"Tres D", de Rosendo Ruiz Se trata de una película en la que los vencedores son los actores, pero no por ellos mismos sino por la convicción del proyecto a nivel general. Cruce entre documental y ficción que se instala en el festival de cine de Cosquín como marco, “Tres D” propone un cine con juego, que se interesa genuinamente por todo lo que ve. En ese sentido, aunque se perciba la influencia de un guión sobrevolándolo todo (nada muy distinto a lo que plantea Gustavo Fontán en pantalla cuando lo entrevistan; si se presta atención, se puede ver cómo el film dialoga en acuerdo y de a ratos desacuerdo con todos sus testimonios), estamos ante una película que apuesta al descubrimiento en cada plano. Ficción documental al fin, pero con los ojos bien abiertos en ambos registros. Es así que vemos escenas que parecen haberse alargado y momentos documentales que podrían haber quedado afuera pero entraron en el corte final. Estas son mis percepciones personales, pero no cabe duda que “Tres D” es siempre más una obra en proceso que algo acabado; y teniendo en cuenta esto, me animo a proponer dos ideas que no sé cuánto se posarán en las visiones de los críticos (porque sí, el film dialoga fluida y fuertemente con la crítica, como pocas veces se vio en el país. Es algo que al BAFICI le cae perfecto y hace que la obra cordobesa esté, en el festival, como en casa) o si congenian con Rosendo Ruiz. Más que ‘fresca’ u ‘original’ (adjetivos que seguramente se verán mucho al leer sobre “Tres D” –el primero lo usó el director del festival al presentar el estreno-) me resulta una película ‘querendona’, ‘afectiva’; que habla sobre la verdad y otros conceptos y aunque pierde algo de eso en su camino, lo hace a cambio de un profundo amor por su universo y criaturas que trasciende muchos reparos. Quizá Ruiz sea consciente de esto. No sé si estará de acuerdo, sin embargo, con que su film no sea después de todo una historia de amor en el sentido en que aparenta serlo. Lo dice la sinopsis y lo dejan entrever algunos diálogos, pero no es central y no es, en ninguna forma en que pueda pensarse –incluso tomando en cuenta los géneros y sus códigos-, un romance. Y no porque sea uno atípico, sino porque no lo es, o a mí no se me hubiese ocurrido por lo que veo en pantalla. A lo sumo es la posibilidad de que entre dos amigos pase algo una vez. Las dos cosas no son lo mismo.
“En el tornado” es una película que presenta sus atractivos desde su temática (los tornados) o desde el género (cine catástrofe) si se quiere, no desde sus actores. Sin embargo tiene buenos actores. Los tres protagonistas adultos –trabajadores esencialmente de la pantalla chica- nunca vieron su nombre en un póster, en letras grandes, y es por eso que entienden la importancia de defender con uñas y dientes papeles como los que esta vez les tocaron en suerte. (La bella) Sarah Wayne Callies, Matt Walsh y Richard Armitage: lo hicieron bien, más no será esta la película que les permita dejar una huella en el cine. Tornados dijimos. Eso sí lo recordaremos, si ya no lo deja lo suficientemente claro el título del film. Por lo demás, la historia es irrelevante, porque el guión (John Swetnam, de pocos créditos anteriores) y el director (Steven Quale, de pocos créditos anteriores) así deciden que lo sea. Por un lado, un cazatornados y su equipo documental, conformado por un asustadizo joven y una madre soltera y trabajadora, esperando filmar la mayor tormenta de la historia. En el medio, desperdigados, los dos ‘comic reliefs’ menos graciosos del año. Por otro lado, dos hermanos que cursan en una secundaria en la que su padre, viudo y distante, es vicerrector. El evento del día es la graduación de quinto año, que ellos filmarán. Se imaginarán qué es lo que debe pasar para que estas dos líneas dramáticas se crucen. No me gusta escribir así, haciéndome el listo, y generalmente este tipo de previsibilidad no me molesta en una película…si algo interesante esta sucediendo en medio de ella. El cine muchas veces trabaja sobre argumentos y resoluciones que el público espera de antemano, pero las buenas películas son aquellas que no ponen el acento en el