Otro esfuerzo para establecer una marca Aunque impactan las imágenes de las contiendas de Maravilla Martínez en pantalla grande, el documental de Juan Pablo Cadaveira es rígido y lineal en su estructura, y su eficacia decae a la hora de jugar a denunciar los manejos irregulares que hay en el boxeo. Apenas faltan diez días para que el argentino Sergio “Maravilla” Martínez defienda por segunda vez su corona de campeón del mundo de boxeo en la categoría de los pesos medianos. La misma en donde reinaron los enormes Carlos Monzón y Marvin Hagler (a quien también apodaban Maravilla), la más importante en la tradición de ese deporte después de la de los pesados. Y curiosamente es el cine el infrecuente espacio desde donde se comienza a generar expectativa. ¿O será casualidad que el documental Maravilla, la película, de Juan Pablo Cadaveira, se estrene justo ahora? Sin dudas, no. Y es el desarrollo mismo de la película el que permite confirmarlo. La carrera de Maravilla no ha sido fácil, aunque su talento dejara suponer desde sus primeras peleas que se estaba en presencia de un boxeador con futuro. El mismo que, ojalá no demasiado tarde, por fin tendrá su pelea más exigente ante Miguel Cotto nada menos que en el Madison Square Garden de Nueva York. El trabajo de Cadaveira es eficiente en ciertos puntos, como mostrar la cinematográfica pelea de Maravilla contra Chávez Jr. desde la intimidad de la propia familia del campeón. O al reconstruir el duro recorrido (desocupación en los flexibilizados ’90 y emigración poscrisis del 2001 incluidas) que debió realizar antes de recibir el unánime y merecido reconocimiento del que goza en la actualidad. También es impactante rever algunos highlights de sus grandes peleas en pantalla gigante: el estilo vistoso de Maravilla luce estupendamente en el cine y deja en claro que no hay ninguna película que desde la ficción haya conseguido reconstruir de manera realista la épica carnal del boxeo. Después de ver la realidad magnificada, no hay Rocky ni Toro Salvaje que valgan sobre el ring. Sin embargo, lejos del estilo plástico e impredecible de Maravilla como boxeador, el documental de Cadaveira es demasiado trasparente respecto de sus intenciones, rígido y lineal en su estructura, y su eficacia decae a la hora de jugar a denunciar los manejos irregulares que cualquiera intuye son moneda corriente en el boxeo, simplemente porque no hay ninguna denuncia. Es cierto que el director no presenta su trabajo como una investigación sobre la corrupción en este deporte. Aun así, resulta contradictorio subrayar las tramoyas de las que se valen las asociaciones de boxeo pensando antes en el negocio que en los deportistas, en un film que a veces da la impresión de ser una pieza de promoción para sostener a Martínez como un producto exitoso dentro de ese mismo dirty business. De hecho, la película registra los diferentes esfuerzos extradeportivos del protagonista y su entorno por transformar a un pugilista notable y poco popular –talón de Aquiles que le costó perder su título fuera de la arena en 2010– en una marca vendedora. Que uno de los productores del documental sea Lou DiBella, promotor boxístico de Maravilla, resulta una evidencia significativa en relación con esa idea. Nada nuevo en un deporte en donde no pocas veces las peleas se empiezan a ganar haciendo ruido, mucho antes del primer campanazo.
