Hay cosas importantes que se desprenden de ver “El misterio de la felicidad”, y lo digo para hacerle verdadera justicia a su realizador. Estaría bueno pensar que hablamos de un improvisado, de un director primerizo como tantos que de vez en cuando realizan su ópera prima con un elenco de lujo. Pero estamos ante un film de Daniel Burman, y algo previo hay aquí. Burman escribe y dirige, y con los años ha demostrado el justo conocimiento de cualquier rango etáreo. Esta vez se sitúa en personajes de cincuenta y pico, y aunque la película debería impactar más a quienes tienen esa edad, la resonancia es clara. Puede parecer una obra cómica, pero es agridulce, y lo bueno de un director que piensa sus películas es que esta ambigüedad no genera ruido. No sucede como con Marcos Carnevale, que en “Corazón de León” no se jugaba por ninguna de las dos aristas, y a veces le salía bien pero confundía al espectador. Burman sabe que cada plano cuenta, hace las preguntas correctas (sin ofrecer todas las respuestas –siempre una virtud-, lo que le da más crédito al título del film) y si coproduce con Brasil no será en vano viajar a filmar a ese país. Esto último –lo de la (mala) inclusión de la coproducción en el guión- se podía percibir cuando León volaba en paracaídas por Rio de Janeiro, en la mencionada película de Carnevale. Los ralentis son en este aspecto una clave de doble lectura: la primera vez que los vemos tienen un efecto cómico y sobre el final, al ver el mismo recurso utilizado de otra manera, eso cambia de óptica. Basta repensar los primeros ralentis para ver que ya no dan tanta risa, sino que generan una situación más cercana a la reflexión. No hay que dar excusas tampoco. “El misterio de la felicidad” es cine industrial con contenido. Hay una trama previsible y lineal (la de dos amigos/socios que comparten una vida juntos, hasta que uno desaparece –un hilarante Fabián Arenillas- y su mujer –Inés Estevez- se une con el otro –Guillermo Francella- para encontrarlo) que teje de fondo algunos de los dilemas que nos aquejan cuando llegamos a cierta edad pero quizá no tenemos el tiempo para explorarlos. Ese tiempo que generalmente no está, la película lo habilita a partir de un acontecimiento (la desaparición) y lo convierte en posibilidad múltiple: la de conocerse, preguntarse dónde se está y hacia dónde se va. No son pocas las cuestiones que sugiere el film, como que uno no es más especial que el otro; y que todos somos lo que sabemos que somos –eso nunca es una certeza definitiva, claro está- y lo que el otro cree que somos. Y con ambas cosas hay que convivir. Más allá de tener un director que sabe lo que hace, hay dos elementos sobresalientes en “El misterio de la felicidad”. El primero es la música de Nico Cota. Diversos y acertados colores para cada momento de la trama; la elección de voces graves, zumbantes y melodiosas como paleta principal; y la fina selección –más atribuible a Burman- de dos canciones como banda sonora en una escena clave de la película. Por otro lado está Francella. Una superestrella en Argentina, Guillermo no es Darín, pero está en un mismo nivel competitivo en términos de boletos vendidos. A lo otro, el dominio que Ricardo tiene de su oficio -y que el comediante comenzó a vislumbrar en “El secreto de sus ojos”-, está llegando. ¿Qué está haciendo lo mismo hace un par de películas? Puede ser, ¿pero no es exactamente lo que tantas veces se dice de Darín? Y yo los defiendo, a ambos, y a tantos otros. Hay que saber hacer siempre lo mismo y sostenerlo con soltura; eso hace a una superestrella.
