Juana de Arco Si hay un primer elemento a destacar en la filmografía del chileno Che Sandoval es la superación en cada una de sus obras sin traicionar la esencia. Desde sus inicios con Te creís la más linda...(Pero erís la más puta) (2009), pasando por Soy Mucho Mejor Que Vos (2013) hasta llegar a Dry Martina (2018) que su trabajo se fue perfeccionando tanto en lo estético como en lo narrativo para abordar los tópicos que le preocupan desde siempre con un desparpajo y una falta de solemnidad admirable, arriesgando cuando podría ser considerado políticamente incorrecto. Dry Martina, seleccionada para la competencia del Festival de Tribeca, se centra en una cantante argentina que debe luchar con el karma de ser "la hija de". Martina, la del título, gran trabajo de Antonella Costa, no tiene orgasmos desde hace mucho tiempo, sexo sí pero ningún hombre la hace gozar en plenitud. Una noche cae en su departamento una muchacha chilena, fanatizada al extremo con la cantante, que dice ser su hermana. La acompaña el novio por el que Martina vuelve a sentirse humedad. En resumidas cuentas los sigue a Chile, donde la esperan su supuesta hermana, un supuesto padre y el ahora ex novio de la supuesta hermana. Sandoval trabaja en su nueva película el género de la comedia de enredos amorosos con humor negro, bastante ironía y algo de absurdo, donde hay claras referencias a realizadores de la talla de John Cassavetes y el Pedro Almodóvar de los años 80, irreverente, mordaz, algo caótico y provocador pero con un sentido. Porque Sandoval no se anda con sutilezas y lleva a sus personajes al límite tanto en las palabras como en el uso de los cuerpos. Dry Martina es tan zafada como zarpada. Pero no gratuitamente sino con razones. Los díalogos son impecables y el elenco brilla en toda su dimensión. Todos están a la altura de las cincunstancias, sin desbordes y justificando el por qué de cada situación que atraviesan. Filmada entre Chile y Argentina, cabe recordar que Sandoval es chileno pero también residente de Argentina, la trama, más allá de lo superficial que puede parecer, trabaja sobre algunas cuestiones de agenda como el rol de la mujer en la sociedad actual, poniendo en escena una heroína tan desprejuiciada como políticamente incorrecta, que seguramente unos años atrás hubiera sido quemada en la hoguera.
La noche roja Nueve personajes que luchan contra la suerte de un destino errante mientras deambulan por una claustrofóbica San Pablo es la propuesta de André Ristum en La voz del silencio (A voz do silencio, 2018), una película sobre la soledad y la incomunicación ambientada en una metrópolis que propone lo contrario. Un extraño eclipse lunar cambia el destino de nueve personas que paralizadas por diferentes problemáticas personales terminan cruzándose en la cosmopolita ciudad brasileña de San Pablo, con el trasfondo de la crisis política y económica que atraviesa al país. Coproducción entre Brasil y Argentina, La voz del silencio está trabajada a partir de la coralidad. Un conjunto de historias independientes entre sí que se terminan entrelazando en un final que las conecta. Con el marco de San Pablo como fondo y la crisis que atraviesa al país, Ristum construye un relato complejo, con climas logrados, en el que despliega un abanico de temas como la soledad, la muerte, la desesperanza, el maltrato, lo femenino, la diversidad sexual, el sida, la memoria y la lista sigue infinitamente. Y es la amplitud temática lo que termina volviendo al relato pretensioso desde lo narrativo, con algunas ideas y búsquedas interesantes que se evaporan en una maraña de conflictos existenciales apocalípticos. Con reminiscencias al cine de Alejandro González Iñárritu, Paul Thomas Anderson y Robert Altman, La voz del silencio trabaja la estética visual con una serie de planos secuencia que llevan al límite a cada uno de los actores para expresar con realismo las contradicciones de sus personajes, en donde acertadamente no se los juzga por sus actos ni se los coloca como héroes ni villanos, simplemente como seres humanos que con sus errores y virtudes hacen lo que pueden para sobrevivir dentro de una sociedad espejo.
