La fábula del beduino y el mediocre Los autores de El artista y El hombre de al lado proponen una comedia amarga (amarguísima), en la que vuelven a lucirse sacando a actores como Emilio Disi y Darío Lopilato de sus estereotipos televisivos, para redondear interpretaciones muy interesantes. El nuevo trabajo de la dupla constituida por los directores Mariano Cohn y Gastón Duprat (aunque virtualmente se trate de un trío: todas sus películas de ficción han sido escritas por Andrés Duprat, hermano de Gastón), Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, igual que las dos anteriores –El artista (2008) y El hombre de al lado (2009)–, trae nuevamente mucha sal en los bolsillos y tela para cortar. En sus trabajos anteriores, Cohn y Duprat presentaron algunos tópicos interesantes que no pasaron inadvertidos, y su tercera ficción renueva esa costumbre. Si en El artista se planteaba el problema de los límites del arte y los artistas, y en El hombre de al lado las preguntas eran sobre todo materia social, en su nuevo film insisten con un juego entre creación, creador y criatura, que no parece inocente. Una de las discusiones potenciales puede resumirse sencillamente: qué responsabilidad tienen un escritor, un pintor o, para el caso, un director de cine sobre sus personajes. ¿Son responsables de las circunstancias que atravesarán sus criaturas una vez liberadas a esos mundos de papel o celuloide? ¿Hasta dónde pueden permitirse intervenir en los hechos que vivirán o el modo en que van a hacerlo? Querida, voy a comprar cigarrillos... comienza en un lugar y quizá una época remota, con la historia de un mercader que es alcanzado y muerto por un rayo en el desierto. Por milagro, y refutando las leyes meteorológicas que indican que un rayo jamás cae dos veces en el mismo punto, el hombre es revivido por otra descarga. Igual que ocurría con Christopher Walken en La zona muerta, ese ir hacia la luz y volver le dejará un don. Pero lejos de Cronenberg, este hombre entre perverso y juguetón (como un chico) no vivirá ese poder como un castigo, ni lo usará con prudencia, sino para divertirse de manera anónima a costa de otros (la vieja diferencia entre “reírse de” o “reírse con”). Hay quienes creen que el trabajo del artista es el de mero amanuense, un médium, la herramienta indispensable para que las historias pasen del limbo a la materia –un mal necesario–, y que mientras menos se note su presencia, más perfecta será la obra. Enfrente están los que creen que es un demiurgo omnipotente, entre cuyas prerrogativas se encuentra la de poder tener a sus personajes para el cachetazo, sólo por el capricho de contar una historia a gusto. Aquí se ubica el beduino revivido y también los directores. Como se les criticó a los hermanos Coen más de una vez, o a ellos mismos en El hombre de al lado, estos otros hermanos (los Cohn-Duprat) usarán a su personaje para dar con otro, Ernesto, el protagonista de Querida, voy a comprar cigarrillos..., y por su intermedio manipularlo y demolerlo no con uno sino con varios destinos crueles. Ernesto es un hombre aplastado por más de 60 años de una vida rica en frustraciones, a la que los directores, a través de un narrador –Alberto Laiseca, actuando magistralmente de sí mismo–, se permiten calificar de mediocre. Que es cierto: tal vez su vida y Ernesto mismo sean mediocres pero que, también tal vez, sea una conclusión a la que el espectador podría llegar por sí mismo. Claro que la calificación abierta de mediocridad permite un desborde de humor negro y áspero al respecto, y aquí es donde se sospecha el abuso. Como si el juego fuera maltratarlo, aquel beduino del comienzo encuentra a Ernesto en su pueblo y le propone regresar en el tiempo, a la fecha que él desee, para volver a vivir 10 años de su vida de la manera que mejor le parezca. En ese lapso, en la actualidad apenas se demorará lo que tarde en ir a comprar cigarros al quiosco (de ahí el título). A cambio recibirá un millón de dólares. Ernesto volverá a distintos pasados, siempre dando muestras de ineptitud, cobardía y otros defectos. Pero lejos de no tener salida, pareciera que fueran los propios directores quienes se las esconden con malicia, sólo para disfrutar con sus derrotas: es una burla y no una crítica a la mediocridad. Cohn y Duprat se suben al vértice de una pirámide de depredadores, dedicándose a ver y disfrutar de la paja en el ojo ajeno. Debajo de ellos viene el narrador, que no duda en reírse de la mediocridad de Ernesto, pero también del beduino, quienes, con poder en sus manos, también ellos sólo atinan a maltratar a los demás. El resucitado abusará de Ernesto y éste, de todos aquellos a quienes crea que han colaborado en el pasado para castigarlo con un presente infeliz. El resultado es una comedia efectiva, pero amarga (amarguísima), en la que los directores vuelven a lucirse, sacando a actores como Emilio Disi y Darío Lopilato (quienes interpretan a Ernesto en diferentes etapas de su vida) de sus estereotipos televisivos, para redondear interpretaciones muy interesantes. Mención aparte para las conocidas dotes histriónicas de don Alberto Laiseca, que con su tono entre rural y sádico consigue contar con gracia las crueldades más arbitrarias.
