Dos que son solos El noventa por ciento de quienes hacen películas en la Argentina sabe que, dadas las actuales condiciones de mercado, deberá resignarse a que el éxito se reduzca a conseguir una segunda o tercera semana de proyección. Lo cual, en muchos casos, es una lástima. Sin ser un gran film en el balance general, La vieja de atrás, segunda película de Pablo José Meza, se destaca como un trabajo digno que ofrece por lo menos un par de motivos muy sólidos para hacerla atractiva: Adriana Aizemberg y Martín Piroyansky. No es que no tenga otros méritos, pero las actuaciones de sus dos protagonistas son el alma de La vieja de atrás. En primer lugar, la Aizemberg (quien hace muy poco también se había destacado en Elegía de abril, último film del banfileño Gustavo Fontán) compone a una vieja que es el retrato de todas las viejas de Buenos Aires y sus amplios alrededores. No habrá quien no tenga en su vida una abuela, una tía o una vecina tan quejosa, desconfiada y entrometida como la Rosa que ella interpreta para la película de Meza. Confinada en su departamento del noveno piso, Rosa “es” sola. Apenas la acompaña una televisión omnipresente, que permanece encendida aun cuando ella sale. Aizemberg ha sabido capturar y reproducir con gracia los tics que en tantas señoras grandes son menos consecuencia de la soledad que del abandono en que se encuentran. Rosa vive pendiente de lo otro, lo que la rodea: las noticias alarmistas de los informativos, la mugre de los chinos que (según ella) invaden Buenos Aires, de denunciar al perro que se instaló en la puerta del edificio y no se quiere ir, de no levantar las persianas de su casa para que no la vean de afuera. La presencia nebulosa de esos otros es lo único que la justifica y tal vez sólo por ella sigue viva. El caso de Marcelo no es muy distinto: es un chico de un pueblito pampeano, que está en la ciudad casi obligándose a sí mismo a continuar la universidad. Sus padres se niegan a ayudarlo y le piden que vuelva a colaborar con el trabajo en un campo ajeno. Marcelo, que sobrevive con trabajos miserables que sin embargo no es capaz de conservar, es la apatía hecha persona, un modelo de joven moderno que no sabe lo que quiere y mientras más demore en saberlo, parece ser mejor para él. Cuando consigue entablar una relación, lo único que consigue es vincularse con una chica tan fría y repelente como él. Marcelo y Rosa viven en el mismo noveno piso, pero apenas se tratan. Hasta el día en que él, resignado a no poder afrontar los gastos de su vida de estudiante, emprende el regreso al hogar. Rosa, metida como es, le ofrece casa y comida a cambio de charla. Al principio esto parece fácil, pero no lo es tanto. Marcelo y Rosa son los dos extremos de una misma línea de discapacitados emotivos que, ella por haber quedado fuera del mundo y él por no poder entrar, permanecen impares, sin nadie con quien compartir o soñar la más mínima experiencia de vida. Sin nadie a quien ver “como uno de nosotros”, como dirían los protagonistas de Freaks (Tod Browning, 1932), también discapacitados, pero en otro sentido. Más allá de las buenas actuaciones y de algunas escenas en las que el humor consigue decir con cruda simplicidad lo que otras largas y silenciosas no terminan de redondear, es obvio que La vieja de atrás no necesita de casi dos horas para ser contada. Y ahí reside su debilidad. Por momentos, la película se contagia los vicios de Rosa y queda presa de una serie de reiteraciones y ciclos que la alargan más allá de lo necesario. Aun así, Meza confirma su calidad como director de actores, un mérito para nada despreciable.
