El entretenimiento más caro de Netflix mezcla la acción con la comedia Dwayne Johnson, Ryan Reynolds y Gal Gadot conforman el trío protagónico de "Alerta Roja" (Red Notice, 2021) una película con una historia vista un millón de veces, pero, que, en este caso, funciona como la maquinaria de un reloj suizo y, además entretiene. Rawson Marshall Thurber dirige la hasta ahora más cara producción original de Netflix, con un presupuesto estimado de unos 200 millones de dólares. Una mezcla de sagas como La gran estafa, Jason Bourne, Misión Imposible, James Bond e Indiana Jones. Incluso tiene una escena de baile copiada directamente de Mentiras verdaderas (True Lies, 1994). De original, poco y nada. De entretenimiento, mucho. Cuando Interpol envía una "alerta roja", significa que toda la policía del mundo debe estar atenta para capturar a los criminales más peligrosos del momento. A partir de esta premisa la historia gira en torno a John Hartley (Dwayne Johnson), un agente del FBI obsesionado con atrapar a los dos ladrones de arte más buscados por Interpol: Nolan Booth (Ryan Reynolds), y el Alfil (Gal Gadot), un giño a Gambito de Dama, quienes planean, por separado, robar los tres huevos de oro que Marco Antonio le regalo a Cleopatra para vendérselos a un excéntrico millonario egipcio que se los quiere entregar a su hija Cleopatra como regalo de bodas. Así la trama nos transporta por el robo de un museo en Roma. Una persecución en Bali. Una fuga carcelaria en Siberia. Una fiesta de disfraces y una corrida de toros en Valencia. Un casamiento en El Cairo (con Ed Sheeran cantando entre los invitados) Y sí, Argentina incluida con la búsqueda de un tesoro nazi en las Cataratas del Iguazú. Marshall Thurber toma elementos de las películas de robos y aventuras y se burla de todos esos lugares comunes a los que él también recurre. Lo importante no es que el público crea que lo que ve es real, sino que acepte lo inverosímil y disfrute de él. En ese sentido, Alerta roja, que en gran parte funciona por el carisma de sus estrellas, no por sus virtudes actorales, es un tren bala que transita sin complicaciones argumentales y donde el espectador no quiere bajarse en ninguna de sus estaciones.
Una misteriosa distopía de José Cicala con Araceli González Araceli González protagoniza y produce la ópera prima del reconocido fotógrafo José Cicala. Un melodrama de época ambientado en un pasado distópico que juega con los géneros. Laura Garland (Araceli González) es una bella mujer casada con un hombre de las fuerzas de seguridad (Miguel Ángel Solá) que es asesinado en cumplimiento del deber al inicio de la historia. Todo sucede en un pasado distópico donde el país está sumido en una guerra sin sentido. Tras la muerte de su esposo, ella, descubre estar embarazada y decide alquilar la casona lindante a una pareja que se esconde en el lugar tras haber cometido un robo. Ellos tienen un plan. ¿Ella lo tendrá? Con guion de Griselda Sánchez, Gustavo Lencina y el propio Cicala, el eje sobre el que gira el entramado narrativo es interesante, como también la estética, donde pese a no ser una superproducción, el realizador logra sacar provecho de las locaciones y jugar con los elementos visuales. Entonces, ¿cuál es el problema? El tono, la ausencia de climas y la atmósfera. Sola (2021) no logra transmitir el misterio que esconden los personajes ni el suspenso que la historia necesita. No hay construcción de climas, el relato mantiene una linealidad que solo se rompe en el tramo final cuando el guion propone una vuelta de tuerca y todo lo visto y oído se resignifica. Pero hasta ese momento la chatura, producto en parte por actuaciones que carecen de matices, hace que la historia no genere nada, ni deje muy en claro que es lo que busca contar. El aura de misterio que debería atravesarla está ausente. La película, un melodrama que juega con géneros como la fantasía, el suspenso, el terror psicológico, el misterio, el policial, tiene un potencial que no está bien aprovechado y eso hace que no cause el efecto deseado, ni transmita las sensaciones buscadas, e incluso que por momentos se vuelva algo soporífera.