qué sino en el cómo. “En el tornado” vendría a ser puro ‘qué’. Basta con leer el párrafo anterior en el cual, haciéndome todavía el sabelotodo, dejé entrever algunas subtramas que el film amaga con desarrollar, dejándolas por completo en la superficie. Esa falta de desarrollo a mí particularmente me molesta. No porque le reste efectividad a una película cuyo mayor –y único- mérito es meternos donde indica su título, sino porque impide toda conexión con las personas que allí están metidas. Los personajes, que no son pocos, no nos interesan porque no le interesan a quienes nos los están mostrando. Cambian de decisión en cuestión de segundos y se apegan emocionalmente apenas se conocen para poder justificar diálogos sentidos que vendrán posteriormente. Aparecen y desaparecen como si nada, como los cinco autobuses que huyen del colegio con cientos de personas y que diez minutos después se convierten en veinte personas sin que nadie se preocupe por mostrarnos qué pasó en el medio. Cabe agregar que también es molesta la forma en que nos muestran a estos personajes. Dado que por un lado hay un equipo de filmación, en el medio unos aficionados que quieren ser famosos por YouTube y por otro dos hermanos que filman, la película intenta sostener todo el relato contado desde cámaras que verdaderamente estén filmando en el momento. Lo cual habilita el recurso de la cámara en mano, el zoom, las manchas de agua en la pantalla y demás cuestiones. Todo este dispositivo no hace más que entorpecer el realismo del relato –porque la cámara se sitúa en lugares imposibles y le quita fluidez a los personajes y sus acciones, y porque en varios planos, comprendemos que nadie puede haber filmado tal cosa- cuando lo que pretende es absolutamente lo contrario. Generalmente este tipo de planteos formales no me hace ruido, pero en una película donde todo lo otro que está ocurriendo no me resulta atractivo en lo más mínimo, concentro mi atención sobre eso y le veo los hilos y la paso, lisa y llanamente, mal.
La India es fascinante. Nunca estuve allí, pero el cine de Hollywood me la ha presentado una y otra vez. Las tramas cambian, aunque lo que queda intacto es el componente mágico que viene con lo exótico del lugar. Y cuidado, que con Francia sucede algo similar, pero cabría aventurar que sólo la exoticidad de uno de estos países es a prueba de balas. “Una aventura extraordinaria” no fue hace nada; “Slumdog Millionaire” ni tanto. Este año tuvimos “Un golpe de talento” y yo escribí sobre el manual del éxito y la fórmula bien llevada a cabo. Había algo de trazo grueso en los estereotipos étnicos, pero la frescura de los protagonistas y la solvencia de los secundarios menguaban la falencia. Además, películas como esa tienen la dosis justa de emoción. Pero Lasse Hallstrom…no podemos pretender que no hay una ‘marca Lasse Hallstrom’ en Hollywood, y allí donde los demás se detienen en la eficacia, el sueco aprieta el tornillo en busca de la emoción. No importa si el film ya llegó a su pico emotivo, para él siempre hay algo más que vale la posibilidad de una lágrima. No es una crítica negativa. Sus herramientas son nobles, y yo mismo puedo reconocer que me ha engañado (elegantemente) en sus films más exitosos (“Chocolat”, con una radiante Binoche y con lo éxotico a flor de piel) y los menos vistos (la olvidada “Un amor, dos destinos”). Seguro que ese extra de cursilería tuvo sus traspiés (el perro y Richard Gere, notablemente), pero nada le impide seguir intentando. Con 2 horas de metraje y 30 minutos de sobra, “Un viaje de diez metros” cumple su cometido: que nos compenetremos con lo que se nos está contando y que queramos un final feliz, aún notando la incoherencia y las libertades que nos conducirán hasta allí. Dicho esto -y para insistir con Hallstrom- me parece que se trata de una película en la que, para lograr los objetivos, el director se vuelve más que los actores. Se hace cargo de todo, y delinea un recorrido en el que conocemos a los personajes rápida, bruscamente, con trazos gruesos, pero los compramos. Una familia que huye de India ante la destrucción de su restaurante; padre viudo, dos hijos que