Se puede hacer una película cursi bien; es decir, romántica en serio, con convicción. Si eso es lo que se busca, claro. ¿Ejemplos? Yendo en retrospectiva se me ocurren en principio “If Only”, “Hope Floats” y “The Secret Garden”; “Slumdog Millionaire”, si sirve más una pieza exitosa y multipremiada; y por supuesto cualquier cosa basada en una novela de Nicholas Sparks. Sin embargo a veces sucede que la autoconciencia juega en contra tanto para los que miramos cine como para los que realizan un film. En una escena de “Un cuento de invierno” aparece Will Smith como Lucifer y lo que allí se ve hace que todo lo que la película venía contando (una historia de amor y milagros, del bien como luz –literalmente, la novela en que está basada tiene una fijación con el poder de la luz- eterna) con los elementos correspondientes, se vea puesto un tanto en duda. Se produce allí un ruido, no porque haya que situarse por completo en uno de los dos lados (en esta ocasión, la ridiculización o el drama real), sino porque molesta y nos pone a pensar en cosas que nos sacan de un relato que se supone nos debe sumergir en la pantalla. Al menos eso es lo que propone Goldsman con la música, una empalagosidad de Hans Zimmer y Rupert Gregson-Williams que está siempre en primer plano; o la cinematografía de Caleb Deschanel, una imagen con retoques varios que realzan el componente fantástico de la trama y con una candidez deudora de cualquier romance. Sobre esto último, debe decirse que aunque los diálogos contienen una sarta importante de pavadas y no todo el argumento se comprende (se puede percibir que se trata de una novela de suficiente complejidad para ser llevada al cine: fuerzas varias del bien y del mal, diferentes temporalidades, ideologías diversas), el film encara este aspecto con madurez. Se trata de un romance adulto que, más allá de la incredulidad que pueda generar la propuesta, está interpretada con seguridad por Farrell y Brown Findlay. La joven actriz, más que parecer “la chica que está muriendo” (tipo de personaje logrado generalmente con maquillaje de más y menos de actuación), habita el papel y le da vida, con su voz y su mirada. De vuelta del otro lado, no fue hace tanto que Crowe le puso el cuerpo a un film -hablamos de “El hombre de acero”- que sí se creía la Leyenda (con mayúsculas, si se quiere), más allá del grado de solemnidad. Las lecciones de este film no son indispensables pero yo, que creo en el destino, me vi desconcertado ante su actuación en un estado de ánimo distinto que me impedía creerme el cuentito de invierno que en algunas escenas la película parece querer construir. Y no, no es el único problema. “Un cuento de invierno” es una película que sufre la adaptación, que no está fluidamente narrada y tiene giros dramáticos bruscos…pero no podemos hacer la vista gorda cuando se involucran superestrellas de este calibre; menos si se trata de Will Smith interpretando al mismísimo Diablo.
La película que todos queremos ver Las reflexiones de la mente humana giran en torno a miles de cosas, pero siempre hay un centro tremendamente emocional y complejo que es la fuerza inalterable de nuestra existencia. Cuando quisimos comparar al hombre con el animal, ganamos por razonamiento, por tener el habla. Así las cosas, nadie pondría en duda que los animales tienen sentimientos. Pero la tecnología, aquello que nos superó por completo y que puede estar en todas partes a la vez y resolver cualquier inquietud, no incluyó la capacidad de sentir. Un segundo: ¿es eso sentir? ¿Una capacidad? ¿Qué es lo mejor y lo peor para nuestro mundo y qué cosas no pueden faltar en cualquier escenario? “Ella” hace las preguntas que nos hacemos todos los días y ya en este primer aspecto se vuelve una película atractiva y estimulante. Se trata de un universo original, que sorprende a cada minuto con ocurrencias que, por más cómicas que sean, nunca parecen descabelladas o fuera de lugar. Spike Jonze sabe sostener los límites de la verosimilitud que presenta y en este caso nos trae una realidad dominada por la tecnología de las comunicaciones, desencadenando su lógico resultado: conexión cero. Si bien se percibe un reparo en el otro, las personas están en línea directa con los auriculares y el dispositivo que les sea más útil. Theodore (una composición exquisita, con múltiples matices, de Joaquin Phoenix) es nuestro guía en una travesía que no nos es ajena. ¿Cuan hondo puede calar el avance tecnológico al final del día? Planos cerrados -cambiantes pero cerrados- y una puesta en escena despojada nos muestran la vida de un hombre que se ha guardado entre cuatro paredes. Vamos descubriendo las heridas de su pasado y comprendemos que su presente se haya falto