Para los amantes del humor más desatinado Uno de los argumentos en contra de la crítica es que muchas veces analiza las películas sin tener en cuenta que no es lo mismo Godard que los hermanos Farrelly y que debería verse a cada film por lo que pretende. Si bien esa afirmación es de algún modo válida, el problema para quien debe tomarse el tiempo de considerar al cine como arte o creación es que no puede juzgar la intención del responsable a cargo, sino el resultado obtenido, aquello que se ve en pantalla. Este punto no es ajeno a la hora de evaluar a Torrente 4: Lethal Crisis 3D, la nueva película del desagradable policía madrileño creado por el español Santiago Segura, a la que se podría despreciar por burda, grosera y contraria al buen gusto (estético y político). En parte tendrán razón quienes así la juzguen. Torrente 4 es vulgar y escatológica y hace humor a partir de temas tan delicados como la corrupción, el machismo, la homosexualidad, la xenofobia y el racismo. Y no duda un instante en utilizar a discapacitados de todo tipo, extranjeros, viejos o individuos embrutecidos como material conductor de ese humor. En suma, una película despreciable. Pero vamos: ¡que es divertida, joder! Ningún recurso es malo per se a la hora de hacer cine, la cuestión es para qué y con qué resultados se los utiliza. Y la lista de incorrecciones enumerada no es gratuita, sino que está puesta al servicio de un personaje notable como José Luis Torrente, un ahora ex policía que no duda en abusar de cualquiera con tal de conseguir un beneficio personal, por mezquino que sea. Notable porque retrata con dureza y gracia a un sector de la sociedad que no es para nada gracioso, sin perder de vista ni un segundo que se trata de una crítica. Claro que para notarlo hay que tener habilitada al menos cierta capacidad simbólica y las facultades mentales mínimas, como aquella que permite distinguir entre el bien y el mal. Juzgar a Torrente 4 como racista, homo o xenofóbica, o lisa y llanamente de derecha, es como pretender que Miki Vainilla es una expresión literal de Diego Capusotto (de quien Segura se declaró fanático), sin entender que se trata de una burla del objeto retratado. Una crítica con los pies en el barro. En cuanto al cargo de machista, pues, no hay nada que hacer: sin dudas es culpable, teniendo en cuenta el papel de mero accesorio y juguete sexual que tiene la figura femenina, no sólo para el personaje, sino como recurso cinematográfico. Es cierto que mientras la película juega con ese humor ramplón, por el otro se permite recurrir a los trucos más clásicos del slapstick e incluso a un tono hasta infantil (la escena de Torrente entrando de incógnito a una casa ajena es una seguidilla de gags viejos, inocentes y efectivos). Aun con su gracia (y siendo bastante superior a Torrente 3: el protector), debe decirse que esta cuarta entrega tiene algunas tuercas flojas. La utilización del 3D es una de ellas, tanto que son pocas las escenas que lo justifican y ninguna demasiado efectiva (tal vez, apenas pueda verse como válida aquella que lleva a su non plus ultra el conocido chiste del jabón en el baño). Otro punto flojo que comparte con la tercera entrega es la ausencia de un compañero fuerte: el trabajo de Kiko Rivera no consigue acercarse a los personajes construidos por Javier Cámara y Gabino Diego en las dos primeras. Y apenas algunos de los muchos cameos serán disfrutados por el público nacional (los del cantante David Bisbal o los futbolistas Agüero e Higuaín), pero la mayoría pertenecen a una fauna española demasiado de entrecasa que aquí no suman la gracia que debieran. En suma, Torrente 4 hará reír a los amantes del humor más desatinado, pero no a quienes se avergüenzan de ese tío desubicado que arruina las fiestas familiares con eructos, pedos y chistes de pésimo gusto. Están avisados.
