Un viaje narrativo, geográfico y político es lo que proponen los brasileños Affonso Uchoa y Joao Dumans en Arábia (2017), una película cercana a esos viejos relatos épicos, novelescos, donde el protagonista recorre distintos trabajos por las zonas menos retratadas de un Brasil sumido en la pobreza y la opresión social. Un adolescente encuentra el cuaderno de un trabajador que entra en coma tras un accidente en una fábrica de aluminio de Ouro Preto (Minas Gerais) donde están escritas sus memorias. Memorias en las que relata a modo de aventuras ocho años de vida laboral precarizada, tras salir de la cárcel, en distintas ciudades del sudeste brasileño. Mediante una estructura similar a la de Las mil y una noches, el binomio de realizadores construye una road movie suburbana a partir de los relatos que André, el joven que se hizo del cuaderno, va narrando. La historia recorre con un flashback la vida de Cristiano (Aristides de Sousa), el trabajador accidentado, a través de las calles, avenidas y carreteras del sudeste brasileño, para así bosquejar una historia de amor, de nostalgia y de impotencia desde las entrañas de un personaje cuya mirada lírica nos sumerge en la realidad de la clase más desfavorecida de Brasil. Arábia es un film enclaustrado en sus formas, donde hay una clara decisión de rellenar los laterales del encuadre. La cámara parece estar atrapada entre paredes creando un contraste espacial, un juego interesante ante la concepción tradicional de la road movie. Esta elección estética logra crear un viaje dinámico, alternando destellos musicales en medio de un ambiente bucólico y tiempos muertos, utilizando una excelente música folk en la que se mezcla la tradición popular norteamericana estilo Woody Guthrie o Pete Segger con las canciones y la música brasileña del Sertao. Con una lectura humana y al mismo tiempo política en su mirada crítica sobre el nuevo neoliberalismo en Brasil y en el mundo entero, Arábia está repleta de tanta emoción como melancolía pero también de poesía y dolor.
Alessia Chiesa toma como punto de referencia Hansel y Gretel, de Engelbert Humperdinck, para contar la peculiar historia de tres niños ¿abandonados? en una casa del bosque, donde, como en la mayoría de los relatos clásicos infantiles, lo que empieza como un cuento de hadas irá mutando hasta convertirse en uno de terror. Fan (9 años), Tino (7) y Claa (5) son tres hermanitos que están instalados en una casita en medio del bosque. Sus padres no están y mientras esperan un regreso que nunca ocurre juegan, comen caramelos, leen cuentos, se sienten libres, junto a su perro Coco. Pero a medida que la ausencia de los adultos se empieza a notar cada uno comienza a ejercer un juego de poder y manipulación sobre el otro que funciona como un espejo de lo que ven en los mayores. Chiesa construye hábilmente un relato lúdico, como un cuento de hadas y brujas, sobre la lucha de poderes, para mostrar como también desde la ingenuidad e inocencia éste puede ser ejercido. La convivencia entre los tres hermanos se va volviendo tensa a medida que la ausencia de los padres es cada vez mayor y Fan, la mayor aprovecha, su liderazgo para comenzar a impartir órdenes sobre los más pequeños en base al miedo y la manipulación psicológica. En El día que resistía (2018) Chiesa solo trabaja con los tres niños, todo un riesgo del que sale airosa, y los filma como si fuera un juego, improvisando escenas con total naturalidad, colocando la cámara a sus alturas en un estado observacional, mezclando realidad y fantasía, para realizar un estudio antropológico sobre el comportamiento infantil a través de una dualidad con los padres, estableciendo jerarquías, luchas de poderío, y donde los mandatos entran en juego poniendo en juego la estabilidad reinante. Mutando de un comienzo encantador a un sutil terror mágico, El día que resistía bucea entre el mundo real y la fábula fantástica, donde, como en los cuentos, los sueños se convierten en pesadillas, las brujas engañan a los niños y las hadas, algunas veces, llegan para devolverles la inocencia perdida.