En el nombre del padre La realizadora colombiana Laura Mora toma un hecho de su propia vida como desencadenante para su ópera prima. El asesinato de su padre, un profesor universitario de Medellín, en manos de un sicario cuando llegaba a su casa es el punto de partida de Matar a Jesús (2017), una película sobre el perdón y la resistencia. Paula es una estudiante de fotografía que un día, como cualquier otro, vuelve de la universidad con su padre. Al llegar a la casa, aparece una moto, se oyen disparos y el cuerpo de su padre yace sin vida en el suelo. La familia no encuentra explicación a lo sucedido y la policía lo toma como un caso más, casi sin importancia alguna. Paula comienza un derrotero por vengar la muerte del progenitor al reconocer al asesino de casualidad una noche cuando salía con sus amigos. Laura Mora, responsable de la serie Pablo Escobar: El patrón del mal, trabaja en su ópera prima sobre la expiación por sobre la venganza. Paula se sumerge en un mundo de violencia para vengar a su padre pero una vez adentro del laberinto se encuentra con un mundo de miserias y desigualdades donde la ausencia del estado fue reemplazada por el narcotráfico. Paula y Jesús, el sicario, están atrapados en sus mundos, opuestos pero iguales, sin posibilidad de escape. Cada uno sobrevive como puede haciendo lo que puede. Protagonizada por Natasha Jaramillo y Giovanni Rodriguez, a los que la cámara sigue de cerca casi de manera constante, Matar a Jesús está trabajada en un tono realista, con la estructura del documental de guerrilla en su forma pero con una narrativa ficcional de thriller clásico. Mora utiliza algunos dispositívos eficaces para poner en evidencia la sensación de un universo emocional paralelo. En Matar a Jesús, Mora podría haber tomado diferentes caminos. Tal vez hubiera sido más fácil apostar a una venganza que no conducía a ningún lado, pero acertadamente tomó el opuesto, y no el de un perdón explícito, sino el de las formas de resistencias que tienen dos jóvenes de diferentes coyunturas sociales que se encuentran atrapados en un mismo laberinto, el del narcoestado.
Ave Fénix El cine se ha dedicado a lo largo de sus 120 años de historia en llevar a la pantalla grande la vida de diferentes artistas de la música popular a través de ficciones o documentales con resultados dispares. Del ganador del Nobel de literatura Bob Dylan, Nina Simone, Mercedes Sosa, Paco de Lucía, Amy Winehouse, Kurt Cobain, Violeta Parra o Glora Trevi hemos visto recientemente cómo sus vidas fueron tan cinematográficas como sus carreras musicales. Ahora le tocó el turno a Chavela Vargas. La cantora mexicana, dueña de una voz única, amante de Frida Khalo y amiga personal de Pedro Almodóvar, tuvo una vida tan extraordinaria como la de cualquier artista que se precie de tal. No por la grandilocuencia, el divismo o la ostentación con las que se las relaciona a menudo. Sino por el sufrimiento tortuoso que atraviesa la vida de aquellos que trascienden por su talento. Su vida no difiere mucho a la de otros. Alcohol, olvido, pobreza, amoríos, lesbianismo, el apocalipsis y el resurgir como un Ave Fénix son los tópicos que atraviesan esta biopic documental sobre Chavela Vargas, de las directoras Catherine Gund y Daresha Kyi. Chavela (2017) tiene un hilo conductor que es una entrevista inédita del año 1992, veinte años antes de su muerte, que se va conectando con sus canciones. A través de su propia voz se irá reconstruyendo la vida y obra de una artista única en su género, que se atrevió a vivir como quiso, transgrediendo normas y reglas. Romper esas reglas le costó una carrera que se vino a pique y que mucho tiempo después (casi en simultáneo con la aparición de Almodóvar) vuelve a remontar hasta llegar a convertirse en una de las voces más reconocidas de la música mexicana y mundial. El binomio de realizadoras retrata a la artista y a la mujer con honestidad, sin caer en sensacionalismos ni especulaciones, solo a partir de un material de archivo único que se funde con imágenes y canciones perdidas en el tiempo que hoy vuelven a ver la luz para rendirle el tributo que Chavela Vargas se merece.