del único motor que verdaderamente pone en marcha las cosas: el amor. El mundo puede ser eso: podemos encerrarnos en futuro que sea el más increíble jamás pensado; pero si no nos topamos con ese otro que por un momento nos completa, nada tiene sentido. La película cubre todas las aristas con respecto a esto. No se trata aquí de que hay un ‘alma gemela’ esperándonos en un rincón. Ni siquiera es condición la relación de tipo sexual –el guión acerca algunas ideas en esta dirección-. Es sin embargo infaltable el amor romántico, ese que se define por una conexión especial que se da sólo entre dos seres y supone calor entre los cuerpos; cercanía. Todos están detrás de lo mismo, cada quien como puede. Lo vemos en el personaje de Amy (luminosa Amy Adams) y la mujer que interpreta Olivia Wilde. Desde este lugar, “Ella” aventura el posible retroceso de la tecnología. Por eso más arriba me preguntaba si el sentir es una capacidad que se le obvió a la tecnología. Ahora tengo la respuesta: sentir no es otra cosa que una necesidad; pasado, presente y futuro para cualquier ser humano. ¿Y para el resto de los seres? E.T buscaba amor, así que ahí vamos bien, pero… ¿Un sistema operativo tendría que adquirir algo que le es lógicamente, técnicamente inferior? ¿Una computadora debería desear algo que no tiene nada que ver con su diseño y programación? Y después que sea lo que sea, pero no confundamos la propuesta y el contenido de “Her” con la paparruchada. El último film de Spike Jonze tiene el desparpajo de lo banal, aunque se vista con seriedad y se instale en el futuro. El truco del director es claro, no hace mucho esfuerzo por esconderlo y no por eso debemos quitarle mérito. Lo de todos los días, lo más cotidiano y básico, es muchas veces lo más profundo.
Hace unos meses, cuando se estrenó, tuve la suerte de ver “Mama”, de Andrés Muschietti. Co-producción española/canadiense, “Mama” es antes que nada un muy buen film de terror. Hace unas semanas, porque me lo debía, me puse a ver “La Noche del Demonio” (de aquí en más “Insidious”), film de terror de James Wan. Me gustó tanto que al pasar unos días lo vi de nuevo y me di cuenta: esto es algo distinto. Ojo que “Mama” también lo es, pero esta nota habla de “El Conjuro”, que además de ser lo nuevo de Wan y uno de los mejores títulos del año -que todavía está en cartel-, es una excelente película de terror; que revisa y trabaja todas las aristas –buenas y malas- del género, aporta otras y, en suma, lo planta en un mejor lugar de cara a lo que viene. De todos modos se me hace que películas como “El Conjuro” no las vamos a encontrar muy seguido. Probablemente así sea mejor. Despliego algunas categorías para orientar y hacer más amena la lectura mientras detallo las claves de la película (no se alarmen, no hay spoilers). El cine de terror autoconsciente. En “El Conjuro” el director realiza una operación casi de autor. Estamos hablando de la persona que nos trajo “El Juego del Miedo” (antes de que la hicieran pelota) y se atrevió con el tema de la venganza por mano propia en esa peli con Kevin Bacon que no es de lo más recomendable. Es posible que Wan haya encontrado la máxima expresión de su oficio en el terror como género, y luego de “Insidious” va apostando de a poquito a más. ¿Por qué autoconsciente? Porque se sabe visto y evaluado; sabe que el público está esperando ver ciertas cosas y responde a esa expectativa entregando algo distinto. Y funciona por dos, porque el que sabe quien es Wan lo aguarda atento, desafiante; y el espectador desprevenido también lo espera porque se lo está pidiendo implícitamente al género. ¿La escena clave? Hay un momento, de noche, en el cuarto en que dos hermanas duermen y una se ve aterrorizada por algo que está detrás de la puerta. Lo inesperado no es tanto que nosotros no veamos lo que ella señala en ningún momento y que aún tengamos miedo (la película nos preparó mucho para ese momento y libera allí una gran dosis de tensión: primer acierto), sino que su hermana –apenas unos años mayor que ella- tampoco. Que sólo pueda verlo una de ellas es un tema sutil que la película trabaja de fondo y al cual volveremos sobre el final. Creer o no creer, ver o no ver; son dos caras de la misma moneda. Esto también estaba en “Mama”: los más chiquitos lo creen (lo ven) todo. El ‘meto todo y sale bien’. Las grandes películas son esas que contienen mucha información, la ponen toda junta y no nos parece un despelote ni nos damos cuenta. En “El Conjuro” hay dos familias: una, los Perron, que se mudan a una casa enorme y vieja y se ven amenazados por una presencia oscura; la otra, los Warren (impecables Patrick Wilson y Vera Farmiga), un matrimonio que se dedica a tratar casos de