Cine desde las tripas Nueva obra de un director atípico para la escena local, Fango retrata el sur de un modo que permite la asociación con Borges: nueva perla de un realizador que no conoce corsés estéticos. Hay directores argentinos que filman como europeos y otros que aspiran a hacerlo como norteamericanos. Los que parecen filmar a la carta para el paladar de los programadores internacionales, otros que directamente parecen hacerlo pensando en Bafici y el que sin disimulo se apuesta a sí mismo como candidato a un Oscar. Los que filman como buscando algo y los que sólo lo hacen frente al espejo. Directores de documentales, de cine de género, ensayistas, “auteurs”. Hay grandes y pequeños directores. Y está Campusano. No se trata de que sus películas salgan de un repollo, mucho menos que las haya traído la cigüeña, porque si de algún lado no vienen es de París. Tampoco significa que su trabajo no tenga antepasados ni parientes cercanos: ahí están las obras de Leonardo Favio e incluso la de John Ford para reclamar una paternidad ideológica, espiritual y a ratos también estética, o el antecedente inmediato del prolífico Raúl Perrone en el papel de hermano apenas mayor. Todo eso es cierto. Pero así y todo, con los elogios u objeciones que se le pueden hacer, es innegable que José Celestino Campusano es un número primo del cine. Cada una de sus películas representó un golpe para la cinefilia, porque si algo no ha hecho Campusano es correr detrás del público: fue el espectador quien debió reeducarse para no quedar afuera. Tanto Vil romance (2008) como Vikingo (2009), por hablar de sus trabajos de ficción, cosecharon de todo menos indiferencia. Pero incluso quienes hoy militan con fervor evangélico en su favor debieron superar antes los obstáculos que suponen una producción de emergencia, actores sin formación, diálogos que muchas veces no suenan naturales e historias cuyos protagonistas no sólo son otros, sino que representan, sin vueltas, a un otro social cuya existencia real carga con el estigma del miedo ajeno. Obstáculos nada sencillos para quienes formaron su mirada con el cine clásico estadounidense como patrón (la mayoría). Fango es la tercera película de Campusano (pero no la última: la épica Fantasmas de la ruta todavía no tiene fecha de estreno) y representa un nuevo paso con el que, aunque parezca increíble, ha conseguido ir todavía más allá. Si bien puede pensarse como western, en Fango hay un orden social anárquico en el que ni siquiera existe una figura formal para representar la ley. Acá no hay sheriff, centro simbólico que en Vikingo de algún modo ocupaba el protagonista, y entonces todo es más desolador: cada uno está en el mundo por su cuenta y debe rebuscársela como puede para sobrevivir. La ausencia de un protagonista excluyente hace que Fango sea una película más coral, rasgo que se profundizó en Fantasmas de la ruta. Eso no significa que no haya personajes fuertes: los hay, y entre ellos se destacan dos. Por un lado, El Brujo, veterano del heavy metal que con su amigo El Indio aspira a formar una banda que fusione thrash metal con tango. Por otro, Nadia, una chica de barrio, sensible y temperamental, que no duda en hacer lo que sea por los suyos. Dos antihéroes recorriendo el mismo camino en direcciones opuestas, destinados a chocar. Ella representa un elemento novedoso, teniendo en cuenta que los universos de Campusano suelen regirse por la ley del más fuerte. A pesar de no actuar por fuera de esa norma de esencia viril, Nadia es una mujer con preocupaciones y problemas genuinamente femeninos y su presencia enriquece el universo del director. El escenario, en cambio, vuelve a ser el mismo. Un espacio que al espectador de clase media/alta le resulta exótico, peligroso, ajeno, como si se tratara de otro país y hasta de otro planeta. Un mundo habitado por alienígenas de verdad, cuya invasión profetizan a diario los informativos radiales y los canales de noticias: marginales, descastados, lúmpenes. Pobres y laburantes. Pero aunque para el cine ese otro mundo sea una rareza, hoy en día la mayoría de los argentinos habitan ese limbo en la frontera entre lo urbano y lo rural, entre la supervivencia y la miseria. Campusano filma otra vez una Argentina negada, escondida, rabiosamente real, pero sin pretensión documental. Porque Fango y todas sus películas son bien conscientes de ser lo que son: ficciones. Y justamente es esa palabra (Ficciones) la que remite a un vínculo inesperado: a Borges. Y es que tal vez no ha habido ningún artista después de Borges tan preocupado por abordar desde la ficción ese universo de orilleros, cuchilleros, renegados y matreros como Campusano. Entonces, sin aviso, el héroe de la alta cultura nacional y el cineasta más popular del cine argentino confluyen en un Aleph ubicado al sur del paraíso, para contar –uno con la cabeza, el otro desde las tripas– historias de arrabales y bajos fondos.
