracia acaba por colarse de manera tan inevitable como bienvenida. Además logra que cada segmento funcione bastante bien de forma unitaria. Es decir, Alerta extrema maneja el momento de la catástrofe con buen pulso, dosificando la tensión hasta explotar. Lo mismo ocurre cuando la cosa se convierte en un relato de pura acción. Se trata, en resumen, de una película que logra mantener vivo el querido espíritu de la clase B y, por lo tanto, pedirle originalidad equivaldría a un vanidoso exceso de purismo.
"Babylon", un homenaje demasiado artificial La película denuncia desde el principio sus intenciones de protagonizar la entrega del Oscar: un retrato de los locos años '20 en Hollywood que sobreactúa su virtuosismo técnico. Como esa frase que afirma que si algo tiene cuatro patas, mueve la cola y dice ¡guau!, entonces es un perro, está claro que Babylon, lo nuevo de Damien Chazelle, fue pensado, escrito y filmado con la mira puesta en la entrega de los Oscar. Su elenco, multiestelar hasta en los cameos. El ostentoso despliegue de producción. La sobreactuación del virtuosismo técnico, en especial en el diseño de puestas y movimientos de cámara. Y sobre todo, una historia pensada como homenaje al cine, en especial al Hollywood clásico (recurso que ya demostró ser efectivo a la hora de cosechar nominaciones, como lo prueba el multinominado musical La La Land, trabajo anterior del propio Chazelle), todo apunta a los Oscars. Sin embargo, Babylon está teniendo dificultades para cumplir este objetivo: recibió “apenas” cinco nominaciones a los Globos de Oro (y solo ganó el de Banda de Sonido Original, una categoría relativamente menor) y nada más que tres en los BAFTA británicos, ninguna de ellas en un rubro estelar. A juzgar por lo pretencioso que se ve en pantalla, dicho rendimiento sin dudas debe estar siendo considerado como un notorio fracaso por sus productores. Habrá que ver que pasa el próximo martes, cuando se anuncien las nominaciones de los premios de la Academia. La película está ambientada en Hollywood al final de la alocada década de 1920, años que, aunque nadie lo sabía entonces, también marcarían la clausura del período mudo en el cine. Construida a partir del modelo coral, la narración sigue a un grupo de personajes durante aquella época, acompañando la progresión de sus historias. La aspirante a estrella que se convertirá en una; el galán exitoso; un joven inmigrante que sueña con ingresar a la fábrica de sueños; la cronista de espectáculos que observa y cuenta. Todos forman parte de un universo en el que filmar todavía era un arte precario en su faz productiva, pero que a pesar de ello ya era capaz de crear obras sublimes. La acción empieza a puro desborde, ofreciendo una experiencia inmersiva en una de las grandes juergas que por aquellos años se daban en las mansiones de la meca del cine. Como si se tratara de una versión flappera de El lobo de Wall Street, acá también hay sexo desenfrenado, drogas en abundancia, enanos fiesteros y Margot Robbie, pero con Brad Pitt en lugar de Leo Di Caprio. Sin embargo, Chazelle lo registra todo a partir de complicados planos secuencia y cuadros en los que mandan la simetría y el orden. El resultado: el descontrol luce prolijamente controlado, revelando demasiado pronto el artificio y las intenciones del director. Marcada por esa obsesión de mantener el orden, la primera mitad funciona como una comedia donde los protagonistas disfrutan del éxito, de su ascenso en aquel Olimpo. En cambio la segunda es puro drama, la puesta en escena de una caída anunciada. En ese sentido, Babylon no puede evitar ser moralista y de hecho lo es ya desde las connotaciones bíblicas de su título. Así, todo aquello que al comienzo es visto con ojos lúdicos y hedonistas transmuta en castigo sobre el final. Es oportuno que el quiebre lo marque la llegada del cine sonoro, que por un lado significó la decadencia de ese star system “pervertido” y por otro el surgimiento de un mundo nuevo de signo opuesto, regido por el puritanismo del Código Hays. Ese contexto revela la influencia de Cantando bajo la lluvia, de Stanley Donen, que gira en torno al mismo drama de las estrellas silentes que debieron adaptarse a las exigencias del cine sonoro. Chazelle no esconde la relación y exhibe numerosas referencias al musical protagonizado por Gene Kelly, como la velada (pero obvia) inspiración en personajes reales. Pero la última de ellas, sobre el final, da pie a una breve escena de montaje que sí es un auténtico homenaje al cine y lo único en verdad extraordinario de Babylon. Poder ver esa escena en una sala tal vez consiga hacer que valga la pena pagar una entrada.