Un thriller ligerito, pero que logra entretener El director de La vida de los otros debuta en Hollywood con un film que encuentra sus méritos en no tomarse demasiado en serio. Y en los encantos de Angelina Jolie y Johnny Depp, obviamente, aunque no transmitan ninguna química entre ellos. Hollywood se ha nutrido desde siempre con el talento de artistas del mundo entero, que tras ser profetas en su tierra son tentados por la industria del cine más poderosa del planeta. En la mudanza al valle de California, algunos consiguen superar la presión de supeditar el arte al negocio, y otros acaban empeñando el mucho o poco prestigio que hasta allí hayan conseguido por su cuenta. En ese contexto, el caso de Florian Henckel von Donnersmarck es de manual. Luego de arrasar con casi cualquier premio que se le puso delante con su ópera prima La vida de los otros (incluyendo el Oscar a Mejor Película en Lengua Extranjera en 2007), el alemán fue tentado para ir a jugar en las grandes ligas y el resultado de esa incursión es El turista, un thriller muy ligerito en varios sentidos. A pesar de encontrarse a años luz del nivel alcanzado con su debut (que aunque es un gran film y cuenta con una labor protagónica notable del fallecido Ulrich Mühe, tiene algunos costurones evidentes) y sin ser un clásico del género, El turista resulta una experiencia efectiva en tanto consigue mantener entretenido al espectador a lo largo de la proyección. Un signo de los tiempos que contiene El turista es la elección de escenarios europeos para recibir el desarrollo de una narración que, de algún modo, remeda las viejas historias de espías donde alguien era perseguido por los servicios de seguridad de distintos países. No hace falta escribir una lista de las películas que en los últimos diez años se sostienen en esta misma premisa; alcanza con mencionar la trilogía Bourne, tal vez la responsable de reimplantar con éxito este molde. Todo comienza con una escena en la que Elise (Angelina Jolie) camina por una angosta callecita francesa, seguida a escasos diez metros por una camioneta que en su anónimo color negro no puede ocultar su naturaleza policial. Elise parece no prestar atención ni a la camioneta ni al silencioso despliegue de observadores que la rodea cuando se sienta en la mesa de un bar ubicada en la vereda, tal vez para facilitar la tarea de ese ejército de voyeuristas. Esta escena de apariencia trivial es clave para entender cuál es el juego que propone Von Donnersmarck. En primer lugar, alertar al espectador: en ese ridículo dispositivo de vigilancia hay más de parodia que de pretensión realista y enseguida llegarán otros indicios que lo confirman. Para empezar, el personaje de Jolie será el deliberado blanco de todas las miradas de la película, desde los policías de Londres, París o Venecia, pasando por cada extra hombre o mujer que se cruce con ella. O el breve homenaje a Contacto en Francia que representa la escena en que ella burla a sus perseguidores en el subte. O la forma en que la policía reconstruye esa carta que Elise recibió y quemó por consejo del remitente, recursos sutilmente revestidos de seriedad, pero que no dejan de recordar a los métodos de Control en la eterna batalla con Kaos. En la carta alguien le pide a Elise que viaje a Venecia y que en el tren despiste a sus posibles vigilantes, eligiendo la compañía de alguien de contextura similar a la de quien le escribe. El elegido será Frank Tupelo (Johnny Depp), un profesor de matemática norteamericano, fanático de las novelas baratas de espías (otro guiño), quien de inmediato quedará fascinado con la mujer. El truco funcionará a medias: al principio la policía cree que Tupelo es Alexander Pierce, un peligroso delincuente financiero a quien intentan atrapar siguiendo a Elise. Pero aunque luego nota el error, ya es demasiado tarde para detener los rumores. La noticia llega a oídos de Shaw, un banquero mafioso a quien Pierce estafó, dispuesto a cobrarse el chiste a como dé lugar. Esa confusión y el progreso de la relación que comenzará a ligar cada vez más a Frank y Elise motorizarán lo que queda de la película. Aun con las pistas burdas que el guión va plantando (la mención a Jano, el famoso dios romano de dos caras, es un buen ejemplo) y a sabiendas de que tal vez El turista sea más una excusa para pasar unos días en Venecia (algo así declaró Angelina a una revista) que un film del cual enorgullecerse, el resultado final no deja de ser moderadamente entretenido. Si se consigue reconocer que El turista nunca se toma a sí misma demasiado en serio, y a eso se le suman los encantos de Jolie y Depp (que aunque no transmiten química alguna en su interacción, no dejan de ser dos intérpretes eficientes), se estará en condiciones de disfrutar de esta película. Aquellos que no se crean capaces de ese moderado esfuerzo, mejor que elijan ver otra cosa.