Imperdonable crimen de lesa cinematografía Dirigida y protagonizada por el comediante mexicano Eugenio Derbez, No se aceptan devoluciones es uno de esos casos en los que la fama (o el prontuario) precede al sujeto. Se trata de la película latinoamericana más vista en Estados Unidos en toda la historia del cine, un dato nada despreciable, aunque en una crítica ese tipo de detalles importen tan poco como al film de Derbez parece importarle lo que la crítica pueda decir de él. En todo caso, es un tema que debe debatirse en otros (y mayores) espacios. No se aceptan... no es otra cosa que un cadáver exquisito en el que es posible encontrar mil y una fórmulas ya probadas con éxito e institucionalizadas en todo el mundo a través de centenares de películas y productos televisivos. La historia del vago irresponsable que de forma inesperada debe hacerse cargo de un bebé es tanto o más vieja que el cine. Una ocurrencia que suele rematarse con el retorno de la madre que, años después, cuando hombre y niño/a ya se han convertido en una pareja encantadora, vuelve hecha una bruja para reclamar lo que le pertenece. De Chaplin para acá, cineastas de todos los colores han realizado variaciones de esa idea, en un ciclo de repeticiones que parece nunca llegar al hartazgo. Mezcla de novelón lacrimógeno de esos que interpretaba Andrea del Boca antes de cumplir los 12 con comedia sensiblera en la que el protagonista choca contra una cultura ajena (basta recordar Un argentino en Nueva York, de Juan José Jusid), No se aceptan devoluciones no muestra nunca el menor atisbo de vergüenza, ni propia ni ajena, por su pereza manifiesta. Por el contrario, elige narrar a través de un humor elemental y pocas veces noble, camino por el cual consigue pocos y modestos momentos de gracia genuina. Lo grave es que esa desidia, como se ha dicho, es producto de una elección, un recurso de marketing, una estrategia “creativa”. Porque Derbez (a quien algunos reconocerán como el fan trainer que le lava la boca al Tano Pasman en una publicidad de pasta dental) sabe bien que tiene el negocio servido haciendo llorar o reír a una niña bonita en cámara, repartiendo patadas para todos –de ésas que buscan impactar una y otra vez las zonas blandas en los momentos precisos– y, sobre todo, apelando a estrujar el corazón de sus compatriotas en la diáspora. Es justamente ese accionar a conciencia lo que hace de su película un crimen imperdonable de lesa cinematografía.
Sesiones más espiritistas que terapéuticas Como ocurriera el año pasado con El conjuro (James Wan), Silencio del más allá, del británico John Pogue, elige un pasado rico en imaginería para ambientar una historia de miedo. Como en el film de Wan, ese viaje a los años ’70 no es un detalle menor, sino un elemento central del relato. En principio porque esa década, si bien ya se encontraba regida por una visión moderna del mundo, aún conservaba estructuras de pensamiento que permitían sostener elementos y costumbres de tradición casi medieval. Para decirlo con ejemplos claros, en los ’70 convivían la llegada del hombre a la Luna y el asentamiento de la tecnología digital, con personajes como el mentalista Uri Geller y el auge de sectas místicas u ocultistas que encontraron en el hippismo y la psicodelia excusas ideales para renacer. Pero también hay motivos cinematográficos para que producciones del siglo XXI elijan volver a ese momento. En primer lugar que el cine supo ser un reflejo fiel de su época: títulos como El exorcista (William Friedkin, 1973) o La profecía (Richard Donner, 1976) dan perfecta cuenta de esa dualidad. Y en segundo término, porque en el actual apogeo de las tecnologías digitales aplicadas al cine, la posibilidad de jugar con formatos tan ricos como el fílmico de 16 mm o Súper 8, virtualmente obsoletos desde lo industrial pero todavía vigorosos desde lo artístico, permiten a los cineastas enriquecer sus trabajos. En esas columnas se sostiene estética y narrativamente Silencios del más allá, ahí se encuentran los cimientos del escurridizo discurso del protagonista. El profesor Coupland (Jared Harris) es psicólogo y dirige un experimento cuyo sujeto es Jane Harper, una joven afectada por un mal que incluye autoagresión, cierta histeria y la manifestación de una personalidad dividida, síntomas en los que también se reconoce el perfil de la posesión satánica. Lo que Coupland intenta probar es que aquello que la superstición achaca al Diablo es en realidad obra de un desorden subconsciente. El lidera un reducido grupo de estudiantes que lo apoyan, incluyendo a Sam, un joven camarógrafo encargado de filmarlo todo, y su trabajo es financiado por una tradicional universidad británica. Los edificios medievales y los acordes de “Cum on Feel the Noize”, en el original de Slade que escuchan los jóvenes investigadores, se combinan muy bien para graficar la dualidad de la época y generan el ambiente propicio para pegar unos cuantos buenos sustos. Pero los tornillos del relato se van aflojando y, aunque los sustos se sostienen, al final ya no alcanza con las imágenes de grano grueso tomadas por la cámara de Sam ni con los ambiguos métodos de Coupland, que afirma ser científico pero cuyas sesiones son más espiritistas que terapéuticas. Tampoco alcanza con el gran trabajo de Harris, porque cuando Silencios del más allá empieza a repetir lo que ya se vio muchas veces, se convierte en un film previsible y sin alma propia.