La pregunta por la patria Lejos de intentar la tarea titánica de un relato biográfico amplio, la película elige hacer foco en el clímax de la vida pública del prócer. En un momento histórico en que todo pide ser revisado a conciencia, no es extraño que aparezca una película como Revolución, el cruce de los Andes, tratando de encontrarle un perfil nada menos que a la figura fundacional de la nación, aquel a quien no por nada se lo sigue llamando Padre de la Patria: el general José de San Martín. Si bien no es la primera vez que el prócer es enviado a repetir sus éxitos militares en la pantalla del cine –es ineludible mencionar El santo de la espada, de Leopoldo Torre Nilsson, que causó gran impacto en su tiempo, con Alfredo Alcón como protagonista y un gran elenco acompañándolo–, Revolución vuelve a provocar curiosidad. Una curiosidad entre infantil y orgullosa, esperable en aquellos que crecieron escuchando las hazañas de ese hombre inquebrantable y justo, estratega genial al nivel de Alejandro, Napoleón, Julio César o Aníbal de Cartago, que fue capaz de imaginar una campaña imposible a través de los Andes, con la que parió no una sino tres naciones para la posteridad. A todo eso responde de uno u otro modo Revolución, que marca además el debut cinematográfico para su director, Leandro Ipiña. Lejos de intentar la tarea titánica de un relato biográfico amplio, Revolución elige hacer foco en el clímax de la vida pública del prócer, cuando contra todo decide cruzar hacia Chile por complicados pasos montañosos, para atacar al ejército realista, en lugar de esperarlo de este lado y no darle la ventaja de poder hacerse fuerte. Allí hay una primera marca de intención que sugiere que la película buscará centrarse en un relato de acción antes que político. Su segundo acierto consiste en evitar un narrador histórico, omnisciente y distante: lejos de querer contar desde el manual de escuela, Revolución elige otro, construido desde el barro. Se trata de Corvalán, un veterano del ejército de los Andes que en el año 1880 es entrevistado por un periodista que intenta encontrar una nota de color para adornar la noticia de la llegada al país de los restos del general desde Francia. El relato de este anciano, que en su adolescencia resulta haber oficiado de amanuense de San Martín durante la campaña, ofrece la posibilidad de una mirada íntima. Y si bien en algún momento la película traiciona esa elección, entregando retazos de la intimidad del héroe (al despedirse de su mujer o padeciendo los dolores de una úlcera en la soledad de su tienda de mando), no alcanza para arruinar el recurso. Aunque la figura del prócer se encuentra menos sacralizada, acorde a los tiempos que corren y lejos del pringoso patrioterismo de otras épocas, Revolución no puede evitar caer en escenas que buscan aprovechar ese espíritu, pero consigue evitar incómodas exaltaciones nacionalistas. En el camino se permite alguna lograda escena de proto-western, unas bien producidas secuencias de batalla, impactantes planos aéreos de los Andes y algunos toques de humor, que intentan darle dimensión humana al perfil de un hombre cristalizado en el bronce. El trabajo de Rodrigo de la Serna es importante en ese sentido, ya que aporta un buen abordaje de la figura –aun a pesar de la extraña música de un acento que es a medias español y criollo– y el elenco mayormente lo acompaña con justa eficiencia. Sobre el final, las historias de Corvalán y la del héroe confluyen para dejar en claro que la Historia no es monopolio de los jetones, sino que se levanta sobre las espaldas de hombres sin rostro, cuyas voluntades se ofrecieron a la causa de la patria, tal vez sin saber muy bien qué es exactamente una patria. Doscientos años después, la discusión sigue abierta.
Como la ciencia-ficción de los ‘50 Cada vez es más clara la frontera que se ha trazado de manera natural entre lo que Disney produce a través de John Lasseter, creador de los estudios Pixar, a quien ya puede considerarse como uno de los genios del cine moderno, y el resto de las producciones de los estudios del ratón. La diferencia entre lo que toca Lasseter y el resto es inmensa, incluso en los casos en que el resto cuenta con otro productor de nivel, como se supone que es Robert Zemeckis. Y no es necesario traer del pasado las listas de los grandes éxitos de uno y otro en el terreno de las películas animadas para hacer evidente esa diferencia. Sobra con mencionar sus últimos títulos. Mientras Lasseter es responsable de la impecable Enredados, Zemeckis aparece ahora con Marte necesita mamás, dirigida por Simon Wells, y no hay ni por dónde empezar a comparar. No está de más decir que Marte necesita mamás cumple con creces en cuanto al trabajo de animación. Con una técnica similar a la que el propio Zemeckis ya usara en sus últimos films como director (El expreso polar; Beowulf; Los fantasmas de Scrooge), Marte necesita mamás reproduce a la perfección las fisonomías y movimientos de Joan Cusack, Seth Green y Dan Fogler, los actores que les prestan el cuerpo (y la voz en la versión original) a los tres personajes principales. Justamente, no es un problema técnico el que desvaloriza a la nueva película de Zemeckis sino el imaginario desplegado y algunas ideas que corren por debajo del texto, siempre tan significativas en una producción de Disney. Ahí es donde la comparación, odiosa como siempre, vuelve a aparecer. Porque mientras en Enredados daba gusto ir destejiendo la compleja trama de lazos que unía a los personajes, Marte... rezuma el espíritu conservador de las producciones menos ricas de la casa Disney. La civilización marciana ha devenido matriarcado. Desplazados los hombres a una casta inferior y condenados a vivir entre los desperdicios que produce una metrópolis sólo habitada por mujeres, son éstas quienes gobiernan en Marte. Pero tienen un problema: tan ocupadas están en hacer todo el trabajo, que no les queda tiempo para ser madres. Así que para criar a los chicos –que literalmente nacen del suelo cada década y media– han creado una serie de robots niñera para cubrir el puesto vacante. Pero como también han perdido todo instinto maternal, cada 15 años seleccionan una madre terrestre a partir de un único valor: la capacidad para hacer que sus hijos cumplan con las reglas y las órdenes que reciben (ordenar sus juguetes, sacar la basura, comerse toda la cena). Tras abducir a la elegida, su registro mental es implantado a los robots niñera y así funciona la cosa. El problema es que ese trasplante implica la muerte de la elegida. Es así como la mala suerte golpea a la casa del pequeño Milo, cuando las marcianas se llevan a su madre, con quien acaba de pelearse por un capricho tonto. Pero Milo conseguirá colarse en la nave espacial e irá a rescatar a su madre al mismísimo planeta rojo. Con un humor de trazo grueso y una aventura de manual que remeda a la ciencia-ficción de los años ’50, Marte... propone ante todo un rescate algo tosco de los valores de la mujer/ama de casa, principios sobre los que Estados Unidos se erigió imperio justamente en la posguerra. El rescate de Milo en Marte no es sólo el de su madre sino el de toda una forma de ver la sociedad: más vale mujer en mano que cien volando.
