Nunca confíes en un hombre sin nombre En contra de la doble moral de los informativos que se indignan con la bestialidad de actos inconcebibles pero que repiten hasta la náusea, Nadie vive ofrece con honestidad un festival de vísceras en donde el terror gore funciona como placer cinéfilo. Si algo bueno tiene Nadie vive, del japonés radicado en Hollywood Ryûhei Kitamura, es su falta de pretensión realista, su autoconciencia fantástica, algo que no siempre tienen las películas de un género tan difícil como el gore. Difícil porque es fácil hacer el ridículo contando una historia en donde el 90 por ciento de la gracia está en la exposición brutal del interior humano. Difícil porque no es sencillo esquivar la tentación de inventar un cuento moral o forzar una metáfora que justifique lo que en realidad apela a satisfacer un placer primario: asistir a un espectáculo que se pone en línea con el instinto animal que habita en el fondo de cualquier hombre. Un fondo salvaje que se cree superado, perdido bajo millones de años de evolución pero que, al fin, cuando menos se lo espera, emerge con violencia inusitada. Su rastro es evidente en la psicosis colectiva de una sociedad que de repente se regocija en escenas de linchamientos televisados, en los que la turba ya no porta antorchas y tridentes sino controles remotos, dispuestos a disparar sobre quien sea para satisfacer ese deseo: el placer de ver cómo la sangre brota. En contra de la doble moral de los informativos que se indignan con la bestialidad de actos inconcebibles, pero repiten hasta la náusea las imágenes de un mundo cada vez más hobbesiano, Nadie vive ofrece con honestidad un festival de vísceras en donde la muerte, lejos de ser el espanto a la vuelta de la esquina, es la pieza fundamental de un artefacto tan simple como placentero: el cine. Aunque no hay nada nuevo en la película de Kitamura, sin embargo ofrece algo que no abunda: ingenio, desfachatez y precisión a la hora de colocar cada pieza en su lugar para activarla en el momento justo. Todo comienza de manera convencional, con una rubia escapando por el bosque, y es sabido que cuando esto ocurre, por más que ella grite, no hay forma de que termine bien. La chica es hija del dueño de un holding editorial que se encuentra desaparecida desde hace seis meses. Un hombre y su novia, que se están mudando de ciudad con el desacuerdo de ella, ven la noticia en la tele cuando se detienen a pasar la noche en un motel. La particular pasión que el protagonista (de quien nunca se sabrá el nombre) pone al acariciar una carnosa cicatriz en el vientre de ella es la primera irrupción de lo siniestro dentro de lo que hasta ahí parece ser la parte pura de la historia, aquella que la maldad intentará corromper. El tramo inicial de la película construye con sencillez un clásico clima de tensión que multiplica sus puntos de atención. Una banda de ladrones de casas, entre cuyos integrantes hay uno particularmente perturbado, se cruza con la pareja, que ahora cena en una cantina rural. El loquito les arruina la velada faltándole el respeto a la chica, pero aunque no pasa de ahí, la escena termina dejando la sensación de que en realidad el peligroso es el hombre sin nombre, quien desde su anonimato aparentaba encarnar al hombre común. Nadie vive parece avanzar hacia la ambigüedad de un thriller de personajes, pero la cosa se desmadra. Al principio de este giro no del todo inesperado, la historia parece volantear para el lado del vengador que cobra a sus victimarios una deuda de sangre con altas dosis de gore. Sin embargo, y esto sí es una sorpresa, lo que entra en escena es el absurdo. Pero no el absurdo involuntario propio de muchas películas clase B mal resueltas, sino un sinsentido cargado de humor negro que, en comunión con las explícitas masacres, revitaliza el relato. Nadie vive es un golpe a los prejuicios, porque, aunque convencional en líneas generales, termina siendo disfrutable en sus detalles. La película provoca un placer equiparable al que puede producir la postal entre tierna y asquerosa de un bebé comiendo su propia caca. En este caso se trata de un psicótico carismático que, por un rato, es capaz de convencer a cualquiera de que chapotear entre litros de sangre y tripas puede ser lo más divertido del mundo. De paso demuestra que la violencia, cuando es intermediada con gracia e inteligencia por el hecho artístico, no sólo es tolerable sino bienvenida. La otra, la violencia real que el hombre descarga sobre el hombre, física o televisivamente, no es sino la forma más baja de degradación que puede alcanzar la humanidad. Y no hay excusa capaz de legitimarla. Entonces: ¡viva el cine!