Una nueva secuela, el nivel de siempre A fuerza de un humor muy preciso, de canciones notables y un gran sentido de la oportunidad, Bobin convierte la sencillez argumental del proyecto en una virtud y su película termina siendo una más que digna representante de la dinastía Muppet. Pocos han logrado sobrevivir tanto tiempo a la áspera competencia hollywoodense como Los Muppets, troupe de marionetas de gomaespuma y otros bricolajes creada para la televisión por Jim Henson en 1955 (Wikipedia dixit). Su llegada al cine ocurrió a fines de la década del ’70 y desde entonces llevan siete secuelas, incluyendo la recién estrenada Los Muppets 2: Los más buscados, un corpus que puede ser dividido en tres períodos. El original, al que podría denominarse la Era de Oro, que incluye las primeras tres películas realizadas en 1979, 1981 y 1984, en las que las que el propio Henson y su equipo de titiriteros daban vida a la rana Kermit, el oso Fozzie, la cerdita Piggy y los demás personajes (es decir: René, Figaredo y el resto). El período bajo, en los ’90, donde se realizaron otras dos películas, las menos exitosas, y finalmente, luego de que Disney comprara los derechos, el renacimiento modelo siglo XXI. Por supuesto que Disney representó una presencia importante para que el regreso fuera con éxito. Sobre todo porque la casa del ratón tuvo el buen tino de respetar la esencia del universo Mu-ppet, sosteniendo al grupo de artistas detrás de los personajes, entre quienes se cuenta Dave Goelz, único sobreviviente de los años dorados y encargado de animar a personajes clásicos como El gran Gonzo o el saxofonista Zoot. Del mismo modo, para esta segunda película de Disney también se ha mantenido en sus puestos a James Bobin, director y guionista de la película anterior, y a Bret McKenzie, ganador de un Oscar por la canción “Hombre o Mu-ppet”, incluida también en el film de 2011. Porque, como solía decir el viejo Walt, equipo que gana no se toca. Lejos de esquivar el tema de las secuelas, Los Muppets 2 (numeración inexacta, como se ha visto, que no corresponde al título original) no sólo pone el asunto en primer plano sino directamente en la primera escena. La película comienza ahí donde terminaba la anterior, con todo el equipo reunido en plena avenida Broadway después de un número musical. “¿Y ahora qué hacemos?”, se preguntan Kermit y sus amigos. La aparición de un representante de artistas cuyo nombre, Dominic Badguy, revela su lugar en la trama, es suficiente excusa para que la compañía se embarque en una gira mundial. Como corresponde, la decisión es celebrada con otra canción de título oportuno: “Hagamos una secuela”. El trabajo de McKenzie resulta otra vez una de las fortalezas de Los Muppets 2, aportando no sólo a los fines dramáticos, sino que también constituye una fuente inagotable de one liners y cameos, todos recursos que son una marca de fábrica de la saga. Bob Hope, Mel Brooks, James Coburn, Peter Ustinov o Liza Minnelli son algunos de los que se han prestado a aparecer de sorpresa en las películas anteriores. Y algunos hasta han repetido, como Ray Liotta o Zach Galifianakis, quienes vuelven a aparecer en esta junto a Lady Gaga, Tony Bennett, Salma Hayek, Frank Langella y Christoph Waltz, entre otros. Aunque debe decirse que no todos los cameos resultan igual de efectivos, una irregularidad leve que se traslada a otros aspectos del film. Porque esa gira mundial que los malos de turno usarán como pantalla para un plan criminal es apenas el motor que pone en marcha una historia muy básica que no consigue ir mucho más allá de las peripecias que orbitan en torno de ese eje, debilidad que el guión suple con una metralla de gags a discreción que siempre dan en el blanco. Está claro que esta séptima secuela está (apenas) debajo de su antecesora, sin embargo no alcanza para decir que la película falla. Lejos de eso, a fuerza de un humor muy preciso, de canciones notables y un gran sentido de la oportunidad, Bobin convierte esa sencillez en una virtud y su film termina siendo un más que digno representante de la dinastía Muppet.