Las infancias trans en una película imprescindible Federico Palazzo ("4 metros", "El cine de Maite") aborda en su tercera película el tema de las infancias trans a partir de la historia real de Luana, la primera niña trans en recibir su DNI. Yo nena, yo princesa (2021) es la transposición cinematográfica del libro Yo nena, yo princesa: Luana la niña que eligió su propio nombre en el que Gabriela Mansilla, madre de Luana, cuenta en primera persona todos los acontecimientos que atravesó desde que Manuel, uno de sus hijos mellizos, con apenas dos años, le dijo que era una nena. La desazón, el desconocimiento, el sentido y la lucha son los diferentes estados por los que atraviesa Gabriela hasta que, en 2013, Luana con apenas 6 años consigue lo que hasta ese momento ningún menor en el mundo había logrado: tener un DNI acorde a su identidad de género. La película recurre a una estructura clásica para narrar de manera cronológica los diferentes eventos a los que debió enfrentarse Gabriela, desde aquellos relacionados con lo familiar, como los vinculados a temas médicos, escolares, sociales y burocráticos, comenzando por el embarazo hasta llegar al año 2013 en que Luana recibe el DNI. Mientras que desde lo formal la película no pretende nada más que llegar a la mayor cantidad de público y que el mensaje se entienda con claridad. En ese sentido apela a una serie de recursos como el subrayado de algunas situaciones claves o la utilización de la banda sonora para buscar el golpe de efecto. Una estética muchas veces más relacionada con la televisión o el telefilm que, en este caso, se justifica frente al verdadero objetivo de la película: hacer masiva la historia de Luana y poner en la agenda el tema de las infancias trans. Los puntos más fuertes de Yo nena, yo princesa son las actuaciones. Eleonora Wexler se carga en sus espaldas la película, nos convence de todo y nos hace preguntarnos porque el cine no la aprovecha un poco más. La actriz trans Isabella G. C. es la encargada de ponerse en la piel de Manuel-Luana y conducirnos con ingenuidad categórica por todo el proceso de cambio, mientras que el resto del elenco, que cuenta con la participación de Paola Barrientos, María Onetto, Valentina Bassi, Lidia Catalano, Valentino Vena, y Juan Palomino, entre otros, resultan alfiles fundamentales para que la partida termine con un jaque a la reina. Con sus defectos y virtudes, Yo nena, yo princesa, es una película honesta con un fin igual de honesto. Se le pueden cuestionar muchas cosas, la temporalidad no queda muy en claro y por momentos confunde, y elogiar otras tantas. Pero no se puede negar que cumple su objetivo y que era necesaria una película, que apunte al gran público, para darle visibilidad a un tema que lo merece y necesita.
La crónica del agobio por Néstor Mazzini La nueva película de Néstor Mazzini sigue durante treinta y seis horas a un hombre acechado por deudas y una situación familiar inestable. A principios del nuevo milenio el realizador argentino Néstor Mazzini filmaba Que lo pague la noche (2012), un thriller neorrealista ambientado en Lugano que recién vería la luz 10 años después. Su nueva película 36 horas (2020) no tomó tanto tiempo entre su rodaje y el estreno, tampoco tiene que ver con el neorrealismo, pero la emparenta que llega a las salas casi diez años después de su antecesora y que también bucea con el género del thriller. 36 horas, que es la primera parte de Autoengaño, una trilogía que se completa con Cuando oscurece (a estrenarse en 2022) y La mujer de río (en preproducción), se encuadra dentro de ese tipo de películas cuyo entramado narrativo sucede en un tiempo determinado. En este caso las horas que referencian el título. Pedro (César Troncoso) tiene una pequeña productora audiovisual en sociedad con su ex esposa, Érica (Andrea Carballo) y son padres de una niña, Flor. Trabajos que se demoran, proveedores que se atrasan y una situación económica inestable hacen que Pedro deba recurrir, en principio, a prestamistas para tapar deudas, y más tarde a otros prestamistas para pagar a los prestamistas. Una rueda que ante un giro en falso lo saca del juego. La historia transcurre durante 36 horas de la vida del protagonista y sigue su punto de vista frente a la agobiante situación que lo atormenta. Mazzini construye