Una mente brillante Los planos iniciales de Trascendencia: Identidad virtual prometen algo que el filme luego no cumple. Las imágenes primeras funcionan como postales de una urbanidad destruida, abandonada, una ucronía social causada por un desastre tecnológico que acabó con la energía del mundo. Pero esa punta lleva a un ovillo enredado. Como un gran flashback, el relato muestra el origen del desastre mundial, que se circunscribe a una historia íntima. Will Caster (Johnny Depp) es un científico que trabaja con la inteligencia artificial y junto con su esposa, Evelyn (Rebeca Hall), investigan las posibilidades de "cargar" la información de la mente humana (recuerdos, emociones y toda la singularidad de un individuo) en un programa. Más tarde, un grupo terrorista anti-tecnología dispara una bala letal a Will, y su esposa y su amigo Max (Paul Bettany) hacen realidad el proyecto, convirtiendo a Will en un software sensible. A partir de ese momento, el personaje de Depp se convierte en una cabeza parlante que interactúa con su mujer desde las pantallas. La ambición de Will comienza a crecer y su deseo de viralizarse, de "estar en todos lados", lo convierte en un aspirante a la divinidad digital. Así, el guion de Jack Paglen surfea en una trama de ciencia ficción que incluye planteos románticos, filosóficos, políticos y, por si faltaba algo, también religiosos. El enfoque del relato se dispersa como la mente del mismo Will en millones de bytes, e impide el desarrollo de una buena idea original. Como una versión más solemne y pretenciosa de Her (la película de Spike Jonze sobre un hombre que se enamora de un programa de computación) Trascendencia: Identidad virtual pone el peso de sus escenas en Rebeca Hall, que resiste solita-mi-alma la mayoría de los planos de la película. A su alrededor hay todo un elenco desaprovechado, desde el mismo Paul Bettany, hasta Cillian Murphy, Kate Mara y Morgan Freeman, cuyos personajes orbitan alrededor de la pareja. Y si los roles de Johnny Depp se dividen entre aquellos a los que les da todo y aquellos a los que apenas les presta su cara (tomando como el primero a Jack Sparrow y como el último al personaje insulso de El turista), esta historia está más cerca del segundo caso. Sin embargo,Trascendencia: Identidad virtual tiene sus virtudes, entre las que se destaca su idea original y un sutil trabajo de efectos visuales, que prueba la pericia del trabajo anterior de su director, Wally Pfister, como responsable de fotografía de las películas de Christopher Nolan. Esta es su ópera prima, queda toda una carrera por delante.
En la preselección de los Razzies, los premios a lo "peor del cine", figura La extraña vida de Walter Mitty como uno de los estrenos menos felices del año. Pero a no desanimarse, porque esa inclusión es injusta como la saña con la que los críticos estadounidenses punzaron la película. La extraña vida de Walter Mitty es una comedia sencilla, quizá demasiado naif, en la que el humor está al servicio del relato (y no viceversa, como en otros casos) y Stiller dirige y compone un gran personaje. Inspirada en el relato breve de James Thurber, que ya fue llevado al cine en 1947, esta es la historia de un personaje clásico de la cultura norteamericana. En esta versión, Walter Mitty (Stiller) es un hombre tímido, introvertido, que trabaja como responsable de negativos de fotografías de la revista Life y que está secretamente enamorado de su compañera de trabajo (Kristen Wiig). Para escapar de su vida gris, vive en ensoñaciones de su imaginación, el único espacio en el que puede ser intrépido, seductor y aventurero. El giro en su rutina aparece cuando la revista es vendida y la tradicional publicación, ícono del siglo 20, se muda al mundo digital, dejando un tendal de empleados sin trabajo. El desafío de Mitty, para el último número impreso de Life, es encontrar un negativo perdido. La misión lo llevará a perseguir al fotógrafo estrella (Sean Penn, como un estereotipado reportero freelance) en un viaje insólito. El filme comienza con el acento puesto en los delirios de la imaginación de Walter, en la relación con su compañera y con las extrañas conversaciones telefónicas que mantiene con el webmaster de una página de citas on line. En ese comienzo perfecto, redondo, Stiller hace lo que mejor sabe hacer: un humor de situación, que no necesita ser escatológico; que es tan humano como su personaje y con momentos de alta comedia, a la altura de Una guerra de película. El filme comienza a perder fuerza cuando el viaje iniciático pretende ser algo más que un buen relato sobre Mitty y se dispersa en: una pintura melancólica del ocaso de la prensa en papel; una historia con toques new age sobre el crecimiento personal; y una comedia romántica que, por el tono cándido de su fotografía y música, se codea con los filmes de Wes Anderson (Los excéntricos Tenenbaum). Sin embargo, Stiller cumple con las expectativas que despierta una nueva película que lleva su marca: escenas de humor glorioso, personajes secundarios sólidos, una acertada ternura para retratar a su personaje principal, parodias de películas clásicas. Y la idea de que la ficción (cinematográfica o imaginativa) es imprescindible para sobrevivir.