daría lo mismo si no están, y el tercero, más joven y talentoso: el chef Hassan (Manish Dayal). Llegan a Francia, el auto se les avería en un pueblito y la mujer más bondadosa del mundo, Marguerite (interpretada por la deliciosa Charlote Le Bon que es la versión fílmica de mi amiga Mili Villareal) les da de comer. Abruptamente una dama (Helen Mirren) aparece en plano y pregunta quiénes son esos inmigrantes que terminarán instalando su restaurante de comida hindú en frente del prestigioso restaurante que la dama en cuestión maneja…donde también trabaja Marguerite. ¡Es un cuento de hadas! ¿No están de acuerdo? Hay otros personajes tan instrumentales como los dos hermanos de Hassan, que están allí sólo para hacer ‘tal cosa’ (tomemos el caso del chef del restaurante de Helen Mirren, por dar un ejemplo) y nada más; pero mejor que sobre y no que falte cuando todo transcurre básicamente en un único escenario (la calle que enfrenta los dos locales) y la abundancia de personajes contribuye al componente exótico que venimos mencionando desde el comienzo. Así, el marco contenido, acotado, favorece los aires de cuento de hadas, enriqueciendo las interacciones entre los dos bandos que la película enfrenta constantemente. El choque cultural es la clave y tiene que lucirse; es un elemento que nunca decepciona. No sé cuántas críticas hablaran de Helen Mirren y de cómo se la banca. Es sabido, y la queremos todos, pero creo que en esta ocasión los actores se vieron limitados por un guión que les otorgó personajes poco complejos para trabajar; y un realizador que, sin quitarles toda posibilidad de expresión, prefirió utilizar esa simpleza en pos de sonrisas y lagrimas. La historia se puede contar (yo la deslicé por ahí), pero “Un viaje de diez metros” termina por ser más un cúmulo de momentos –emotivos todos, tamizados por los sabores y olores de toda la comida que vemos en pantalla- que una trama completa a reconstruir. Momentos que tienen más de fantasía que de realidad. No digo esto de forma negativa, sino tratando de comprender cómo la película se presenta ante nosotros, y lo que pierde y gana por elegir ese camino.
No todos los actores jóvenes de Hollywood actúan bien, y no todo el que sorprende alguna vez es capaz de sostener un alto nivel. Son varias las circunstancias que juegan para analizar esto, pero el talento es la clave salvadora. Sobre Chloe (Grace, siempre me olvido) Moretz, cuando “Hugo”, escribí –y me estoy citando-: “Ella es "the real deal". Su mirada transmite muchísimo y todo el tiempo tiene la inteligencia de que su presencia en un plano nos revele que no está para la joda”. Dos años anos después, hoy lo repito al ver que puede sostener una película ella solita. Esto es, hacerla digerible, que podamos terminar de verla. Es que “Si decido quedarme” es una suerte de calvario: maneja con justa sobriedad el primer impacto dramático (que es el accidente automovilístico que pone a la protagonista en un estado entre la vida y la muerte para que pueda decidirse por una de las dos…no es ‘spoiler’ porque está en el trailer) y luego desborda constantemente. Clip tras clip, flashback tras flashback, el montaje frenético y la banda sonora en la escamoteada escena de sexo (“Halo” de Beyoncé en versión acústica, aunque los personajes no tengan nada que ver con ese género musical) nos dejan en claro que no pretende ser más que una de amor adolescente, un subgénero explotado este último lustro cuya línea temporal de buenos exponentes podría comenzar con el primer “Crepúsculo” (2008) y cerrar con “The Spectacular Now” (2013). En el medio un poco de todo, más malo que bueno. El director R. J. Cutler no se guarda recursos y mantiene apretado el boto de “escenas lacrimógenas”, siguiendo un guión cuya estructura de saltos temporales persigue enfocarse sólo en el romance (¿acaso no hay nada más para contar?), sin agregar siquiera una subtrama de mínimo interés o un personaje secundario memorable. No hay desarrollo ni matices, todo avanza sin mayores sobresaltos hasta su esperado final; y esto es lo que hace más valiosa la labor de Moretz, que logra ponerse, actoralmente, encima de las