"El método Tangalanga": fábula con toques fantásticos La película busca no tanto ser fiel a la biografía del Dr. Tangalanga como al espíritu entre inocente y provocador de su humor. El Doctor Tangalanga se convirtió en una leyenda de la cultura popular a partir de sus famosas bromas telefónicas, registradas a lo largo de medio siglo. Grabados en cassettes que pasaban de mano en mano de forma anónima, sus llamados mezclaban absurdo y vulgaridad, pero siempre con un tono y un lenguaje inicialmente formal y elegante que los hacían aún más desconcertantes, confiriéndole esa personalidad única que lo convirtió en un secreto a voces. A diez años de su fallecimiento, cualquier argentino conoce o ha escuchado algunas de las breves piezas de su vasta obra humorística. Tal es su fama, que el cine lo ha tomado como excusa para una película. Una comedia, por supuesto, que a partir de datos conocidos de su historia personal busca no tanto ser fiel a su biografía como al espíritu entre inocente y provocador de su humor. Se trata de El método Tangalanga, tercer largo del cineasta argentino Mateo Bendesky, en el que aborda, amplía y reinventa el mito de origen de este personaje tan travieso e impertinente como querible. No es la primera vez que el cine se ocupa de su figura: el director y humorista Diego Recalde realizó una serie de documentales bajo el título de Víctimas del Doctor Tangalanga, en la que brinda la contraparte de aquellos famosos llamados telefónicos, entrevistando a algunos de los incautos que cayeron en sus redes. A diferencia de esta, la película de Bendesky trabaja desde la ficción, tomando algunos elementos de la realidad para darle al relato la forma de una fábula con toques levemente fantásticos. Jorge es vendedor en una compañía de jabones al que la enfermedad de un amigo y compañero de trabajo lo obliga a asumir roles inesperados. Por un lado, acompañar a su amigo en el momento difícil, pero al mismo tiempo ocupar su lugar en la empresa. Sin embargo, su proverbial timidez le impide lograr sus objetivos. En plena era de los superhéroes, El método Tangalanga se asemeja al relato de origen de uno de ellos. Como en estas historias, Jorge tiene una debilidad que no lo deja desarrollar su fortaleza, hasta que un hecho extraordinario destraba ese poder. En este caso, una locuacidad que se activa con el tono del teléfono y le confiere una valentía que le permite realizar una serie de bromas telefónicas que servirán, entre otras cosas, para alegrar a su amigo durante la convalecencia. El problema es que el protagonista es incapaz de dominar su nuevo poder a voluntad y esa lucha interna será la que motorice el resto de la película. Un trabajo en el que Bendesky logra una notable reconstrucción de los años ‘60, no solo en el terreno del diseño de arte sino también de cierto espíritu cinematográfico de la época. En el plano humorístico, la comedia a veces funciona y otras no tanto, pero un elenco de notable eficacia para la puteada, con el gran Martín Piroyansky en el rol de Jorge/ Tangalanga, logran sostenerla dignamente.
"Pornomelancolía": la belleza como prerrogativa indeclinable. El 25 de agosto el mexicano Lalo Santos, sex influencer y actor porno, realizó un posteo en su cuenta de Twitter en el que afirma: “Se supone que debería estar alegre porque voy a ser exhibido próximamente en el festival de cine de San Sebastián, la verdad es que el proceso para hacer Pornomelancolía fue muy duro para mí. De conocer todo lo que iba a suceder definitivamente no hubiera grabado esa docuficción”. La película, que lo tiene como protagonista y cuenta una versión de una parte de su vida, es además el cuarto largometraje del director argentino Manuel Abramovich, quien ya demostró una gran sensibilidad cinematográfica en sus trabajos anteriores: Solar (2016), Soldado (2017) y Años luz (2017). Pornomelancolía comienza con una escena en la que Lalo está parado en una esquina transitada de lo que parece ser una gran ciudad. El protagonista está ahí, solo, como si esperara a alguien que demora en llegar. Entonces, de la nada, comienza a llorar. Aunque se cubre la cara, haciendo que se vuelva imposible comprobarlo (sus lágrimas nunca se ven), los espasmos cortos que agitan su cuerpo confirman el llanto. La indiferencia de los que pasan junto a él, que lo esquivan e ignoran, hace que la angustia del personaje desborde la pantalla y se apodere de quien mira, cómodamente sentado en una butaca de cine a miles de kilómetros de Lalo. Y cada vez que esa escena vuelva a proyectarse él seguirá solo, de aquí a la eternidad, sin nadie que lo abrace, ahí, cuando lo necesita. En su cuenta de Twitter, Lalo Santos (el actor, no el personaje de Pornomelancolía) escribe que “la película abre temas de debate y el tema que yo pongo en la mesa es este: la pertinencia de usar a personas sin experiencia cinematográfica, vulnerables y sufrientes para deleite estético de una minoría intelectual”. Aunque la película cuenta con elementos biográficos que revelan diferentes formas de explotación a la que las personas pueden ser sometidas –a veces incluso bajo el propio consentimiento, por la urgencia de necesidades que demandan ser satisfechas—, el actor vuelve a sentir que su experiencia aquí no ha sido muy diferente de lo que se exhibe a través de su dispositivo dramático. Por momentos la película puede percibirse de ese modo. Lalo (el personaje, no el actor) comienza a tomar conciencia de su carácter de sujeto explotado ya en las primeras escenas, cuando la encargada de liquidarle el sueldo como operario en un pequeño taller le dice que ha perdido el bono por presentismo, por haberse tomado un día para ir al médico. En paralelo, la película muestra sus incipientes inicios en el mundo del contenido sexual amateur para adultos, a través del cual el joven comienza a vislumbrar una posible mejora en sus condiciones de vida, siempre con el factor económico como motor. Abramovich construye cada plano con plena conciencia cinematográfica, con la belleza como prerrogativa indeclinable. Las escenas en el taller donde Lalo comparte con dos colegas la vida obrera, en las que máquinas y hombres conviven en armonía dentro del cuadro, son una muestra clara. La del almuerzo entre los tres trabajadores también. Hay algo renacentista en la forma en que el director retrata los cuerpos y los integra al paisaje. Una búsqueda que se irá acentuando cuando Lalo avance en su carrera de actor porno, generando escenas entre sórdidas y dionisíacas donde la figura humana se volverá central. Ficción y realidad se trenzan en Pornomelancolía con una tensión infrecuente. Los tuits de Lalo, que prolongan en el plano real lo que la película ha construido desde el drama, lo confirman. Su trabajo en la reconstrucción de su propia historia es notable, revela un compromiso actoral absoluto y una intensidad que debe ser reconocida. No es extraño que sienta, como dice en su primer tuit, que lo que se está exhibiendo no es una película, sino a él mismo, proyectado y siempre solo en la pantalla.