Cuando no alcanza con el deslumbramiento Hay una pregunta, sin existir un relevamiento formal, que se repite a la hora de considerar algunas películas. Qué pasa cuando una idea con potencial cinematográfico cuenta con el apoyo de un productor cuyo nombre es garantía de negocio, que consigue un gran presupuesto para poner a disposición del proyecto y así asegurar un rodaje en escenarios majestuosos (naturales o digitales), un arsenal técnico irreprochable y algunos actores eficientes, y a pesar de todo eso no alcanza. Eh, ¿qué pasa? La respuesta es una sola y sencilla: cuando no alcanza, no alcanza. Eso resume el problema de Sanctum 3D, segunda película del australiano Alister Grierson, producida (auspiciada) por el moderno Midas, James Cameron. No alcanza la historia, no alcanzan ni la notable fotografía ni los asombrosos escenarios, no alcanza el 3D y no hay Cameron que valga cuando lo que se cuenta nunca consigue generar ni empatía ni simpatía, sino apenas un deslumbramiento sin disfrute sensual ni emoción física. Exactamente la misma diferencia que media entre una mujer hermosa y un maniquí perfecto: Sanctum luce bien, pero no respira. Porque es cierto que a priori la historia podría ser interesante, pues reúne a una cantidad de personajes de calaña moral diversa, en una situación extrema que requiere de la capacidad y buena voluntad de todos para ser resuelta favorablemente. Está la ambición, representada por Carl, un millonario norteamericano que invierte su fortuna en financiar la investigación de una cueva tamaño XXXL en Nueva Guinea, por la que corre un río subterráneo, sólo para llegar donde ningún hombre ha llegado. Está la pasión, encarnada en Frank, un reputado espeleólogo para quien esas aventuras en pos del conocimiento son la razón de su vida. Está el conflicto shakespeareano en la figura de Josh, el hijo de Frank, que constantemente desafía y pone en duda los valores y decisiones de su padre. Y está el factor femenino en la piel de Victoria, la nueva novia del millonario, montañista para más datos, que está allí porque Carl intenta deslumbrarla con sus caprichos de ricachón. El problema es que ese grupo –más algunos secundarios, de quienes es imposible ocultar su destino fatal– se encuentra a kilómetros de túneles de distancia de la superficie, cuando arriba se desata una tempestad que comienza a inundar la gran cueva. Impedidos de volver por donde llegaron, deberán encontrar en un par de horas una salida alternativa, objetivo por el que llevan millones de dólares y meses invertidos sin resultados favorables. A las dificultades naturales se sumarán las de la lucha por el poder y para saber más alcanza con chequear La aventura del Poseidón, en cualquiera de sus dos versiones. Como se ve, nada nuevo. Sanctum 3D es un producto típico de los tiempos modernos, convencido de que la próxima guerra del cine se ganará con anteojitos tornasolados y 3D. En el camino olvida que el objetivo del cine (del arte) siempre fue sorprender, atraer la atención del público. La luz proyectada es apenas una herramienta, otro truco de magia para hacer lo que el hombre viene haciendo desde que tiene uso de conciencia: contar historias que le hablen al oído del alma. Con menos nunca alcanza, aunque parezca más.
