Una cuestión de género y géneros Una mujer fantástica (2017), el quinto film del realizador de Gloria (2013), es un cautivador derroche de género a la vez que una crítica social mordiente a la sociedad chilena actual sobre la crueldad de la discriminación hasta de los más vulnerables. Una mujer fantástica comienza como una historia de amor entre dos personas que tienen una conexión íntima y sensual. Orlando (Francisco Reyes) es 20 años mayor que Marina (una extraordinaria Daniela Vega). Es propietario de una empresa, mientras que ella trabaja como camarera. También es una talentosa cantante que actúa en clubes y cultiva la lírica. Después de celebrar el cumpleaños de Marina, él se despierta sintiéndose mal. Acaba en el hospital en donde muere a causa de un aneurisma. La mujer fantástica que da título a la cinta, Marina, se esfuerza en superar la pérdida de su pareja a pesar de los intentos de su familia por expulsarla. La protagonista de la historia de Lelio (en colaboración con Gonzalo Maza) recorrerá una odisea entre terrores de intolerancia, a través de una sociedad conservadora y sorteando los ataques psicológicos y físicos continuos de los miembros de la familia del fallecido. Marca el tono de la trama la secuencia inicial, que da cuenta de la majestuosa belleza de las Cataratas del Iguazú, sugiriendo que la belleza de la naturaleza a veces reside no en una tranquilidad armoniosa sino en una fiereza inestable. Así, Lelio entra en su historia con calma, en la siguiente escena, acercándose a un hombre que descansa en una sauna. La antítesis lograda con esta yuxtaposición refleja el tono del metraje que seguirá: un brutal torrente de resistencia, desdén e intolerancia se desatará contra Marina, una mujer que se pierde en un océano de cambio, obligada a reafirmar su propia identidad, a la que encarna con desgarro, volatilidad y una contención escalofriante. Lelio homenajea a Louis Malle, toma prestados tropos de Alfred Hitchcock y del portugués João Pedro Rodrigues y aderezando su conjunto con una malicia latente al más puro estilo almodovariano para avanzar con paso firme y seguro en su ecléctico universo cinematográfico condimentándolo con toques de maestros, logrando así no sólo su propia identidad artística sino también reconocimiento de su originalidad y autoridad.
Don Quijote y su lucha contra los molinos de viento La problemática educacional es un tópico que el cine documental argentino reflejó desde diferentes perspectivas. En el umbral (2018) es una nueva incursión en este ámbito a partir del seguimiento de un docente en una escuela del conurbano bonaerense que lucha día a día para evitar la deserción escolar de sus alumnos (y todo lo que eso conlleva). Filmada entre 2011 y 2013, Eduardo Schellemberg estructura la narración como un flashback. La historia comienza en 2017 cuando, como una forma de protesta, se instala una escuela itinerante frente al Congreso Nacional que es desalojada y reprimida por la policía de la ciudad de Buenos Aires por usurpar el espacio público. Desde los medio hegemónicos se inicia una campaña de estigmatización de los manifestantes. Uno de los agraviados es Pedro Ponce al que un reconocido periodista lo acusa de no ser docente. A partir de ese hecho, la película vuelve cinco años atrás para mostrar su tarea como director de un colegio de Lomas de Zamora. Está claro, y como sucede muchas veces con el cine documental, que la realidad modifica la idea original y esta resignifica (en este caso) todo el material filmado con anterioridad y con En el umbral pasa eso. El valor adquirido hoy es diferente al de su genesis. Schellemberg, si bien muestra las falencias en el ámbito de educacional, la falta de una decisión política que busque incluir en lugar de expulsar y hasta el desinterés de los gobiernos por mejorarla, también reflexiona de manera indirecta sobre el interés de los medios y ciertos sectores de poder por desinformar, estigmatizar y construir héroes equivocados sin analizar el contexto y los factores que llevan a una persona a actuar de la forma en que lo hace. En el umbral refleja como desde una escuela se puede modificar la vida de un chico que tal vez no tenía futuro, y por efecto dominó también el de una sociedad. Sin ser un documental perfecto ni con la pretensión de innovar el formato, con sus defectos y virtudes, En el umbral es necesario para echar un poco de luz y entender porque hoy los héroes son aquellos que matan por la espalda y demonios los que escriben con tizas. Algo que la televisión no va a mostrar.