un thriller psicológico, plagado de atmósferas y climas, en donde el personaje central, atrapado en un laberinto sin salida, debe tejer redes de supervivencia que lo hacen conectarse con una serie de personajes que lo pueden salvar o hundir para siempre. Está en él tomar las decisiones correctas, asumir los riesgos más allá de los beneficios. César Troncoso, encargado de ponerse en la piel de Pedro, logra transmitir todas las sensaciones de inestabilidad, tanto familiares, económicas, sociales y afectivas, por las que atraviesa un personaje que como en El juego del calamar, debe ingeniárselas si quiere sobrevivir, claro que metafóricamente. Andrea Carballo, como su socia y ex pareja, a pesar de los reclamos y reproches, logra ser el contrapunto justo que el personaje y la historia necesitan para descomprimir la tensión reinante. Filmada en gran parte dentro de lo que sería la productora y otros espacios cerrados, Mazzini aprovecha las locaciones para crear claustrofobia, utilizar la cámara para encerrar al personaje dentro de su propia prisión, física y psicológica, y crear la sensación de laberinto en la que se encuentra inmerso. Como las recientes Culpable (The Guilty, 2021) o Forever Rich (2021), ambas disponibles en Netflix, 36 horas juega con el tiempo, pero en este caso, no para resolver un conflicto esporádico, sino para contar como es un día y medio en la vida de un hombre por un conflicto que lo acecha y la acechará.
Fallida transposición de la novela de Laura Alcoba Valeria Selinger dirige esta ficción basada en la novela "Manèges, petite histoire Argentine", de Laura Alcoba, sobre las vivencias de una niña en la clandestinidad durante los albores de la dictadura cívico militar que gobernó el país entre 1976 y 1983. Laura es una niña, hija de padres militantes, que en los albores de la última dictadura cívico militar, debe cambiar su identidad y refugiarse en la casa de unos compañeros de lucha de sus padres en La Plata. La casa, plagada de silencios, donde funciona una imprenta, que tiene una fachada para disimular de jaulas con conejos, se convierte para ella en una trampa de la que cree no podrá escapar. La historia original, que está narrada desde el punto de vista de Laura, una niña de 8 años, funciona (o debería funcionar) como una especie de cuento de terror sobre los años más oscuros de la historia reciente, donde lo que se ve y lo que se oye es como ella lo vivencia. Con esta premisa, que también se vio en Infancia clandestina (2011) de Benjamín Ávila, la historia tenía todos los ingredientes para ser atractiva. Pero no es así y la película se convierte en una sucesión de decisiones incorrectas, tanto desde lo narrativo como lo formal. Narrativamente no hay una apropiación del texto escrito. La directora y guionista sigue todos los lineamientos de la novela y la filma como tal. La película no tiene una identidad propia, no se diferencia y no consigue personalidad. Los actores, que es lo más rescatable, tratan de salir airosos frente a parlamentos demasiado literarios. Visualmente la imagen no ayuda para nada. No se entiende muy bien como quiso filmarla ni porque apeló a planos, que por momento están arriba de los personajes, mientras que por otros toman distancia de ellos, sin ningún tipo de justificación. La película se ve fea, uno podría pensar que quiso mantener la estética de la época, pero si es así esto no aparece reflejado en pantalla como sucedía con Rojo (2018) de Benjamín Naishtat, donde la búsqueda estética iba en concordancia con la época. La casa de los conejos es una película filmada y narrada como 40 años atrás, pero que tal decisión no funciona a favor de una elección estética sino en su contra. La película se ve grotesca, el sonido muchas veces no ayuda y hay escenas que tendrían que haber volado en la isla de edición. No solo no aportan nada, sino que le restan dinamismo y fluidez a un relato demasiado homogéneo y monocorde. Directora de documentales como Foliesophies (2006), James à Paris Plage (2004), Retournements d’une image figée (2020) y el cortometraje de ficción Le sixième, con Thierry Godard, el primer largo de ficción de la cineasta argentina radicada en Francia Valeria Selinger está plagado de buenas intenciones. Lástima que para hacer cine solo las buenas intenciones no alcanzan.
