Los Muppets, esa manera de ser felices La sencilla historia que sirve de excusa para el desfile de los muñecos creados por Jim Henson es uno de muchos aciertos. Los Muppets no sólo entretiene y deslumbra con coreografías que explotan todo recurso: sobre todo, cumple con el noble arte de hacer reír. Hacer reír no es cualquier cosa. Más aún, la risa es quizá la más humana de las cosas. Cualquiera sabe que hay más de una especie animal que llora, pero ninguna que realmente ría; bueno, tal vez los simios de algún documental sí puedan, aunque nunca se sabrá si tales monos son reales o sólo se trata de una nueva changa de Andy Serkis. Ahora bien, el hecho de que sólo las personas tengan el don de la risa es tan cierto como que no hace falta ser humano para hacer reír. Y hasta es posible que algunos paneles de goma espuma recubiertos de accesorios diversos sean más efectivos a la hora de causar gracia que varios mamotretos de carne y hueso. Por eso, porque consigue hacer reír de forma legítima y franca, la película de Los Muppets es un regreso con gloria de la troupe de marionetas de esponja creada por el titiritero Jim Henson en los años ’70. Y aunque ese es ya un gran mérito, hay mucho más. Siempre da miedo cuando el cine se propone un rescate de las características que tiene esta reaparición de Los Muppets, porque no caben dudas de que lo más importante es el negocio que lo sostiene. No hace falta decir que cuando Disney compró la licencia de los personajes en 2004, todo lo demás era cuestión de tiempo. Con todas las desconfianzas que ello implica. Porque, con el cariño que se le puede tener al recuerdo de estos muñecos que alegraron tantas infancias y adolescencias, es sabido que Disney es tan capaz de las más luminosas genialidades como de los despropósitos más prescindibles, y el miedo de acabar odiando a René, Piggy y el oso Figaredo cruzó la imaginación de muchos. Por fortuna, se ha dicho, Disney ha conseguido en los últimos años trabajos exitosos que exceden el límite de lo meramente infantil. Basta recordar de manera nada gratuita esa magnífica comedia que es Encantada (2007), que confirmó a Amy Adams como gran comediante y Chica Disney. Como aquella, que con un notable timing se permitía hacer leña de los clichés de las películas de princesas, Los Muppets pertenece a esa familia en donde el sarcasmo y la autoconciencia paródica son los rasgos más destacados. Que la historia sea sencilla en este caso no es un demérito: lo simple y bien contado es un logro tanto o más notable que otros, más complejos sólo en apariencia. Walter es un Muppet, pero forma parte de una familia común y ha crecido junto a su inseparable hermano Gary. Aunque decir que ha crecido es sólo eso, un decir: mientras Gary se ha convertido en un hombre atrapado en el enorme cuerpo del actor Jason Segel, él sigue siendo el mismo muñequito de siempre. Consciente de las diferencias, como si encontrara más familiaridad en la tele que en su casa (no hace falta ser muñeco para pasar por eso en la infancia), Walter se vuelve fanático de los Muppets. Por eso, cuando Gary planea un viaje a Los Angeles con su prometida Mary (sí: Amy Adams), no puede no invitar a su esponjoso hermano para que pueda conocer el hogar de sus héroes. Pero el tiempo ha pasado y el parque de los Muppets es casi un baldío. Perdido por perdido, Walter consigue entrar sin ser visto a la vieja oficina clausurada de la rana René... perdón: Kermit (por alguna razón, de seguro comercial, se ha prescindido del uso de los nombres locales de los personajes para privilegiar los originales: una decisión invasiva y arbitraria que le quita puntos a este regreso). Allí escucha una conversación que no debía ser oída. Un magnate petrolero (Chris Cooper, efectivo como siempre) acaba de comprar el predio con la excusa de repararlo, pero su verdadero propósito es explotar una veta de crudo hallada bajo las instalaciones. Apoyado por su hermano y su cuñada, Walter tratará de contactar a René (bueno: Kermit) para que vuelva a reunir al equipo y salvar el parque. Llena de canciones y coreografías ingeniosas, que tanto explotan el recurso del absurdo como la complicidad con la platea, no sería raro encontrar alguna de ellas en la lista de nominadas a los Oscar. Otra virtud de Los Muppets reside en aprovechar la gran paleta de humores que siempre tuvieron sus personajes, de lo más infantil a lo descabellado. Mérito del guión imaginado por el propio Jason Segel en compañía de Nichollas Stoller. Pero más aun del propio Segel como protagonista; de la gran elección de Chris Cooper como villano, y de la notable Amy Adams, que ya merece ser mencionada como heredera del trono que hace años dejó vacante Julie Andrews. Por no hablar de los muñecos: la veleidosa Piggy; Animal, el baterista salvaje; el oso Fozzie (alias Figaredo); los viejos malhumorados y, claro, Kermit la rana, a quien nadie debería dejar de llamar René.