Comedia romántica llena de estereotipos Comedia francesa a la americana o comedia americana a la francesa, Lo mejor de nuestras vidas resulta un film híbrido que apenas consigue hacer equilibrio a mitad de ese camino. Porque no es, en rigor, una comedia americana en el sentido clásico y mucho menos en el moderno, tan lejos de Billy Wilder como de Judd Apatow. Pero tampoco lo que se entiende por comedia francesa cuando se piensa en puntos distantes como Pierre Etaix o Francis Veber. Lo mejor de nuestras vidas conjura los lugares comunes del cine mainstream, venga de donde venga: una comedia romántica cargada de estereotipos, con una trama tan amplia como para captar públicos diversos, y más preocupada por la cáscara que por el contenido. En busca de esa improbable panacea cinematográfica (una película que guste a todos), el guionista y director Cédric Klapisch plantea en esta tercera parte de una saga que incluye otros dos films (Piso compartido, de 2002, y Las muñecas rusas, de 2005) la historia de Xavier, un incipiente cuarentón que creyendo tener todo resuelto se encuentra con que, de un día para otro, su mundo queda patas arriba. Casado con una inglesa, dos hijos hermosos, una prometedora carrera como escritor y departamento en París, todo se desmorona cuando decide ayudar a que su mejor amiga (y lesbiana) Isabelle pueda cumplir el sueño de ser madre. Tomando como punto de partida el modelo de familias ensambladas y la disfuncionalidad propia de la vida en el siglo XXI, Klapisch utiliza una forma de relato que remeda la lógica de Windows, el sistema operativo más famoso del mundo, con ventanas narrativas abriéndose acá y allá para hacer que la historia avance. Aunque él prefiere jugar con la idea del rompecabezas chino. Como sea, el sistema le permite ir y venir en el tiempo, intercalar sin aviso la realidad con la fantasía y meter o sacar personajes muchas veces sin saber bien de dónde, sólo para poder resolver (o complicar aún más) las vueltas de tuerca del guión. De este modo, el director corporiza lo que el propio Xavier dice con claridad al comienzo de la película: su dificultad para hacer que su vida vaya del punto A hasta el punto B sin perderse en innumerables desvíos. El relato se traslada a Nueva York, cuando su mujer decide dejarlo por otro tipo y se lleva para allá a los chicos. La Gran Manzana es el lugar ideal para sumar estereotipos, con la lesbiana que quiere ser madre y el separado que no sabe cómo rehacer su vida en los papeles principales, y taxistas chinos, niñeras pacatas dispuestas a perder la cabeza o abogados baratos y parlanchines como secundarios. Klapisch confunde complejo con complicado y, a pesar de la omnipresencia de la figura de Xavier, sólo en contadas ocasiones consigue ir más allá de las consecuencias superficiales que las diferentes situaciones provocan en él. Ahí donde debiera generar empatía o intimidad, Lo mejor de nuestras vidas apenas permite mirar desde afuera, cómodamente y sin compromiso, el espectáculo de la vida ajena. El resultado es una comedia complaciente con, por supuesto, final feliz.
Para salir del laberinto Aunque habla de un protagonista, Nicolás, la estructura del arco dramático que traza el film bien puede trasladarse a casi cualquier joven. Al mismo tiempo, esta cuarta película de la directora de Una semana solos es también una nueva versión del mito edípico. Como ocurría con Una semana solos, una de sus películas anteriores, el relato que Celina Murga hace en La tercera orilla representa un tour de force por la adolescencia, en una versión recargada sobre una víctima solitaria. Pero aunque su cuarto trabajo tiene un protagonista único, Nicolás, más allá de los detalles puntuales de su historia y de la intensidad con que éstos se van dando, la estructura del arco dramático que trazan bien puede trasladarse a casi cualquier joven. Al mismo tiempo, esta cuarta película de la directora argentina, apadrinada por Martin Scorsese, es también una nueva versión del mito edípico. Cruda, como corresponde, pero mucho más sutil que aquella contenida en “The end”, épica canción de los Doors en la que un catártico Jim Morrison teatralizaba el deseo de matar al padre y también, aunque de manera velada, de cogerse a la madre. Pero en la esencia metafórica, película y canción tratan más o menos de lo mismo. Hijo mayor de una pareja separada, Nicolás vive con su madre y dos hermanos, que son visitados asiduamente por Jorge, el padre, quien suele venir con un hijo de otra pareja a pasar un rato con todos. Y también a acostarse con su ex, un hecho que no pasa inadvertido para Nicolás y sus hermanos. La situación es confusa: Jorge vive con su otra mujer, pero frecuenta ambas casas con una familiaridad incómoda y algo siniestra. La figura de Jorge remite enseguida al estereotipo del macho alfa, pero aunque parece omnipresente, será Nicolás quien proteja al menor de sus hermanos cuando éste se ponga a espiar el cuarto de sus padres por la cerradura, y también el que ayude a su hermana con la fiesta de 15, el que defienda a su medio hermano del acoso de sus compañeros de escuela y el que consuele el llanto de la madre en la misma cama en la que se acaba de acostar con Jorge. No han transcurrido más que quince minutos de película y todos los elementos de la tragedia griega ya están en su lugar. La película teje un cerco en torno del protagonista y Jorge (Daniel Veronese, cumpliendo un inmejorable debut en cine) será el factótum detrás de esa trama de conflictos asordinados que van dejando a Nicolás sin aire. Lo pondrá a trabajar en su consultorio médico, lo llevará al campo