Adaptación cinematográfica de la novela de Samanta Schweblin Protagonizada por la argentina Dolores Fonzi y la española María Valverde, esta coproducción entre Perú, Estados Unidos, Chile y España, dirigida por la peruana Claudia Llosa, basada en la novela homónima de la argentina Samanta Schweblin, aborda temas vinculados con la maternidad, la amistad y las fuerzas de la naturaleza. La nueva película de la realizadora peruana Claudia Llosa, nominada al Oscar por La teta asustada (2009), es una apuesta arriesgada en todo sentido. Primero, por tratarse de la adaptación cinematográfica de la novela homónima de la premiada autora argentina Samanta Schweblin, también artífice del guion junto a la cineasta, segundo por el desafío de convertir un texto sumamente literario en cine, y tercero por tratarse de un thriller con toques de terror sobrenatural. Distancia de rescate (2021), estrenada en la competencia oficial del Festival de Cine de San Sebastián, es fiel a la obra de la también directora de Madeinusa (2005), cuya filmografía está atravesada por la creación de universos hipnóticos, atmosferas opresivas, realismo mágico y una sensibilidad particular para narrar historias vinculadas a los entornos femeninos. La distancia a la que se refiere el título es aquella que separa a una madre de su hijo, la que le permitiría o no salvarlo frente a una situación peligrosa. A partir de esa premisa surge una historia simple, pero plagada de giros narrativos que no develaremos por razones obvias. Una joven mujer, Amanda, llega con su pequeña hija a pasar unas vacaciones a un recóndito pueblo campestre ubicado en algún lugar de la Argentina. Al llegar a la casona veraniega conoce su vecina (Carola), otra joven madre con un hijo, que le cuenta un secreto que afectará a todos. Toda esta presentación ocurre con una voz en off presente que no narra lo que ocurre, sino que dialoga con uno de los personajes. Un cuento de terror, con brujas incluídas, que focaliza fundamentalmente sobre los miedos, pero cruzados con las relaciones maternofiliales y la destrucción del medio ambiente, con los vínculos y la perdida, con el fin y la permanencia, dentro de una historia plagada de símbolos, metáforas, leyendas urbanas, una poética y brutal puesta en escena, que le brinda el tono oscuro necesario, y un lenguaje que cruza géneros, modos y estilos de la literatura con el cine sin traicionar ni traicionarse.
Jean-Paul Civeyrac entre cinefilia y sueños de juventud Un personal e intimista retrato sobre la juventud, las relaciones, la literatura y el cine es la propuesta que el francés Jean-Paul Civeyrac (Mon Amie Victoria, Ni d’Eve ni d’Adam, Des filles en Noir) ofrece a través de "Una educación parisina" (Mes Provinciales, 2018), película que formó parte de la 68 Berlinale y del BAFICI. Etienne (Andranic Manet) llega a Paris, proveniente de Lyon, para estudiar cine en La Sorbona 8 y así desarrollar sus sueños artísticos. Atrás quedan su amor por la pequeña ciudad de provincia como el que siente por su novia. La ciudad no solo le depara un nuevo estilo de vida sino también nuevas amistades. Entre ellas, Jean-Noël (Gonzague Van Bervesseles), el introspectivo y callado compañero de clase que se enamora platónicamente de él, y Mathías (Corentin Fila), un magnético afrodescendiente, radicalizado y aspirante a cineasta que reniega sobre los gustos del público y no se guarda ninguna crítica frente a los trabajos realizados por sus colegas universitarios. Personaje con el que Étienne siente una terrible y obsesiva fascinación mientras, en paralelo, disfruta de los amoríos de la bella Valentina (Jenna Thiam), su