Una nueva cruzada para salvar al mundo La factura técnica es lo más destacado del film dirigido por Brad Bird. Abundan las secuencias de acción sin aliento y sólo las muertes y las escenas sentimentales permiten tomar un respiro. Pero la historia no deja de ser convencional y ya se ha visto muchas veces. Esta cuarta entrega de la saga de Misión Imposible es el tipo de película que habla con bastante claridad de una de las ideas hegemónicas (palabra abusada pero, en este caso, oportuna) acerca de cómo se concibe el hacer cine en la actualidad. Según esta idea, la hipertrofia es lo importante: más grande, más caro, más moderno. Y más copias: si bien no es un record, ni mucho menos, MI4 sale al ruedo con 125 copias, fiel al estilo de las majors de aplastar espectadores y competencia con un único golpe. Claro que esta enumeración, hecha al principio del texto, puede predisponer al lector a pensar que se la hace en sentido negativo, pero lo cierto es que, más allá de la técnica de asfixia que representa tal cantidad de copias, la cosa no es necesariamente así. De hecho la grandilocuencia es lo más destacado del film dirigido por Brad Bird, famoso por haber realizado un par de los buenos títulos (aunque no los mejores) que Pixar tiene para ofrecer. El argumento, rutinario desde lo narrativo, no agrega demasiado a la saga, aunque tenga la inteligencia inicial de amagar con un enfrentamiento anacrónico entre los EE.UU. y Rusia, para desviar muy rápidamente hacia las más en boga conspiraciones globales. Lo que no ha cambiado, desde James Bond hasta acá, es el terror nuclear como miedo supremo para asustar a los paranoicos del mundo. La película arranca con una espectacular escena de escape por parte de uno de los agentes de la IMF (en castellano, Fuerza de Misiones Imposibles, o algo así), corriendo y saltando por los techos de una estación ferroviaria en Budapest, muy parecida a Retiro. Pero el agente al fin es eliminado por una hermosa asesina rubia, que se lleva el maletín en cuestión (siempre hay uno dando vueltas en la película). El agente morirá al rato en brazos de una compañera enamorada. La escena condensa en pocos minutos la estructura que luego replicará la película completa: secuencias de acción sin aliento a las que sólo las muertes –que son varias– o las partes sentimentales, que no faltan, les permiten detenerse a tomar aire. A ese comienzo le sucede el rescate del agente Ethan Hunt (Tom Cruise), preso en una cárcel del este europeo por matar a unos croatas implicados en el asesinato de su esposa, y la posterior asignación de una nueva Misión Imposible. Un punto favorable de la película es el equilibrio del elenco. Al histórico Cruise, la estrella, se le suma la atlética Paula Patton; el comediante británico Simon Pegg, que aquí como partenaire rinde mucho más que como protagonista en la mayoría de sus películas, y el gran Jeremy Renner, todos ellos integrantes del equipo de Hunt. En el papel del villano aparece Michael Nyqvist, actor sueco que interpretó al protagonista de la trilogía Millennium original. Su personaje, un político psicópata que cree que la guerra atómica es un paso inevitable y necesario en la cadena evolutiva del ser humano, apenas es desarrollado y tiene muy pocos minutos en pantalla. Una lástima, porque su cara encaja en el papel a la perfección y la película deja ir la oportunidad. El relato no se detiene: el equipo fracasa en una misión para robar información sobre los códigos de lanzamientos del arsenal nuclear ruso en el mismísimo Kremlin, la organización pasa a la clandestinidad y así los héroes devienen perseguidos. Enseguida, una nueva misión para salvar al mundo y recuperar el honor perdido. MI4 es una película que se ve con todo el cuerpo, tan eficaces son las coreografías y el desarrollo de sus inventivas escenas de acción. El vértigo, la adrenalina y la tensión son reales y se trasladan al espectador con eficiencia. Incluso el humor, trabajo que recae sobre todo en Pegg, funciona bastante bien. Sin embargo, al terminar la proyección queda la sensación bastante concreta de que semejante arsenal desplegado no es sino otro de los trucos de la IMF, un plan de evasión destinado a distraer a la platea, para que nadie note que la historia que se de-sarrolla soterrada entre tanta ampulosidad digital es sumamente convencional, con pocas sorpresas verdaderas más allá de lo efectista y que, además, ya ha sido contada demasiadas veces. Una vez más hacer mucho ruido, aunque el ruido sea agradable, no alcanza para ocultar la escasez de nueces.