Mi soledad y yo ¿Qué es el cine? Para el teórico André Bazin el cine es el arte de lo real. El cine puede mostrar formas de la realidad incluso sin recursos técnicos ni artísticos. La realidad no es igual a lo visible. Para él, el cine expone la verdad de lo real, mientras que para Kracauer sólo es la realidad de los hechos. Y eso es Las cinéphilas (2017), documental de María Álvarez, que toma como excusa la cinefilia para desarrollar tópicos más complejos como la decadencia en la vejez. De Buenos Aires, Montevideo y Madríd son las cinefilas elegidas para seguir mediante el recurso observacional. “No somos espectadoras” dice una de ellas renegando de esa definición. “Espectador es el que compra una entrada para ver una película cualquiera. Nosotras recorremos la ciudad de una punta a la otra para poder ver una película”. Y es así. “Las cinéfilas” van al cine todos los días de su vida, asisten al Arte Cinema en Constitución y de ahí se van al Bama en Microcentro o al ArteMultiplex de Belgrano, estudian la grilla de un festival como si se tratara de la tesis de un doctorado y corren de función en función. Viven el cine, por el cine y en el cine. Pero, ¿qué esconden detrás de ese amor incondicional y en algún punto hasta patológico? La ópera prima documental de María Álvarez no es como su título lo indica una película cinéfila, sino más bien sobre la vejez, la soledad y las secuelas del paso del tiempo. Su mayor acierto está en el casting de personajes elegidos para retratar, aunque algunos más atractivos que otros. Un grupo de sexagenarias, septuagenarias y octogenarias cuyo anecdotario vira entre lo simpático y lo patético. Un límite que la realizadora supo equilibrar para que los personajes no sean mostrados como caricaturas de las que reirse.Tampoco los juzga. Solo los observa y por momentos interfiere en sus vidas. En Las cinéphilas no vamos a encontrarnos con grandes teorías sobre el cine, ni planteos teóricos, ni siquiera con el análisis atractivo de algún clásico. Pero si nos encontraremos con un grupo de señoras mayores que nos contarán lo que para ellas es el cine, aunque en realidad será la excusa para hablar de una vida que se acerca al final.
Juez y parte El derrotero de un joven policía que eligió ser parte de la fuerza para luchar contra el mal endémico que surge de ella es el eje que mueve la ópera prima de Eduardo Meneghelli Román (2018), una premisa con buenas intenciones pero que fracasa ante una serie de desaciertos en la puesta como en la elección de su protagonista, un inexpresivo Gabriel Peralta. Román (Gabriel Peralta) integra unas fuerzas policiales en las que parece no encajar. Sus convicciones sobre el bien y el mal son muy diferentes a las que se pregonan desde la misma policía. Su vida transita entre su trabajo en compañía de un opuesto colega (Nazareno Casero), el gimnasio, las visitas a un templo evangélico, un amorío con la mujer del pastor, y un amigo mucho más grande que él con quien algunas veces se junta para almorzar. Román es un personaje atípico, desencajado del sistema, con utopías fuera de época que lo llevan a impartir por cuenta propia la justicia que la fuerza no hace al estar enquistada dentro de un laberinto de corrupción del que todos son parte. Poner a encabezar una película a un actor desconocido es un riesgo que puede salir bien o mal. Si esa película es una ópera prima el riesgo es mucho mayor, por eso las decisiones a tomar serán relevantes para el resultado final. Dentro de esas decisiones Meneghelli tomó algunas acertadas y otras que desafortunadamente arruinaron el producto final. La historia, guionada por Pablo y Gabriel Medina, funciona y podría haber llegado a buen puerto si se evitara el estereotipo en un puesta en escena antigua como también la elección un actor inexpresivo, incapaz de mostrar matices en el crescendo dramático de un personaje que los necesita para resultar creíble. Para lo técnico el director decidió rodearse de un equipo donde cada uno es un número uno en lo suyo, pero que desgraciadamente tampoco pudo hacer mucho para evitar que el barco naufragara, sino apenas que el daño colateral no fuera mayor. Más allá del correcto trabajo de fotografía de Gustavo Biazzi se nota que por los recursos de montaje Andrés Quaranta tuvo que hacer milagros para sacar a flote una película que en los años 80 hubiera sido de vanguardia pero en 2018 queda rancia. Enfrentarse a Román es como estar en otra época, un tipo de cine que atrasa años, que caducó en el tiempo y que hoy no aporta nada nuevo en su forma de narrar. Un director puede tener entre sus manos una buena historia, un elenco atractivo con actores como Nazareno Casero, Carlos Portaluppi y Horacio Roca, pero el problema radica cuando no se sabe plasmar en imágenes lo que se tiene para contar, por más buena que sea la historia, los actores secundarios y el equipo técnico, y más aún cuando se elige para protagonizarla a un novato con limitados recursos expresivos y más horas de gimnasio que de clases de actuación.