La primera película de Attiasxploitation Las películas con enanos parecen estar volviéndose un inesperado subgénero del cine argentino. Está bien: es una exageración. No alcanza con que Francella haya hecho de petiso en Corazón de León y que ahora El secreto de Lucía, de Becky Garello, tenga otro protagonista diminuto como para hablar de tendencia. La exageración es doble, porque en realidad en ninguno de los dos casos se trata de enanos en el sentido estricto. Más allá del tecnicismo, las dos películas insisten en definirlos como tales, y ese detalle se vuelve esencial, brindando una excusa dramática. O una de las excusas. En este caso la otra, no menos importante, es la presencia de Emilia Attias, para cuyo “lucimiento” (en todos los sentidos de la palabra) parece pensada esta historia con enano incluido. A diferencia de Corazón de León, el film de Garello no se presenta en forma de comedia, aunque a veces ensaye algunos pasos para ese lado (algunos de ellos involuntarios), sino como un drama de época. Ubicado entre los ’60 y los ’70, el relato comienza con Mario, el enano, trabajando para juntar plata. Su madre espera otro hijo y él no quiere que su hermano sufra las secuelas de la enfermedad que lo afecta. Entonces aparece Juan (Carlos Belloso), típico chanta porteño que le propone montar un show de varieté para salir de gira por los pueblitos de provincia. Un número de falsa ventriloquía en el cual el petiso deberá fingirse muñeco. En definitiva, le propone una estafa y él acepta. La película recién acaba de plantear sus conflictos y los problemas empiezan a amontonarse. El primero es el uso de una voz en off que busca emparentar el relato con la serie negra, pero sin peso propio más allá de adelantar, completar o redondear algunas ideas cuando la acción no alcanza. El segundo es un problema de casting: la madre del petiso no parece su madre, volviendo risible las escenas en que uno le dice “mamá” a la otra, cuando en realidad parece la esposa. Tercero, es inverosímil que nadie, ni siquiera apelando a los más burdos estereotipos del provinciano inocente, se creyera que el petiso es un muñeco. El último problema lo marca la entrada en escena de Attias. Ahí la película quiere convertirse en drama musical estilo Las cosas del querer, donde los números musicales a cargo de la actriz pretenden aportar detalles dramáticos. Es cierto que Attias, como el resto del elenco, realiza un trabajo actoral aceptable y tampoco canta mal. Pero tampoco lo hace del todo bien y todo aquello que su voz no aporta naturalmente debe rellenarse con efectos de postproducción que la vuelven artificial. Decisión que equivale a maquillar en exceso el rostro defectuoso de un actor para que se vea mejor, causando el efecto contrario. Un fugaz pero significativo (e innecesario) desnudo de la actriz sobre el final redondean la sensación de que en realidad se trata de la primera película de Attiasxploitation. A pesar de las objeciones, El secreto de Lucía avanza con cierta dignidad hasta un giro final que busca aplicar un golpe de tragedia, pero que no hace sino acentuar los puntos flojos.
Los dobleces de la vida Gregorio Carrizo, Goyo, amigo de la infancia de Diego Maradona y fallida estrella de fútbol, es el protagonista de este excelente documental que trabaja sobre el tema del doble, un desconocido capaz de iluminar la película con su propia luz. Doppelgänger. Esa es la palabra alemana que utiliza Sigmund Freud en su texto acerca de Lo siniestro para empezar a definir el objeto de su ensayo. Se trata de la idea del doble, que el padre del psicoanálisis toma de varios relatos del escritor romántico E. T. A. Hoffmann, quien solía utilizar el asunto como tema recurrente en sus relatos, al punto de bautizar una de sus nouvelles con el nombre de Los dobles. Si hubiera que condensar la trama de esa breve novela, podría decirse que se trata de la historia de un hombre que es confundido con otro hasta que ambas vidas se ven enmarañadas en una sola madeja de acontecimientos. De algún modo extraño, ese también es el tema de El otro Maradona, documental dirigido por Ezequiel Luka y Gabriel Amiel, cuyo protagonista es Gregorio Carrizo, Goyo, amigo de la infancia de Diego Maradona y fallida estrella de fútbol. La historia de Goyo Carrizo es muy conocida en el ambiente futbolero. Nacidos y criados en Villa Fiorito, Diego y él eran dos de los cientos de chicos del barrio que jugaban a la pelota en el potrero que el padre de Goyo había convertido en canchita de fútbol justo frente a su casa. Cuando un cazador de talentos deslumbrado por su