En su ópera prima Lautaro García Candela toma algunos elementos de la nouvelle vague para construir una road movie urbana con giros hacia la comedia romántica que por momentos deviene en un musical. Un ensayo estilístico rohmeriano tan personal como imposible de encasillar. La historia transcurre durante una noche en la ciudad de Buenos Aires. Francisco (Matías Marra) se reencuentra con Paula, de la que estaba alejado, en un Pago Fácil pero no le dice nada. Es de noche y está solo después de romper con su novia. Quiere invitarla a salir pero graba mensajes que termina borrando. La busca en las redes sociales y a través de pistas que ella va dejando él trata de provocar un nuevo encuentro. La travesía de Francisco en busca de Paula carece de toda linealidad como la propia película. En su recorrido se topa con situaciones ¿absurdas? que lo desvían del camino. Un tour por San Telmo, un partido de fútbol, un coleccionista que compra películas en la mitad de la noche o quedar atrapado entre su hermano y la novia son algunas de las situaciones que atraviesa el protagonista antes de llegar al incierto destino buscado. García Candela trabaja una historia desacartonada, sin ataduras, con un humor elegante pero también con cierta nostalgia y melancolía por el pasado. De la nada un personaje aparece con su guitarra y entona canciones populares de los años 70, mientras imágenes de La civilización está haciendo masa y se deja oír (1974), de Julio Ludueña, toman por asalto la película en una suerte de homenaje a los jóvenes de antaño. Lo interesante de todo esto, además de las rupturas postmodernistas, es que entre diálogos aparentemente banales se cuela la crítica social y como al pasar en la radio se escuchan cifras de la caótica situación socioeconómica actual. Te quiero tanto que no sé (2018) es una película honesta, libre, que le escapa a todas las convenciones. Como el postmodernismo en un principio puede resultar desconcertante, pero cuando se logra decodificar se torna tan disfrutable como una bocanada de aire fresco en medio del agobiante calor del verano porteño.
César González (¿Qué puede un cuerpo?, Diagnóstico esperanza, Exomologesis) es un cineasta atípico dentro de la maraña que agrupa al cine argentino. Su filmografía es urgente, de una inmediatez que no puede esperar los tiempos del cine. Sus historias interpelan la realidad social de aquellos que se mueven dentro de un mundo que gran parte de los cineastas solo conoce por la televisión, a través de una mirada, en algunos casos sesgada, en otros políticamente correcta. Aunque la mayoría de las veces estigmatizada por el desconocimiento y el morbo. La mirada que tienen las películas de César González es contraria a la visión distante que el cine tiene de cierto sector social. La miserabilidad es un tema que les fascina a los jóvenes directores y programadores de festivales europeos. Miseria en la que les encanta regodearse. Pero González le escapa a ese regodeo, a esa miseria. Sus películas son (sobre) marginales pero tiene en claro que mostrar, donde poner la cámara y en que momento cortar. En Atenas (2017), su cuarta película, mantiene la misma línea de sus antecesoras. Vuelve a meterse con el tema de la marginalidad, pero no abordándola como algo vacío sino desde aquellas situaciones que la originan. Acá la protagonista es una mujer, una chica de veinte años que acaba de salir de la cárcel en libertad condicional. Sin familia, amigos, ni nadie en este mundo que la espere deambulará por las calles del conurbano bonaerense hasta que otra mujer, en condiciones parecidas a las de ella, le tienda una mano. La obra de González está circundada por el riesgo. No sólo en los temas que elige, también en las formas. En Atenas hay una especial preocupación por la cuestión de género y la violencia sobre la mujer. Violencia en todo sentido. Desde la estatal hasta la machista, porque violencia no solo es un golpe. La violencia se manifiesta de mil maneras diferentes y esa es la clave de Atenas. La violencia sobre las mujeres está implícita en toda la película. No hay necesidad de explicitarla, de mostrar todo, de decirlo. Muchas veces ni siquiera hay necesidad de que esté presente para que González logre capturarla. La estética de Atenas no es prolija, más bien sus imágenes destilan crudeza. No hay una imagen estilizada sino todo lo contrario. Esto la hace más real, más cercana a los personajes que retrata y al mundo en el que habitan. Hay una cercanía al cine de José Celestino Campusano en cuanto a modos y formas, aunque llamativamente Gonzáleztodavía no tenga ese reconocimiento festivalero y de crítica que supo conquistar el realizador de Vil Romance y Fantasmas de la ruta. Si hay algo que se destaca en la puesta en escena de Atenas es la sensibilidad de un director que entiende a sus personajes y la honestidad para retratar sus virtudes y miserias dentro de una sociedad en donde todos somos héroes y villanos.