múltiples falencias del film. Tampoco nos engañemos y reconozcamos que, por más talento que la joven derroche, no alcanza para que se trate de un mejor producto. No la puedo recomendar, pero entiendo que el público de estas películas ya sabe cómo terminan. Ellos son los que van al cine luego de haberse tragado la saga entera de vampiros, aliens adolescentes y las estrellas (este film también está basado en una novela). Y lo viven con emoción de todos modos. No les importa. Quizá al menos debería empezar a importarles quién es Chloe Moretz: una inspiradísima actriz que resuelve estos papeles con una intensidad que hoy rara vez asoma en su generación a ese nivel de exposición. Y que les importe acá (en USA ya es una superestrella), así descubren otras películas mejores que “Si decides dejarme”, como cuando alguna vez bajaron la filmografía de Kristen Stewart y vieron que Bella Swan es un poroto al lado de todo lo que la piba elige hacer. Porque tiene con qué. Igual que Chloe.
"Una fiera que espera salir" Te quedás maquinando, digámoslo coloquialmente. El planteo es claro y universal: todos podemos perder el control; todos tenemos una fiera que espera salir. Lo salvaje habita en nuestra naturaleza y estos relatos ilustran esta condición a la perfección, pero la pregunta de fondo es cómo algo en apariencia tan obvio se calza el traje de la grandeza (que, digámoslo también, le queda de pelos). Ahí es donde uno entiende que Damián Szifrón, aunque sin estrenar un film durante largo rato, ha estado encima del panorama del cine nacional y su proyección/crecimiento como pocos realizadores pueden jactarse de hacerlo. No olvidemos en esta ecuación que Damián es un hombre comercial; un artista, claro, pero un entretenedor de grandes públicos también. Desde este señalamiento, el casting de “Relatos salvajes” es un trabajo milimétrico que va de las figuras que mejor entienden la cámara (qué interesante hubiese sido verlo a Francella aquí) hasta nombres clave del panorama independiente reciente (poner a Germán De Silva como casero no es arbitrario). Todos precisos, todos concentrados (con esto último me refiero a que están focalizados en su trabajo, pero también lo digo porque la película delimita muy bien el tiempo y el espacio de cada relato, logrando una tensión sostenida en todo el metraje). Dos comentarios actorales que se me hace imposible dejar pasar. 1-Quizá Erica Rivas sea de las pocas actrices –si es que no es la única- nuestras que pueden sostener “cine” sin desbordarse en una escena de alta intensidad emocional que la filma en primer plano. Ojo, que cuando el plano se abre y se vuelve general hay una libertad de la cual se podría aprovechar, pero Erica jamás se confía. 2-Ricardo Darín está entre los pocos actores que pueden “comentar” con un leve movimiento de cabeza algo dicho por otra actriz sin que parezca un gesto de más o sencillamente una acción mal actuada. Sí, el mejor relato es el de Darín (espero que quede claro que no es mi intención contarles absolutamente nada sobre lo que sucede en la película), pero no porque él sea un gran actor, sino porque es el que toca más puntas, permite mayor juego audiovisual (el uso, en diálogo y forma, de las redes sociales, es un encanto), despierta más lecturas y tiene muchos climas de género, que es algo que Szifrón adora y maneja a la perfección. Del párrafo anterior la palabra clave es “juego”. El director conoce el lenguaje cinematográfico y juega con él sin respiro. No es en todas las críticas que uno puede escribir que se imagina al director disfrutando plenamente de la realización de su obra. Y cuidado, porque es este mismo juego el que habilita un toque de exageración. En este sentido, y para no ser ajeno a la polémica, seamos inteligentes a la hora de comparar el clima de “Relatos Salvajes” con la situación del país. Lo dijo Szifrón en la conferencia de prensa: la ‘crispación’ es algo que siempre está. En todo caso, el tono disparatado de la película hace crecer la violencia, ayudando a reflejar algo que ya sabemos y que reflexionaremos como tantas otras veces, ni más ni menos. Estamos yendo a ver cuentitos. Cuentitos