Violencia contenida de pueblo chico Aprovechando esos universos cerrados que son los pueblos de campo, regidos por una lógica ajena a los forasteros, Palavecino construye algo así como un thriller de autor, donde las emociones de los personajes no terminan de expresarse en actos. Igual que aquellos magos que en los cumpleaños de antes sorprendían a su audiencia de niños sacando de su boca una serpiente sin fin de pañuelos anudados, como si llevaran el universo dentro del cuerpo, así es la red de relaciones que teje el solo título de la segunda película de Santiago Palavecino, La vida nueva. Hablar de una vida nueva remite de inmediato a una enormidad de circunstancias habituales en la historia de las personas. Una vida nueva puede ser la del hijo por venir; o la que recibe el moribundo que consigue vencer a la muerte; es la segunda oportunidad que se gana quien, harto de su existencia, se dispone a cambiar para siempre; o es la que se esconde en las esquinas, dispuesta a voltear al desprevenido que es feliz siendo quien es, y también la que prometen ciertos improbables paraísos. Con toda intención, Palavecino reúne estas nuevas vidas posibles, tal vez más, en los 75 minutos que dura la historia que quiso contar. Aprovechando esos universos cerrados que son los pueblos de campo, regidos por una lógica ajena a los forasteros, Palavecino construye algo así como un thriller de autor. Parecido a lo que ocurre en las películas de Lucrecia Martel, sobre todo en La mujer sin cabeza, aunque aquí los detalles son menos misteriosos. Laura y Juan (Martina Gusmán y Alan Pauls) están casados y esperan un hijo que ella no quiere. Laura da clases de piano, Juan es veterinario y trabaja para los terratenientes ganaderos de la zona: sus mundos no pueden estar más apartados. Esa distancia es el metro patrón que rige sus vidas y el matrimonio parece cerca del final. Que ella se refugie en su alumna preferida, a quien prepara para concursar por una beca, es un indicio claro de eso. Sus solitarias caminatas nocturnas también. Aún pendiente de su mujer, Juan la busca en la oscuridad por los caminos del pueblo y nunca la encuentra. Toda esa tensa calma tiene una contraparte complementaria en la agresiva vitalidad de los adolescentes del lugar. Se emborrachan, se chicanean con apuestas peligrosas y sólo se divierten si ponen literalmente la vida en cada juego. Como un cable a tierra, los jóvenes parecen ser el punto de descarga de tanta tensión contenida que conecta a la pareja y que es además el denominador común en las relaciones entre los habitantes de ese pueblo. Tal vez estos chicos sólo busquen con de-sesperación el borde preciso de ese límite que nadie les pone y acabarán siendo el combustible de la hoguera que pronto arde en el pueblo. Una de las noches en las que sale a buscar a su mujer, Juan los encuentra en medio de la nada, peleando entre sí por uno de sus juegos pesados y pasados. Herido de gravedad, uno de ellos terminará en coma en el hospital. Esa escena marca un fuerte punto de inflexión dentro de la trama y a partir de ahí, el director irá guiando a sus personajes hacia sus propios abismos. Palavecino arriesga mucho al colocar, a 15 minutos del comienzo, lo más parecido a un clímax que hay en la película. Si bien los riesgos en el cine son potencialmente recomendables, en este caso parece desequilibrar un poco la narración; tal vez de un modo que el espectador no alcance a detectar del todo claramente, pero que se percibe con el cuerpo, como una ansiedad fría que genera más distancia que empatía. Amenazado con elegancia, Juan deberá mentir para ocultar al responsable de la agresión, el hijo del hombre fuerte del pueblo. El chico herido, por su parte, resulta ser sobrino de un viejo amor de Laura, Benetti (Palacios), que se colará de nuevo en su vida y en quien ella creerá ver un atajo para salir del hastío. Con algo de western en la construcción de sus personajes (en especial Juan, solitario y torturado), La vida nueva no deja de ser una película intensa, delicada en su manejo de la imagen (la fotografía es de Fernando Lockett) y en el desarrollo de las emociones que Laura, Benetti y Juan no terminan de tramitar en actos. Sin embargo, el riesgo vuelve a jugar en contra con la elección de Alan Pauls como protagonista. No es que el trabajo del escritor y crítico sea bochornoso, ni mucho menos. No. De hecho, tiene la fotogenia a su favor y hay escenas donde su presencia funciona (ver el enfrentamiento con el personaje de Palacios, un duelo breve y sutil), pero su falta de experiencia de aquel lado de la cámara se hace evidente. Aunque ni esto ni aquello, ni un final imprevistamente esperanzado, alcance para malograr a La vida nueva, es cierto que la suma de los riesgos interfiere en la tensión de esta buena película, que podría ser mejor.
Las cosas tienen movimiento Hay una pulsión vital en el personaje protagónico de Sin escape que lo gana todo, que hace que ese presente continuo a alta velocidad ocupe toda la pantalla y evite verlo bajo la luz de los lugares comunes que podrían aparecer en “una de robos de bancos”. Enfrentarse a una película nueva desde la perspectiva del género en el cual se inscribe lleva más o menos siempre al mismo lugar: ¿qué puede haber de novedoso en otro western/thriller/comedia/lo que sea? Cualquier respuesta tendría el inconveniente de terminar cayendo en generalizaciones, reducciones o comparaciones, que arrinconan cualquier análisis posible en callejones dialécticos de nula o escasa salida. Es por eso que, si bien puede obtenerse mucho desde ahí, a veces conviene bajarse a tiempo de esa pregunta. En el caso de Sin escape, film austríaco-alemán dirigido por Benjamin Heisemberg, nada mejor que olvidar, al menos en principio, que se trata de un policial. Alejándose de la generalización simplificadora, quizá sea conveniente hacer el camino inverso y empezar hablando de su protagonista y de las motivaciones que lo empujan a persistir en determinados hábitos o conductas, para ver qué puede aportar el caso de un individuo en particular a una visión más amplia de la sociedad que lo ha moldeado. Johann Rettemberger (o Hans para los íntimos) está preso desde hace algunos años por intento de robo bancario, tiempo en el que no ha dejado de correr. Literalmente se ha pasado cada día dando vueltas como un perro loco por el perímetro alambrado del patio de la prisión. Y cuando debe volver a su pequeña celda, no se detiene y corre en una cinta que le permitieron tener ahí como excepción. Ya desde esas primeras escenas queda claro que en esa necesidad de movimiento hay algo ferozmente vital, del orden de la supervivencia. Hans corre