Breaking Bad lado B En Beautiful Boy: Siempre serás mi hijo (Beautiful Boy, 2018), el director belga Félix van Groeningen (nominado al Oscar por Alabama Monroe) construye un desgarrador relato sobre el derrotero de un padre que no sabe cómo ayudar a su hijo adicto a las drogas. Una historia sostenida, en su mayor parte, por las actuaciones de Timothée Chalamet y Steve Carell, quien demuestra una vez más que es tan dúctil tanto para la comedia como para el drama. Beautiful Boy: Siempre serás mi hijo se basa en la historia real de Nic Sheff, interpretado por Chalamet, y en el libro de memorias de su padre David Sheff, al que da vida Carrell. Tanto el libro del padre como del hijo se convirtieron en best sellers en Estados Unidos, y sus autores en una especie de predicadores antidrogas que hacen giras por todo el país. Van Groening sitúa la trama cuando el protagonista tiene 18 años en el seno de una familia de clase media sin grandes problemas y donde nada indica que la adicción sea el desencadenante de un conflicto familiar o social. Mediante la inserción de flashbacks y flash forwards se muestra que Nic no es un chico rebelde, dejado en los estudios o con una vida social preocupante. No necesita crearse dramas familiares ni estar rodeado de malas influencias para drogarse (cristal, LSD, metanfetaminas): lo hace simplemente porque ninguna otra sensación le hace más feliz. La familia Sheff creía tener todos los medios a su alcance para ayudar a Nic con su adicción. Pero igual que tenían dinero para las clínicas de rehabilitación, lo tenían también para la droga, ya que al joven le era extremadamente sencillo acceder a él y tener recaídas. Fue David, el padre, quien se embarcó en el complicado viaje a la inversa de asumir que su "chico perfecto" era un adicto. Y Beautiful Boy: Siempre serás mi hijo sigue su punto de vista sobre una historia que nunca pierde el ritmo. No hay espacio para el aburrimiento ni la pesadez en un relato propenso a ello, pero que en varias ocasiones recurre al efectismo para resolver situaciones que podrían haber sido evitadas o resueltas de otra manera. Lo que cuenta Van Groening es tan verosímil como desgarrador. Habla del engaño y la mentira como norma, de los intentos de rehabilitación y las sucesivas recaídas. Timothée Chalamet y Steve Carell, pese a sus interpretaciones cargadas de emocionalidad, por momentos resultan melosas, logran personajes empáticos, aportando credibilidad a una película que pese a todo sabe de lo que habla, y produce miedo escucharla y pánico vivirla.
Elegía sobre la soledad Un ensayo poético sobre el vacío, la muerte y la memoria es la propuesta de Miguel Zeballos en Un continente Incendiándose (2017), documental que busca respuestas a partir de una indagación sobre la figura de Mercedes Muñoz, campesina y cantora de Las Ovejas, una localidad de la Provincia de Neuquén, ubicada en el departamento Minas. Un continente Incendiándose es parte de una trilogía en la que Zeballos aborda algunas cuestiones existenciales que le preocupan. En esta primera parte se sitúa espacialmente en la provincia de Neuquén, de donde es oriundo, para centrarse en Mercedes Muñoz, una mujer que pasa sus días en la soledad de un territorio hostil realizando tareas campestres mientras espera alguna fiesta popular para poder participar junto a otras cantoras de la zona. Zeballos realiza un retrato observacional sobre esta mujer campesina y cantora, mientras reflexiona a través de su propia voz en off sobre cuestiones que hacen al cine y la vida. Pero mientras la historia avanza aparece un documental sobre la realización de la propia película que interviene al relato original. Las tres narraciones, que se cruzan en todo momento provocando una fricción, se interpelan entre sí, de la misma manera que lo hace el director con la protagonista y la película con el espectador. Así, Un continente Incendiándose se convierte en tres películas en una. Una suerte de elegía visual, sin una estructura narrativa clara, donde todo es más bien aleatorio, que intenta responder preguntas que carecen de respuestas certeras en un tono poético y melancólico.