coreografiados (la puesta en escena es obsesiva en cada uno, pero el relato de Sbaraglia gana la partida porque se desarrolla al aire libre y aún así el director encuadra como mostrando una fábula), cuentitos violentos. Lo del cuento sostiene también la no especificación de lugar…un restaurante, un avión, una carretera, un salón, una casa. Ahora sí lo que siempre planteo. Ahora sí estamos en Argentina pero no; no es lo importante: y “Relatos Salvajes” se sitúa en una tierra de nadie maravillosa y está perfectamente justificado. Y también hay género(s). Es un rejunte pero bien diagramado de un director que sabe lo que quiere, que puede hacer seis cortos distintos, que no están conectados, que podrían ser más breves o más largos, que se van de tema, que son desmedidos; y que acaban volviéndose película. Y no le podemos reprochar nada. Ni un “pero” le podemos decir. “Relatos Salvajes” es de todos, y todos la van a poder ver.
Escribiendo sobre “Blue Jasmine” recordé lo desaprovechada que está Rachel McAdams en “Medianoche en París”. Dueña de una belleza clásica y de una sonrisa de múltiples matices, McAdams nació para interpretar a “esa mujer que te cambia la vida”; y ese es el papel que le toca en “Cuestión de tiempo”. El nuevo film de Richard Curtis es uno de los mejores estrenos del año y a mí me desliza dos recordatorios principales que hago extensivos: a) La comedia romántica puede ser genial; de hecho, lo es cada vez que Curtis dirige la batuta; y b) En consecuencia, luego de ver esto es necesario revisar su obra para revalorizarla y engrandecer esta película aún más. “Cuestión de tiempo” es sin duda la película más madura del director. Para no ponerle tanto peso a esta expresión, es justo decir que en esencia se trata de una historia de amor más (chico conoce a chica, se da cuenta que es el amor de su vida y aprovecha la capacidad que tiene de viajar en el tiempo para asegurarse de pasar el resto de sus días a su lado), que puede que Curtis no esperara que le saliera así de bien y que hay una cuota infaltable de cursilería –un rosa que lo inunda todo- que puede perdonarse si consideramos la herencia del género. Ahora, a pesar de que el director redobla la apuesta, apuntando a una mayor búsqueda temática y una amplitud y comprensión emocional de las relaciones interpersonales (el film no trata únicamente la pareja romántica y le da un enorme lugar a los lazos familiares), comedia romántica al fin, nos encontramos aquí con situaciones muy graciosas. Y esto es clave: lo cómico en “Cuestión de tiempo” no está explotado. A diferencia de gran parte de la comedia hollywoodense, la puesta en escena no acompaña ni remarca estos momentos con primeros planos o planos de reacción. Son consecuencia natural de las conversaciones; la película no está a la espera de eso y no tiene que estarlo el espectador. De este modo también se desperdician menos chistes. Dos de las comedias más ‘grandes’ de este año, la tercera parte de “Qué paso ayer” y la de los “Miller”, cargaban ametralladoras con chistes, muchos de los cuales no daban en el blanco haciendo que el efecto cómico perdiese efectividad. Un halo de belleza y calidez invade la película y creo que en parte tiene que ver con la selección musical. Los instrumentos melódicos le ganan a los percutidos; los tonos mayores a los menores; las letras pocas veces son tristes aunque puedan serlo los momentos; muchas veces hay un silencio tremendo. Estos recursos, sumados al minimalismo de los personajes, meten al espectador en un verdadero trance. A través de ese minimalismo la película explora su planteo sobre las claves de la vida: aprovechar cada minuto, mirar profundamente al otro, acompañarlo y estar allí a veces sin siquiera decir nada. Querer, amar mucho y decirlo todas las veces que sea necesario. Películas como esta siguen desmitificando aquello de que los ingleses son fríos y distantes. Y no le den tanta vuelta a las reglas del viaje en el tiempo. Explican pasajes importantes de la trama pero no hay que enredarse. Es mejor pensarlas como excusa de las constantes elipsis que se ponen en juego. El tiempo pasa, y se va. Esta película lo sabe.