sin parar del mismo modo en que los tiburones nadan desde que nacen hasta su muerte, para no hundirse en el abismo, simplemente para seguir vivos. Pero mientras esa pulsión lo empuja a la explosión, por otra parte Hans demuestra una conducta hostil y recelosa de todo contacto social. Lejos de oponerse, esa dualidad de carrera sin fin y misantropía pueden tener una raíz común. A punto de recobrar su libertad después de tanto tiempo, el oficial a cargo de supervisar su reinserción todavía desconfía del hermetismo de Hans. Luego de instalarse en una pensión, tan barata y despojada que recuerda bastante a su diminuta celda, lo primero que hace Hans es retomar su entrenamiento y, casi al mismo tiempo, robar un banco. Con sólo una máscara de goma, una escopeta y un auto también robado, los asaltos que irá cometiendo pueden verse como la continuidad de su carrera sin fin. Veloces, casi sin palabras, apenas una fotografía en movimiento, Hans entra, roba y corre. Al mismo tiempo se anota en el tradicional maratón de Viena y, para sorpresa de todos, no sólo triunfa sino que marca un nuevo record nacional para la prueba. Pero a él sólo parece importarle el momento: del mismo modo en que guarda en una bolsa bajo la cama los botines que va juntando, tampoco lo conmueve el triunfo. La vida se reduce a robar y correr, funciones que parecen estar para él a la misma altura que comer o respirar. La pulsión vital definiendo su conducta. Una vez más. Algo parece cambiar cuando se reencuentra con Erika, una joven a la que conoce desde antes, sin que la película se preocupe (con buen tino) por desenterrar aquel pasado: como su protagonista, Sin escape transita la brevedad del instante, siempre en riguroso presente. La relación con ella aparece desde el principio como una desviación. Tal vez por eso, por temor, Hans rehuye el primer contacto: si para cualquier soltero el comienzo de una relación sentimental tiene siempre detrás el fantasma del “sentar cabeza”, esa presencia se vuelve para el protagonista una amenaza, la posibilidad mortal de la quietud. Como resistencia ante eso, Hans parece redoblar sus esfuerzos: corre y roba a un ritmo frenético. En una escena magistral, luego de fallar en un primer asalto, Hans corre por la ciudad con su máscara y escopeta en mano, en busca de otro banco que robar, para terminar huyendo a pie de la policía, que sin éxito lo sigue con sus autos. Cuando Hans le cuenta a Erika un sueño recurrente, en el que tiene tanta energía que es capaz de volver de la muerte, “sólo por resistir”, su suerte parece estar echada. Pero aún queda tiempo para otras carreras. En la intensidad de su protagonista está la fuerza de Sin escape, por eso no conviene encerrarla en la celda de los géneros. Reducirla con torpeza a su carácter policial equivaldría a limitar la riqueza de una mirada social que parece querer hablar de la necesidad del individuo moderno de vivir sin historia y sin futuro. Encerrado en un agobiante presente continuo.
Un casamiento con muchos líos y pocas sorpresas Si el cine se redujera a moldes, Mi primera boda calzaría sin esfuerzo en el de “casamientos conflictivos”, posible subgénero de la comedia de costumbres. Aquí los ingredientes: una pareja simpática a punto de casarse, que no termina de encajar; cierta oposición entre las familias de los novios para dar pie a una opereta de Montescos y Capuletos; se incluye aquí a los amigos de una y otra parte (que siempre la embarran), para generar una galería que abarque el espectro más amplio posible y que el público pueda encontrar sin problemas con quien identificarse. Un tercero en discordia, que agrega aceite para que el asunto se ponga más resbaloso. Y un conflicto insignificante puesto en módico fuera de control. La lista de antecedentes es larga, pero por cercanía es inevitable no recordar la exitosa saga de La familia de mi novia, con Ben Stiller y Robert De Niro. Como en ese caso, la primera gran diferencia entre Leonora y Adrián, los novios, es religiosa. Lo cual si no sorprende en la comparación entre películas, mucho menos lo hará si se atiende a que Mi primera boda es el segundo largo de Ariel Winograd, quien ya había aprovechado el juego de las diferencias en su ópera prima, Cara de queso. Winograd pone a los protagonistas al borde del altar donde un cura y un rabino, a quienes hubo que convencer con un porcentaje extra para que obviaran un detalle que no es bien visto ni de un lado ni del otro, oficiarán en conjunto. Siguiendo al estereotipo del héroe judío cinematográfico, Adrián es gracioso a fuerza de culpa e inseguridad, mientras Leonora es la típica cristiana obsesiva y obsesionada con el matrimonio –que lejos de cualquier cuestión de fe, se reduce a esa puesta en escena tragicómica que siempre son las fiestas de casamiento (así en el cine como en la realidad)–. Nervioso por los preparativos, Adrián termina extraviando el anillo de la novia e intentando recuperarlo perderá el otro. Atemorizado por la posible reacción de Leonora, el resto de la historia girará en torno de las situaciones confusas que se crearán a partir de las demoras que el mismo Adrián provocará para ganar tiempo y tratar de hallar las alianzas perdidas. Aunque se ha reunido a un atractivo elenco cuyo desempeño general es bueno; aunque fotográfica, musical y rítmicamente la película sea sólida; a pesar de la encantadora secuencia de los títulos iniciales, dibujada por el gran Liniers (que por ahí aparece, sin barba ni orejas de conejo) y de que algunas de las situaciones puedan resultar un entretenimiento aceptable, el problema de Mi primera boda es justamente la comodidad de quedarse donde se la espera. Una de las posibilidades a la hora de hacer cine es edificar sobre seguro, preocuparse por captar al espectador masivo y relegar la posibilidad de encontrarles variantes a los moldes. Si este fuera el caso, no hay nada que agregar y sin dudas se lo ha hecho con éxito. En cuanto a lo particular, Hendler aprovecha su perfil imperturbable para convertir a Adrián en una suerte de Buster Keaton sin riesgo. Es decir: anda por los techos, se descuelga con una soga en un aljibe y trepa por las tuberías, pero los techos son bajitos y los planos siempre cerrados. Sin llegar al nivel de su mejor trabajo en cine (Francia, de Israel Adrián Caetano), Natalia Oreiro cumple con su parte. Pero, como tantas veces, lo mejor de Mi primera boda pasa por los secundarios encarnados por Martín Piroyanski y Soledad Silveyra, que por momentos parecen sacados del universo de Esperando la carroza (la única) y su sola aparición les da a sus escenas un calor de comedia que el resto de la película apenas consigue encender.