familiar para que se haga cargo de empezar a manejarlo, irá con él al cabaret del pueblo, para que de una vez se haga hombre. El padre vampiriza al hijo hasta convertirlo en un espectro condenado a vivir en un laberinto, sin que nadie puede ver más allá de su máscara rígida, ni sospechar la complejidad de lo que se va macerando dentro de él. Nicolás irá juntando presión. Una pelea con otro joven por defender a sus respectivos hermanos menores y el momento en que canta con su hermana “Rezo por vos” en un pub con karaoke marcarán de algún modo su llegada a la madurez. Ambos funcionan como catalizadores de los conflictos que el relato ha apilado sobre el protagonista y serán una patada a ese hormiguero de furias contenidas en el que éste se ha transformado. Aunque todavía falta para el giro final, es éste el momento central de la película, el que equivale al instante en que el carrito llega a lo más alto de la montaña rusa, pero ya es posible sentir el vértigo de la gran caída por venir. Por un lado, en la pelea mano a mano con un par, cada uno defendiendo a los de su manada, Nicolás terminará de reconocer la fuerza de su madurez, la que necesita para enfrentar el poderoso liderazgo de Jorge. Por otro, la escena en que canta con su hermana representa un momento litúrgico, un ritual iniciático en el que la resistencia interior cede y Nicolás al fin se entrega a una sanadora pérdida del control. Todo ocurre de forma natural, progresiva y sin la intermediación de una decisión consciente por parte del personaje. Saltando, casi gritando una genuina versión proto punk de la canción de Charly García, el chico consigue en escena caer en un trance que, como es esperable, significará para él un cambio de piel, un renacer. Después de eso, el clímax, la explosión, será inevitable. Y cuando ocurra representará un cimbronazo que irá más allá del relato en sí mismo. Al final, cuando parece que Nicolás ha conseguido abrir una brecha en ese anillo que se cierra sobre él cada vez más, liberando una válvula de escape para aliviar la presión, lo que habrá hecho en realidad es cerrar el círculo por dentro, para probar aquello de que la única forma de escapar de un laberinto es por arriba. La escena culminante significa no sólo un cambio de actitud en Nicolás, sino también un giro estético dentro de los códigos cinematográficos con que la película se construyó hasta ahí. Es posible que algunos pudieran sentirse incómodos ante este salto en el registro, pero, a través de él, Murga consigue con inteligencia replicar y trasladar a la estructura del relato la alteración que opera en el protagonista. Como Flaubert, ella también parece decir: “Nicolás soy yo”.
Entre gatos encerrados y judíos escondidos Es inevitable que el nombre de István Szabó remita al cine europeo de qualité de los años ’80. Películas como Mephisto (Oscar a la Mejor Película Extranjera 1982 y varios premios en Cannes), Coronel Redl y Hanussen (1985 y 1988, también candidatas en ambas instancias) confirmarán que la idea no es incorrecta. Para quienes por entonces seguían la carrera de Szabó, lo primero que notarán es el agujero negro de 25 años que separa esos títulos del estreno de Tras la puerta, última película del húngaro que llega a Buenos Aires con dos años de demora (aunque en realidad varios de sus trabajos posteriores también llegaron al país). Lo segundo será confirmar que lo de Szabó sigue siendo el cine de qualité, con la salvedad de que para su estética cinematográfica esas dos décadas y media parecen no haber pasado: Tras la puerta ha sido construida a partir de recursos cinematográficos y poéticos evidentemente anacrónicos, que dan por resultado un film estéticamente envejecido. Que Szabó elija filmar una historia que transcurre a comienzos de la década del ’60, en el apogeo de los regímenes comunistas en Europa oriental en un tono –narrativo, fotográfico, actoral– que podría calificarse de soviético tampoco ayuda. Se trata de la historia de Emerenc (pronúnciese “Emerenz”), una vieja empleada doméstica cascarrabias a la que todos en su pueblo temen en la misma medida en que adoran. Ella ha sufrido mucho durante la guerra, cuyo fantasma sobrevuela todo el relato, y por eso la comunidad la respeta y le tolera sus malos modos y su reserva (nadie ha entrado a su casa desde que la guerra terminó hace 15 años). Tras la puerta pretende entonces echar una (no tan) nueva mirada al horror de la guerra y la vida gris de los años rojos que resulta tan fuera de época como su estética, creando un círculo en el que no termina de quedar claro si es el pasado el que tiñe al cine, o si es Szabó quien cree que la única forma de filmar el pasado es fingiendo su color. La relación de Emerenc con Magda, una mujer más joven e intelectual que requiere los servicios de Emerenc para dedicarse a escribir novelas, servirá para oponer los viejos temores de la empleada a los traumas y culpas del ama. Una de las tantas metáforas un poco gruesas sobre las que la película de Szabó se apoya. Es que el director no duda en trazar paralelos obvios entre gatos encerrados y judíos escondidos, u otros en donde las memorias ficcionalizadas por Emerenc no son sino la forclusión de un pasado tan doloroso como obvio. Que la vieja sea interpretada por Helen Mirren es una ventaja desaprovechada. Su personaje se la pasa hablando a través de epigramas previamente untados con una pátina de tosca sabiduría popular: el director parece haber creído que lubricados de esa manera podrían pasar por verdadera poesía. Esa misma impostación es la que hace de Tras la puerta una película recargada y falsamente lírica.