primera compañera de departamento, y Annabelle (Sophie Verbeeck), una efervescente militante que lo introduce en el activismo político. Fotografiada en un sofisticado blanco y negro que le imprime elegancia y atemporalidad (está ambientada en el París de las dos últimas décadas del siglo pasado pero bien podría suceder en el presente), Una educación parisina se divide como un libro en cuatro capítulos (“Un pequeño castillo de bohemia”, “El iluminado”, “Una chica de fuego”, “El sol negro de la melancolía”) y un epílogo que le permiten a Civeyrac estructurar la evolución (e involución) del personaje a través del periodo de tiempo estudiantil, y lo hace apelando a un relato compuesto por un sinfín de citas cinéfilas (Serguéi Paradjanov, Marlen Kutsiev), discusiones vinculadas al mundo del arte, y referencias literarias (Novalis, Flaubert). Nada que no hayamos visto en películas francesas de Philippe Garrel, Olivier Assayas o Arnaud Desplechin, pero, la diferencia es que en Una educación parisina, cuyo título original Mes Provinciales referencia a la obra homónima de Blaise Pascal, todo ese bagaje intelectual no ahoga la trama, sino que funciona como complemento para que pueda tomar otras bifurcaciones, abrirse hacia otros temas, caminos mucho más sustanciales y complejos narrativamente. Civeyrac ofrece una historia hipnótica, que como Etienne va mutando a través del tiempo. Ni el peronaje ni la película son los mismos después de los 135 minutos de metraje, y ese cambio es producto de un director capaz de tomar las decisiones correctas a través de una feroz puesta en escena, un pulso narrativo al que nunca la tiembla la mano y un agudo desarrollo de sus personajes. Sin concesiones, pero con una mirada romántica y melancólica.
Una comedia documental de Alejandro Vagnenkos y Víctor Cruz Insólito documental sobre el amor que bucea en la intimidad de parejas que cumplieron 50 o más años de casados. El cine documental por alguna extraña razón siempre está más ligado a lo social o biográfico que a otro género. Resulta casi una entelequia encontrar una propuesta de no ficción que sea abordada desde la comedia o el humor, incluso cuando el objeto retratado está vinculado de manera directa o indirecta con tales características. Existen ciertos formalismos de los que si uno se sale supondría una especie de traición. Dorados 50 (2021) resulta una agradable sorpresa dentro de un formato al que muchas veces le cuesta correrse de ciertos cánones preestablecidos. Alejandro Vagnenkos cumplió los 50 y comienzan los replanteos. Sus padres también cumplieron 50 años de casados y entre las diferentes preguntas que lo interpelan se encuentra una que lo llevará a encontrar (o al menos lo intentará) la respuesta en la realización de un documental ¿cómo es posible que algunas parejas persistan en el tiempo y puedan estar toda una vida juntas? A partir de esta pregunta Vagnenkos y Víctor Cruz construyen una película sobre el amor que le escapa a todos los lugares comunes del documental y más que encontrar una respuesta a la pregunta inicial, Dorados 50 termina reivindicando al amor eterno en épocas donde todo es efímero, veloz y cortoplacista. Desde la primera persona y a través del recurso de la entrevista a parejas que llevan 50 o más años juntos, exceptuando un par de casos puntuales, el cine y la experiencia de vida se cruzan con el amor en un documental atípico, que invita a reflexionar, pero con una mirada descontracturada, jugando con géneros habitualmente ausentes en este tipo de propuestas como la comedia romántica o el humor ácido, y con un optimismo insólito para los tiempos que corren.