Morir un poco para nacer mejor Aníbal. Justo una muerte (2017) trae del olvido la figura de Aníbal Disanti, un humilde ex boxeador devenido en buscavidas, desconocido para la gran mayoría, que peleó entre otros con Gatica, pero cuya carrera quedó trunca luego de una pelea en la que muere su contrincante, Mario Storti. La historia de Anibal Disanti tiene todos los ingredientes para una película. Apenas un adolescente, y como sucedió con Eva Duarte o tantos otros, llega en tren a Buenos Aires en busca de un futuro mejor. Trabaja de lavacopas mientras entrena boxeo hasta que la suerte golpea su puerta y debe enfrentarse con “El mono” Gatica. Pierde, pero su carrera avizora un futuro prometedor. Es entonces cuando el destino le juega una mala pasada. Luego de una terrible pelea con Storti, este muere de una contusión cerebral y todo se desmorona. A partir de ese hecho traumático Disanti deja el box y su vida toma otros rumbos en una reinvención constante. Meko-Pura trabaja la historia a partir del clásico formato documental donde el protagonista relata cómo fueron ocurriendo los hechos y de cómo su vida dio un giro de 360 grados desde ese momento trágico. La muerte (real y metafórica) es el elemento sobre el que bucea un relato que busca rescatar la figura de un personaje olvidado en la historia pugilística nacional. Un hombre único cuyas características nada tienen que ver con el compartamiento que identifica a los boxeadores de antaño. Recurriendo a material de archivo, reconstrucciones ficcionales y testimonios de aquellos que de alguna u otra manera tienen o tuvieron relación con el protagonista, Aníbal. Justo una muerte es una historia de vida y superación personal que comienza a partir de una muerte pero que no termina con ella. “Nací cuando murió un boxeador”, dice Disanti ni bien inicia el relato. Una frase cargada de simbolismos y significantes.
Niños del hombre El volcán adorado (2017), primer film en soledad de Fernando Krapp, codirector de Beatriz Portinari. Un documental sobre Aurora Venturini (2013), toma como punto de partida la expedición que el 26 de febrero de 1999 realizó un grupo de estadounidenses, peruanos y argentinos a la cumbre del volcán Llullaillaco, a 6700 metros de altura sobre el nivel del mar, donde hallaron tres cuerpos de niños en perfecto estado de conservación. Christian Vitry fue uno de los líderes de aquella misión que encontró los tres cuerpos que hoy forman parte del Museo de Arqueología de Alta Montaña en Salta. Diecisiete años después se propone una nueva aventura que consistirá en subir hasta la cumbre para descifrar la temperatura que hizo que las momias incas se mantuvieran en perfecto estado de preservación. Fernando Krapp registra, por un lado, el diario de viaje audiovisual sobre toda la etapa preparatoria a la aventura que lo tiene a Vitry nuevamente como protagonista. Mientras se entremezclan secuencias de la anterior hazaña (filmadas por el propio Vitry) se nos va introduciendo a la nueva expedición a través del seguimiento minucioso de la etapa de preparación física, algunos relatos personales sobre el escalamiento o charlas informativas con la comunidad coya quienes sienten en esa intromisión una violación al territorio sagrado. Y es ahí donde El volcán adorado se convierte en un documental etnográfico sobre la tradición cultural de quienes sienten que fueron profanados. Imágenes hipnóticas del norte argentino y una banda sonora elocuente, donde se cruza lo tradicional con lo moderno, terminan de darle forma a una propuesta que pone en crisis el pasado con el presente, lo sagrado con lo profano y la ciencia con la religión.