Casi diez años después de Diletante (2008), la multifacética artista visual Kris Niklison regresa al cine con Vergel (2017) una película plástica para explorar sensitivamente. La historia nos presenta a una mujer brasileña (Camila Morgado) sumergida en un departamento en el centro de la ciudad de Buenos Aires. A los pocos minutos se deja entrever que estando de vacaciones su marido murió accidentalmente y ella debe enfrentarse sola a la burocracia judicial que implica morirse en otro país y con un expediente caratulado como muerte dudosa. Una vecina (Maricel Álvarez siempre estupenda) recién llegada de unas vacaciones que fueron el desencadenante para romper con su pareja despertará en ella un deseo sexual incontenible. Vergel es una película sensorial para sumergirse y disfrutar con todos los sentidos. Cada plano es un cuadro, hay trabajo plástico en la construcción visual que encuentra belleza donde no la hay. Filmada casi íntegramente en una sola locación (un departamento porteño en un piso medio) donde las plantas juegan un rol determinante, no solo visualmente sino también en la construcción dramática del film, Kris Niklison logra darle movimiento y apertura a un espacio cerrado, claustrofóbico, que como los personajes irá cambiando a medida que estos se liberen de sus miedos. Muerte y vida son los opuestos que la realizadora trabaja a través de una situación desencadenante pero que aparece a lo largo del film a través de diferentes metáforas como las plantas que se secan para luego revivir, o hechos explícitos como el sexo entre las dos mujeres. Filmados con una delicadeza como pocas veces se vio. Vergel no es un cine convencional, es un cine visceral, donde la artificialidad se nota adrede, con escenas tan duras como poéticas. Para disfrutar sin prejuicios y con los cinco sentidos.
En El Testamento (The Testament, 2017), estrenada en la 74 Mostra de Venecia, el israelí Amichai Greenberg debuta en el largometraje con un thriller de investigación actual pero centrado en un hecho real ocurrido durante el holocausto, donde el protagonista lucha a favor de la verdad, aún a riesgo del daño colateral. La noche del 24 de marzo de 1945, cerca de 200 trabajadores judíos fueron masacrados en los campos de Lendsdorf, un pueblo de Austria. Sin testigos de ese hecho ni la aparición de la fosa donde fueron enterrados los cuerpos, el gobierno local, en una postura negacionista, busca en la actualidad construir edificios sobre el lugar y así olvidarse del tema para siempre. Pero Yoel Halberstam un historiador, miembro del Instituto del Holocausto de Jerusalén, y judío ortodoxo, inicia una cruzada en busca de las pruebas que nadie está dispuesto a divulgar. Mientras azarosamente se cruza con un testimonio clasificado de su madre donde se revela su verdadera identidad. Yoel, un personaje osco y que genera empatía con el espectador, busca la verdad al mismo tiempo que se ve atrapado en su propio dilema personal. Greenberg trabaja sobre dos líneas narrativas que confluyen en una misma historia y generan un debate moral, tanto en el propio protagonista de la historia como en el receptor: La búsqueda de la verdad y la lucha contra el negacionismo. Pero, ¿qué ocurre cuando aparece una verdad no buscada? Es en esta contradicción permanente que se encuentra el protagonista de la película, y que gracias a la buena dosis de misterio que rodea la historia logra correrse del dramatismo moralista, lugar común en el que generalmente cae un tema con tales características, para ahondar en el thriller y el suspenso. Basada en un hecho real pero mezclado con ficción, El Testamento pone sobre la mesa un tema centrado en el holocausto judío pero que bien podría trasladarse a nuestra historia reciente, o a la de cualquier país del mundo que haya sufrido guerras o dictaduras, y eso le da una universalidad que rara vez tienen aquellas películas que trabajan sobre un hecho histórico especifico.