Cómo desandar los pasos del Abuelo Cruzando el documental con una pizca de ficción, la dupla de directores busca echar luz sobre los costados menos conocidos del músico argentino, con ayuda de cintas con su propia voz. Desde el tiempo en que los griegos comenzaron a forjar el perfil de Occidente, cierto tipo de muerte honrosa era deseable y hasta buscada, puesto que a partir de ella era posible acceder a la eternidad de la gloria. Salteando unos veinticinco siglos de historia, esa épica sigue vigente y donde se la distingue con mayor facilidad es en uno de los fenómenos culturales fundamentales del mundo contemporáneo, uno de los últimos generadores de mitos todavía activos: el rock. Suerte de ficción global donde sin embargo la muerte es real. Casi basta con morirse antes de lo esperado, sobre todo si ello implica cierta tragedia (otro invento griego), para conseguir vacante en el Olimpo de la cultura pop. Hendrix, Morrison, Joplin, Bonham, Moon, Lennon, Cobain y una miríada de diosecillos menores y olvidados, pero no por eso menos talentosos (Nick Drake, Cliff Burton, Layne Stanley, Mark Sandman, Dimebag Darrell y siguen los epitafios), son prueba irrefutable de esto. El rock local también tiene sus altares y el cine no resiste la tentación de aprovechar sus leyendas (Tango feroz, Marcelo Piñeyro, 1993) u homenajear sus talentos (Luca, 2007). En la misma línea del documental de Rodrigo Espina, Buen día, día, de la dupla de directores formada por Cucho Constantino y Eduardo Pinto, reconstruye una historia posible acerca del precursor y mito del rock nacional Miguel Abuelo y permite si no descubrir, al menos echar luz sobre lo menos conocido de su historia. Al principio fue la luz; y si Abuelo brilló hasta el final, eso alcanza para imaginar cuán deslumbrante habrá sido de joven o niño. Lo confirma su hermana: era insoportable, impredecible. No paraba. Bastaba darse vuelta para perderlo en la calle y ver cómo se iba feliz, montado en el carro del botellero. Como corresponde al héroe, Abuelo se hizo a sí mismo. “Salió del barro”, dice un enamorado Andrés Calamaro. Siempre curioso, rondaba con igual voracidad los antros nocturnos y la Facultad de Filosofía y Letras, y en ambos espacios generaba admiración. “Siempre estaba colocado y eso hacía que lo veneráramos más”; la frase, cargada de admiración y cariño, pertenece a Luis Alberto Spinetta. No es el único que se reconocerá en deuda con Miguel. El documental se vale sobre todo de archivos de audio, grabaciones en que la voz del músico relata fragmentos de memoria en primera persona, piezas valiosas que enriquecen la narración. En sincronía con este costado tradicional del documental, una segunda línea narrativa se encarga de seguir a Gato Azul, único hijo de Miguel Abuelo, quien montado en su moto recorre algunos lugares de Buenos Aires, que por distintos motivos son significativos dentro de la historia. El heredero va juntando en su recorrido distintas fotos que artificiosamente encuentra. Aunque cargada de melancolía, esta parte es la menos natural de la película y es evidente que Gato no se encuentra cómodo frente a cámara, también aporta destellos fabulosos. Como el fugaz encuentro motorizado con Luciano, el hijo de quien fue guitarrista de la formación original de Los Abuelos de la Nada: Pappo, el Carpo (¿no tiene nombre de héroe? ¿para cuándo su película?). Con altos y bajos, sin mayores lujos cinematográficos, Buen día, día resulta un documental de interés por su contenido y ágil en su forma. Aunque no llegue al nivel del mencionado Luca, punto de referencia inevitable del género en la Argentina. Un homenaje justo, una película correcta. Un héroe inmortal.
La célebre fábula del hombre que no envejecía Las adaptaciones de clásicos de la literatura al cine suelen ser un tema en el que pocas veces se ponen de acuerdo quienes defienden el respeto a ultranza del original y quienes conceden al adaptador el derecho a operar sobre la obra, a fin de lograr que el paso de un género a otro resulte una experiencia positiva. El caso de El retrato de Dorian Gray, la novela del irlandés Oscar Wilde con una veintena de adaptaciones declaradas, es paradigmático. Esta versión de 2009 del inglés Oliver Parker, encaja más en la última de esas dos facciones. No porque se aleje mucho de la novela, sino porque introduce pequeñas variantes que para nada complotan contra su eficacia. Tampoco es que haya muchas vueltas para darle al conocido relato del joven inocente y virtuoso, quien tras ser retratado por un artista plástico se encuentra con la sorpresa de que ese cuadro que tan genuinamente captura su belleza, comienza a corromperse en la misma medida en que él se inicia hacia vicios y pecados, liberándolo del ocaso de la vejez. Como en la novela, todo el asunto gira en la relación triangular que liga al joven Dorian (Ben Barnes) con el pintor Basil (Ben Chaplin) y el aristócrata lord Wotton (el gran Colin Firth). Basil adora la transparencia del carácter de Dorian, que parece permitir que sus dones interiores se trasluzcan, y su cuadro es una metáfora de su intento por preservar inmaculada esa pureza. Por el contrario, Wotton es un disipado hombre de mundo, deseoso de entregarse a los placeres de la vida sin remordimientos, quien inculcará a Dorian sus valores. Como en la novela, existe una tensión muy fuerte entre el acatamiento a la estricta moral victoriana y la liberación de los deseos