El viaje debe continuar El viaje de Bilbo Bolsón y los enanos para recuperar la ciudad de Erebor, esa historia de 300 páginas que Peter Jackson convirtió en ¡480! minutos de película, llega ahora a su segunda parte. Con un flashback breve, que funciona como prólogo y retoma el origen de la aventura (y un cameo fugaz en el que aparece el mismo Jackson) el relato continúa con un ritmo sostenido, como si hubiéramos visto el primer filme hace apenas una semana. El personaje de Bilbo (al que Martin Freeman le da ese justo perfil de yonqui del anillo) ya no funciona como eje central y ahora ese protagonismo se reparte con Thorin "escudo de roble" (impecable, Richard Armitage), el líder de los enanos, que encabeza la expedición. Como bisagra entre principio y fin, esta segunda parte de la saga es un durante, un eslabón que integra este relato de amistad y coraje. Como tal, por momentos late con fuerza, y en otros baja sus pulsaciones, como si le costara respirar de manera independiente. Sin embargo, El Hobbit: la desolación de Smaug, jamón del medio de esta trilogía, confirma la habilidad de Jackson para contar una historia de aventuras ATP, sanamente alejada del tono épico de El señor de los anillos y oxigenada con escenas de humor. Como en la primera parte de El Hobbit, la fórmula para estirar las escuetas líneas de Tolkien apuesta a la creación de escenas de acción en las que el lenguaje visual se impone. Y así hay secuencias de pura adrenalina, como la huida de los enanos a bordo de barriles de vino; y otras menos logradas, como las coreografías de luchas en las que Legolas mata orcos como si estuviera pasando niveles de un videojuego. El regreso de los elfos viene con perfume de mujer, el personaje de Tauriel, creado especialmente para el filme. Evangeline Lilly cumple con su rol de heroína, menos etérea que las elfas ya conocidas (Cate Blanchett y Liv Tyler) y encaja naturalmente en el paisaje del filme. Lo que queda fuera de contexto y de sintonía es el triángulo romántico en el que Tauriel es un vértice, que parece obedecer más a un requerimiento de manual del guion (acción, aventuras y, claro, una pizca de amor) que a una decisión que emane de la misma historia. Si en la primera parte, el highlight era el encuentro entre Bilbo y Gollum, aquí esa promesa está en la presentación de Smaug, el dragón codicioso que se robó el tesoro de la estirpe de Thorin. Anunciado detrás del marketinero nombre de Benedict Cumberbatch, el actor inglés de moda, lo cierto es que la impronta del actor no se nota en la voz gutural y los movimientos del dragón. Es decir, si hubiera estado en ese rol un NN, la cosa no cambiaría demasiado. Ello no quita que el encuentro entre el hobbit y la bestia es otro de los puntos altos del filme, como la armoniosa relación entre mapa y territorio que convierte a Nueva Zelanda en increíbles escenarios del Bosque Negro, la Ciudad del Lago o la Montaña Solitaria. ¿Significa esto que El Hobbit 2 es una película menor? En absoluto, Jackson entrega una película de acción que no defraudará a ningún tolkiniano de ley, pero cede a la tentación (o a la obligación de los estudios) de estirar (y esta vez se nota). Y cuando la cola del dragón es muy larga, corre el riesgo de mordérsela.