Una vuelta de tuerca Si hay algo que no se puede decir de La obra secreta (2018) es que la artista visual Graciela Taquini, que a sus 75 años debuta en el cine, no encontró una forma original de documentar una historia real a través de la ficción. La obra secreta se centra en la figura de Le Corbusier y la única obra que el reconocido arquitecto francés realizó en Latinoamérica: la casa Curutchet, ubicada en la ciudad de La Plata y que sirvió como locación central de la película El hombre de al lado (Gastón Duprat y Mariano Cohn, 2009), escrita por Andrés Duprat, responsable también del guion de este trabajo. La trama se articula a través de dos personajes Por un lado Elio Montes (Daniel Hendler), un arquitecto admirador de la obra de Le Corbusier que trabaja como guía en la casa que el arquitecto diseñó a la distancia y nunca conoció. Mientras que por el otro se cuenta una hipotética llegada de Le Corbusier a la ciudad de La Plata actual. Ambas historias derivan en tres líneas narrativas: la figura y el pensamiento del arquitecto francés, su influencia sobre el arquitecto argentino devenido en guía, y un análisis exhaustivo de la obra a través de un recorrido por la reconocida casa. La unión entre Taquini, figura indiscutible del video arte y las artes electrónicas, con Andrés Duprat, arquitecto, curador de arte y autor de numerosos guiones, entre ellos el de la premiada El ciudadano ilustre (2017), origina una propuesta que le escapa a todos los lugares comunes de la clásica docuficción, donde en la mayoría de los casos se ficciona un hecho real y se lo entrelaza con material de archivo. En La obra secreta la ficción sirve como puente para, a partir de ésta, abordar no solo un análisis de la arquitectura de la casa Curuchet sino también la figura del propio Le Corbusier, de manera didáctica, entretenida, con la información necesaria y sobre todo a partir de un formato netamente cinematográfico que deleitará tanto a expertos en el tema como aquellos que quieran empezar a indagar en el fascinante mundo del arte y Le Corbusier.
La decisión incorrecta Hay películas en las que uno tiene la sensación de que el director tomó todas las decisiones incorrectas hasta llegar al punto de arruinar una obra que a priori tenía todo para al menos ser correcta. En El último traje (2017) sucede algo de esto. Un guion demasiado forzado y efectista que cae en la inverosimilitud y una banda sonora innecesaria para remarcar imágenes que hablan por sí solas logran que una buena idea desencadene una historia fallida. La historia de El último traje narra el regreso a Polonia del nonagenario Abraham (gran trabajo de Miguel Ángel Solá), un judío que huyó de un campo de concentración nazi y se afincó en Argentina donde formó una familia. Abraham hizo una promesa antes de partir de su ciudad natal y que está dispuesto a cumplir sin importar el precio. Con una producción sorprendente, filmada en cuatro países y con flashbacks de la guerra, El último traje está estructurada como una road movie que muestra el derrotero de Abraham en ese viaje conclusivo al final de su vida. Pero la historia se enfrenta a diversos problemas, sobre todo narrativos –algo que sorprende viniendo de un experimentado guionista como Solarz-, que la vuelven inconsistente ante la falta de verosimilitud de todas las subtramas derivadas del conflicto central, situaciones tan forzadas que dan la sensación de que el autor no supo resolver de manera natural y mucho más fluidas. La escena en que Abraham le da el pasaje de ida y vuelta al personaje de Martín Piroyansky es el ejemplo más claro, aunque dentro de esta línea sigue el hotel vacío de Madrid, el robo en la habitación, el encuentro con la hija, el dilema de pisar o no suelo alemán… Otra de las fallas de El último traje es el uso de la banda sonora hasta el hartazgo, se nota una falta de confianza en las imágenes, los diálogos, los silencios y los actores al punto de tener que apelar a un recurso tan obvio para provocar algún tipo de efecto en el espectador. Un error que termina de arruinar la película. Entre los aciertos, aunque menores, hay que destacar la actuación de Miguel Ángel Solá, un personaje que más allá del maquillaje y lo inverosímil de sus diálogos y acciones se vuelve creíble y querible, algunas escenas de la guerra bien resueltas a través flashbacks, y los pasos de comedia que desarticulan las situaciones dramáticas, aunque no mucho más. El último traje tal vez hubiera sido una película interesante, con un tema no muy tratado en el cine argentino, buenos actores, y una producción atípica, pero no fue lo que sucedió. Sino todo lo contrario.