Para dar una vuelta con la historia La gran nueva apuesta de los estudios Dreamworks es un buen exponente de un subgénero históricamente fructífero: el de los viajeros del tiempo. Tópico que en este caso se convierte en una herramienta para crear y fortalecer vínculos. A juzgar por lo que se ha visto hasta ahora, no es desacertado afirmar que la cosecha de películas animadas de 2014 viene con la bendición de los dioses de la abundancia. Si el año empezó bien con Frozen, el tradicional cuento de invierno (boreal) de los estudios Disney que apuesta por los mejores valores cinematográficos de la casa madre del género, la cosa siguió mejor con la inesperadamente notable La gran aventura Lego, que destroza a base de creatividad cualquier suspicacia acerca de un posible origen espurio (léase publicitario) que hacía temer una película hecha sólo para promocionar a la conocida marca de bloquecitos para armar. Un poco más abajo Dos pavos en apuros, film notoriamente más chico y menos efectivo pero para nada indigno, redondea un panorama positivo. Para levantar todavía más el promedio llega Las aventuras de Peabody y Sherman, gran nueva apuesta de los estudios Dreamworks que consigue uno de sus mejores trabajos. A la altura de la primera Shrek o la fantástica Madagascar 3, todas ellas son buenos ejemplos de películas rigurosamente infantiles, pero que jamás se permiten olvidar que quienes pagan las entradas son el señor y la señora que se sientan en la butaca de al lado de los chicos. Pero estas Aventuras de Peabody y Sherman son además un buen exponente de un subgénero que ha dado grandes películas a lo largo de la historia del cine: el de los viajeros del tiempo. De clásicos como la adaptación de La máquina del tiempo de H. G. Wells, protagonizada por Rod Taylor, a Los aventureros del tiempo, de Terry Gilliam, pasando por Déjà vu, de Tony Scott, o la inigualable Hechizo del tiempo, en donde el personaje de Bill Murray manifiesta la capacidad involuntaria de ser pasajero y vehículo de forma simultánea, el cine ha sabido hacer de ese artificio una vía interesante para exponer la paradoja temporal de la historia. La experiencia del presente como clave para solucionar los problemas del pasado o prevenir los del futuro, mecanismo impracticable en la realidad, pero cuya validez sostienen el cine y la literatura. En el caso de esta película de Rob Minkoff, quien se hizo conocido y prestigioso por dirigir El rey león, los viajes en el tiempo son una herramienta para crear y fortalecer vínculos y al mismo tiempo reírse justamente con la historia, que no es lo mismo que reírse de la historia. La premisa básica es simple. El señor Peabody es un perro, pero uno tan inteligente que su naturaleza canina no representa un obstáculo para su condición de señor. De hecho, es un destacado ciudadano, científico y el primer perro en adoptar un chico como hijo: ese es Sherman. Entre los logros del señor Peabody consta una secreta máquina del tiempo que usa para instruir al niño en historia. Tanto es así que cuando empiece la escuela ya será un experto en la materia. Lo cual causará la ira de la pequeña Penny, hasta ese momento la sabihonda de la clase, que por supuesto hostigará a Sherman hasta hacerlo reaccionar. El incidente escolar pondrá en riesgo el vínculo familiar de perro y niño, haciéndolo depender de la aprobación de una siniestra asistente social. El inteligente señor Peabody invitará a cenar a los padres de Penny para zanjar las diferencias, pero en el medio la pequeña manipulará a Sherman, haciendo que éste revele el secreto de la máquina del tiempo y lo convenza para ir a dar una vuelta por la historia. Poniendo en práctica su experiencia como director de películas infantiles, Minkoff da forma, continuidad y cohesión al relato, al punto de que apenas es posible darse cuenta de que gran parte de su estructura consiste en una serie de episodios sueltos (las diferentes paradas de un itinerario histórico), reunidos por una excusa mínima. El mérito del guión está en proponer una cantidad de situaciones y gags que van del slapstick más básico (pero efectivo) a otros de mayor complejidad, ligados a las cuestiones de orden histórico. Otro aporte de interés está dado por la presencia de detalles de una cinefilia popular, en donde se cuelan referencias que van de Sofia Coppola a Stanley Kubrick, burlándose en el medio del culto a la cámara lenta y la testosterona de películas épicas al estilo 300. Sin pretensiones didácticas, que de haber existido habrían atentado contra su salud narrativa, Las aventuras de Peabody y Sherman utilizan a la historia como vehículo para contar un cuento de padres e hijos, de aceptación de las diferencias y de vínculos que se construyen a pesar de y por encima de los contratiempos.
