Hay películas que pueden apreciarse por lo que no son. Películas que se destacan por –además de sus propios méritos– no caer en aquello que irremediablemente las convertiría en una más entre tantas, en obras olvidables y maniqueas, de factura televisiva y nula sutileza. Rompecabezas se encolumna en esa primera categoría: se aprecia y valora por todo eso que construye de manera inteligente, alejado diametralmente de cualquier registro banal y torpe que pudiera hacerse de los actos cotidianos, la vida, de una persona. La persona en cuestión es María del Carmen, María, Mamucha, un ama de casa que calza unos espléndidos cincuenta años. La primera escena de la película la muestra en pleno despliegue: dueña y señora de su casa, mujer pulpo que hace todo a la vez con dedicación exclusiva, sin gestos de hartazgo. Prepara y dispone las cosas para un cumpleaños rechazando cualquier ayuda que pudiera entorpecer en su espacio, su dominio. Aun en pleno festejo, sigue trabajando: trae, sirve, calienta, saca del horno, de la heladera, sonríe con ganas y sin ellas; nada demasiado diferente de lo que sucede en cualquier cumpleaños. La escena se resuelve con una particularidad: la agasajada es María del Carmen. Cuando ya todo terminó y Mamucha pidió sus deseos como si fuera un trámite en el que en realidad no se pide nada; se queda repasando los regalos que se adivinan de compromiso e inexactos, excepto por un rompecabezas con la imagen de Nefertiti. María del Carmen queda cautivada por esa imagen y por un nuevo (o viejo, no lo sabemos) pasatiempo que la desvela y en el que se desenvuelve mejor que en su casa. A partir de ese momento el universo de María del Carmen se desdobla. Cuando entra a Puzzlemanía (local dedicado exclusivamente a la venta de rompecabezas, todo un templo para los amantes de estos juegos) en busca de una nueva figura para reconstruir lo hace como si fuera un lugar sagrado, impoluto, digno de ser venerado. Allí encuentra, casi escondido, un aviso donde se busca compañero para armar rompecabezas. Ella está convencida de que es la persona indicada y así conoce a Roberto, una especie de extravagante aristócrata que sin demasiados preámbulos la sienta delante de un rompecabezas para tomarle una prueba. María del Carmen pasa a ser, allí, María. Entrenar para el torneo implica un despliegue escénico: mentir, acomodar horarios, correr de Turdera a la Capital, atender a la familia. Es en este punto que Rompecabezas descuella: el relato es de una sutileza admirable, María nunca es un ama de casa ojerosa, aburrida y relegada a las tareas del hogar con un marido que no la quiere/entiende, hijos que la desechan, y ese largo etcétera en el que ese pseudo movimiento llamado costumbrismo se mueve sin aportar otra cosa que sifones y manteles de hule. María brilla, su marido la adora y se lo demuestra, se quieren, tienen sexo, se hablan con cariño y se putean como cualquier pareja. María no se replantea que otra vida es posible, simplemente encuentra un pasatiempo al margen de su familia y de lo que haga en su casa. Descubre otro tipo de placer y goce, personal y únicamente para ella, encerrado en una caja con dos mil piezas y un compañero cautivante y encantador. Smirnoff retrata desde cerca sin remarcar, nunca se despega de María, la observa, la muestra simple y hermosa, plena, tímida y encendida, generosa y esquiva (algo imposible sin la belleza y luminosidad de María Onetto). Toda la complejidad de esta mujer y de lo que la rodea se muestra con pequeños gestos, con movimientos suaves (como el andar y moverse de María), con planos concisos: por un paneo a la cocina sucia sabemos que se siente invadida, con un diálogo insignificante con el marido sabemos qué lugar ocupa cada uno en la relación. Y cuando al final María, de alguna manera, parece implosionar para tomar un determinado rumbo, Smirnoff nos dice que no, que no es el sendero convencional de la historia de redención por el que transitará para cerrar su historia sino todo lo contrario, que la felicidad y la plenitud, muchas veces, está en esas pequeñas cosas que se disfrutan con serenidad, como comer una manzana tirado en el pasto.