El amor después del amor ¿Cómo contar una crisis existencial a los veintitantos sin caer en todos los lugares comunes? Esta parece haber sido la pregunta que la misionera Majo Staffolani se formuló a la hora de encarar su ópera prima. Y es que Colmena (2016) transita por ese tópico, que el cine argentino tan bien conoce, pero corriéndose de lo obvio y el clisé. Nachi (Lara Crespo) se encuentra a sus 26 años en el limbo de la vida. Es actriz pero no avanza más allá del casting. Tiene un novio con el convive aunque la relación hace tiempo que no funciona. Su familia, de clase media alta, vive en una nube de superficialidades e hipocresías de las que ella busca despegarse aunque no puede. Nachi reniega de la vida que le tocó y de su suerte (si es que existe). Pero un día conoce a Nina (Flor Bobadilla), una chica simple, misionera, que canta rap, y con un montón de respuestas a sus preguntas. Con ella sentirá que al menos en la vida también hay grises. Colmena es una película de corte independiente, filmada en cinco días, coproducida por cinco países (Argentina, Colombia, Venezuela, Ecuador y Paraguay), pero no por eso desprolija ni improvisada, como muchas veces sucede. Staffolani logra una puesta sumamente cuidada, donde toma decisiones estéticas y narrativas riesgosas, llevando por momentos sus personajes al límite. Para lograrlo trabaja con planos largos, escenas donde el corte parece estar prohibido, y con una cámara en movimiento que busca en el cuerpo la expresión correcta. Cada plano de la película está plenamente justificado, todo es por algo, lo que se dice, se muestra o se sugiere adquiere un sentido. A priori Colmena puede ser vista como una historia de amores lésbicos, pero es mucho más que eso o mejor dicho ese no es el centro de la historia, sino una ramificación de la misma. Porque Staffolani aborda en simultáneo un abanico de temas como los mandatos familiares, el abuso de poder, el rol de la mujer en una sociedad patriarcal, las diferencias y la culpa de clase, la exploración de la sexualidad sin etiquetas, los éxitos ajenos y los fracasos personales. Sin ningún tipo de pretensiones, y con un corte final exacto de un poco más de 60 minutos, si hay una virtud que posee Colmena es la honestidad con la que retrata una historia que el cine mostró millones de veces, aunque pocas con la libertad que se toma Staffolani y la naturalidad de un grupo de actores que le escapa a todos los estereotipos.
La lucha continúa El francés Robin Campillo, habitual colaborador de Laurent Cantet, logra una obra magistral gracias a la notable actuación del argentino Nahuel Pérez Biscayart como un enfermo de SIDA que utiliza sus últimas energías para luchar contra la indiferencia política y social ante la presencia de una enfermedad que avanza matando a miles de personas. La historia de 120 pulsaciones por minuto (120 battements par minute, 2017), ambientada a principios de los 90, se centra en Sean (Nahuel Pérez Biscayart), uno de los miembros más activos de la filial parisina de Act Up, que realiza sucesivas acciones de choque para visibilizar el problema e impulsar la investigación y la prevención. Sean, infectado con el virus del HIV, se enamora de un nuevo integrante, libre de la enfermedad. Para contextualizar, Act Up (Coalición del SIDA para desatar el poder) fue una asociación creada en 1987 en la ciudad de Nueva York que a través de diferentes acciones buscaba legislaciones favorables con respeto al SIDA, promover la investigación científica y la asistencia a los enfermos, hasta conseguir todas las políticas necesarias para alcanzar el fin de la enfermedad. En Paris un grupo de jóvenes buscan visibilizar la ausencia de políticas sanitarias lanzando bolsas de sangre en instituciones poco comprometidas, invadiendo laboratorios para presionar a grupos farmacéuticos por sus intereses económicos, introduciéndose en los colegios para trasmitir de manera directa el mensaje de la protección sexual e interpelando a los medios para denunciar la asimilación de la epidemia exclusivamente a los gays, drogodependientes, prostitutas y presos. A través de varios activistas emblemáticos, Campillo recrea con inteligencia la vida cotidiana en este campo de batalla en el que tácticas y discrepancias se discuten en común —enfrentando a los más radicales con los lobistas y los negociadores—, donde las acciones son realizadas con una intensidad y una eficacia extremadamente profesional, en el que la solidaridad, el humor y el espíritu festivo están mucho más presentes, a causa del acecho de la desesperación y de la muerte. Todo ello sin olvidar la historia de amor entre Sean y Nathan, que atraviesa transversalmente todo el film. Campillo recurre a una puesta ficcional documentada en el que se combinan magníficas transiciones temporales con la utilización de material de archivo y una serie de procedimientos cinematográficos que le pone un rostro a estos luchadores en la sombra, para dar origen a una obra con una sensibilidad tan respetable como escabrosa, según sea necesario. Con un nivel de maestría en el que la empatía por el ser humano se conjuga con una voluntad política de lucha contra la indiferencia, en una turbulencia pasional y a menudo desgarradora, 120 pulsaciones por minuto es tan rigurosa como única a la hora de abordar un tema arduo, siempre evitando el golpe bajo, pero también mostrando con crudeza cómo el virus consume poco a poco la vida hasta el final.