No hay nada mejor que la familia unida La comedia de Victoria Galardi tiene una ironía y un humor negro capaces de provocar una sonrisa amarga. Hay una línea tenue, un punto preciso en el que la gracia pasa de la sonrisa a la risa franca. Un punto que no tiene una medida específica: no se trata de segundos ni de centímetros; mucho menos de onzas, yardas o galones. El punto es un momento, apenas y nada menos, en el que esa gracia se permite dejar de ser una sensación amable y contenida para volverse descarga. Cerro Bayo, segunda película de Victoria Galardi como directora y guionista, se permite pocas veces atravesar ese umbral y está bien que así sea. El abuso le quitaría lo mejor que tiene la película: la permanente sensación, amable y contenida, de la sonrisa. Porque Cerro Bayo es una comedia, sí, pero no de las que pretende atragantar al espectador con una metralla de situaciones, sino de las que construyen espacios y atmósferas que –también es cierto– no siempre darían gracia en la vida real, pero que Galardi se permite presentar en su ficción con ironía, más algo de humor negro y falsa inocencia. La acción transcurre en una villa turística de montaña, en el sur argentino, días antes del inicio de la temporada de invierno. Una familia del lugar se prepara para encarar esa apertura, que incluye una fiesta a la que todo el pueblo y los turistas planean acudir. Como cualquier familia, ésta tiene sus internas y cada uno de sus miembros, sus propios problemas que resolver. Juana, la abuela materna, parece soportar fríamente un peso que ya no le es grato cargar. Tras ocultar un paquete bajo la losa de la tumba de su marido, Juana (Adela Gleijer) sella las hendijas de las ventanas y la puerta de su habitación, corta la manguerita de goma que lleva el gas a la estufa y se sienta, tranquila, a esperar que la muerte suceda. Como todos sabrán, lo peor del suicidio es que el trauma lo cargan los que quedan vivos. ¿Seguro que Cerro Bayo es una comedia? Lo que ella no esperaba es que Marta (Adriana Barraza), su hija mayor, llegara a visitarla justo antes de que el suicidio se consume. Y Juana termina hospitalizada, en coma. La familia comenzará a girar a partir de allí en torno de esa Juana, que no murió pero que apenas si está viva. Eduardo, el marido de Marta (interpretado por Guillermo Arengo), deberá sumar la tarea de consolar a su angustiada esposa a su rutina diaria de atender con pocas ganas su estéril negocio inmobiliario, ocupación que le permite su único placer en la vida: fumar a escondidas. Inés y Lucas (Inés Efrón y Nahuel Pérez Biscayart) son los hijos de Marta y Eduardo. Ella quiere ser elegida Reina del Cerro, para que su cara esté durante el invierno en todos los carteles turísticos de la ciudad. Sin embargo, la preocupa cierto rictus que delata –ella está segura– que nunca ha tenido un orgasmo en su vida. El, skater y esquiador, intenta conseguir los euros que necesita para irse a Europa a participar de una competencia junto con un amigo. Demasiados euros. Desde Buenos Aires, llena de deudas y fracasos, llega Mercedes (graciosa, como siempre, Verónica Llinás), la hija menor de Juana, que hace años se fue del pueblo queriendo dejar ahí un desengaño que siempre la alcanza. El chisme de que Juana, al parecer una ludópata perdida, ganó en el casino una importante suma antes de intentar matarse, se convertirá en el centro sobre el cual las historias comenzarán a desarrollarse. Como la protagonista de su película anterior (Amorosa Soledad, codirigida con Martín Carranza), los personajes de Cerro Bayo cargan sus obsesiones con dificultad y que cada uno guarde un secreto que no quieren o no se animan a revelar, no les hace la vida más sencilla. La muerte, el dinero, la ambición, el sexo, el amor esquivo, son las máscaras detrás de las cuales ellos querrán esconderse para sentirse menos vulnerables. Sin embargo, algunos de esos elementos pueden ser una puerta de salida que quizá no todos lleguen a encontrar. Cerro Bayo –título que refiere a uno de los cerros a cuyos pies se levanta ese pueblito, que es nada menos que Villa La Angostura, en Neuquén, justo antes de que la ceniza volcánica convirtiera el lugar en zona de desastre– es una comedia cuyo acierto es contagiar una sonrisa amarga que pocas veces accede a cruzar ese límite hacia la risa y logra obtener del recurso todo ganancia posible. Galardi consigue un gran trabajo de todo el elenco, entre quienes Efrón y Biscayart (no iba a pasar mucho tiempo hasta que a alguien se le ocurriera hacerlos jugar de hermanos) vuelven a destacarse como dos de los más sólidos intérpretes jóvenes del cine argentino. Sí algo se le puede reprochar a Cerro Bayo son algunos giros de la trama que, por anunciados, terminan siendo previsibles. El resto es beneficio.