¿Quién soy? Al hablar de apropiación de niños se establece un vínculo directo con lo sucedido durante la última dictadura cívico militar argentina y se olvida (o desconoce) que hay en el país cerca de 3.000.000 de personas que tienen dudas sobre su verdadera identidad. Secreto a voces (2018) trabaja sobre cuatro casos testigos, diferentes entre sí, de chicos apropiados al nacer. Una madre que hace 43 dio a luz gemelos en el Hospital Fernández y a los pocos días le dijeron que uno había muerto; pero le entregan un cuerpo que años más tarde y mediante un análisis de ADN se demuestra que no era el de su hijo. Hoy, radicada en Suiza, vuelve al país con el otro gemelo para seguir buscando. Clara Lis comienza a buscar a su madre biológica por Internet y un mail la lleva a otra persona en su misma situación que como el eslabón de una cadena se va conectando con otros. Todos vendidos por la misma partera al nacer. Silvina fue apropiada por una familia que se dedicaba al tráfico de niños que luego la rechazó, mientras que Patricia, nacida en un conventillo pero anotada como hija biológica de otra, va tras las pistas de su verdadera madre mientras se encuentra con archivos destruidos descubre otros casos como el suyo. Cuatro historias con diversas aristas que terminan en el comercio de bebes como denominador común. Secreto a voces es un documental de investigación periodística, que sigue una estructura bastante clásica pero también potente desde lo narrativo, con algunas dosis de thriller. Si bien no arriesga en su forma –básicamente está construido por testimonios- se toma algunas libertades como el fuera de campo para crear suspenso o el de cortar en el momento exacto para no caer en el golpe bajo. Aunque en rigor toda su fuerza está puesta en una investigación que llevó más de cuatro años de realización a Misael Bustos junto a Diego Braude y en la elección de los casos sobre los que trabaja, representativos y atractivos cinematográficamente. Sin pretensiones estéticas ni estilísticas y con el énfasis puesto en sacar a la luz una problemática no muy abordada por el cine y la TV (exceptuando cuando el caso toma un valor mediático), Misael Bustos logra adentrarse con honestidad y sin especulaciones en un mundo del que todos saben pero del que nadie habla.
Fútbol, pasión y bombas Luego de dirigir De los barrios, Arte (2013) Fernando Romanazzo se une a Cristian Pirovano para la primera coproducción palestina argentina. ¡Yallah! ¡Yallah! (2017) es un documental que utiliza el fútbol para observar la opresión israelí sobre los habitantes del pueblo palestino de Cisjordania. La vida del entrenador de la Selección Palestina, un jugador profesional, al jefe de la hinchada de uno de los equipos más populares, una dirigente de la federación nacional de fútbol, un jugador amateur y otro de la selección se ven afectadas diariamente por la ocupación israelí sobre el territorio palestino. Aunque a pesar de todo cada uno de los personajes retratados lucha para seguir disfrutando de la pasión que el fútbol genera. El binomio de realizadores utiliza el fútbol para indagar sobre el sometimiento que Israel mantiene sobre el pueblo de Palestina y de cómo este se las arregla para poder seguir enfrentando la cotidianidad del conflicto sin dejar de disfrutar de lo que le gusta: en este caso tomando como ejemplo el fútbol y las dificultades que sufren aquellos ligados a un deporte que para los israelíes es considerado una forma más de terrorismo (el fútbol es una vía de visibilización que tiene el pueblo palestino y por eso se persigue a aquellos referentes de este deporte) Construido a partir de testimonios que se entrelazan con entrenamientos, partidos de fútbol y el día a día de cada uno de los involucrados, los directores dejan fuera de campo los ataques armados para centrarse en otra arista del conflicto, aunque la amenaza siempre está presente a través de largas secuencias sobre el muro o el sonido ambiente que da cuenta de lo que sucede fuera de lo que se está mostrando. ¡Yallah! ¡Yallah! aborda un tema que otros ya transitaron pero lo hace desde un costado original, tal vez menos ortodoxo aunque no por eso menos significativo o riguroso, que teniendo al futbol como marco tendrá mucha más llegada que aquellos que le escapan a lo popular.
En la calle En épocas donde un cierto tipo de cine traza una mirada sesgada y estigmatizante sobre la pobreza y la violencia, Hogar abierto (2018) muestra una realidad opuesta al discurso dominante con una mirada mucho más reflexiva a través del retrato de tres víctimas de la ausencia del estado. Dirigido por Fredy Grunberg, Hogar abierto sigue tres historias de chicos que por diferentes motivos se criaron en la calle o institutos de menores. Hoy ya adultos, muestra cómo pudieron salir de esa situación y tener un hogar, trabajo y una familia, pero dejando en claro que si cayeron ahí fue producto de las circunstancias y de un sistema excluyente, y no por decisión propia. Algo a lo que muchas veces se aferra cierto sector de la opinión pública para hablar de aquellos en situación de calle. Rodolfo, Andrés y Emanuel hoy tienen una vida común y corriente como la de muchos. Con dificultades pero también con alegrías. Son adultos y frente a cámara recuerdan la infancia y como terminaron en situación de calle por la incomprensión del entorno, pero también como salieron a flote gracias a la ayuda de quienes les tendieron una mano. Grunberg construye la historia como un tríptico a base de los testimonios de los tres protagonistas que desde el presente regresan al pasado para mostrar una realidad alejada de los discursos dominantes de los medios de comunicación, cierta clase social y hasta del gobierno sobre la pobreza y la violencia que desde ella se genera. Evitando analizar las circunstancias de cómo se llegó a eso pero señalando por igual a todo aquel que nació pobre o quedó en la calle.