Un bodrio que espanta hasta los más fanáticos Si hay películas que son innecesarias sin dudas “After. Almas perdidas” (After We Fell , 2021), y toda la saga en sí, lo es. La tercera parte de la historia almibarada creada por Anna Todd es tan vacía e inconsistente como melodramática. After. Almas perdidas retoma las vidas de la pareja conformada por Tessa (Josephine Langford) y Hardin (Hero Fiennes Tiffin) que, a pesar de todo el amor que sienten y la pasión sexual desbordada que viven, deben enfrentar nuevas dificultades en su inestable relación para demostrarse que están hechos el uno para el otro. Una continuación donde, salvo el dúo protagonista y la madre de Hardin, fue sustituido todo el elenco por otro que, sin ningún tipo de prurito, en nada se le parece al anterior. Una señal de que nada importa y todo es lo mismo. En esta tercera entrega, Tessa se gradúa y se prepara para mudarse a Seattle tras un ascenso en la editorial Vance Publishing. Hardin, con sus tatuajes y adicciones, se resiste a trasladarse con ella y le ofrece vivir juntos en Londres. Mientras tanto, reaparece el padre de ella tras diez años sin recibir noticias. Aunque intenta reconectar, finalmente hace buenas migas con Hardin, con quien no solo comparte el amor por Tessa, sino también por el alcohol. Vacía en contenido, mal actuada, y filmada como una película televisiva de los años 90, con mucho lujo y sin conflicto, la realizadora Castille Landon recurre a una serie clisés y estereotipos que vuelven todo aún mar burdo y obvio que lo ya visto en las anteriores versiones. La historia, destinada a un público adolescente, subestima al espectador de una manera más que elocuente y le ofrece un melodrama insostenible desde lo narrativo y carente de cine en lo formal. Ni siquiera el componente sexual está explotado en toda su dimensión y aparece forzado dentro de una historia que lo necesita como protagonista. Decir que a After. Almas perdidas le faltan ambiciones sería faltar a la verdad. Pues si que las tiene: una ambición desmedida por recaudar en base a un producto tan mediocre como irreverente.
Un encuentro epistolar de Cinthia Rajschmir "Cortázar y Antin: Cartas iluminadas" (2018), ópera prima documental de Cinthia Rajschmir, gira en torno al intercambio postal que mantuvieron el escritor Julio Cortázar y el cineasta Manuel Antín entre 1961 y 1975. Manuel Antín fue el mayor adaptador de la obra de Julio Cortázar en la pantalla grande, forjando una estrecha amistad con el escritor con quien durante años cruzó cartas entre Buenos Aires y París. Filmó tres películas basadas en sus cuentos y tuvo el privilegio de recibir los originales de "Rayuela" para entregarlos a la editorial Sudamericana. La cifra impar (1962), basada en el cuento "Cartas de mamá", se convirtió en su debut cinematográfico. Luego rodó Circe (1964) e Intimidad de los parques (1965, sobre "Continuidad de los parques" y "El ídolo de las Cícladas"). El intercambio epistolar en el que ambos se manifestaban su mutua admiración se extendió entre 1961 y 1975. Antin reunió esa correspondencia en una edición personal, "Cartas de cine", que luego integró los tomos de las "Cartas" editada por Alfaguara y que ahora Cinthia Rajschmir utiliza como eje central de su película. Cortázar y Antin: Cartas iluminadas está atravesada transversalmente por esas misivas que cruzaban el Atlántico para no solo reconstruir la relación entre el escritor y el cineasta sino también para desandar detalles sobre la transposición cinematográfica de cada uno de esos cuentos. A lo largo del metraje, Antin relata anécdotas que sellaron esa amistad como aquel día que vieron juntos La cifra impar a solas en un laboratorio de Buenos Aires, y en el que Cortázar la dice golpeando su hombro “pibe, entendí mi cuento'". También aparecen referencias a la adaptación de Circe en un trabajo codo a codo o sobre las discusiones que mantuvieron a raíz de Intimidad de los parques, porque en lugar de ambientarla en Grecia se filmó en Machu Picchu (Perú). La directora apela a los testimonios del propio Antín, su mujer, la escenógrafa Ponchi Morpurgo, las actrices Dora Baret y Graciela Borges, o el DF Ricardo Aronovich, entre otros, para armar la trama, pero la pieza fundamental de la película resulta una audiocarta del propio Cortázar a Antín que oficia como punto de vista del escritor. De esta forma Cortázar y Antin: Cartas iluminadas, como un rompecabezas audiovisual, se completa y le da forma a una amistad literaria y cinematográfica sostenida a través del intercambio epistolar, ya que ambos solo se veían cuando el cineasta viajaba a Europa o el escritor visitaba la Argentina.