más allá de la culpa que imponían las normas de aquel tiempo. Tensión que de diferentes formas fue un tópico reiterado en la obra del irlandés. Sin embargo, fuera de época, en pleno siglo XXI es difícil ver vicios o lisa y llana maldad en las inclinaciones del joven Dorian Gray, sino la declinación de una época que cultivó la estética de la decadencia frente a una modernidad que lo avasallaba todo. Las supuestas aberraciones de Dorian no pasan de una potente inclinación hedonista, incluyendo cierta afición a las fiestitas y la diversidad sexual. Nada que hoy en día cualquier swinger del montón no practique por deporte en el living de su casa. Tal vez el peor error al adaptar El retrato de Dorian Gray al cine es insistir en el capricho de convertirlo en un relato de terror y esta versión no está libre, hablando de vicios, de esa licencia. Aunque la progresiva monstruosidad que va degradando la imagen de Dorian en el cuadro es descripta en el libro con notorio horror, la novela no pasa de ser una fábula moral, signo de esos tiempos decadentes, que no hace más que reflejar la adhesión de Wilde a las rígidas normas del puritanismo victoriano que, años más tarde, acabarían volviéndose en su contra. En cambio ha resultado un acierto extender la narración hasta entrado el siglo XX, recurso con el cual acentúa el efecto de la juventud de Dorian entre sus avejentados contemporáneos. Y de paso permite un giro final, de algún modo shakespeareano, que le sienta bien y no es ajeno al trabajo de Oliver Parker. Es sabido que el inglés debutó como director con una versión de Otelo protagonizada por Laurence Fishburne y Kenneth Branagh, y que sus siguientes películas fueron sendas adaptaciones de Un esposo ideal y La importancia de llamarse Ernesto, dos conocidas piezas teatrales de Wilde. Parece que Parker también probó y le gustó.
“Cenicienta” para fans de “High School Musical” Así como es difícil para el ateo dar fe de la existencia divina, así de arduo resulta, para quienes no gustan del género, aceptar al musical como experiencia cinematográfica válida o gratificante. Tal vez se trate de prejuicios, o de que el género resulta más riesgoso que otros, habida cuenta de que no son muchas las películas que salen bien paradas del desafío. Lo cierto es que la pasión por el musical termina siendo casi una cuestión de fe. Sin embargo, por el cine ha pasado gente como Ginger y Fred, Gene Kelly o Julie Andrews y pueden recordarse películas tan diversas como El mago de Oz, El extraño mundo de Jack y hasta la desbocada Team America, todas pruebas que parecen confirmar que tal vez dios sí exista. El problema es que las contrapruebas suelen ser no menos contundentes: Noches de encanto, del desconocido Steve Antin, se perfila en muchos de sus detalles como una diatriba a favor del ateísmo. Para empezar, la historia parece sacada de un guión descartado por Disney por demasiado repetido. Si se atiende a que el relato gira en torno de Ali, una camarera de Iowa que decide ir a probar suerte a Hollywood, sin más experiencia que la de cantar con la fonola del bar donde trabaja cuando este está cerrado, e imaginando el obvio final, es fácil conjeturar que se trata de una versión de Cenicienta para fanáticos de High School Musical. Ali (Christina Aguilera) no tardará mucho en encontrar trabajo de mesera en el cabaret Burlesque, donde fue a ofrecerse como bailarina y cantante. Ahí conoce a Tess (Cher), dueña y coreógrafa, para quien ese lugar es su vida y está a punto de perderlo por no poder afrontar el pago de la hipoteca. Tess está asociada a su ex marido, quien la presiona para vender el club a Marcus, un agente inmobiliario tan seductor como ventajero. Ali trabará amistad con Jack, el chico que trabaja en la barra del lugar, y las cosas amenazarán con pasar a mayores. Finalmente, a partir de una serie de hechos afortunados, ella tendrá oportunidad de integrarse a las bailarinas del Burlesque y, más adelante, se convertirá en su estrella y principal atracción. El cuadro se completa con una colección básica de personajes de color, que van del modisto homosexual y confidente de Tess a la engreída y celosa Nikki, la bailarina que con la aparición de Ali pierde su lugar estelar. Es necesario decir que si bien el relato es simple, esquemático, orientado a un público adolescente (que es el que en teoría podría interesarse por el debut cinematográfico de Christina Aguilera), los números musicales son visualmente aceptables. Sin embargo, su debilidad es central: la estridente voz de Chris es un llamado bastante convincente a la sordera voluntaria. Tanto como su labor actoral es una deuda incobrable; por este papel es candidata a los premios Razzie (los anti Oscar), cuyas nominaciones muchas veces son exageradas, pero no es éste el caso. Basta verla entrar a Cher a la pantalla y escuchar su voz profunda, para que todas las posibilidades de Aguilera queden reducidas a nada. No hay paridad entre las protagonistas, y eso redunda en un evidente desequilibrio. Para rescatar: la solvencia de Stanley Tucci haciendo eficaz a un personaje que es un cliché ambulante, y unos pocos toques de humor sarcástico. Y sin ser una virtud, Noches de encanto al menos no se dedica a destruir ningún clásico, pecado imperdonable que el año pasado para esta época cometía Rob Marshall con su lacerante adaptación musical de 8 y 1/2 de Fellini. Entonces, dios existe y goza de buena salud.