Los Miserables Tras dirigir El último Elvis (2012), Armando Bo consiguió un Oscar por el guion de Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) (2014) de Alejandro González Iñárritu, con quien ya había trabajado junto a su socio creativo Nicolás Giacobone en Biutiful (2010), una película que como Animal (2018) se dedicaba a indagar en los más bajos instintos del ser humano, recurriendo a personajes estereotipados y manipuladores, de la misma manera que la propia historia lo hacía con el espectador. La película abre con un gran "falso" plano secuencia que muestra a Antonio (Guillermo Francella) casado con el personaje de Carla Peterson y sus tres hijos. Es gerente de un frigorífico marplatense y además de un buen pasar, tiene la familia perfecta y la vida que soñó (todo es tan mágico como poco creíble). El "amor" que emana de ese grupo familiar es más dulce que el azúcar y nada pareciera perturbar la armonía que los envuelve. Pero sí, pasa algo y es que Antonio sufre un desmayo y fin del plano secuencia (que había terminado antes en realidad). Elipsis temporal y descubrimos que Antonio se encuentra en lista de espera para un trasplante de riñón. Desesperado porque siente que el tiempo se le acaba quiere comprar uno. Ahí es cuando aparece un aviso en Internet de un joven que cambia riñón por casa. Desde lo formal Animal es una película más que correcta, poco cuestionable, que está al nivel de cualquier producción media mundial. Desde el plano inicial hasta los más mínimos detalles todo es tan perfecto como la familia que retrata. Aunque por momentos la historia resulta algo estirada en su narración, repitiendo planteos que se subrayan para volver sobre ellos una vez más por sino se entendió el mensaje, en una obvia subestimación al espectador. También hay que dejar en claro que es una película de género por lo que algunas cuestiones con la verosimilitud de situaciones que pueden hacer ruido son parte de la construcción narrativa en este tipo de films. Pero esos problemas no son tan graves en Animal como la linea ideológica que maneja. Línea que sin duda acompaña a como los autores ven a las clases sociales que reflejan. En Animal los ricos son buenos, todo lo que tienen se lo ganaron trabajando, y mucho, son honestos, meritócratas, tienen familias perfectas y bellas, y (hasta que aparece el problema de salud) la preocupación más grande que tienen es elegir el color con el que pintarán la cocina. También se creen que por tener plata pueden comprar todo lo que quieren, incluso un órgano o una vida, y eso no los hace peores personas sino desesperados. Acá los malos, vagos, pedigüeños, sucios, ladrones, usurpadores, alcohólicos y un sinfín de adjetivos descalificativos más, son los pobres que se abusan del pobre Antonio y su familia frente a una necesidad vital. Los estereotipos con que se pintan las clases sociales y las diferencias entre ellas son de una obviedad recurrente y sesgada con ejemplos tales que si un médico inhala cocaína durante una operación es gracioso pero si el “donante” pobre toma cerveza resulta una calamidad. Puede que muchos piensen que la película coloca a todos los personajes de ambos lados del muro, pero eso es tan falso como la corrección política que pregona al mostrar como aflora el egoísmo cuando se trata de sobrevivir. Los ricos actúan así por desesperación, y por más bajos y deplorables que sean sus actos, reciben el perdón de alguna u otra manera, mientras que los pobres lo hacen porque está en su naturaleza, en su instinto animal, y deben ser castigados. La forma de mostrar los personajes podría haber sido revertida cambiando una escena del final. Ahí el sentido sería otro, con una línea ideológica que mostrara a personas, que más allá de su condición social, obran como seres humanos, con defectos y virtudes. Pero queda claro que para los hacedores de la película los animales son solo los pobres, mientras que los ricos son menos buenos ante una necesidad extrema, al punto de que si le sacan por la fuerza el riñón a una persona pero a cambio le entregan su lujosa casa el mensaje será la injusticia. Claro, que no la de robarse un riñón sino la de perder todo lo demás en manos de un pobre que hubiera merecido morir mientras drogado le extraían su órgano.