De la gauchesca al spaghetti western Basado en un cuento de Antonio Di Benedetto, Aballay es un film épico cuyos dos héroes y antagonistas cargan dentro de sí la dualidad del bien y el mal y a quienes el destino pondrá frente a frente en las circunstancias menos pensadas. “... Mientras tanto, el gaucho argentino era marginado cuando no perseguido y servía de peón o instrumento de los caudillos de turno. El protagonista de nuestra historia es la dolorosa síntesis de esa época.” El texto es un fragmento de aquel con el que Leonardo Favio prologaba su Juan Moreira (1973), una de sus más grandes películas y tal vez el último antecedente serio del western realizado en la Argentina. La cita a aquel texto no es ociosa para hablar del estreno de Aballay, el hombre sin miedo, nuevo trabajo de Fernando Spiner, no sólo porque ambos films comparten el género, sino porque los dos también utilizan una misma idea de Historia para contar sus historias. Aballay retoma a Moreira, del mismo modo en que Spiner se toma de la mano de Favio para andar sobre seguro. Pero las discrepancias entre una y otra también son notorias. Para empezar puede mencionarse que mientras el personaje de la película de Spiner está basado en una obra de ficción –el soberbio cuento homónimo del mendocino Antonio Di Benedetto–, Moreira fue un personaje real, aunque luego lo haya revivido Eduardo Gutiérrez en una de las más exitosas novelas argentinas de finales del siglo XIX. Esa diferencia de origen es fundamental para marcar los recorridos diversos de una película y otra. Así como Favio trabaja sobre un verosímil íntimamente ligado al relato social del que proviene, del mismo modo Spiner aparece influenciado por el origen literario de su personaje. No debe entonces pasarse por alto el interesante trabajo de adaptación realizado por el director-guionista y su equipo de colaboradores, que supieron encontrar una línea cinematográfica en el cuento de Di Benedetto, que está pensado mucho más desde un conflicto íntimo (el sentimiento de culpa de un gaucho que ha asesinado a un hombre frente a la mirada de su pequeño hijo) que exterior. Spiner toma sobre todo la anécdota final del cuento del mendocino y a partir de allí genera todo un relato previo, que desde el cine suma a la historia lo que la literatura no necesitaba contar. Aballay es el jefe de una banda de gauchos cuatreros que gobierna a su gavilla desde el terror. Pero aunque sus hombres le temen, no falta quien le haga frente: es evidente que el Muerto es, entre ellos, quien más se le atreve en la disputa por el poder. Cuando la banda asalta en medio de las montañas desiertas a una carreta custodiada por oficiales del ejército, Aballay demuestra todo su salvajismo abriéndole el cuello al último e indefenso pasajero. Pero mientras sus hombres enseguida se dan a la fuga con el cargamento de oro que venía en la carreta, Aballay se queda y descubre oculto en un cofre al hijo del hombre que acaba de matar. En esa mirada inocente reconocerá el horror del que ha sido capaz. Al contrario de Moreira –un hombre bueno al que la injusticia empuja a la brutalidad–, Aballay acepta la injusticia en sus propios actos y buscará redención. A Spiner le alcanza ese intenso cruce de miradas entre la atrocidad y la inocencia para obtener los polos del relato, que a partir de ahí se repelerán hasta un enfrentamiento inevitable. Mientras el protagonista decide montarse a su caballo para no bajarse nunca más, emulando a los antiguos estilitas que montaban columnas para alejarse del suelo en que habían pecado, aquel niño crece devorado por el ansia de vengar a su padre. Borges solía destacar al western como la llama que mantenía vivo al género épico en el siglo XX. Y Aballay es un film épico, sin lugar a dudas, cuyos dos héroes cargan dentro de sí la dualidad del bien y el mal, y a quienes el destino pondrá frente a frente en las circunstancias menos pensadas. Querrá también ese destino (manejado por el hábil trío de guionistas), que en el medio ocurra el amor; que el Muerto, devenido en maligno juez de Paz de un pueblito perdido, se convierta en un impensado enemigo común. Y por supuesto, que todo cierre con un eficaz tiroteo y un duelo final que, con toda intención, huelen más al tuco del spaghetti servido por Leone, que a los clásicos manjares de Ford, Hawks y el resto de los muchachos al norte del río Bravo. Ojalá Aballay resulte el primer paso de un camino que puede ser, como ya lo ha sido, muy rico para el cine argentino en tanto industria, pero también como medio para repensar la Historia. Es un deseo.