Química actoral y corrección política Aunque el final deje todo listo para imaginar un próximo eslabón, la saga de Gaylord “Greg” Focker debería comenzar a cerrarse. Parece no quedar mucho por decir sobre este simpático perdedor con alma de víctima (estereotipo habitual en el Hollywood comercial y moderno, del cual Ben Stiller es uno de sus mejores intérpretes), que vive acosado por su suegro, ex agente de la CIA. Si en El padre de la novia (2000), el pobre Gaylord debía soportar antes de la boda la paranoica oposición de Jack (Robert DeNiro); y en Los Fockers: la familia de mi esposo (2004), el choque se daba entre la diestra rigidez republicana del suegro y la liberalidad progresista de los padres del protagonista, Rozalin y Bernie (Barbara Streisand y Dustin Hoffman), esta tercera parte adolece de toda novedad en el conflicto. El cumpleaños de los pequeños hijos de la familia es apenas una excusa para volver a poner frente a frente a Gaylord y Jack, en un duelo de titanes alfa peleando por el liderazgo de la manada. Toda la saga Focker tiene un problema de base: cultivar un humor que no por ser en ocasiones efectivo deja de rondar el gusto dudoso. Pero en esa marca de nacimiento, ese pecado original que autoriza con motivos sobrados a encolumnarla dentro de la comedia burda, Los pequeños Fockers halla también una de sus fortalezas. Se trata de un caso saludable de corrección política: la saga se ríe de unos y de otros, sin agredir ni burlarse de nadie (y eso incluye a las minorías raciales y sexuales). Porque la incorrección política es un recurso válido cuando se lo usa para llegar a alguna parte, y ante la posibilidad de caer en la mala praxis, la película toma el camino menos riesgoso; elige el “reírse con” al “reírse de” y hace una defensa orgullosa de su linaje. Sobre el final, el personaje de Hoffman dice que debemos reírnos de nuestros pedos y nuestros mocos y de todo aquello que nos haga humanos. A priori no está mal esa premisa y entonces el nivel de la discusión es otro: escatología, ¿para qué? Y ahí Los pequeños Fockers vuelve a estar en problemas. Para la película (la saga completa), la escatología es un fin, nunca un medio. Para verlo con claridad –aunque las películas son evidentemente incomparables– puede tomarse el caso de La gran comilona, de Marco Ferreri (recientemente programada en el Festival de Mar del Plata). Ferreri llega al non plus ultra en materia escatológica para, a partir de sus cuatro personajes hastiados de un mundo que no los satisface, tejer una metáfora sumamente lúcida sobre Occidente y su prerrogativa de consumo, y ya en 1973 anunciar consecuencias que recién tras los años ’90 terminaron de quedar claras para muchos. Contra ese modelo, el inocente pedo de un nene resulta una escatología tan módica como gratuita y vacía. Sin dudas, lo mejor de Los pequeños Fockers sigue pasando por la química natural entre Stiller y De Niro. A pesar de sus berretines y aun con personajes que no tienen nada demasiado nuevo que ofrecer (los chistes con el nombre y el apellido de Gaylord; las persecuciones entre ellos y hasta los gags durante la cena, ya suenan a figurita repetida), los dos actores conforman una dupla cómica muy carismática. Quizá deberían probar suerte más allá del universo Fo-cker y tratar de forjar uno de esos equipos que acaban en leyenda, al estilo de Lewis-Martin. Otro de los recursos que entrega buenos dividendos a lo largo del film es el de hacer que el cine se muerda la cola. Las secuencias que remedan a El padrino de Coppola o reproducen en un enorme pelotero la estampida playera de Tiburón (Spielberg, 1975) son hallazgos que se agradecen. Eso, más el trabajo de un sólido elenco de comediantes, suben el promedio de una película que sin esas pequeñas virtudes, bien podría haber sido olvidable.