Cóctel de estrellas que desborda por todos lados La sabiduría popular dice que la curiosidad mata al hombre. Partiendo de esa fórmula puede decirse que la pretensión provoca los mismos efectos en el cine. Basta ver Un cuento de invierno para comprobarlo. Extraño injerto de drama romántico con relato fantástico y panfleto místico, la característica central de este relato escrito y dirigido (aunque mejor sería decir perpetrado) por Akiva Goldsman es su propensión al desborde. Abuso verificable en todas las líneas cinematográficas posibles, desde una fotografía excedida de lucecitas, brillitos e impostados claroscuros recargados de luna y de nieve, hasta una banda sonora mal intencionada e insistente, pasando por un guión de copiosa obviedad y que a falta de un género abusa de varios a la vez. ¿Acaso no es todo eso lo que lastra la historia de amor y redención entre una señorita hermosa y rica, pero moribunda (Jessica Brown Findlay), y un hábil ladronzuelo (Colin Farrell) perseguido por su ex mentor, un impiadoso capo mafia (Russell Crowe)? ¿O lo que provoca que la relación entre el joven y un caballo tan blanco y noble como lleno de fantásticas sorpresas resulte un fatídico lugar común? ¿O lo que hace que el enfrentamiento entre ángeles y demonios en la Nueva York de principios del siglo XX no sea más que el déjà vu de un déjà vu? ¿Cómo se hace para unir todo eso (y más) en una sola historia sin caer en el absurdo? Ubicada en la frontera múltiple que separa el mundo victoriano de la modernidad, el cuento de hadas de la realidad, lo romántico de lo meloso y la profundidad espiritual de la superficialidad new age, no hay forma de no calificar Un cuento de invierno como un pastiche víctima de sus propias pretensiones. Podría decirse que la película cuenta con un reparto realmente notable que consigue en base a su oficio hacer más grata la experiencia. Podría... pero sería mentir. Con lógica de productor –que es a lo que se dedicaba exclusivamente Goldsman antes de debutar aquí como director–, el film se dedica a sumar estrellas sólo por tenerlas un ratito en pantalla. Crowe, por ejemplo: un tipo capaz de hacer que la cámara no pueda apartarse de él, esta vez se la pasa haciendo gestos que quieren ser sutiles, pero que resultan un extraño caso de exceso minimalista. Y qué desperdicio imperdonable se comete con William Hurt. Por su lado, Jenniffer Connelly hace lo que puede donde es imposible hacer mucho y Farrell termina de demostrar que es un actor de la estirpe de Brad Pitt: hay papeles que le caen como el Martini a James Bond y otros, como éste, que lo dejan al filo de la vergüenza. Sin duda, lo enumerado es antes responsabilidad de la película que de los actores; tan cierto como que nadie los obligó a ser parte de ella. El giro final suma a todo esto un innecesario paso de ciencia ficción que, por un instante, permite aferrarse a la tentadora esperanza de que tal vez así la película pudiera salvarse. Pero para entonces ya es tarde y el desenlace no es más que un nuevo escalón sobre el cual rodar en la caída.