La pareja rota Las tensiones en una pareja que se dedica al arte son el nudo de Pendular (2017), coproducción brasileña-argentina dirigida por Lucía Murat (Historias que sólo existen al ser recordadas, 2011), estrenada en la 67 Berlinale, pero que también puede ser leída como una metáfora de la resistencia en el contexto sociopolítico actual. Las tensiones en una pareja que se dedica al arte son el nudo de Pendular (2017), coproducción brasileña-argentina dirigida por Lucía Murat (Historias que sólo existen al ser recordadas, 2011), estrenada en la 67 Berlinale, pero que también puede ser leída como una metáfora de la resistencia en el contexto sociopolítico actual.
Surrealismo místico El portugués João Pedro Rodrigues regresa al largometraje tras la magistral Morir como un hombre (Morrer como um homem, 2009) con una fuerza majestuosa gracias a O ornitólogo (2016), un viaje iniciático hacia la búsqueda de uno mismo. Fernando decide enfrentarse a la naturaleza contaminada de Tras-os-Montes en busca de cigüeñas negras, una especie en vías de extinción. Mientras observa a estos animales salvajes a bordo de su canoa, naufraga. Salvado milagrosamente por dos turistas chinos que están recorriendo el camino hacia Santiago de Compostela, escapa al bosque a la espera de encontrar el camino de regreso. El bosque, salvaje y misterioso, no tarda en mostrar su lado oscuro, sembrando a su paso obstáculos y encuentros cuando menos inquietantes. El suyo será un viaje iniciático hacia la búsqueda de sí mismo, de una iluminación mística pasoliniana, de lo pagano a lo divino. João Pedro Rodrigues es un maestro incontestable en el arte de la metamorfosis, de la confusión y del surrealismo. Hombres y animales, pasado y presente, vida y muerte, dolor y erotismo, realidad e imaginación son los dualismos que motivan O ornitólogo, un film onírico que mezcla a sabiendas apocalipsis y misticismo. El director explora los puntos de contacto entre las diferentes realidades existenciales, se adentra en el subconsciente del protagonista como si quisiera extraer por cirugía su esencia. El bosque, peligroso pero fascinante, y la belleza majestuosa de los animales que lo pueblan se convierten en la encarnación misma del mundo interior de Fernando: ambiguo, lacerado, sensual. El punto de partida de su última película es San Antonio, figura fundamental y omnipresente de la sociedad y la cultura portuguesas. O ornitólogo nace de la voluntad del director de entender de qué manera este Santo protector, tan querido en su tierra, vive dentro de él. Fernando (al que podríamos considerar como un San Antonio en devenir) encarna literalmente esta búsqueda de espiritualidad (totalmente vacía de religiosidad), esta sed de transformación que lo lleva hasta la fuente de su propio deseo. El director apoya su historia en algunos hechos biográficos ligados a San Antonio: la fascinación por la naturaleza y los animales, el naufragio, el haber salvado a un hombre gracias a su soplo mágico, enriqueciéndolo inmediatamente después con la propia imaginación y las propias vivencias. O ornitólogo es una película en la que nada es como parece, aunque todo es aparentemente posible, como en una leyenda que pertenece al pasado aun siendo aún increíblemente moderna. El bosque encarna este más allá imaginario donde el catolicismo, la superstición y la tradición se mezclan misteriosamente, sin pudor. La idea misma de religión se discute, como si de improviso e inesperadamente se le quitara la máscara. ¿No forma parte quizá también la religión de un mundo fantástico inventado por nuestra imaginación? Fernando vive en su piel una experiencia humana que limita la realidad y la ficción, a caballo entre el misticismo y el paganismo, todo ello condicionado por un impactante manto erótico. Un film blasfemo, regenerador y necesario.