El Tío Sam te necesita (pero no se te ocurra ir) De un tiempo a esta parte se ha perdido un poco la mirada ingenua que el cine fantástico empezó a tener del arquetipo del extraterrestre como entidad amigable, para retomarlo como alegoría de distintos procesos políticos y militares. Si a partir de sus alienígenas maltratados, la sudafricana Sector 9 sorprendía con una metáfora simple y contundente del Apartheid sudafricano, Invasión del mundo: Batalla Los Angeles retrocede casi 60 años, cuando en medio de los horrores velados de la Guerra Fría, las civilizaciones del exterior sólo podían ser monstruosas, dañinas e invasoras. Pero como esta Batalla es, ya desde su título, “una de guerra”, le toca, también, heredar el tono panfletario de las películas bélicas de la helada posguerra. Con algo de la estética de la mencionada Sector 9 y mucho de la taquillera Día de la Independencia (pero sin el tono a veces paródico que se podía encontrar, con buena voluntad, en el film de Roland Emmerich), Batalla Los Angeles es la historia del sargento Nantz (Aaron Eckhart). Atribulado héroe de Irak sobre quien pesa la sospecha de haber dejado morir inútilmente a varios hombres de su batallón, Nantz está a punto de concretar su retiro del cuerpo de Marines. Pero justo unos días antes de que la baja se concrete, a los extraterrestres se les ocurre asaltar el mundo otra vez. Si a los invasores les toca repetir un viejo cliché, no son menos repetidos los miembros del nuevo batallón del sargento Nantz: no faltan el que está a punto de casarse; el que deja en el hogar a su mujer embarazada; el novato sin experiencia; el que arrastra problemas psicológicos; el que perdió un hermano en combate o el inmigrante que con la ilusión de ganarse la limosna del imperio –la carta de ciudadanía– se une al ejército (frase clave para entender el trasfondo de la película). La misión del escuadrón de Nantz consiste en rescatar algunos civiles ocultos en la comisaría de un suburbio costero de Los Angeles, antes de que la fuerza aérea arrase la zona con bombas de alto poder, tratando de diezmar a las incontenibles fuerzas del espacio. Pero acá la anécdota es lo de menos: lo fundamental es el componente propagandístico. Porque si Batalla Los Angeles se asume como una película de guerra medianamente entretenida, no es menos evidente su rol de lamentable panfleto. La referencia a unirse al ejército es clave en la estructura del film: el famoso slogan “Join The Army” es uno de los elementos de la cultura popular yanqui, asociado históricamente a las campañas de reclutamiento en tiempos de guerra. Y eso es todo lo que parece haber detrás de Batalla Los Angeles. Pero el objetivo de esta campaña no es el público ABC1 WASP, claro, sino los inmigrantes latinos. El gran héroe de la película es el teniente Martínez (el que dejó en casa a su mujer embarazada), quien no duda en inmolarse al modo talibán para salvar a los hombres a su cargo. Igual de sugestiva (y casi bochornosa) es la escena en que Nantz consuela al pequeño Héctor Rincón, cuando debe enfrentar la también heroica muerte de su padre, Joe Rincón, uno de los civiles a los que los marines debían rescatar. Nantz dice cosas como “necesito que seas mi pequeño marine” o “los marines no nos damos por vencidos”. Hace cosa de un mes se dio a conocer una noticia tan interesante como oportuna en este caso: según la tendencia actual, para el año 2050 los Estados Unidos se convertirían en el país con mayor cantidad de población hispanoparlante del mundo. Y si 1+1 siempre arroja el mismo resultado, tal vez así se entienda mejor a quién y por qué se le está diciendo una vez más: ¡Join The Army, güey!
Pandemia nacional En su primer largo como director, el experimentado montajista Nicolás Goldbart (que trabajó con todo el mundo, desde Pablo Trapero hasta Rodrigo Moreno, pasando por Damián Szifrón) parece haber encontrado la entrada secreta para saltar con éxito de la soledad en la isla de edición al transitado set. Y su logro es una buena noticia para el cine argentino. Sin ser ni el primero ni el único, el director aparece como emergente de una camada de cineastas interesados en explorar los géneros como herramienta narrativa y no caben dudas de que Fase 7 es un paso muy firme. Tanto que si hasta hace poco era difícil imaginar un film nacional que se atreviera a presentar una paranoica historia de fin del mundo, con suspenso, acción, buenas dosis de violencia y que apelara al gore como recurso válido, para narrar todo con un humor de reconocible raíz argentina, con el estreno de Fase 7 habrá que revisar la lista de prejuicios. Es posible que frente a una sinopsis del film se caiga en la cuenta de que lo que se verá ya se ha contado antes (y varias veces: quizá ese sea su mayor déficit), aunque Goldbart se las ha ingeniado para imprimirle a la historia sus propios giros. Pero es cierto: la historia de la parejita joven encerrada en un edificio en cuarentena a causa de una pandemia global, junto a un grupo de vecinos que comienzan a ponerse cada vez más agresivos y psicóticos, puede exhumar de la memoria una larga lista de antecedentes. Desde títulos recientes que cuentan con algunos de esos elementos, como las españolas Rec y La comunidad, las clásicas películas de zombies (incluyendo La noche de los muertos vivos, de George Romero, piedra fundamental del género) y, más tangencialmente, hasta films de culto como ¿Quién puede matar a un niño?, de Narciso Ibáñez Serrador, El enigma de otro mundo, de John Carpenter, o La amenaza de Andrómeda, de Robert Wise. Pero