“Sigue el procedimiento, y no fallarás”. Así debe rezar algún mandamiento sobre la eficacia cinematográfica que los encargados de este film seguramente tomaron en cuenta antes de poner manos a la obra. “Un Golpe de talento” dista de ser perfecta, pero se posa sobre un género que suele ser infalible; y tiene el plus de la magia de Disney. Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que vi “Angels”, con Christopher Lloyd cuidando a los beisbolistas desde el cielo. ¿Algo más reciente e igual de conmovedor? “Moneyball”. El misterio con el béisbol permanece: no lo entendemos (yo viví en Venezuela, estuve en un campo, como parte del público viendo partidos…créanme, es chino) pero el cine nos lo acerca desde el irresistible lugar del “underdog”. Más o menos conocido, regresando a las canchas o recientemente descubierto, siempre hay un Rocky Balboa listo para que lo alentemos, y eso permite que las tramas se desdoblen y que el espectador deposite una dosis de esperanza en múltiples sitios. En “Un Golpe de talento” los condimentos son muchos: hay negocios, romance, diferencias culturales (el film cuenta la historia –real- de dos jóvenes hindúes que fueron llevados a USA a jugar béisbol tras ganar un concurso), una idea de familia y un sueño imposible. Digamos mejor improbable. No nos gustará por igual el desarrollo de cada una de estas líneas (¿realmente van a ser tan torpes los chicos? ¿Tan incapaces de adaptarse? Quizá el guión no debió insistir tanto en este aspecto), pero en definitiva se trata de gente que, en cada paso del camino, tiene todas las de perder. Y el público va a querer verlos ganar, aún cuando la resolución pueda ser la más predecible de todas. Compramos sueños si la venta es buena. Así comienza el film: con JB Bernstein (Jon Hamm) practicando el discurso (‘speech’) para lograr que un jugador de fútbol –americano, ojo- firme con su agencia. Y quizá sea hora de refrescar esto de la buena venta (el “good pitch” que, en inglés y en una película sobre béisbol tiene un doble sentido riquísimo). Porque vender sueños no es tarea fácil. Si tomamos este paquete como ejemplo, veremos que se trata de un esfuerzo preciso y delicado. Los actores hindúes están bien elegidos. Hablan su idioma y también el inglés y la transición no hace ruido. Por otro lado, no puede ser este un film de superestrellas porque se corre el riesgo de dejar de creer. Aunque hay mega actores a los que siempre les compramos todo -hace poquito estrenó peli Tom Cruise, como para que se fijen-, digamos que Jon Hamm es un tipo que todavía puede transmitirnos frescura y un dejo de “adorabilidad” (no está en el diccionario la palabra). Como contraparte femenina, Lake Bell tiene una cualidad similar. ¿No la ubican? Ahí está Google, van a ver que ‘la tienen’. No está en tooodos lados todavía. Así como los buenos actores de carácter, que no agarran cualquier secundario que les caiga sobre la mesa. Alan Arkin y Bill Paxton están aquí. Es cuestión de ver lo que eligen rodar, de verlos trabajar. Paxton no hizo mucho cine en los últimos años, y Arkin nunca resta. Pero hay que saber pararse y no restar. Por eso, hay que saber vender un sueño. Y de eso se trata “Un Golpe de talento”.