Vidas adolescentes en primer plano El documental rodado en Greytown, pueblo de pescadores ubicado en la frontera que separa la selva nicaragüense del Caribe, acompaña el deambular de Maicol y Bryan. En ese seguimiento, se mete también dentro de un mundo que parece a punto de desaparecer. La lancha avanza por el río que parte la selva al medio: a un lado queda la vegetación, tan densa y sudorosa que parece venirse encima; del otro, igual de verde, se hace más rala, no mucho más abundante que un juncal. Dos chicos que apenas califican como adolescentes viajan en ella, mirando atentos hacia adelante como si ambos fueran un ente único y el próximo recodo del río representara todo el futuro que tienen por venir. La cámara fija, montada dentro del bote, pone toda su atención en sus rostros haciendo que el fondo desenfocado se vuelva fantasmal, de modo tal que los niños parecen sobreimpresos. Dos niños inmóviles recortados y pegados sobre un collage en movimiento, efímero y nebuloso. Para ella, ojo ubicuo y caprichoso, pareciera no haber realidad más tangible ni más urgente que la de esas vidas en primer plano. Por eso se queda ahí, compartiendo con ellos la inmovilidad del viaje y por eso los seguirá a donde vayan durante los 90 minutos que todavía quedan por delante. Aunque parezca en los antípodas cinematográficas del cine de género (y ciertamente en muchos sentidos lo está), El ojo del tiburón, del argentino Alejo Hoijman, tiene bastante en común con las películas estadounidenses de adolescentes. Películas en donde el camino hacia la pérdida de la inocencia puede ser al mismo tiempo un relato de aventuras, un drama doloroso y crepuscular, una buddie movie, una comedia romántica de iniciación o una nueva versión del camino del héroe. Cada una de esas aristas también está presente acá y todo sería perfectamente esperable si no se tratara de un documental. Rodado en Greytown, pequeño pueblo de pescadores ubicado justo en la frontera natural que separa la selva nicaragüense del mar Caribe, el documental pondrá como excusa el registro de esa particular vida pueblerina. Sin embargo, Hoijman no hará otra cosa que deambular siguiendo los pasos de Maicol y Bryan, los adolescentes que protagonizan la película y el primer párrafo de este texto, hechizado por su desborde de fuerza vital puesta permanentemente en acto. Sin embargo, esa decisión parece más una contingencia que parte de un plan de rodaje. Caminará con ellos por la selva, los verá cazar lagartijas con sus gomeras y errar por los rincones secretos de ese río que es su casa, o charlando con alguna amiguita, incapaces de ocultar el deseo. Así será testigo de algunas de sus charlas en las que aparece sin filtro su mirada del mundo que habitan. Muchas veces sus afirmaciones dan cuenta de una concepción marcadamente ingenua de la realidad. Como cuando Maicol, el mayor, cuenta con ansiedad que piensa vender su celular para comprarse otro mejor, y sueña con que luego venderá ése y se comprará un televisor (“un plasma”, le sugiere Bryan), y luego venderá la tele para comprar una casa y después un edifico, un pueblo y así hasta ser presidente. Pero hay otros diálogos que impactan por la crudeza realista que desborda de sus fantasías. Hay un diálogo que lo ilustra de manera inmejorable. Maicol le cuenta a su amigo, ambos recostados en hamacas paraguayas, que la maestra preguntó en la escuela qué querían ser de grandes. “Primero quiero ser contador”, dice Maicol que respondió en clase. “Para contar los billetes”, aclara Bryan, dando por sentado que la respuesta de su amigo sin dudas es la correcta. “Y después quiero ser juez”, agrega el otro. “¿Para qué?”, interroga el más chico, ahora con sorpresa. “Para lavar el dinero que me den los narcos, porque yo voy a ser cartel”, concluye Maicol satisfecho. Los momentos que Hoijman eligió conservar dentro del corte final hablan de una mirada amorosa y tierna, pero que nunca deja de tener un regusto de gris amargura, como si supiera que esa candidez se termina ahí donde se acaba el pueblo. O lo que es lo mismo, ahí a la vuelta, donde termina la inocencia. Porque El ojo del tiburón es un paciente relato de iniciación pero también, como todos los de su tipo, es la crónica de una muerte anunciada. Fotografiado y rodado con notable delicadeza, y a pesar de que el orden en que decidió montar su historia a veces no parezca el lógico o, al menos, el esperable, el film de Hoijman es una inmersión dentro de un mundo que parece a punto de desaparecer. Una declaración de principios que viene a denunciar que hace rato es hora de incluir al hombre en la lista de especies en peligro de extinción.