espiritismo. Y ahí lo tienen. Casa vieja, enorme y alejada, espíritus, entes, fantasmas, demonios, los cazafantasmas en todo su sentido (equipo, parafernalia). Wan amontona todos los códigos y lugares comunes del género. Es un desubicado, pensaremos. El falso documental como base, la cámara en mano con impresión de realidad en un pasaje (vale decir que ese breve momento en “El Conjuro” funciona mejor que todas las ideas que constituyen a “Las Crónicas del Miedo 2”, estrenada la semana pasada). También hay ecos de cosas viejas y gastadas, lavadas, que ya uno desconfía de su correcta utilización en un film. Hablo de pájaros negros que vuelan para todas partes y hasta de exorcismo. Cada uno de estos elementos tiene un sentido en el desarrollo de la película, y todos suman en un sentido positivo. Lo nuevo. Al menos desde la autoconsciencia y desde lo que el propio Wan desarrolla en diferenciación con el género y con su obra anterior, hay una serie de recursos y decisiones a destacar. En primer lugar, “El Conjuro” trabaja de día. Esto ya estaba en “Insidious”, pero aquí se destaca más por lo imponente del espacio. El cine de terror nos acostumbró a la oscuridad y ya era hora de que se sepa que el horror acecha –y valga la redundancia- a toda hora. Wan entiende esto y sus películas no tienen diferentes acercamientos narrativos hacia el susto sea de día o de noche. El espectador puede sobresaltarse de la misma forma con el sol del atardecer. Por otro lado, la cámara está muy inquieta. Casi un personaje más, se mueve por toda la casa y explora, a veces con inusitada velocidad. La diferencia con “Insidious” está en que allí había menos movimiento; en comparación al resto del cine quizá recordemos este film por la inesperada elegancia de este movimiento. Por último se nota el riesgo cada vez más alto que corre el director, trabajando en cada película con una cantidad mayor de personajes. Aquí Wan no sólo se carga a dos familias, sino que se anima a trazar todo el tiempo subtramas; historias laterales que no descuidan nunca el lujo de detalle y dan cuenta de una capacidad y un dominio narrativo que ya de por sí el género no sale a buscar. ¿La música? Tema aparte. Un hallazgo de Joseph Bishara que comenzó en “Insidious”. La desaparición del susto. Primero debemos remarcar el hecho de los pocos golpes fuertes que tiene “El Conjuro”. Pocos gritos insoportables o escenas de resolución aterradora. Confiando en su pulso, Wan nos hace esperar cada uno de los contados ataques sorpresa que preparó. Y aún cuando no fueron demasiados, repite la operación que ya estaba en “Insidious” y se olvida del susto. Esto es importante para notar que estamos viendo un epílogo en un film de terror (media hora) que no busca expresamente abofetearnos sin parar. El recorrido hasta el momento, con el clima generado, y el hecho de que los personajes nos importan, logra que no padezcamos esta ausencia. Sí hay muchos momentos fuertes sobre el final, pero son principalmente de contenido emocional. El susto se elimina. El doble final o la doble declaración. Hay primero, en una escena al pasar, una nota de color que el guión pone en evidencia, haciéndole decir al espiritista Ed Warren que no cree en vampiros. Y claro. Si es lo único que llega a las salas y ya se está agotando. De “Crepúsculo” (que la primera era buena, vamos) para acá, toda vuelta posible que la televisión y el cine le han dado a ese universo tiene su más reciente exponente en “Cazadores de Sombras”. De vampiros a hombres lobo, de allí a la pelea de ángeles y demonios, siempre que haya una chica linda en el centro o una novela exitosa detrás, cualquier película justifica su existencia. “El Conjuro” no sólo atenta contra esta suerte de monopolio vampiresco, defendiendo en contraposición el género de fantasmas. Al final, de forma explicita, reafirma la posible existencia de su contenido y refuerza toda la operación que es la película: tanto como film de género y como película con fuentes certeras que trabaja la temática con seriedad. Cualquiera que conozca del tema corroborará este trabajo más histórico de fondo. ¿Cuál sería, en esta lectura, el discurso del equipo de realización? Estamos haciendo una película perfecta, llevamos gente al cine y recaudamos entradas –en USA es uno de los mayores éxitos del 2013-, pero también te decimos que esto existe y que depende de vos creerlo o no. Por eso la caja musical no muestra a nadie. Así es más certera y más concisa la declaración, y se evita que los rombos giren en la eternidad (aprovecho para reafirmar mi molestia con “Inception” y con su final). Tampoco hay mucha parafernalia aquí. Lo fantasmal se construye desde lo real, porque no hay duda de que es así.