El viejo truco de la infancia en Sicilia Si el cine es tierra de sueños, nada hay más cercano a su espíritu lúdico que la potencia fantástica de la infancia. De hecho, el cine sólo es posible desde la niñez, porque allí está su motor: qué es su ritual sino un juego, cuya regla principal exige suspender durante una hora y media toda filiación con la realidad, para aceptar lo ilógico y creer que lo inconcebible puede ocurrir. Cuando desde el fondo de la sala oscura la luz se derrama sobre la sábana blanca, cada espectador (aun el más maduro y cerebral) no es otra cosa que un chico dispuesto a creer, aun sin 3D, que ese tren que viene directo hacia él definitivamente va a pasarle por encima. Ese es el secreto del cine en general y también el de Cinema Paradiso, aquella épica del celuloide por la que el italiano Giuseppe Tornatore ganó su Oscar a la Mejor Película Extranjera de 1989. Desde entonces, Tornatore suele volver a la infancia, la suya, en busca de material e inspiración. Es el caso de Baarìa, su nueva película, que conjuga muchos elementos y herramientas que ya había usado en Cinema Paradiso, y en alguna otra como Malena (2000). Como en los filmes citados, la acción transcurre en un pueblito de Sicilia. En este caso Baghería, tierra natal del director (Baarìa es el nombre del pueblo en el dialecto autóctono), lugar exacto en donde infancia, cine y memoria se cruzan en el imaginario de Tornatore. Como en esas películas, el relato comienza en un período que va desde algunos años antes de la Segunda Guerra Mundial a los primeros de la posguerra, con la sombra del fascismo siempre presente. Como en ellas, los protagonistas son niños y adolescentes que eventualmente crecen, y es a partir de sus miradas que Tornatore desea mostrar el mundo. Baarìa es una épica familiar centrada en la figura de Peppino Torrenuova: su vida será la línea de tiempo sobre la que se desplegará la historia de la Italia al sur. Así, del mismo modo en que el Peppino niño se irá cruzando con el Peppino adolescente y el adulto, pero también con Pietro, su hijo pequeño, la narración avanzará a través de pequeñas escenas que funcionan como viñetas sueltas que la van encauzando. Aunque tal vez sería más correcto decir que la van sacudiendo, haciéndola saltar de momento histórico en momento histórico y de un niño a otro. Se hablará de guerra; de leyendas montañesas; de fascismo; de la censura y el aplastamiento de la oposición; de la lucha del Partido Comunista y del poder que ya empezaba a tener la Mafia en el sur. Todo contado en clave menor, con un marcado tono de novelón televisivo. Se ha dicho que Sicilia representa para Tornatore el centro donde se trenzan infancia, cine y memoria. Tres ficciones posibles que, en el caso de Baarìa, acaban por abrumar, confundir y hasta traicionar a ese espectador que va al cine como un chico, a dejarse sorprender. Las viñetas señaladas van agregando personajes que extienden al infinito las pinceladas de color, pero no profundizan más allá de lo anecdótico. Con idéntica superficialidad, las escenas suelen caer en los extremos del costumbrismo o el melodrama (y los extremos se tocan), que Ennio Morricone se encarga de sobrecargar con música al tono. A todo esto, al ir y venir en el tiempo hay que sumarle un toque de realismo mágico, que quiere dar al relato un aire de mandala cerrado sobre sí mismo, pero convierte a la película en una suerte de sueño barroco de dos horas y media. Todo con un presupuesto que le permitió al director una puesta lujosa y hasta una agradable fotografía, aunque cabe preguntarse: ¿al servicio de qué? Parafraseando a Groucho, se puede decir que Tornatore ha hecho una gran película. Pero sin dudas no ha sido ésta.