Cuando las sorpresas no son buenas En el cine es fundamental la sorpresa, sobre todo cuando se busca construir sobre los moldes del género. Como en esos casos el código con el que el artista se relaciona con su público se basa en la reiteración de determinadas estructuras, la diferencia y el éxito lo alcanzan quienes consiguen moverse sobre esos carriles con la suficiente habilidad como para torcer el recurso en el momento menos pensado, haciendo que todo el movimiento parezca natural. Ahí está la sorpresa. Una misión en la vida, del israelí Eran Riklis, intenta que el carácter sorpresivo venga de la mano del cruce genérico, combinando sobre todo drama y comedia, pero no consigue que las sorpresas en este caso sean buenas. Por el contrario, no hay cruce alguno, sino un cambio de tono que deriva en dos películas montadas la una sobre la otra, que se restan mutuamente. Pero hay más. La vida de un gerente de recursos humanos de una compañía panificadora en Israel se altera cuando el cuerpo de una mujer que lleva muerta más de un mes en la morgue pública, víctima de un atentado suicida, resulta ser el de una empleada de la empresa despedida recientemente en circunstancias irregulares. La muerta es una inmigrante rumana y la aparición de la noticia en un diario acaba por colocar al desmotivado gerente en el lugar del malo de la historia. Presionado por el periodista que sigue el caso y por la dueña de la panificadora, el tipo deberá acompañar al cadáver en su regreso a Rumania, donde el drama se convierte en una road movie tragicómica, bastante endeble en fondo y forma. De un modo deliberado, Una misión... elige “anonimizar” a su protagonista tras su cargo, negándole un nombre para activar el truco del “soldado desconocido”. Sin identidad, ese individuo representará al cuerpo social completo: Fuenteovejuna son todos. Pero esa idea choca contra la manera en que la película se ocupa de la muerte. Porque no se trata de cualquier muerte, sino de aquella que es causada por la violencia que genera el conflicto que tanto daño causa entre las naciones de Cercano y Medio Oriente. Una misión... apenas si se atreve a hablar de las consecuencias más superficiales de esa muerte, que en definitiva son las que podrían provocar una calculada empatía en el público, pero no del origen de tanta muerte: nunca se menciona que detrás de ese cadáver olvidado hay un conflicto de múltiples y muy complejos intereses, que está lejos de encontrar una solución. Por eso es una película manipuladora en la que nadie es culpable de esas muertes, que apela a convertir lo que claramente era un drama en una comedia melodramática cruzada por un absurdo insignificante, efectista y muy mal manejada.
Testigo y parte de la revolución El documental rescata la figura de Jorge Masetti, periodista y militante, fundador de la agencia Prensa Latina en Cuba y creador del EGP en la Argentina. La película aporta valiosos testimonios de García Márquez, Osvaldo Bayer y Ciro Bustos, entre otros. Algunos acontecimientos de la historia, no por públicos e históricos dejan de ser poco conocidos: sus protagonistas son fantasmas secretos cuyos nombres difícilmente aparecen en las versiones oficiales o en los libros. El de Jorge Masetti es uno de esos nombres y su historia, un relato que merece ser iluminado para destacarlo entre el polvo al cual se lo ha relegado por décadas. Sobre todo en un momento político en el que el revisionismo ha conseguido a fuerza de codazos (necesarios, inevitables) recuperar un lugar desde donde discutir y reorganizar la trama histórica tradicional. En esa línea se encuentra La palabra empeñada, film documental dirigido y escrito por Juan Pablo Ruiz y Martín Masetti (nieto de Jorge). No es menor el hecho de volver a traer a la superficie su figura, porque puede ayudar a comprender algunas de las motivaciones que insuflaron el espíritu revolucionario a varias generaciones de jóvenes en América latina. Pero además porque él mismo, sin buscarlo, acabó convertido en un nodo central del mapa político de los años ’60, en el que convergían y del cual partieron infinidad de líneas que dejaron huellas más notorias de las que se le reconocen al propio Masetti. Antes que nada, Jorge Masetti fue periodista y ahí comienza su historia grande, que es la que La palabra empeñada busca rescatar. Como enviado especial de Radio El Mundo, fue el único cronista argentino que cubrió la gesta cubana a finales de los ’50. Ahí consiguió históricas entrevistas con Fidel Castro y con un Ernesto Guevara al que todavía no se le notaba la cadencia caribeña en el acento. Masetti, como tantos hombres que, de un modo u otro, tuvieron la oportunidad de ser testigos de todo aquello, acabó fascinado tanto por el espíritu de la Revolución como por las personalidades cautivantes de sus líderes, y decidió cambiar Buenos Aires por La Habana. A partir de este dato La palabra empeñada reparte su relato en tres partes, que de manera cronológica ordenan la progresión del proceso de cambio operado en Masetti. Y comienza por su regreso a Cuba como periodista para fundar Prensa Latina, hito fundamental para terminar de definir la forma en que aquella Revolución elegía mostrarse al mundo y contrarrestar la acción mediática del imperio enemigo. Desde allí los puentes tendidos son poderosísimos. Figuras tan importantes como Rodolfo Walsh (cuya militancia periodística lo llevó a la desaparición en 1977, como responsable de Ancla, la agencia de noticias clandestina de Montoneros) o el más tarde Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, formaron parte de aquella empresa; sus nombres, por sí solos, dan una idea de la importancia de Masetti entre sus contemporáneos y el respeto que merece su labor en la proyección histórica. Más tarde declinará su labor periodística para abrazar lo que él consideraba una obligación como soldado revolucionario y en esa transformación se basa la segunda parte de la película. Masetti viajó por el mundo como agente cubano, de Argel a Praga, trabando amistad con algunos de los líderes políticos de la época. Ya la tercera y última parte se centra en uno de los sueños que este periodista convertido en guerrillero compartía con su amigo El Che: llevar la revolución a la Argentina. Más allá de un formato documental demasiado tradicional, La palabra empeñada tiene dos grandes virtudes. La primera es la impecable lista de cabezas parlantes, que incluyen desde el director de cine Alejandro Doria, el historiador Osvaldo Bayer y el mencionado Gabo, hasta su compañero de campaña Ciro Bustos y otros hombres que estuvieron bajo las órdenes de Masetti en la selva de Orán (Salta), todos capaces de contar en primera persona la influencia y la importancia de su figura. La otra es la habilidad de Ruiz y Masetti (nieto), directores y guionistas, para infundirle al relato (sobre todo en el acto final, “La revolución en la Argentina”) una tensión narrativa a la que hasta se puede emparentar con otros géneros, como el thriller político. En ese reparto de fortalezas y debilidades, La palabra empeñada entrega un balance positivo que cumple con creces el objetivo de rescatar un nombre, un apellido y una historia.