Un par de cuestiones. “Amar es bendito” empieza bien. Parece teatro filmado pero los diálogos están ajustados, los personajes son verosímiles y queribles. La dinámica de las dos protagonistas contiene una película: el contrapunto de personalidades, el dolor y la alegría bajo un mismo techo, aún cuando se habla de terceros que no están en pantalla. Incluso, por lo despojado de la puesta en escena, el film tiene ecos de drama intimista. Sin embargo, cuando se introducen otros jugadores este componente se diluye. Las protagonistas son tan adorables que mantienen el relato a flore, pero en el transcurso hay una serie de elementos que no funcionan. Los actores que van apareciendo están más descuidados desde la dirección y no le aportan a “Amar es bendito” el ritmo que la película pretende. Es que una vez que dos nuevos personajes se introducen, se intenta ir hacia las formas de la comedia de enredos, con cruces constantes entre los jugadores. Pero se trata de una repetición de encuentros que francamente termina por cansar. En este punto, si la película de veras no pretendía ser cómica, tampoco llega a convencer el elemento dramático porque se pierde la verosimilitud. Desde el lugar de la realidad, las decisiones de los personajes dejan de ser creíbles o enteramente justificables, los diálogos se revelan como menos trabajados. Entonces, ¿qué queda? Al no estar claro un centro dramático que se diluyó, uno quisiera refugiarse en la comedia, pero los elementos no se disponen. Y la puesta, demasiado realista quizá, tampoco hace más comprensible la posibilidad de que el film esté intentando, previa decisión tomada, dirigirse hacia el completo disparate.
No es sencillo hacer una “para toda la familia”, como le dicen. Debe ser por eso que, fuera del cine de animación, encontrar propuestas atractivas en este apartado se vuelve cada vez más complicado. ¿Será que la tentación del exceso está a la vuelta de la esquina? Aquí el diseño de producción tiene el espíritu y la empalagosidad de la fábrica de chocolate de Willy Wonka que llevó al cine Tim Burton. A la vez, el protagonista David Mazouz (Ivan, el ‘inventor’ del título) tiene la predisposición a la sorpresa que caracterizó a Freddie Highmore en su comienzos y, en un film en el que los problemas no son actorales, desde su labor hasta el torpe y malévolo Morodian de Joseph Fiennes, todos comprendieron el tono del relato: una aventura fantástica donde el valor y la motivación, la voluntad para seguir, son fundamentales. Esto se transmite en las expresiones de un elenco que –si les digo que esto puede percibirse en un doblaje, es porque es cierto- se puso la camiseta. “El inventor de juegos” es una fantasía sobre un niño que debe recuperar su verdadero lugar en el mundo. Un mundo que aparece distinto al que conocemos y que teje conflictos y dilemas que desconocen su profundidad o, mejor dicho, que la conocen pero la niegan. Hay muchos escenarios y personajes, buenos y malos, que deberían interactuar con el protagonista para enriquecer su viaje pero lo tratan condescendientemente, con frases hechas, lavadas y sin compromiso. Los más jóvenes (especialmente Megan Charpentier –ya nos había volado la cabeza en “Mamá”-, cuyas escenas con Mazouz están entre lo más disfrutable del film) se salvan de esta falla. Por su parte Buscarini, más preocupado por armar el “gran rompecabezas” (la película podría –y quiere- ser leída como un súper juego de mesa, pero no le otorga a dichos juegos la atención suficiente como para reforzar esta idea), descuida el detalle de lo que se encuentra detrás de toda gran aventura: un aprendizaje. La historia avanza sin problemas pero a costa de abandonar personajes a mitad de camino (la simpatiquísima y amigable dupla que conoce al llegar a Zyl, capital de la invención de juegos; de los padres vemos poco y nada), ciertas arbitrariedades temporales y geográficas que no sé si la fantasía llega a justificar del todo (la inexplicable visita de Ivan al laberinto y la llegada de la combi que lo llevará a su destino), conflictos y subtramas esquemáticas (la infancia de Morodian, el personaje de Alejandro Awada) que no hacen ancla en ningún lugar y dan como resultado un producto sin centro, sin brújula. Y eso que fui con mis primitos, por lo que esperaba que el ‘factor contagio’ activara algún filtro. Lo cierto es que “El inventor de juegos” será una película difícil de rememorar o reconstruir desde la sonrisa.