Primera cuestión a señalar: interesante decisión comercial estrenar una película nacional en la semana de comienzo del BAFICI. Veremos cómo le va a esto que a fin de cuentas es un vistazo. “Betibú” es un vistazo a un género que con liviandad de hace de las mejores herramientas para contar su historia: protagonistas y secundarios magnéticos y una intriga que se sostiene hasta el final aunque la recompensa no sea tan satisfactoria (quiero decir que, para ser ‘una de misterio’, deja mucho que desear; pesa mucho la necesidad de un final descollante y no se da de esa forma). La estrella es Mercedes Morán –siempre firme, ni un gesto de más- y su Nurit (Betibú es el apodo, con una explicación que se hace esperar y tampoco deslumbra) es el centro del relato, que la va de un asesinato y su resolución. No hay mucho más que eso, en otra muestra del síndrome ‘episódico’ que el año anterior trajo “Séptimo”. Aunque se hurgue en el pasado, la narración se siente efímera. “Tesis de un homicidio”, por traer un ejemplo, tenía una complejidad aparte y una profundidad en el trabajo de los personajes que sostenía la historia, sin que pareciese “otro caso más en el capítulo de hoy”. Miguel Cohan ya había transitado algunas de estas zonas en su ópera prima (“Sin Retorno”), pero más allá del planteo abierto en el final, se trató de una película demasiado correcta. De género, pero sin tanto riesgo. Esto sucede porque en Argentina el cine de género industrial está ganando espacio pero todavía se toca de costado. Así era “Sin retorno”, así fue Bielinksy y, aunque hay raras avis acertadísimas como “La corporación”, quizá esa sea la mejor manera. Porque otra vez vuelvo con esto: el tocar de costado permite trabajar el elemento local; tocar de lleno lo descuida, más si se trata de una coproducción (nota al respecto: hace menos ruido el acento de Ammann si se lo justifica como español que si se pretende que sea argentino). “Betibú” en este apartado es, dijimos, un vistazo al género policial. Sin embargo, el crimen como disparador inmediato, los escenarios (el detrás de escena del diario, la policía, el trasfondo de la corrupción y el poder) y la precisa música de Federico Jusid dan cuenta de un trabajo asentado en el género. Entonces, aunque pueda ser intencional, lo que nos queda es un mundo de fantasía: countries, sucuchos, chacras y escuelas desiertas, donde los rastros de Argentina aparecen en las expresiones de un arsenal de actores de primer nivel –todos con sus manías buenas y malas- y el saber que se está adaptando a la pantalla una novela de una escritora nacional. Pero estas son cosas extracinematográficas; aunque parezca, esta información no está EN la película. De hecho, “Betibú” es tan de género y tan industrial que es como Hollywood en Argentina; eso que pasa cuando se reúne a un elenco estelar y que aquí no se ve seguido como en este caso. Un desfile de nombres importantes que hacen lo que saben hacer y un director que, ante el presupuesto del film y las expectativas, se muestra medido, contenido. Como si fuese no una película DE Miguel Cohan sino más bien una DIRIGIDA POR él. Y eso es exactamente lo que reza el póster del film.
¿De cuántas formas puede llevarse a la pantalla un hecho bíblico? Solemos tomar las historias de la biblia como algo dado. Se han retomado tantas veces, simplificándose a su mínima expresión, y si no somos estudiosos de la cuestión tenemos en la cabeza trazos muy gruesos. Esto vale tanto para la vida de Jesús como en el caso de Noé y su arca. Y digo esto porque el último film de Darren Aronofsky tiene algo de la osadía que tuvo el acercamiento que Mel Gibson hizo con “La pasión”. No se trata de una puesta tan gráfica y literal; Aronofsky se ve más seducido por lo alegórico y onírico –lo que explica algunas de las libertades que se toma respecto del texto original- pero el relato está trabajado con suma seriedad. Cabría preguntarse si con demasiada. El elenco, soñado, tiene a Russell Crowe como Noé, una Jennifer Connelly que se luce mucho y aportes de lujo de Anthony Hopkins, Ray Winstone, Logan Lerman y Emma Watson. Los dos jóvenes actores -superestrellas para su corta edad- vienen de