Una debilidad imperdonable La antepenúltima película de Woody Allen se estrena aquí después que la anteúltima y apenas un día después de que la nueva se haya visto en Cannes. Y otra vez el cineasta reescribe su propia obra, aunque en esta ocasión no encuentra muchos giros novedosos. Por esas razones a las que se puede llamar destino, azar o negocio, da lo mismo, la antepenúltima película de Woody Allen se estrena en Buenos Aires tres meses después que la anteúltima y apenas un día más tarde de que la más reciente tuviera su premiere mundial en la apertura de Cannes. Esta inversión hace que Que la cosa funcione, película de 2009, suceda a Conocerás al hombre de tus sueños (2010), que pasó por aquí a principios de febrero con el relativo éxito que siempre tienen las películas de Allen. Suficiente como para que sus trabajos sigan llegando, aun los menos afortunados, como es el caso esta vez. Un hecho curioso funciona como disparador. Si bien es cierto que Woody Allen lleva ya seis años filmando en distintas ciudades del Viejo Continente, Que la cosa funcione no pertenece a esa serie europea que va de Match Point a la recién llegada Midnight in Paris. Por un rato, el viejo Woody se permitió volver con sus cámaras a su Nueva York querida, para rodar esta comedia que lo sacó un rato del voluntario destierro. Imposible evitar el lugar común de referir al grueso de su obra anterior: como Borges, Allen se empeña en rescribir las mismas historias una y otra vez, probando en cada ocasión giros novedosos. Esta vez apenas consigue alcanzar ese objetivo, a pesar de que los primeros quince minutos prometen bastante. El papel que suele corresponderle al propio director cuando se permite habitar ambos márgenes de la pantalla esta vez es interpretado por Larry David, exitoso guionista de Seinfeld y de notable parecido con Carlos Bianchi. Boris es un físico cuántico sesentón, genio absoluto, alguna vez mencionado como candidato al Nobel, que sin embargo no puede dejar de ver al mundo del peor modo. Es tremendista, sarcástico, hipocondríaco, fóbico y muchas otras cosas que los personajes de Woody arrastran ya desde su primera película como director en 1966 (y antes también). Pero Boris tiene un extra más o menos inesperado: es tremendamente agresivo, verbal y hasta físicamente violento. Para él los otros –incluyendo a sus amigos– son idiotas, fracasados, ignorantes y hasta retrasados mentales que no terminan de entender que son parte de una farsa absurda y sádica, llamada Vida. Ya en la primera escena, Boris echa mano de otro recurso clásico de Allen: rompe la convención de la cuarta pared, para explicar al público, él mismo y sin vueltas, algunos detalles de su pensamiento. Y así se sabrá que acaba de divorciarse por exceso de compatibilidad con su ex; que da clases de ajedrez a algunos chicos de los que se burla y a los que incluso agrede, tirándoles el tablero por la cabeza, por ineficientes; que ha intentado suicidarse arrojándose por una ventana y que por eso carga con una renguera. Eventualmente, Boris le dará asilo a una chica recién llegada a la ciudad, que se escapó de su casa en algún estado sureño y no tiene ni para comer. Ella, aun con su mente simple, es todo lo humana que Boris no puede. En el juego de opuestos, ella terminará deslumbrada por él y él acostumbrándose a ella, motivos suficientes para que acaben casados. La madre de la chica, mujer burguesa, religiosa y bruta que viene buscando a su hija perdida, no tardará en aparecer. Por supuesto, detestará a su yerno e intentará por todos los medios hacer que se separen. Como ocurre en al menos otras 32 películas de Allen, en el fondo nadie está conforme con su lugar en el mundo. La diferencia es que aquí los estereotipos son tan abundantes y básicos y los cambios que operan sobre ellos tan obvios y remanidos, que si el propio Boris pagara una entrada para ver esta película, no dudaría en pedir la cabeza del director. Sin dudas, Boris es el gran acierto de Que la cosa funcione, un personaje de verdad notable no por lo que arrastra de la genética Allen (en exceso), sino por la poco frecuente violencia que acompaña esos mohines clásicos. Aun así, la película (con momentos de humor aceptables) no lo acompaña y hasta lo abandona, cediendo a la tentación del “Hollywood ending”, cliché del cual el propio director ha sabido burlarse. A diferencia de Conocerás al hombre de tus sueños, acá hay final feliz. Que, es cierto, no es convencional, pero que no deja de ser feliz. Y esto, en una película con un protagonista como Boris, no deja de ser una debilidad imperdonable.