La historia es floja, el nudo emocional es débil, los personajes son superficiales y no sólo porque disfrutan los autos y la velocidad; las escenas no permiten un desarrollo y un lucimiento mayor que el deben cumplir para la trama. Los famosos “personajes accesorio”, por ponerles un nombre: un héroe rebelde y con todas las de perder; un malo demasiado malo; los ‘sidekicks’ como comic relief, generando algunas –tibias- risas; y el interés romántico. Hay detalles de la trama que no cierran aunque el final se vea venir desde la primera escena. Si les cuento algo, les conté todo. Si ven el trailer, se encontrarán con una voz en off arbitraria que plantea cosas que en la película no aparecen de esa misma forma. Una operación extraña y descuidada de la producción del film. Así las cosas, “Need For Speed” llega bañada de una calidez irresistible. El brillo de sus protagonistas y el impacto visual del paisaje que recorren en su aventura vuelven irrechazable lo que se ha repetido hasta el hartazgo. Es un viaje que no nos hace saltar de la butaca pero tampoco nos desdibuja la sonrisa. Técnicamente, el planteo visual de las persecuciones y las carreras puede verse como una suerte de cruce entre la estilización y precisión de “Drive” (Nicolas Winding Refn) y la comprensible adrenalina de “Rápido y Furioso” (Justin Lin, en sus últimas entregas). Algunos movimientos se entienden más que otros pero hay una clara decisión de reducir el choque y los golpes, dejando de lado los estruendos fuertes para dar lugar a la contemplación de la velocidad. Acá no hay vuelta: el mejor auto es el más rápido y todo lo demás es adorno. Los diálogos tampoco se detienen mucho en información automovilística; es una pasión que está sobreentendida para los personajes y debería funcionar como contrato implícito con el espectador que, viendo el film, recibe lo que fue a buscar. Yo la vi doblada al español, pero a juzgar por sus gestos y expresividad, puedo asegurar que Aaron Paul –estrella absoluta- sale airoso de la operación pochoclera. Y más le vale, porque en este momento, post “Breaking Bad”, está en la cresta de la ola y no sería lindo caerse desde tan alto. ¿Da para secuela? Mi respuesta sería un no, pero yo no controlo la taquilla mundial
Lucía y Manuel no están bien. El plano se abre, se cierra; el resultado es el mismo: la distancia. Eso es parte del planteo visual de la película, que no es lo que uno espera, y tomo ambas cosas prestadas para alejarme de ciertos requerimientos generales de las críticas de cine. Hoy voy a escribir en clave negativa. ¿Qué estoy diciendo? Que va a resultar más fácil hablar de lo que “Aire Libre” no tiene. Como tantos otros films del cine nacional de los últimos años –y como en las obras anteriores de Berneri- no hay aquí un género inmediatamente reconocible o una línea narrativa sencilla de seguir, no hay grandes estruendos. No pueden disimularse estas características que, en algún lugar de la crítica y el público, siguen identificándose con la imposibilidad de calificar una película así como ‘buena’. Personalmente difiero, como sé que lo hará mucha gente que encontrará “Aire Libre” tan excelente como yo. Si seguimos en la clave negativa, es justo señalar que el film tampoco tiene fisuras. Es más, está impregnado por un aire –tal y como reza su título- sumamente libre. En esa ecuación por supuesto que su directora sabe que sale en búsqueda de un público que no acostumbra a ver este tipo de propuesta, pero va convencida y no se echa para atrás. Anahí Berneri no cuestionaría jamás que “Love Streams” (de John Cassavetes) es un gran film. ¿Pensamos un referente más cercano temporalmente? “Blue Valentine” (de Derek Cianfrance). Es óptimo acercarse a la propuesta con esas piezas en mente, si se puede; porque lo que van a ver no es lindo. Celeste Cid (otra que nuestra Michelle Williams –para seguir comparando-, una estrella salida de una tira juvenil y con el cine como destino inevitable; que si no hizo más películas es porque sabe