el éxito de Fase 7 consiste en contar la historia otra vez con convincente color local. En ese sentido, el gran acierto es el elenco. No hay mucho que decir de Daniel Hendler, ese actor uruguayo que se ha convertido en uno de los más importantes del cine argentino. El papel de Coco, el desganado joven de clase media que se ve envuelto sin aviso en una aventura llena de peligros reales, que inconscientemente parece haber estado esperando para eludir la apatía de su vida cotidiana (la escena de la afeitada frente al espejo es una clara manifestación de ese deseo), sin dudas ha sido escrito para él. Pero no sólo por eso es bueno su trabajo: Hendler consigue que el resto de los personajes gire en torno a él, permitiendo que sus compañeros de reparto también se luzcan. Jazmín Stuart (con quien ya compartió cartel en la mencionada Los paranoicos) interpreta a Pipi, la mujer de Coco, embarazada, cargosa y siempre al borde de un ataque de nervios. Abian Vainstein y Carlos Bermejo se destacan en sus roles secundarios de vecinos peligrosos. El eterno Federico Lu-ppi pone una vez más a prueba su versatilidad, en la piel de Zanutto, un viejo que vive solo con su perrito y en quien algunos creen reconocer algunas de las señas de la enfermedad. Pero la enorme sorpresa del reparto resulta Yayo, ex Tinelli boy que, un poco a la manera de Daniel Aráoz en la exitosa El hombre de al lado, consigue que su conspiranoico Horacio sea tan cómico como intimidante. Todo suma en Fase 7: desde el chiste inspirado en una famosa placa roja de Crónica TV, el fabuloso timing para la puteada que tiene todo el elenco, los ambientes asfixiantes que imprimen a la vida de esa vecindad los síntomas de la sofocante enfermedad que da pie al relato, y hasta la música, que vuelve a remitir deliberadamente a Carpenter y Wise. Goldbart resuelve de manera satisfactoria su acercamiento a la dirección y a los géneros. Sería saludable que su experiencia deje huellas: tal vez en un tiempo se hable del Nuevo Cine Argentino de Género.
Cine chatarra El estreno de Soy el número cuatro es la prueba de cuánto depende la industria norteamericana de las fórmulas. Así como para todos los 14 de febrero se estrenan una o varias películas sobre San Valentín, para los primeros meses del año nunca falta una película de acción y fantasía dedicada a los jóvenes, generalmente basada en una novelita exitosa en Estados Unidos, protagonizada por estrellas en cierne bajo la dirección de algún hombre de confianza (lo que en Hollywood significa: alguien que filme lo que los estudios quieren, rápido y barato). Soy el número cuatro, un nuevo eslabón en esa serie, está dirigida por D. J. Caruso y estelarizada por el joven británico Alex Pettyfer, dos que ya tienen experiencia en este tipo de productos: el director fue responsable de Control total y Paranoia, ambas con Shia LaBeouf, y el actor protagonizó Alex Rider: Operación Stormbreaker. Como en años anteriores, el resultado es de manual y los atractivos cinematográficos, muy pocos. Igual que otras películas de su clase (incluyendo las sagas Eclipse o Harry Potter), que a partir de las metáforas de lo paranormal, el vampirismo, la divinidad o la magia juegan con la idea de la adolescencia como tiempo y espacio de permanentes conflictos de uno contra todo (donde todo incluye a uno mismo), Soy el número cuatro se mete en el berenjenal que faltaba: el adolescente como extraterrestre. John es un joven que parece vivir una vida perfecta de sol y playa, de amigos y chicas. Pero resulta que el muchacho es, sí, extraterrestre: uno de nueve sobrevivientes enviados a la Tierra para salvar su raza. El problema es que hay otros seres del espacio, feos y brutales, que los vienen cazando en orden: ya mataron a tres y John es el cuarto. Lo más incómodo del asunto es que cuando uno de los suyos es asesinado, el cuerpo de John despide unos rayos de luz, que esta vez le espantan a la chica de turno en el mejor momento. Huyendo de un pueblo a otro al cuidado de su protector Henri (Thimoty Oliphant), John no tiene una vida social estable y mucho menos, identidad. Es por eso que, cuando llega al que será su nuevo hogar, el amor aparecerá como un nuevo obstáculo para su supervivencia. Con un imaginario de todo por 2 pesos en pos del consumo masivo, Soy el número cuatro es al cine lo que una hamburguesa con papas fritas a un plato gourmet. En esta idea del cine como comida rápida (chatarra también le calza), la película es casi siempre un desacierto. Y no sólo por lo previsible de la historia, el CGI a reglamento, los problemas de continuidad, el humor tonto o el esquematismo moral en el que los malos son feos por defecto y los lindos siempre buenos. Hay en la película una falta de preocupación por la coherencia y la cohesión interna. Nadie pretende que haya que explicar los motivos por los que estos chicos fueron exiliados de su planeta, ni de por qué los otros los persiguen. Pero que no haya ninguno, nunca, ya parece mucho. Del mismo modo, la reducción de la adolescencia siempre a lo mismo, sin matiz alguno, resulta casi ofensiva. El lugar común de los chicos raros estigmatizados por los piolas del colegio, el amor inmaculado que nunca se consuma en pantalla, la inseguridad permanente, todo presentado sin variantes de una película a la otra termina por agotar. Mientras tanto, un film muchísimo más entretenido y original en cualquiera de los sentidos posibles, como lo es Scott Pilgrim vs. los ex de la chica de sus sueños, ni siquiera tuvo un estreno comercial en cines. ¿Quién lo entiende?