Un western con la peluca bien puesta Puede decirse que Néstor Montalbano es un bicho raro, único dentro del cine argentino, pero al que también cuesta encontrarle lazos con directores de otras cinematografías. Tiene algo de la comedia argentina costumbrista de los ’70 y los ’80 a la Enrique Carreras, pero con plena conciencia paródica; algo del kistch de John Waters, pero sin su recarga social; cultiva el absurdo, como los Monty Python, pero sin llegar a sus extremos ni a sus rabiosas referencias políticas; tiene algo del Carlos Sorín que se apasiona por trabajar con actores no profesionales, pero sin la preocupación de que ese amateurismo se haga evidente, sino buscando amplificar la diferencia para obtener un efecto cómico. Por un puñado de pelos es su quinta película, aunque no está mal pensarla como parte de una trilogía extraña junto a Soy tu aventura (2003) y Pájaros volando (2010), ambas protagonizadas por Diego Capusotto y Luis Luque. Todas ellas resultan muy representativas de un estilo que Montalbano comenzó a definir en su paso por la televisión, como director del mítico programa Todo por 2 pesos. La película nace en una idea extendida: la calvicie es un problema tan grave para quienes la padecen, que el valor del pelo puede equipararse al del dinero. A tal punto el relato se sostiene en esa valoración, que en el título de la película el pelo ocupa el lugar de los dólares mencionados en el de la ópera prima de Sergio Leone, clásico fundamental del spaghetti western. A su manera, Por un puñado de pelos es también una del Oeste. Tuti Turman es el joven hijo de un exitoso empresario, considerado el inútil de la familia. Pero teniéndolo todo, Tuti vive acomplejado por su pelada. Cuando se entera de que en el pueblo donde vive la familia del portero de su edificio, que además es su único amigo, existe una cascada que hace crecer el pelo a quien se moje en sus aguas, decide ir allá a probar su suerte. El resto de la acción transcurre en ese pueblo en medio del desierto, lugar indefinido que remite a una mescolanza ridícula de pseudotradiciones latinoamericanas. La película resulta eficaz en su primera mitad, cuando se plantean las líneas básicas del relato y se definen los perfiles de algunos personajes. Las referencias al western son copiosas y el conflicto es un clásico del género: un extranjero llega para apoderarse del tesoro del pueblo, dividiendo a la comunidad. En lo que dura esta larga introducción, Nicolás Vázquez expone con gracia los traumas y la estupidez de su personaje, y la presencia del Pibe Valderrama y el Negro Rada entretienen por lo inesperado. Pero la mitad final diluye la efectividad del comienzo, abriendo subtramas que luego quedarán abiertas, y el desbalance entre actores y no actores, recurso eficaz al inicio, acaba lastrando el relato. Una prueba de que cualquier historia, incluso la más disparatada, debe contar con un narrador capaz de no contagiarse de la torpeza de sus personajes.
Cómo Disney conquistó a Mary Poppins La película, que narra las circunstancias que rodearon a una de las creaciones más perdurables de su estudio, puede pensarse como una puesta en valor del mito de Walt Disney, una operación montada para quitar las manchas de cierto honor maltratado. Como ocurre con la ancestral imagen de la serpiente mordiendo su propia cola, puede decirse que en El sueño de Walt –título que acá le tocó en suerte a Saving Mr. Banks, dirigida por John Lee Hancock y producida por los estudios Disney–, hay bastante de esa idea de ciclo eterno e inalterable. No sólo porque su argumento consiste en la dramatización de las circunstancias ocurridas durante la adaptación al cine de la novela Mary Poppins, de la australiana P. L. Travers, todo un clásico de la casa Disney, sino porque toda la parafernalia simbólica de las creaciones del legendario Walt aparece aquí multiplicada con incalculable potencia. A tal punto que el propio factótum aparece como si fuera una de sus creaciones, tal vez la más importante, incluso por encima del propio Ratón Mi-ckey. Esa idea justificaría la elipsis de su apellido en el título local: quien sueña no es Disney sino Walt, el personaje que él (y su empresa) hizo (hacen) de sí mismo. Y hasta se puede pensar la película como una puesta en valor del mito de Walt Disney, una operación montada para quitar las manchas de cierto honor maltratado por las dudas de la historia. Pero mejor empezar por el principio. Todo comienza en casa de la señora Travers en Londres, justo en el momento en que su abogado la convence de poner fin a los veinte años en que la escritora resistió el asedio de Disney para adaptar su personaje al cine. Es 1961 y Travers (Emma Thompson) decide viajar a Los Angeles para ver qué es lo que Disney (Tom Hanks) pretende hacer con su personaje. De manera un poco obvia, el carácter de ambos personajes resulta una nueva versión del choque cultural entre lo británico y lo estadounidense, en donde lo primero es emparentado con lo tradicional, con cierta pretenciosa dignidad algo enmohecida que abomina de lo novedoso, mientras que lo segundo representa cierto progresismo emprendedor y pujante, de extrovertida simpatía y liviandad. Toda la tensión del relato se basa en esa incógnita: ¿prevalecerá el encanto de Walt, encarnado por un Tom Hanks medido y siempre eficiente, o Travers (una Emma Thompson clásica) persistirá en su rechazo por los musicales y los dibujos animados? “No quiero dejar mi casa”, dice ella al comienzo de la película, a