compartir cartel en “Las ventajas de ser invisible”, donde los papeles les calzaban perfecto. Personalmente, no los hubiese imaginado atacando tal grado de solemnidad a esta altura de su carrera, y aunque esperé descolocarme o tentarme, ambos son tan buenos que eso no sucedió. Lo concreto es lo siguiente: Aronofsky trae una “Noé” épica, sufrida, lenta y dramática hasta la médula que -una vez más- no es exactamente lo que vende su trailer, pero tiene como aliado al infalible 3D. El formato saca a relucir los paisajes y destaca el elemento onírico del film. Por otro lado, entre tanta solemnidad el director intenta mantener viva la noción de lo que sucede como si fuese un simple cuento. No se trata de quitarle a los diálogos profundidad y simbolismo -un camino evidentemente inquebrantable para la película- sino de reconocer que la síntesis y los esquemas son necesarios a la hora de explicar el mundo. Este Noé es un dedicado padre de familia (un cruce tribal entre cavernícola y chamán) que, por más conectado que esté con la tierra y el cielo y, aunque le haya tocado una misión importante, tiene que contarle a sus hijos el cuentito. Ellos tienen que entender en qué consiste salvar el mundo…y la Creación, y Adán y Eva, y la manzana. A eso iba al comienzo de la crítica: todos sabemos ‘de qué va’ la cuestión, pero muchas veces tenemos una idea general que olvida las particularidades. En esos detalles está la riqueza de estas vivencias y entiendo que, aún en medio de una superproducción, el director busca rescatar algo de ese espíritu (con licencias, ya se dijo también). Pero es todo muy denso, pesado, intenso, y por más que sea loable la intención, es imposible dejar de pensar que el camino pudo haber sido otro. Se estrenó en un feriado, pero si compite con una de terror y con “Betibú”, lo más lógico es que se posicione al tope de la taquilla. Aunque no sea realmente una buena película.
Nos encontramos ante el primer drama de Jason Reitman, y no es que el director no haya filmado temáticas serias, sino que siempre se tomó las cosas con soltura y el terreno de “Aires de esperanza” es pesado. Hay una mujer sola y deprimida (Kate Winslet) con su pequeño hijo (Gattlin Griffith) hasta que de pronto irrumpe en su vida un fugitivo de la cárcel (Josh Brolin). Una vez más, el trailer engaña. Esta no es sólo una historia de amor y aunque el final endulce un poco las cosas, Reitman logra no juzgar a ninguno de sus personajes. No nos obliga a ponerlos en tal o cual lugar y es el público el que dará su opinión en un film que transita un dilema moral. Lo que perjudica a la película es lo que debe entregar Reitman a cambio. La soltura le trajo al director la ausencia del subrayado; la facilidad para esquivar lo literal. Podríamos atribuir esta cualidad a los ingeniosos guiones de Diablo Cody (“Juno”, “Young Adult”) que tan bien supo filmar, pero “Aires de esperanza” no es la primer adaptación que Reitman hace de una novela. En “Up in the air” manejó un tono predominantemente ligero que emocionaba de a ratos. Bueno, es como si aquí se hubiese llevado a cabo la operación contraria pero olvidando el “de a ratos”. Se me hace que no hay descanso en la pantalla para el temor, la tristeza, la duda, el acecho. La cámara lenta y la música acompañan una puesta en escena que sin ser “12 años de esclavitud” –y por más que la cálida luz solar invada los planos- tiende al sufrimiento naturalmente. Siempre hay una mirada, un gesto que recuerda lo dificultoso de la situación. Y los diálogos lo cuentan todo, y aún así se pierde mucho tiempo reconstruyendo un núcleo de la trama que el espectador precisa conocer pero podría haberse dosificado de otra forma. El flashback y su uso no están aquí dentro de los aciertos. Sí vuelve a estarlo el reparto, una constante en Reitman que está vez se concentra por completo en el contacto físico y visual. Saca lo mejor de la desesperación característica de Kate, le da a Brolin material para divertirse, el nene también está muy bien, y destaca la joven Brighid Fleming. Luego hay actores con participaciones breves, casi irrisorias, como el policía que interpreta James Van Der Beek. ¡Te queremos Dawson!