Con una “Love Story” ya era suficiente El es visitador médico, ella padece el mal de Parkinson y, como alguna vez dijo Pascal, el corazón tiene razones que la razón desconoce. Y Hollywood también. Tal vez una de las peores cosas que puedan sucederle al espectador de cine es sentir que el director de la película que eligió ver está en su contra. Que la película completa está en contra suyo. Sobre todo cuando ésta tiene elementos para ser una buena película, pero que por decisiones “artísticas” hay que aceptar que no lo es. Algo de eso sucede con De amor y otras adicciones, la nueva película de Edward Zwick, director cuya variada filmografía (que incluye títulos de éxito aceptable como El último samurai, Diamante de sangre, Leyendas de pasión) demuestra que es un hombre útil a la industria de Hollywood. Hecho que no se opone con lo dicho al principio: sin dudas De amor y otras adicciones volverá a ser otro punto más o menos exitoso de su carrera, aunque muchos espectadores sientan que el director quiso jugar con ellos (en el peor sentido) durante casi dos horas. Porque si bien la película tiene momentos que valen la pena, no tardan en ser arruinados por personajes fuera de registro, por escenas cercanas al bochorno o lugares comunes que la convierten en un pastiche indefinido, cuyo objetivo es devorar a todos los públicos posibles. Que se trate de una comedia dramática no es el problema, porque la fórmula es vieja y muchas veces ha dado grandes películas. Que su pareja protagónica esté formada por dos de los actores jóvenes y bonitos más exitosos de la escena actual, tampoco molesta: Jake Gyllenhaal y Anne Hathaway cumplen muy bien con sus trabajos y forman una buena dupla; tampoco molestan los secundarios, que incluye una lista de tipos con oficio para cargarse cualquier cosa, como Oliver Platt, Hank Azaria y hasta Judy Greer. La historia... está bien, puede no ser brillante ni mucho menos original, pero ése tampoco es un problema. De hecho, que Gyllenhaal interprete a Jamie, un joven seductor que no consigue encajar en ningún trabajo hasta que se vuelve visitador médico de uno de los laboratorios farmacéuticos más importantes del mundo, y que Hathaway haga lo propio con Maggie, una chica que padece mal de Parkinson y lo soporte estoicamente, como si no le importara, en principio tampoco se presenta como un gran obstáculo. Aunque es cierto que enciende las luces de alerta: todo el que haya visto Love Story puede comenzar a temer (y no sin una justa causa) un final golpeador. El que se quema con leche... Pero si todos esos detalles no representan en sí mismos ningún problema, ¿cuál es entonces la falla en el sistema en De amor y otras adicciones? Pues son varias y todas tienen que ver con la traición. Por ejemplo, jugar a la comedia negra, pero arrepentirse a mitad de camino y elegir la salida luminosa (y zonza); amagar con presentar una mirada cruda de la industria de los medicamentos, una de las más redituables e inescrupulosas del injusto sistema estadounidense, pero rematar la subtrama con chistes malos sobre el Viagra; presentarse como audaz, a partir de las escenas románticas y los desnudos de sus protagonistas, y terminar cayendo en la grasada del pornosoft más elemental; permitirles a sus personajes el vuelo del ingenio y la ironía, para enseguida maltratarlos con escenas de un sentimentalismo tan pavo como tedioso; incluir personajes fuera de registro, como el hermano de Jamie, que parece robado a un film de la factoría Apatow-Mottola, o incluir otros (como el del vagabundo que junta el Prozac de los tachos de basura) que no terminan de tener desarrollo y, por eso, decepcionan. Esa es la esencia de De amor y otras adicciones: una montaña rusa emotiva entre pretensiones de audacia y certezas conservadoras.