que no está para cualquier cosa y acá las grandes películas son minoría) es hermosa, sí; pero nunca la vieron así. Leo Sbaraglia es un gran actor, pero hace tanto todo el tiempo que es posible percibir que pierde el foco. Berneri los desnuda a los dos, literal y metafóricamente, porque sabe que pueden hacer el trabajo y porque su film no va a funcionar de otro modo. Es irónico que tanta entrega tenga como resultado tanto rechazo. No podemos querer a Lucía y a Manuel. Estamos muy ocupados tratando de entenderlos y muy desconcertados por un guión que los enfrenta constantemente, sin elegir bando y poniendo como daño colateral a su único hijo. Devastadoras escenas, una tras otra, que van revelando la osada apuesta de la directora y su equipo. Déjenme escribir en clave positiva para cerrar. Yo no tengo ningún público al cual sorprender. “Aire libre” tiene la osadía de incomodar al espectador durante todo el metraje, acorralándolo como a sus personajes; la picardía de revivir –quizá sea más apropiado renacer, por el original uso y arreglo- un tema romántico noventoso de Chayanne; la sabiduría de darle a los actores jóvenes entidad (el debutante Máximo Silva hace un gran trabajo actoral en medio de un cine local que descuida mucho a los pequeños actores y no se preocupa porque construyan criaturas verosímiles y memorables. Aplausos para Maria Laura Berch también); y valentía. Porque hay que ser valiente para darle a Fabi Cantilo un papel casi protagónico. El último plano es perfecto porque le da un respiro al espectador y le ofrece una elección. Pero se trata de una elección que dependerá enteramente del estado de ánimo de cada persona. Tampoco nos engañemos tanto.
Algunas cuestiones sobre las cuáles no tengo certeza: ¿por qué una película de Lego®, así, con marca registrada y todo)? No sé cuál es la popularidad de las piezas de construcción hoy en día pero entiendo que lo que significaban para mí y lo que deberían seguir significando es lo que esta película intenta transmitir. Algunas certezas importantes por otro lado: el nivel de lectura es distinto aquí al de “Toy Story”. Estos juguetes no son conscientes de la existencia del mundo real y son producto de la creatividad y voluntades de quien juegue con ellos. Y son realmente pequeños, pero eso no elimina el hecho fundamental que se desprende de la mente de un niño que tiene estos Legos® en frente: todo es posible. Los niños también registran su realidad, creen en los sueños y en las historias increíbles, como la aventura sin igual que cuenta el film. Se podrá decir que todo el despliegue creativo y visual de la hora y media de esta película se encuentra en la secuencia inicial de “Toy Story 3”, pero se debe tener en cuenta una diferencia. El plus intelectual y de raciocinio, que Pixar hace años le sumó al cine de animación con el objetivo de deleitar a grandes y chicos, marcó un estándar difícil de menospreciar. De ahí para abajo, imposible. Y no digo que ese extra no esté aquí, pero el desafío para los creadores de “Lego” pudo haber sido el de ponerse en la cabeza de un chico y desde ahí darle vida a lo que ocurre en pantalla. Por favor, no comparemos esto con “Toy Story”; o dicho de otra forma, no le pidan al film cosas que no vino precisamente a ofrecer. Para divertimento de los adultos en principio hay una introducción del mundo del protagonista, post-prólogo básico y ridículo -con una muy buena profecía en forma de rima-, que tiene cierta vuelta de tuerca. Una suerte de lavado de cerebro como el que presentaba Mike Judge en “Idiocracy”, pero más leve. Además, la consigna del “todo es posible” juega a favor y hay lugar para la aparición de los guiños y referencias –cinematográficas y culturales- que se sintetizan en el protagonismo de un Batman hilarante que grandes y chicos disfrutarán por igual. Estéticamente, la recreación del mundo Lego® es un hallazgo. Todo aparece como si en el momento lo fuéramos haciendo con nuestras propias manos, sólo que a una velocidad máxima.