punto de viajar. En ese momento queda claro que lo que no quiere dejar no es su casa en el sentido físico, sino que no soporta la idea de que lo que hay de propio e íntimo en su obra sea profanado por la banalidad que le atribuye a la obra de Disney. El pasado visto como un hogar seguro al que se ha cerrado por dentro: ésa es la casa que Travers teme abandonar y la llave de esa puerta es la que Walt ansía poseer. Por supuesto la película hará correr en paralelo la historia del tire y afloje entre los protagonistas, junto con la de la infancia de la escritora en Australia, poniendo en primer plano su relación con un padre alcohólico y encantador al que adoraba y que falleció siendo ella todavía niña. Un padre que se convirtió en personaje de su libro y que acaba siendo el Mr. Banks al que el título original de la película pretende salvar. Como suele ocurrir con las producciones importantes de Disney, el film se encuentra realizado con prolijidad y eficiencia, con todo en su lugar, incluyendo los excesos simbólicos de los que habitualmente suelen pecar. Así, la presencia de Mickey como alter ego de Walt en cuatro escenas clave de la película marca la evolución de la relación entre los personajes, pero de manera un poco burda. E incluso hay algo de artificial e inesperado en la forma en que Travers finalmente decide entregar los derechos de su libro. Por su parte, Disney es mostrado como un tipo cálido y entrador, dueño de una gran habilidad para la manipulación, algo habitual en muchos de los trabajos del estudio. Finalmente están las cuestiones de honor aludidas al comienzo. En un momento, Walt confiesa que entiende a Travers, porque sabe que entregar las propias creaciones es una forma de perder a la familia. Y menciona el nombre de Pat Powers, un productor de los años ’20, haciéndolo responsable de querer quitarle alguna vez a su famoso ratón. De esta manera se intenta imponer una suerte de historia oficial sobre la reñida paternidad de Mickey, cargando las tintas sobre Powers y eludiendo al mismo tiempo mencionar a Ub Iwerks, el animador con quien realmente se disputó la creación del emblemático personaje. Lo que se dice todo un ejemplo de manipulación.
Una fórmula sin sorpresas Los veteranos actores interpretan a dos boxeadores retirados que arrastran una irreductible rivalidad de tres décadas. La película tiene todo, a priori, para funcionar, pero su principal defecto es que lanza sus golpes de manera demasiado anunciada. No importa cuántas innovaciones sean capaces de generar ni cuánto dinero inviertan en tecnología aplicada al cine: la fórmula del éxito del cine estadounidense reside en respetar, proteger y perpetuar el statu quo de una industria conservadora. Hecho que siempre ha sido notorio pero que ha alcanzado su esplendor en pleno siglo XXI. Un buen ejemplo es la epidemia de películas pensadas para extraer las últimas pepitas de unas cuantas gallinas de los huevos de oro ya viejas. Películas crepusculares en las que estrellas entradas en años emulan, en clave de parodia y con suerte dispar, aquellos roles que los hicieran populares décadas atrás. Como suele ocurrir, el plan a veces funciona y otras no tanto. Sylvester Stallone y Robert De Niro son dos de esas gallinas viejas que en los últimos tiempos, forzados por la edad, se dedicaron a dar otra vuelta de tuerca a sus perfiles habituales. A priori, la idea de juntarlos para interpretar a dos boxeadores retirados que arrastran una irreductible rivalidad de tres décadas suena a fórmula mágica. Ambos compusieron a los que tal vez sean los púgiles más famosos del cine (Rocky convirtió a Stallone en celebridad y De Niro interpretando a Jake La Motta en Toro Salvaje, de Martin Scorsese, consiguió crear uno de esos personajes capaces de sobrevivir al olvido), así que, ¿qué podía salir mal? Por desgracia, casi todo sale mal en Ajuste de cuentas. Tratándose de un cuento de boxeadores, no es ocioso decir que su principal defecto es que lanza sus golpes de manera demasiado anunciada y se los ve venir con tal anticipación que casi no hay sorpresas en todo el film. La primera obviedad es haber elegido a un director como Peter Segal, especialista en comedias con Adam Sandler. La diferencia de consistencia entre las escenas de comedia y aquellas en que la película intenta ser “seria” es notable. Mientras los gags cómicos son su punto más alto, las subtramas que se pretenden dramáticas resultan tan evidentes en sus detalles que no superan el nivel de las novelas de la tarde más básicas. Tampoco es que los chistes sean brillantes, pero están construidos con timing y sentido de la oportunidad. Mérito del oficio de Stallone, De Niro y de ese gran soporte que siempre es Alan Arkin. Más allá de arrebatos simpáticos, la historia no logra sostener la tensión y el exceso de histrionismo por momentos se vuelve abrumador. Si de oportunidad se habla, eso es lo que malogra Ajuste de cuentas: la chance de hacer honor a dos nombres que, por distintos motivos y méritos, se encuentran entre los más importantes de la historia del cine de los Estados Unidos. Por último, puede decirse que para la Argentina lo más relevante de este relato boxístico tiene que ver con lo deportivo antes que con lo cinematográfico. No han pasado más de diez segundos de película cuando la cara sonriente de Maravilla Martínez alzando su cinto de campeón mundial ocupa media pantalla: una prueba del lugar que hoy tiene el box argentino en el mundo. Un caso en que la realidad vence a la ficción.