El cine como sesión de tortura Si a partir del estreno de Sofía cumple 100 años, el muy buen documental de Hernán Belón, resultó posible hacer el intento de abordar al cine como a una mujer, ahora es factible asimilarlo al castigo. Nada es ocioso en la frase anterior. En primer lugar porque la película ¿Y tú quién eres?, del director español Antonio Mercero, como la de Belón, comparten como uno de sus ejes narrativos a la vejez. En segundo término, porque el espectador que se decida a pagar su entrada para verla, tal vez se arriesgue a sentir todo aquello que a nuestro viejo drugo Alex le tocó padecer en la versión Kubrick de La naranja mecánica: el cine como sesión de tortura. Quizá la comparación resulte algo hiperbólica, pero el conjunto de vicios que impugnan esta película casi por completo justifican el recurso. Por suerte en este caso no hay arneses que impidan salir de la sala. ¿Qué pensaría el lector de una película en la cual desde la primera escena puede saberse con seguridad que las actuaciones del elenco completo serán de mediocres para abajo? Sí, más o menos es eso. ¿Qué pensarían de una comedia cuyo principal recurso para causar gracia es poner a unos cuantos viejos a repetir la palabra “condón” hasta alcanzar el cenit de la vergüenza ajena y a compartir una ronda de pedos, encendedor en mano? Claro, exactamente. ¿Y cómo les caería que uno de esos viejos fuera nada menos que José Luis López Vázquez, emblemático actor español cuyo talento (si es que algo queda de él) es por completo despreciado? En fin... ¿Y tú quién eres? es la banalización lisa y llana no sólo de la ancianidad, sino también de ese triste mal que es el Alzheimer, su reducción a recurso sensiblero para intentar (sin éxito ni sentido) hacer llorar a alguien. La historia también es obvia: una familia burguesa a punto de irse de vacaciones decide internar al abuelo Ricardo en un geriátrico y a casi ninguno del grupo parece afectarle el asunto en lo más mínimo. Será Ana, la mayor de los tres hijos del matrimonio, quien notará que el recurso del geriátrico busca más la liberación familiar que el bienestar del anciano. Tan pobre es todo lo que ocurre, que la indignación surgirá de manera natural: aparecerán personajes que se pretenden pintorescos, como el interpretado por López Vázquez, que hará amistad con Ricardo; pero también patéticos viejos “loquitos” (ninguno de ellos encarnado por un buen actor), cuya sola visión atormentará a la pobre Ana, empecinada en cargar con las culpas de toda su familia. Y hay más. Lugar común 1: un médico joven dará pie al romance; lugar común 2: una enfermera sin filtro aportará comentarios que se pretenden desopilantes, pero ante los que ningún actor del reparto conseguirá actuar una carcajada convincente; lugar común 3: el alemán Alzheimer se esforzará por golpear tan bajo como se pueda. El producto final de la suma permite dudar hasta de las buenas intenciones. Sin méritos a la vista, ¿Y tú quién eres? no alcanza a justificar su estreno, a menos que se trate de un intento por aprovechar comercialmente la reaparición protagónica de Manuel Alexandre, el actor que compartió con China Zorrilla aquel éxito impensado que fue Elsa y Fred. Mucho menos se entiende el asunto si se piensa que la película llega a Buenos Aires con un retraso de más de tres años, demora que bien podría haberse llamado a un más justo destino de eternidad.
Un monumento en vida para Luiz Inácio Da Silva Siempre resulta incómodo levantar estatuas en vida, al menos verlo desde afuera: no es que el agasajado tal vez no las merezca, sino que se corre el riesgo de que la falta de perspectiva que da la contemporaneidad incluya la posibilidad de dar un paso en falso y se termine haciendo una pirueta ridícula en lugar de concretar un reconocimiento. La película Lula, el hijo del Brasil no llega a ese extremo en donde el homenaje se convierte en otra cosa más cercana a las lamidas y las chupadas, pero tampoco alcanza a hacerle justicia a la que se supone es la verdadera historia –¿Cómo se define qué es la verdadera historia? ¿Quién decide cuál es?– del presidente brasileño Luiz Inácio Da Silva. Lula, para los amigos. Eso sucede fundamentalmente por aquella falta de perspectiva; porque de tan conocida la historia, el relato cinematográfico se vuelve menor de manera inevitable. Así, transcurridos los 128 minutos de película, queda la sensación de que en algún vericueto de la trama se aligera ese elemento místico que hace de la vida de Lula una poderosa épica moderna. La película comienza justo en los momentos previos al nacimiento del protagonista y termina antes de su primera postulación a la presidencia de su país. Es decir, los que se supone son los acontecimientos menos difundidos de la vida de Lula. La primera parte, la que narra su infancia, resulta una compilación de los problemas a los que la miseria extrema expone a los pobres de cualquier nación de América latina. Violencia doméstica. alcoholismo, abandono, hambre, exceso de progenie, trabajo infantil, y siguen las firmas. En ese caldo se coció la personalidad del pequeño Luiz Inácio y la película cumple en hacer ese retrato del modo más realista posible. De hecho, la golpiza que el pequeño Lula recibe de Aristide, su padre, claramente ameritaría la inclusión al final de los títulos de cierre de una variante de la clásica leyenda que avisa que “ningún animal resultó herido durante el rodaje de esta película”; que en este caso haría referencia a los niños actores. Lula, el hijo del Brasil se permite jugar con estereotipos cinematográficos a medida que la narración avanza. De ese modo aparecerá el recuerdo de Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore, durante la escena en que un adolescente Lula y su hermano Ziza deben compartir un saco, para poder entrar al cine a maravillarse con las imágenes de viejas películas. O Love Story, cuando sobrevenga el drama romántico; o Romero, de John Duigan y varias de Costa Gavras, cuando el asunto se vuelva definitivamente político. Recorriendo la vida familiar del hombre que torció el rumbo político de un país –y ayudó a hacer lo mismo con una región completa–, Lula, el hijo del Brasil repasa su vida sentimental, la relación con su madre, sus tragedias personales, pero también su ascendente carrera como líder del sindicato de metalúrgicos. Sobrecargada de música sutilmente intencionada, con un correcto manejo narrativo y una cuidada puesta, que incluye un buen trabajo de todo el reparto, la película de Lula es, sin dudas, otro exponente exitoso del género histórico que tantas satisfacciones dio a la televisión brasileña en el formato de telenovela diaria. Como en esos casos, la producción, el diseño y el arte son impecables en lo que atañe a la reconstrucción de época. A partir de esa relación podría decirse, sin temor a caer en un comentario burdo, que la película presenta la vida del actual presidente como un novelón histórico, comprimido en dos horas de metraje. Más allá de estas observaciones, Lula, el hijo del Brasil redondea un trabajo correcto. Y aun incompleto y falto de perspectiva, un válido monumento en vida para Lula, el hombre.