habilidad se lo lleva a jugar a Argentinos Juniors, Goyo le dice que en el barrio hay uno que juega todavía mejor. El resto es historia oficial. Sin embargo, aunque dicha historia se empecine en recordar sólo el nombre de Maradona, aquellos fantásticos Cebollitas tuvieron dos niños prodigio: el otro era Goyo Carrizo. La película de Lukas y Amiel se sostiene en esa dualidad, jugando con planos narrativos superpuestos. En la superficie está Carrizo, el hombre cuya carrera y éxito quedaron truncos, un poco por una complicada lesión en la rodilla y otro poco por algunas decisiones de esas que se lamentan cuando los años pasaron sin remedio. Por detrás, el espíritu de Maradona se empecina en habitar una omnipresencia que no tiene nada de caprichosa. “¿Por qué tengo que vivir así –recuerda haberle dicho alguna vez Goyo a su esposa en su casa de Fiorito– si yo hice feliz a la mayoría del mundo?” Y es cierto: sin ese hombre hoy pelado y anónimo, sin ese crack roto y abandonado prematuramente, sin su amistad generosa de nene que sólo quería jugar si era con su amigo, sin Goyo no habría Diego. O, tal vez, en el mejor de los casos, habría un Diego distinto. Otro Maradona. Construido con profundo respeto por su protagonista, el documental pone las vidas de los dos amiguitos del barrio una encima de la otra, como diapositivas que al proyectarse juntas revelan una imagen nueva e impensada. El resultado de esa operación es al mismo tiempo vital y conmovedor. Porque Goyo, ese hombre de 50 años que aprendió a convivir con su fracaso, no envidia la gloria del otro, el doble, sino que se alegra por él. Y es que tal vez Maradona y Goyo, sin decírselo a nadie, se repartieron la suerte para que al menos uno de ellos pudiera cumplir los sueños compartidos en nombre de los dos. Entonces, como le ocurría a Dorian Gray, uno debió quedarse acá en Fiorito y cargar estoicamente con las lesiones, con las decisiones incorrectas, con el olvido, con el dolor de ver a sus hijos todos los días con la misma ropa, a veces sin zapatos, para que el otro (que en realidad podría ser él mismo) pudiera convertirse en el mejor jugador de fútbol de la historia. Cuando parece que el relato va a estancarse en la morosidad de la oda a la dignidad del fracaso, El otro Maradona se permite un giro casi imperceptible en el que revela su verdadera maravilla. Lejos de perderse solamente en el ejercicio repetido de ver a Goyo Carrizo como “el Maradona que no fue”, contentándose con el juego fácil de imaginar qué hubiera pasado si las cosas le hubieran salido bien, el documental elige creer que en realidad las cosas están bien así como están. Es entonces cuando ese hombre abrumado por un destino que nunca llegó revela una grandeza de otro orden, una que no es ni mejor ni peor que la ajena, pero que al fin le confiere su propia identidad más allá de los dobleces y le permite apartarse de la sombra del otro para iluminar al menos esta película con su propia luz.
Jugando en un mundo de fantasías Lejos de una venganza personal, el debut como realizador del director de la revista Haciendo Cine utiliza la vilipendiada figura del crítico cinematográfico para aventurarse en una comedia romántica donde se luce la pareja protagónica. No sería raro que alguien imaginara que detrás de una película cuyo protagonista es un crítico de cine, al que el mundo de golpe se le vuelve un lugar extraño porque empieza a parecerse a las películas que detesta, hay un director envenenado tratando de arreglar cuentas con algún crítico en particular. O con la crítica en general, como institución. No sería la primera vez que se usa el cine como arma de un crimen pasional de ese tenor. Anton Ego, el crítico gastronómico de Ratatouille, parecía algo así, y basta recordar cómo llamaban los rockeros de Casi famosos al niño-crítico que los acompañaba cubriendo su gira para la Rolling Stone: El Enemigo. Pero los que busquen un móvil cuasi policial detrás de El crítico, deberán guardarse el morbo para otra ocasión. En primer lugar porque se trata de una ópera prima y, en consecuencia, de un director sin un pasado al cual vengar. Pero además porque Hernán Guerschuny, ese director, es uno de los responsables de Haciendo Cine, revista sobre la industria cinematográfica local que también incluye un apartado dedicado a la crítica. Con lo cual pareciera no haber animosidad de su parte hacia una especie que conoce muy bien. Prueba de ello son los cameos que realizan varios pesos pesados del género, incluyendo a dos directores del Bafici. En segundo lugar, porque el espacio de la crítica representa para El