Hombres, a la hoguera Después de Balada triste de trompeta y La chispa de la vida, se extrañaba el Álex de la Iglesia desaforado, despiadadamente humorístico y atento al relato más que a la redundancia de las metáforas. Las brujas es la película en la que el director vasco pone manos a la obra y hace lo que mejor le sale: tomar un género, retorcerlo, desvirtuarlo y ponerlo al servicio del estilo que popularizó con El día de la bestia. Los primeros minutos de Las brujas son disparos de una comedia perfecta. En el centro de Madrid, un hombre, desocupado y en medio de un divorcio complicado, no tiene mejor idea que disfrazarse de estatua viviente de Cristo y asaltar una casa de venta de oro. El atraco está orquestado junto a otros desempleados cuya estrategia es pasar inadvertidos de la manera más obvia, vestidos como simpáticos personajes para niños. Junto a sus secuaces de peluche (el Bob Esponja armado hasta los dientes, imperdible) está su pequeño hijo. Pero la policía los intercepta y, en la huida, José (Hugo Silva), escapa junto a un colega, un taxista y el niño a refugiarse en un pueblo en la frontera con Francia. No es un pueblo cualquiera, sino uno en el que las brujas, como amazonas con berrugas, forman un matriarcado tirano (encabezado por Carmen Maura). A partir de ese momento, la comedia negra se sube a un tren fantasma y se inserta en un aquelarre absurdo en el que las brujas (encabezadas por Carmen Maura) persiguen a estos hombres, que les temen tanto a ellas como a sus propias esposas. De la Iglesia explota entonces un código masculino, propio de un asado de amigos, en el que la guerra de los sexos se convierte en una marmita en ebullición. Las víctimas, claro, son los varones. Es entonces cuando ese primer impacto del filme decae. Y no porque sea necesario señalar con el dedo al grito de "¡misoginia!" (hombres y mujeres son parodiados por igual), sino porque la historia se explaya en esas diferencias (con algunos chistes de los que ya no nos reímos hace rato), se acumulan varios personajes prescindibles y se extiende en un desenlace épico, extenso y barroco. Así y todo, Las brujas regresa a las mejores marcas del director, a ese sincretismo religioso-pagano-bizarro, y es generosa para hacer reír. Cosa que en las salas de cine ha escaceado en los últimos meses. Un dato para los seguidores de De la Iglesia: dos de sus actores predilectos, Santiago Segura y Carlos Areces, aportan mínimos pero imperdibles gags.
Protagonista de su vida Cuando Guillermo Pfening estrenó Nacido y criado, su hermano asistió a la avant premiere y, en ese momento, Guillermo deseó que esos roles se invirtieran, que Caíto algún día sea el protagonista de su propia película. Eso cuenta el director en uno de los momentos del documental que escribió y dirigió para su hermano. El filme, realizado en Marcos Juárez, continúa el trabajo del cortometraje que Pfening hizo sobre su hermano en el año 2004. Esta vez, la historia comienza con tono testimonial: Guillermo viaja a su pueblo y presenta ante la cámara a su casa de la infancia, su familia y su hermano Caíto, que padece distrofia muscular. El documental muestra, primero, las rutinas diarias de Caíto en el pueblo, desde que se despierta hasta que se va a dormir, momentos en los que las dificultades para moverse se neutralizan con la ayuda de quienes lo rodean. Entonces, el biodrama se agrieta e ingresa la ficción, de la mano de actores que interpretan a las personas reales en la vida de Caíto (Romina Ricci, Juan Stagnaro, Bárbara Lombardo, Lucas Ferraro y se destacan, sobre todo, Marinha Villalobos y el mismo Caíto). La edición y la cadena de mamushkas entre ficción, metaficción y realidad toman la posta, para contar otra historia, con poética propia (hay escenas de poderosa belleza, como la de los actores en una pileta, o en los girasoles). La película es así un intangible obsequio familiar, realizado con amorosa pericia narrativa, en la que es imposible separar obra y vida.