Triste elegía para la mítica Coca La tarea de realizar una película donde intente recuperarse el mito de Isabel Sarli es cuanto menos temeraria. Porque sin dudas no es a la actriz a quien se busca poner en pantalla en Mis días con Gloria, último film de Juan José Jusid: es al mito al que, como en una sesión de espiritismo, intenta invocarse. Isabel Sarli es, sin discusión, uno de los únicos dos o tres mitos puros que ha dado el cine argentino, y por cierto que no se le puede reprochar el intento al director. Pero el brillo de la leyenda es infinitamente superior al potencial dramático que ha mostrado la Coca en su carrera, y esta película no es la excepción. Dicho esto, uno de los problemas con los que lucha (y pierde) Jusid es, justamente, verse imposibilitado de devolver aquel espíritu a la pantalla a partir de la figura actual de la actriz. Por ello se ve obligado a poner a Sarli en el papel obvio de una vieja diva del cine, que en sus días finales y en busca de ajustar cuentas con el pasado vuelve a su pueblo natal a esperar el final. Es un personaje con muchos puntos de contacto con la Sarli real, que le permite al director aprovechar(se) sin complejos (de) las imágenes de películas famosas de la actriz, incluyendo los inoxidables desnudos en los que Armando Bó supo retratar el busto más hermoso de la historia del cine mundial (se aceptan apuestas). Más allá de ese recurso y de la decisión no menos truculenta de incluir en el reparto a Isabelita Sarli, hija de la actriz, con cuyos atributos se pretende paliar la definitiva ausencia del original cuerpo del deseo, Mis días con Gloria adolece de otras dificultades, ahora sí ya definitivamente cinematográficas. La historia de la menguante estrella de cine Gloria Satén (nombre que remite al imaginario de cierto cine erótico, más de los ’70 que de los ’60, y que tampoco es una buena elección) comparte metraje con la de un asesino a sueldo que ha perdido la pasión por su trabajo pero que, bajo el pulgar de un inescrupuloso policía, se ve obligado a seguir cumpliendo encargos. El destino cruzará a Gloria con el asesino Roberto Sánchez (nombre que, muerto el Rey, parece uno de los pocos aciertos de la película) y de ese modo se irá construyendo un policial entre romántico, melancólico y definitivamente convencional. Algunos recursos de montaje, como el uso permanente de los fundidos (entre otros), sugerirán una estética perimida y fuera de época. Los diálogos sobreescritos pondrán a buenos actores, como Luis Luque y Carlos Portaluppi, en trances difíciles de atravesar sin consecuencias para sus personajes. La presencia de Nicolás Repetto no justifica nunca la decisión de no usar actores cuando se los necesita, del mismo modo en que desnudar a Isabelita implica obligarla a competir (sin posibilidades) con su propia genealogía. En el medio, otro intento fallido en la complicada empresa de hacer cine de género en la Argentina, una materia que Mis días con Gloria vuelve a dejar pendiente. Las imágenes finales de una joven Isabel Sarli pondrán otra vez en cuestión las verdaderas intenciones de incluirla en el reparto. Y si Carne sobre Carne, el notable film documental de Diego Curubeto, funcionaba como una oda cantada al mito de la Coca, Mis días con Gloria termina siendo, tal vez sin intención, una elegía triste a esa actriz cuyo fantasma de luz proyectada sigue siendo, para muchos, la mujer más deseada.