crítico lo mismo que el ambiente de los picapleitos de hospital o el universo carcelario para las películas de Pablo Trapero: un mundo cargado de fantasías para quienes lo observan desde afuera y desde el cual intentar atraer la curiosidad del espectador. Una excusa narrativa. No es éste ni el momento ni el lugar para discutir qué incidencia tiene la crítica de cine en la decisión de los espectadores que la consumen (ni de los espectadores en general), pero es cierto que el juego de despreciar la validez del trabajo del crítico de cine es uno de los pasatiempos favoritos de los argentinos. Un poco más atrás que el de los técnicos de fútbol, los psicoanalistas y los presidentes de la Nación, se trata de un oficio del cual todos tienen opinión formada e inevitablemente algo que decir. Si hasta entre críticos se practica con regularidad el ejercicio del canibalismo endogámico. Haber notado que ahí había un universo atractivo para contar una historia de cine es uno de los méritos de Guerschuny, quien a veces juega con gracia con los lugares comunes (muchas veces reales) que suelen atribuírsele al crítico de cine. El crítico tiene otros aciertos que permiten apostar por ella, como la elección de la pareja protagónica. Rafael Spregelburd realiza un gran trabajo, haciendo que la potencia de su personaje se sostenga hasta en los pasajes en los que la película no lo acompaña, reafirmando que desde su aparición cinematográfica en El hombre de al lado, de la dupla Cohn-Duprat, es una de las figuras que podría ayudar a que el cine nacional se volviera un poco menos Darín-dependiente. En cuanto a Dolores Fonzi, a quien hace rato nadie debería considerar nada más que una cara bonita, resulta imposible, sin embargo, dejar de notar que parece haber sido diseñada para el cine, como si tuviera implantado un sensor que obliga a las cámaras a hacer foco sobre ella. Eso a pesar de que su personaje tiene detalles que le juegan en contra, como esa forma de hablar que parece un capricho del guión. Y no es lo único que podría considerarse arbitrario en El crítico. Pero a pesar de esos caprichos, o mejor, a partir de ellos, es posible afirmar que Guerschuny asume los riesgos de intentar hacer buen cine con el propósito de llegar a un público masivo dentro de sus objetivos, algo que no siempre es bien visto, pero que es una de las cuentas pendientes del cine argentino. Una deuda que El crítico no salda, aunque sí representa un paso adelante.
Un duelo de voluntades y claroscuros El contraste entre una anciana altanera y su dama de compañía también deja en claro las diferencias entre dos Europas posibles: la de los países que lideran la región y la de las regiones periféricas, dispuestas a aceptar las reglas impuestas. Teniendo en cuenta que se ubica estéticamente en una encrucijada de géneros, que incluye a esos filmes otoñales en donde un anciano busca y alcanza cierta redención en la última curva de la vida; las buddie movies de parejas formadas por patrones reaccionarios y sirvientes estoicos; y las películas de amor tardío, Una dama en París podía hacerle temer lo peor a cualquiera. Alcanza con imaginar el resultado final de un hipotético crossover entre Conduciendo a Miss Daisy (Bruce Beresford, 1989), Mejor imposible (James L. Brooks, 1997) y Gran Torino (Clint Eastwood, 2008), para entender a qué clase de engendro podría uno haberse enfrentado. Por suerte la película consigue eludir casi todos los miedos del crítico prejuicioso y entrega una historia que no necesita una escalera de efectismo, sensiblería y golpes bajos para conmover, aunque más no sea de manera moderada pero siempre legítima. Por supuesto que todos esos elementos se encuentran presentes en el relato, pero repartidos con equilibrio y morigerados por un tono narrativo que nunca recarga excesivamente el peso dramático sobre ninguno de ellos. Con la sobriedad de lo simple, Una dama en París cuenta la historia de Anne, una mujer de mediana edad nacida en Estonia que acaba de perder a su madre, a la que cuidó durante los dos años que duró su convalecencia. La película no necesita convertir la vida de Anne en su país en un calvario (aunque la escena inicial haga temer lo peor), para justificar las decisiones que tomará antes de pasado el primer cuarto de hora. Si ella no es feliz –y está claro que no lo es–, no se debe a la miseria ni al sufrimiento, sino a una vida a la que la rutina ha ido opacando de a poco. Por eso la oferta de viajar a París para cuidar a una anciana compatriota parece llegarle en el momento justo en que la cosa podía empezar a ponerse oscura