Los 90 fueron de ellos Ana Katz (Los Marziano, Una novia errante, Mi amiga del parque) es sin duda la directora argentina que mejor logró mezclar el cine de autor con la comedia, asumiendo riesgos narrativos y estéticos dentro de un género que se rige por las convencionalidades y el lugar común. Sueño Florianópolis (2018) está ambientada en los años 90, y relata las vacaciones familiares de una familia de clase media argentina que en épocas de paridad cambiaria emprende un viaje en auto al balneario brasileño. Un matrimonio de psicoanalistas que han decidido vivir técnicamente separado y sus dos hijos adolescentes son los protagonistas de una historia que funciona como espejo de una clase social que ascendió rápidamente en lo económico pero con manías de miserabilidad. Katz trabaja la historia con un estilo retro buscando empatía con el espectador que vivió esa época. Para eso apuesta a un tono de comedia melancólica con personajes que funcionan como un reflejo y actitudes que viran entre la miseria y las apariencias. Por suerte Katz evita caer en las típicas últimas vacaciones familiares y el duelo de la inminente separación para trabajar sobre la vida sexual de los personajes, de distintas generaciones, a través de un erotismo no explicito, pero sí de acciones que los sacan de su zona de confort. Los personajes se la juegan y hacen lo que sienten. También es interesante el rol de la mujer, ya no en estado de pasividad sino tomando la iniciativa. Mercedes Morán (impresionante como siempre), Gustavo Garzón y sus hijos Manuela Martínez y Garza Garzón, son los responsables de poner en escena a una clásica familia porteña con todos los tópicos característicos. El hecho de que sean los hijos verdaderos aquellos elegidos para interpretarlos hace que el vínculo familiar sea aún más creíble, logrando que lo inverosímil se vuelva verosímil ante la química que se genera en el cuarteto. Una misma historia puede ser contada de mil maneras diferentes, con un tono que dependerá del punto de vista y el género elegido. Sueño Florianópolis podría haber sido un drama meloso o una comedia ingeniosa. Katz optó por la segunda opción y el resultado valió la pena, más allá que sobre el final la trama se sienta un tanto reiterativa, la primera parte es colosal.
Cuerpos que a nadie importan En Plaza Paris (Praça Paris, 2017) la realizadora brasileña Lucía Murat abre un diálogo sobre el racismo y la violencia estructural a través del encuentro entre dos opuestos: una psicóloga blanca portuguesa y su paciente, una negra brasileña oriunda de una favela de Río de Janeiro. Gloria, una mujer negra, habitante de una favela, vive bajo la sombra de su hermano preso por narcotráfico y el recuerdo de un padre abusivo. Camila, es una joven psicóloga blanca, de origen portugués, que viajó a Brasil para realizar una investigación sobre violencia en la Universidad del Estado de Rio de Janeiro, donde Gloria, ahora su paciente, trabaja como ascensorista. Ambas guardan secretos. Gloria está deseando confesarse. Camila está atravesada por un silencio familiar. Sus vidas comienzan a interactuar de forma inesperada, violando la pragmática visión de la ciencia humanística occidental. Lo que desencadenan las confesiones de la paciente le servirá a Murat para trabajar una historia sobre sobre el racismo y la violencia estructural que subyace en Brasil a través de la experimentación del miedo en primera persona. Gloria lo normaliza, Camila lo convierte en paranoia. Las revelaciones de Gloria conforman una imaginaria realidad en la mente de Camila donde la percepción se transforma. Se produce así un cuestionamiento sobre la mirada que se construye del otro, al mismo tiempo que se nos advierte de que estamos hechos de fragmentos de ese otro. Plaza Paris muestra las contradicciones, las miserias y la violencia que habita en el seno de la sociedad actual a través de una historia potente, con una trama discontinua, fragmentada, concreta, como la propia realidad brasileña. La división ente blancos y negros, mujeres y hombres, pobres y burgueses, brasileños y extranjeros muestra una violencia que se retroalimenta de la deshumanización de los cuerpos, de vidas que no son visibles, de la banalización de la muerte, de historias que nadie quiere escuchar ni contar.