Tras años de romances con el drama, Pedro Almodóvar anunció con bombos y platillos que regresaba al género de su florecimiento cinematográfico. Los amantes pasajeros busca el tono, los colores, el caos y los guiños de esos primeros filmes del manchego que marcaron su estilo en la década de 1980: Mujeres al borde de un ataque de nervios o Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón. La nueva aventura reúne esas marcas de sus antojos "almodovarianos": es caprichosa, estridente, directa, extrovertida. Y retro, con varios guiños a la década que lo vio florecer. Pero esos rasgos que dan identidad a su filmografía están aquí cosidos con hilo grueso. Un vuelo parte de Madrid rumbo a México con un surtido de personajes diferentes. Tres azafatos gays (Javier Cámara, Raúl Arévalo y Carlos Areces) son los encargados de tranquilizar a los pasajeros cuando los pilotos les anuncian que por una emergencia deben buscar una pista alternativa. Entre los viajeros hay una dominatrix madura (Cecilia Roth), una virgen adivina (Lola Dueñas), un empresario corrupto que está huyendo de España (José Luis Torrijo); un actor en su época de ocaso (Guillermo Toledo). Los amantes pasajeros es una historia coral, pero da la sensación de que a este coro le faltó ensayo. En este contexto, Javier Cámara es casi un héroe interpretativo, que encuentra los matices expresivos justos en su personaje, desde la comicidad a los rasgos dramáticos; Lola Dueñas le da el tono ingenuo preciso a su vidente, y en manos de ambos están las mejores escenas y los momentos más sólidos. Pero el resto del elenco se disuelve entre personajes poco logrados (la intensidad de Cecilia Roth en Todo sobre mi madre es inversamente proporcional a su desempeño en esta comedia), otros apenas dibujados (Ricardo, el actor que se debate entre dos mujeres, aunque la historia se pierde a la mitad) y otros que parecen estar ahí para cumplir con la corrección de "mostrar" algo de la crisis española (el empresario corrupto que huye). Ante la inminencia de una caída libre, todos se entregan a una delirante explosión de alcohol, sexo desaforado y confesiones tristes, como un estallido de últimos deseos y redenciones. Y si bien hay algunos momentos en los que el "efecto Almodóvar" se enciende, en otros la dinámica se ralentiza, el caos ahoga el sentido, la tragicomedia no conmueve ni hace reír. En esas desprolijidades del guion y la dirección naufragan minutos enteros de Los amantes pasajeros, así como en algunos caprichos (desde los movimientos de cámara a las actuaciones). Queda la sensación de que esta era una buena idea a la que le faltó trabajo para levantar vuelo.
Superman, extranjero en su tierra "El hombre de acero" retoma el origen de Superman para mostrar los primeros años del joven Kal-El, cuando debe comprender que es un alien poderoso antes que un superhéroe aceptado. Un chico crece sabiendo que es adoptado, tema que naturaliza bastante bien. Pero después tendrá que aceptar que además de ser adoptado es extraterrestre, y eso no es tan digerible para cualquiera. Ni siquiera para Kal-El. La nueva versión del superhéroe, El hombre de acero (aunque el título se esmere en elidir el nombre, todos los que van a las salas de cine piden "una entrada para Superman"), aplica al clásico héroe de DC Comics todos los ejercicios básicos de reanimación con los que Christohper Nolan resucitó a Batman: humanizar al héroe mostrándolo como un personaje atormentado, ajustarle el traje, anabolizar sus pectorales y contar la génesis de su existencia. Esa marca registrada de Nolan (que es guionista y productor del filme) está matizada con las decisiones del director Zack Snyder, que opta por una estética clásica en la fotografía y la música y que prefiere marcar los cambios en el desarrollo de la historia más que en el perfil del personaje. Así, la película opta por acercarse más al género de la ciencia ficción que al de los superhéroes para contar cómo Kal-El acepta su destino para convertise, primero en Superman y, luego, en Clark Kent. Así, la primera mitad del filme funciona como un prólogo que comienza por el principio: los últimos días del planeta Krypton, el gesto de salvación de Jor-El (Russell Crowe), su padre, al enviarlo a la Tierra. Luego, el relato gana dinamismo gracias a flashbacks que alternan el presente del joven Kal con su infancia, cuando su padre adoptivo (Kevin Costner) le advierte que su condición de alien, de forastero, puede convertirlo en un freak o un Dios según cómo lo miren los hombres. Esa relación entre hijo y padres será el eje del relato, junto a la pregunta de Kal por su identidad, justo cuando tiene 33 años, la edad de Cristo (entre otros guiños religiosos del relato) ¿Puede un extranjero, un inmigrante planetario, adaptarse a la humanidad? Henry Caville no es un actor extraordinario, pero Snyder tiene la inteligencia de rodearlo de un elenco que se pone al hombro las escenas dramáticas, como Kevin Costner que interpreta a un padre con temple y Amy Adams, como una Luisa Lane que es todo menos ingenua. Michael Shannon es un perfecto Zod, y crea a un villano verosímil y temible. Volviendo a Caville, la profundidad psicológica está en lo que le sucede a Kal-El más que en detalles de su interpretación y aquí nadie le pidió ni a él ni al personaje más de lo que puede dar. La mayor característica de Superman sigue siendo un altruismo inevitable, simple, sin vueltas de tuerca, que es el que le permite conectarse con los humanos. No hay estridencias en la estética de las primeras escenas y la munición gruesa está puesta en la segunda mitad de la historia, cuando el ritmo se acelera y el filme se convierte en una suma de secuencias de acción en las que se lucen, por fin, los poderes de Superman. Quizás la extensión de estas escenas y su pomposidad hagan que el ritmo de la narración decaiga, uno de los puntos débiles de la historia. Sin embargo, si en algo acierta el filme de Snyder es en encontrar el equilibrio para no tergiversar los orígenes del superhéroe, ni cambiar drásticamente los rasgos del personaje, pero a la vez construir una historia que le devuelve entidad, entretenimiento y actualidad a Superman.