de verdad. La señora a la que Anne debe cuidar es Frida, encarnada por la siempre encantadora Jeanne Moreau, quien puede haber perdido muchas cosas pero no las mañas de gran actriz. Y Frida es insoportable. Altanera, displicente y mal educada, cada una de sus actitudes evidencia el desprecio que siente por Anne y no se preocupa en ocultarlo. El contraste entre ambas también pone en cuestión dos idiosincrasias: la avasallante mentalidad del habitante de la gran ciudad, en oposición a la candidez servicial del provinciano. Ambos estereotipos también dejan claras las diferencias que existen entre dos Europas posibles: la de los orgullosos países que lideran la región, verdaderos machos alfa de la geopolítica mundial –en este caso Francia–, y la de los países periféricos, dispuestos a aceptar las reglas impuestas, que aquí representa Estonia. En definitiva, aunque no lo haga de manera central, en Una dama en París también se encuentra presente el tema de la identidad, cuestión que el título original, Una estonia en París, expone con mayor énfasis. Aunque desde lo narrativo nunca llegue a sorprender, la película dirigida por el estonio Ilmar Raag se permite utilizar recursos interesantes, como una banda sonora que aporta a la creación de ciertos climas pero sin resbalar nunca hacia lo obvio, o una resolución que, aun diciéndolo todo, al menos se da el bienvenido lujo de no ponerlo en escena de modo explícito. Es que cuando un director muestra el infrecuente valor de dejar librado aunque sea un detalle al fuera de campo, por mínimo que éste fuera, en ese mismo momento el cine se ha salvado, módicamente, una vez más.
Apenas una superficie de colores brillantes Rio 2 no es otra cosa que el previsible regreso, en más de un sentido, de los personajes creados por el director brasileño Carlos Saldanha para su exitosa película Rio (2011), ambientada en la “exótica” ciudad carioca y producida por los poderosos estudios Fox. En primer lugar porque desde hace un tiempo el cine infantil se ha convertido en un espacio de franquicias eternas, aunque ésta es una costumbre (o vicio) que abarca casi todos los rincones del cine industrial. El caso de La era de hielo, serie también producida por Fox, es emblemático: recaudó con la película original 383 millones de dólares, duplicando ese número en su segunda entrega cuatro años después, llegando casi a triplicarlo en la tercera, de 2009. Según esta lógica empresaria, Rio 2 debería (y necesita) superar los casi 500 millones que hizo la primera parte y ése es el único objeto que parece justificar su existencia. Es que esta segunda también es predecible en lo narrativo. Construido sobre una base demasiado esquemática, tanto en la progresión de los hechos y circunstancias que motivan la acción como en la creación de nuevos personajes, el guión de Rio 2 parece obra de un software de escritura automatizada. Así de rígido y reiterado es todo. No por nada la historia recuerda en sus detalles a productos similares (incluidas las cuatro entregas de la mencionada La era de hielo, en la que el propio Saldanha también fue director), o a situaciones ya vistas en otras películas como La familia de mi novia (Jay Roach, 2000), a cuyo cuarteto de personajes principales parecen remedar los protagonistas de Rio 2. La pareja de guacamayos azules de la primera película, últimos ejemplares de una especie casi desaparecida, debe viajar ahora al Amazonas, donde al parecer acaba de avistarse a algún otro de su especie. Allá descubrirán que una bandada de los suyos ha sobrevivido a la extinción ocultándose en un santuario natural, fuera del alcance humano. No será una sorpresa enterarse que el jefe de la bandada y su mano derecha son el padre y el ex novio de ella. El juego de reemplazar a los cuatro guacamayos por Ben Stiller, Teri Polo, Robert De Niro y Owen Wilson es muy sencillo. Aunque la animación es inobjetable, también debe decirse que el film realiza una representación muy primaria de aquellos lugares comunes por los que puede identificarse al Brasil. Si en la primera el Carnaval ocupaba el centro de la escena, acá ese lugar le queda, de manera no menos previsible, al fútbol: ¿qué otra cosa podía ser en el año del Mundial? Creada y dirigida por un brasileño, Rio 2 podía aspirar a algo más de profundidad y no este quedarse en una superficie de colores brillantes, en donde hasta las favelas son de un pintoresquismo for export y no uno de los lugares más miserables y peligrosos del mundo. En medio de todo eso, el mensaje ecologista representa la no menos esperable corrección política y no mucho más.