Cuando las malas artes tienen buenos fines El director de El cantante vuelve a demostrar su vocación por un cine de nobleza clásica con esta historia de un audaz estafador que, sin proponérselo, enciende la llama de la esperanza en los habitantes de un pueblo desahuciado por el poder económico. Todo delito es reprobable. Sin embargo, a veces se cae en el concepto reduccionista de que los delincuentes son una suerte de raza de imbéciles, sin mayores recursos para sobrevivir que los que el crimen les provee. Lo cierto es que lejos de toda deficiencia, por lo general los delincuentes son tipos con un ingenio envidiable. No por nada son la fuente de inspiración del género policial: Sherlock Holmes (o Poirot, el Padre Brown, o Isidro Parodi) carecería de sentido si criminales verdaderamente lucidos no desafiaran y pusieran a prueba su juicio. Es posible que muchos delincuentes no sean sino talentos desperdiciados en la lucrativa y riesgosa actividad de vulnerar la ley. Paul, el protagonista de La mentira, sin dudas tiene el don. Varios dones, si se atiende a que no sólo se trata de un eficiente estafador de medio pelo. También es un McGyver capaz de convertir una camionetita robada en el transporte de carga de una compañía constructora con sólo unos retazos de vinilo autoadhesivo; o de inventarse la papelería completa de una empresa inexistente con un cutter, una fotocopiadora y varias revistas viejas. Si eso no alcanza, además posee cierta facilidad para la actuación naturalista, que le permite interpretar tanto a un transportista como a un inspector o el gerente a cargo de los insumos de diversas empresas. Tan convincente es su trabajo que consigue engañar a empleados y supervisores de supermercado de maquinaria industrial, para llevarse en consignación diversas herramientas que luego vende en el mercado negro, junto a su socio Abel. Aunque es un estafador bien dotado para su oficio, Paul dista mucho de parecerse a Marcos, el colega que Ricardo Darín forjara en la clásica Nueve reinas. Lejos de ser expansivo, seductor y de llevarse bien con su forma de vida, es solitario y silencioso. En él es posible intuir desde el principio (tal sería una posible traducción del título original de esta película), que se trata de un hombre atravesado por conflictos sordos, de una sensibilidad de la que sus talentos aplicados al delito no son sino el botón de muestra. Por eso no extraña que apenas pasados diez minutos, Paul traicione a Abel, llevándose dinero, papeles, auto y una pistola. En la huida sobrevivirá con módicas estafas, tachando con rojo todos los rincones del mapa de Francia a los cuales ya no puede volver. Se entrevé que también hay en su interior lugares a los que no quiere regresar y un camino desconocido que ha comenzado a recorrer. Puede notarse en la forma en que contempla a la amable camarera del hotel de uno de esos pueblos a los que lo arrastra su destino. O en la complicidad que asume con el raterito al que descubre robando su propio auto y a quien le permite escapar. Algo se desata en Paul en aquel pueblo, algo corta amarras dentro de él y lo llena de desconcierto y miedo. Pero también hay deseo. En ese pueblo, donde la obra de una ruta fue suspendida hace años, dejando un tendal de desocupación, todos lo toman por representante de la constructora y la comunidad comienza a rearmarse de esperanza. Paul no tarda en ver la posibilidad de hacer negocio con los desesperados proveedores locales, que de la nada comienzan a ofrecerle comisiones para que sus empresas sean tenidas en cuenta durante la obra. El avance de esa autopista, que como un fantasma comenzará a crecer a espaldas del mundo, representa un nuevo comienzo. El primer mérito de La mentira y de Giannoli (quien no por nada fue candidato a la Palma de Oro en Cannes 2009, como lo había sido en 2006 por El cantante), reside en la elección del elenco. François Cluzet realiza un trabajo casi milagroso en la composición de Paul, consiguiendo que cada una de sus dudas y revelaciones puedan leerse en su rostro con tanta claridad que parece transparente. Lo mismo sucede con Emmanuelle Devos (premiada en Cannes por este papel), interpretando a la alcaldesa de ese pueblito agonizante, que no sólo quiere ver en Paul un futuro luminoso para su comunidad, sino la posibilidad de una nueva vida. A partir de ellos (incluyendo a Gérard Depardieu, como un intimidante Abel; y a Koko y Vincent Rottiers, como la camarera y el ladrón que se unen ilusionados a la empresa con la que Paul engaña al pueblo, pero que de todas formas comienza con la obra), Giannoli guía de manera firme los procesos de transformación. Y logra que La mentira sea al mismo tiempo varios relatos. El particular “camino del héroe” que Paul transita durante la construcción de esa ruta, que va de la marginalidad al hombre que parece entender por primera vez de qué se trata vivir; el feroz retrato de una sociedad gobernada por corporaciones, en donde el individuo también es marginado al rol de variable de cambio; y finalmente, un sólido thriller de autor.