Final de fiesta Todd Phillips, el creador de aquella original primera ¿Qué pasó ayer? y de la no tan brillante segunda parte, decidió que no iba a soltar la franquicia, que la tercera es la vencida y apostó a lo seguro. En este caso, en lugar de basar el poder de la comedia en un guion inteligente y humorístico, prefirió hacer hincapié en los dos personajes más celebrados por los fans de la saga. Así, ¿Qué pasó ayer? parte 3 es un cuerpo endeble que si se mantiene en pie es porque se apoya en los hombros de Alan (interpretado por el gran Zach Galifianakis) y el señor Chow (el ultra solicitado en toda comedia reciente, Jamie Chung). Entonces, valga esta advertencia para quienes disfrutaron de los dos filmes anteriores: el camino del director Todd Phillips, esta vez, es el más fácil, pero no por eso menos efectivo. La idea inicial es sencilla: Phil (Bradley Cooper), Stu (Ed Helms) y Doug (Justin Bartha) llevan vidas estándares de adultos: casados, con trabajo estable y prudentemente lejos de Las Vegas. El que está perdido es Alan, que sigue viviendo como un niño de 13 años en el cuerpo de un hombre de 40 y dejó de tomar sus medicinas. Así que los amigos deciden acompañarlo en un viaje hacia una clínica psiquiátrica. Pero en el camino se encuentran con el señor Chow, el escuálido personaje chino que en tantos problemas los metió en Las Vegas y Bangkok. Para darle algún toque más a la trama, John Goodman se pone en la piel de un mafioso de pocas pulgas. Y ya. No hay muchos detalles más en el desarrollo de la historia, en adelante la receta es conocida: malentendidos en relación a las drogas, intrigas mafiosas en las que ellos terminan metidos, secuestros imprevistos, excesos conocidos y un par de animales exóticos. Eso sí, esta vez no hay amnesia de la noche anterior y la frecuencia de los gags desciende. Esta pereza creativa del guion, en la que la aventura es casi una anécdota, se equipara sin embargo con el desarrollo de los dos personajes. Chow regresa como un maquiavélico villano (que es el único que hace avanzar la trama) con algunas escenas para coleccionar. Zach Galifianakis, en tanto, le pone a su personaje Alan matices nuevos, demuestra que es un comediante de sangre y que rema el barco sin cansarse. El resto del elenco, los acompaña sin estridencias. El descontrol deforme y adictivo de los dos filmes anteriores pasa por un filtro en esta ocasión, y la película funciona casi como homenaje y cierre de sus predecesoras (el director y productores juraron que esta era la última, más vale que cumplan) y se asemeja más a un filme de acción con espacio para la comedia que una película desenfrenada e incorrecta. No es quizá la frutilla más sabrosa para coronar la torta, pero tampoco decepciona. Y hay que quedarse en la sala después de los créditos. ¿Qué pasó ayer? parte 3 Comedia Calificación: Buena Guion: Todd Phillips, Craig Mazin. Dirección: Todd Phillips. Con Zach Galifianakis, Ed Helms, Bradley Cooper, John Goodman y Jamie Chung. Duración: 100 minutos. Apta para mayores de 16 años. 0 Cine » ¿Qué pasó ayer? 3
En el nombre del padre "Yo no soy padre de nadie", dice en la primera escena de Por un tiempo Leandro (Esteban Lamothe), cuando se entera de que tiene una hija adolescente fruto de una relación fugaz de su juventud. La joven aparece en su vida de manera imprevista, en el momento en el que los planes ya están armados: el trabajo de Leandro en un estudio de arquitectura promete beneficios y con su esposa (Ana Katz) están esperando un bebé, mientras preparan su casita de clase media para recibirlo. En ese momento, él siente que una hija caída del cielo rompe