Hay comedias que se quedan y comedias que van más allá. Durante la última década, la Nueva Comedia Americana se caracterizó por promover un tipo de vínculo entre personajes masculinos. Centrándose en el amor –no literalmente de hermanos- fraternal (“bromance”) y con la dificultad de madurar como idea matriz, grandes películas ilustraron la pantalla siendo sumamente atractivas para una gama amplia de audiencias: de la adolescencia a la adultez; de “Supercool” a “Drillbit Taylor”. Eso es ir ‘más allá’: construir una visión cómica del mundo con un diferencial. No estamos –espero- ni cerca del final de esta tendencia. El año pasado nomás Seth Rogen nos trajo “Este es el fin”; nada menos que el cierre inteligente de una etapa (la etapa Apatow) y la apertura de un universo (dentro de otro) con voz propia. El lugar de Nicholas Stoller (director de la película que hoy reseño) en todo este menjunje de nombres está todavía por descifrarse. Yo siempre le otorgué una pertenencia media y, para entender mejor esto, lo empariento con Jason Segel. Segel escribió el primer film de Stoller, “Forgetting Sarah Marshall” (2008), que supuso un comienzo dentro de la familia (la familia Apatow), pero luego ambos pusieron un pie afuera para guionar “Los Muppets” (2011) y darle vida a esa maravilla llamada “The Five Year Engagement” (2012). De estos dos recorridos, “Buenos Vecinos” no encaja en ninguno. Tiene el “bromance” y hay amor de pareja, teje el “síndrome Apatow” (ver link: http://lossospechososdesiempre.blogspot.com.ar/2009/07/la-comedia-que-dispersa.html) pero lo hace sin profundidad; sin ese ‘más allá’. Lo que queda es una comedia de situaciones, graciosa aunque anecdótica, en torno a la siguiente premisa: fraternidad (liderada por Zac Efron) que no para de hacer fiestas se instala en la casa aledaña a la de un matrimonio con bebé recién mudado (Seth Rogen y Rose Byrne) que hará lo imposible para deshacerse e los jóvenes. Le doy crédito a Stoller por sostener hora y media de relato sobre esa premisa única, pues no hay nada más allá del enfrentamiento vecinal que genere interés o tenga el mínimo desarrollo. Le doy crédito a sus actores (fina selección, excepto Dave Franco; un droopy que sigue sin convencerme), que comentan absolutamente todo, buscando siempre el chiste. No pueden venir todas esas ideas del guión, aunque a los guionistas si les reconocemos el planteo de personajes breves y extrañamente originales e hilarantes, como el policía de Hannibal Buress o la decana de Lisa Kudrow. En esas escasas ocurrencias está el jugo de una película que no tiene nada que resuene, que se pegue. Propongo que no nos engañemos tan fácilmente. El paquete viene diseñado de manera ganadora en todas sus esquinas: Rogen siempre cumple, Efron se saca la remera para las chicas y las risas se quieren presentar a cada instante pero… ¿nos da risa de veras? Manifestado este reparo, puedo ponerle una ficha a la capacidad de contagio de la sala de cine (no es lo mismo ver “The Hangover” en pantalla grande que solo en tu casa). Párrafo aparte para Rose Byrne, incapaz de quedar mal parada y colándose ya en el podio de las mujeres más sexys del cine. Recordemos que lo sexy no está marcado por la edad. Quién mejor que Byrne como parámetro, que puede ser Jackie Q en “Get Him to the Greek” (también de Stoller) y luego una madre que amamanta a su bebé o tiene sexo atolondrado en el piso sin perder una pizca de sensualidad. Eso es más sexy que la mierda. Byrne SI, las nenas de la fraternidad NO; Leslie Mann SI y Megan Fox NO; Mary Louise Parker; Ashley Judd; Diane Lane…¡Drew Barrymore! ¿Me siguen?