todos los esquemas. La película debut de Gustavo Garzón como director se hace preguntas sobre la paternidad (¿Padre sé es o se siente? ¿Cómo afectan pequeños actos la vida de una persona? ¿Cómo se construyen los vínculos de padres e hijos?) a través de ese triángulo que forma la pareja y la hija flamante de él que se instala en su casa cuando su mamá es internada. La chica es tímida, callada e introvertida. Y Leandro al principio no puede y luego no sabe cómo acercarse a esa desconocida. El tema es complejo pero la manera de narrarlo intenta ser lo más sencilla posible, enfocada en detalles, pequeños diálogos, primeros planos que intentan ver qué hay detrás de los gestos cotidianos de esos seres. Mientras los personajes de Lamothe y de la joven hija (Mora Arenillas) son más contemplativos y silenciosos, el de Ana Katz le pone color, drama y hasta una necesaria bocanda de humor a la historia, sacando la solemnidad que por momentos tiñe el relato. Si bien, sobre todo en la primera mitad del filme, el ritmo narrativo y la intensidad emocional del filme avanzan lento y con demora en conectar con el espectador, cuando el relato avanza retoma vuelo. En el debe, hay algunos excesos en la musicalización y cierta monotonía, subsanados por la nobleza de la historia, por la cintura para esquivar golpes bajos y por las sentidas actuaciones.
Una sombra ya pronto serás “La reconstrucción” es el primer drama que dirige Juan Taratuto, sobre un hombre sin nada que perder que emprende un viaje a Ushuaia, donde volverá a encontrar sentido a su vida. Nuestro comentario. La primera secuencia de La reconstrucción cumple con dos objetivos: establece el tono de aspereza dramática que tendrá la película y plantea el interrogante del personaje principal. Un hombre conduce sobre una ruta del sur. Sobre la banquina, una chica grita auxilio desesperada, al lado de un auto volcado. Él mira de reojo, acelera y sigue de largo. ¿Qué le pasó a este personaje para ser inmune al dolor ajeno, a la más eminente humanidad? Ese es el norte del relato de Juan Taratuto, que se aleja de las comedias (Quién dice que es fácil, Un novio para mi mujer) para contar una historia de dolor y redención. El conductor en cuestión es Eduardo (Diego Peretti), un hombre huraño, solitario y seco, que trabaja en una plata petrolera del sur. No tiene a nadie y no se preocupa por nadie. Hasta que un día, un viejo amigo (Alfredo Casero) lo llama para pedirle un favor, y Eduardo se ve casi obligado a viajar más al sur (a Ushuaia) para estar con su amigo y su familia, integrada por su mujer (la convincente Claudia Fontán) y dos hijas. Taratuto cambia de página, de género y de tono, y para eso se va no sólo al punto más extremo de la geografía argentina, sino también al punto más áspero del drama. La reconstrucción es un filme duro, de diálogos lacónicos. Y enlaza directamente con esa tradición tan del cine y la literatura argentina, del viaje introspectivo y solitario al sur patagónico, en el que el paisaje, el viento y el horizonte dicen más que los personajes.Por eso, justamente, es difícil evitar comparaciones, sobre todo tras toda una filmografía de Carlos Sorín, un experto en encontrar la expresividad de esos páramos en la fotografía de sus películas. La reconstrucción en ese aspecto, quizá peca de minimalista en exceso. Y mientras los personajes callan y la cámara apenas capta sus miradas, el retrato del lugar es acotado, funciona apenas como clima de fondo. Sin embargo, el cambio de dirección de Taratuto abre un nuevo camino, que evita con dignidad el melodrama y el golpe bajo y se anima a contar una historia incómoda.