Estas palabras (las tomo sueltas, al voleo) se pueden leer o escuchar en torno a Loco corazón o al personaje de Jeff Bridges, Bad Blake (en definitiva lo mismo, Bad Blake es Loco corazón, no hay mucho más allá de él): perdedor, redención, nobleza, intensidad, emoción, gloria, decadencia, regreso, Oscar. En más de un texto crítico (este mismo, incluso), el hecho de que Bridges se llevara –finalmente, con justicia, merecido, etcétera– la estatuilla de la Academia se trasladó en numerosos caracteres a la hora de hablar de la película. Y si bien todo eso que anda dando vueltas por ahí arriba es cierto, no me termina de convencer. Primero: me importa tres cominos que Bridges se haya llevado el Oscar, no me parece que sea un dato relevante más allá del juego de los premios. Sí, es un actor del carajo. No, no era necesario el hombrecito dorado en la repisa para darnos cuenta de ello. Segundo: prefiero hablar de maduración y aceptación en lugar de redención. Una maduración a los golpes. La aceptación de que ya no se está para ciertos trotes. La primera escena de la película nos muestra a Bad Blake en el momento en que llega a un pueblo perdido en el medio de los Estados Unidos para actuar en un bowling. Él y su camioneta están igual de desvencijados. Bad se abrocha el cinturón y ese gesto pareciera dejar entrever una cierta dejadez más que incomodidad. Como si nada importara demasiado. La entrada al bowling, uno de esos lugares que siempre se adivinan tristes a plena luz del día, nos hace reparar en la amabilidad y cordialidad de Bad, alejando todavía más el significado de ese apodo; también nos hace reparar en que Bad está demasiado apegado a una botella de bourbon. En esos pocos minutos se relata y descubre, sin recargar sentidos, el universo Blake, quien fue y quien es. Claramente Bad está cansado. Cansado de girar por tugurios, de encamarse con gruppies menopáusicas, de levantarse abrazado al inodoro, de pasarlo mal con cada resaca. Su andar es cansino; su desgano, elegante. Y si bien nunca abandona sus compromisos (“Bad Blake nunca ha abandonado un show en su vida”) ya no hay deseo en sus actos sino más obligación, o mera supervivencia. Tampoco parece querer, o poder, salir de esa situación. Incluso después de conocer a Jean, una joven y hermosa periodista que va a ser las veces de cable a tierra y posibilidad de vida en familia o, si se quiere, un estilo de vida más “tradicional” al que Blake está acostumbrado o resignado, tiene intenciones de cambiar demasiado. Se lava la cara un poco alrededor de ella. Jean lo revitaliza, se encama con él y no con el viejo ícono que representa, y eso lo hace, al menos, intentar ser un poco más presentable (en los términos en que ella espera que lo sea). Por eso mismo no es el amor, estrictamente, el que hace que Blake un día decida ir a Alcohólicos Anónimos, es haberse mandado una descomunal cagada. “Hola, soy Blake, soy un alcohólico y perdí al hijo de una amiga” es su primer frase en el camino a la sobriedad y un poco más de orden. El necesario o suficiente como para que termine de darle forma a una canción improvisada en tiempos en que Jean no le cerraba la puerta en la cara, y el necesario para lograr encauzar una carrera de una forma que él considere un poco más digna. Bad emprende una nueva etapa. Una con su verdadero nombre, dejando ese apodo que ya no quiere. En la que le escribe canciones a su anterior discípulo, al que parecía odiar por el solo hecho de su éxito (un éxito que la película, además, hacía parecer prestado o no del todo legítimo). Una en la que parece aceptar el paso del tiempo con mayor comodidad o simplemente como una realidad menos penosa que la de despertarse vomitado en el piso del baño. Por todo eso, no sé si hablar de redención, no hay salvación o exoneración. Loco corazón nos para al lado de Bad en cada concierto, en las borracheras, nos hace partícipes de cada vínculo. No hay un mérito descomunal en su joven director, se puede decir que la forma de la película es correcta, simple, clásica, entendiendo esa corrección como algo positivo. Como la corrección precisa y justa para que en cada plano brille su protagonista. Cooper sabe quién es el eje absoluto de su historia y todo lo dispone para él. Bridges se carga al hombro toda la película como si no le pesara ni una palabra ni una canción. Y así, Loco corazón fluye con sutileza, armoniosa, de la mano de Jeff.
Pensamientos varios y muy caprichosos acerca de Alicia. Alicia… no es una buena película. Y no es buena, entre otras cosas, porque no cuaja, no se consolida como un todo a pesar de que muchas de sus partes son muy interesantes (y varias otras anodinas). Entonces, vamos por partes: Tim Burton termina siendo un problema para su propia película. Tengo la hipótesis (incomprobable, inútil y nada original, por supuesto) de que la decepción que genera Alicia… se debe a las altas expectativas que suscitaba el hecho de que estuviera dirigida por Burton. La película basada en la obra maestra de Carroll, en manos del destacado y personalísimo director no podía ni debía ser otra cosa que una genialidad absoluta del cine. Se promocionaba en cuentagotas el casting, las fotos, que si el sombrero era de tal color, que la voz del gato era fulano, que se viene en 3D y un largo etcétera que no hacía otra cosa que incrementar la ansiedad de los espectadores por ver la monumental obra. Y la tal obra resultó no ser ni monumental ni genial, sino más bien meramente entretenida y de a ratos, no se vaya a creer que todo el tiempo. Poco importa que Burton no se haya ceñido fielmente al libro, las adaptaciones cinematográficas son eso, adaptaciones y cada uno tiene la libertad de hacer lo que le plazca. A mí, en este caso, me gusta. Me gusta la libertad del director para recrear, a partir de una historia archiconocida y prestigiosa, algo distinto, me parece destacable ese riesgo que quizá no cualquiera hubiera tomado. Lo que no considero destacable es el resultado: Alicia es una joven a punto de cumplir los veinte años y toda la familia la empuja a casarse con un esperpento imposible, un destino que Alicia no está dispuesta a aceptar tan fácilmente, tanto es así que se escapa tras un conejo apurado y cae por un árbol para dar con sus huesos en la Infratierra, lugar que ella ya había visitado de pequeña y que ahora deberá salvar matando al Jabberwocky. Sí, Alicia es convertida en una heroína, armadura y espada incluida. No está nada mal este giro al relato de aventuras. El gran inconveniente, además de la odiosa, inapropiada, destemplada e inoportuna música de Elfman (¿qué demonios pasó ahí?) es que todo se vuelve muy lineal y previsible. En varias de las películas de Burton los mundos (real e imaginario o fantástico) funcionaban como contrapunto: el “real” solía ser oscuro y lúgubre, afectado, opresivo; mientras que el “irreal” era colorido, alegre y luminoso (El cadáver de la novia, Beetlejuice, El gran pez), y además estos mundos fantásticos podían convivir con los cotidianos hasta que se generaba en algún momento un choque, algo que los ponía en crisis. En Alicia… eso no sucede, Tierra e Infratierra son dos cosas distintas y separadas; esta vez la supuesta realidad es la parte luminosa y colorida (ver la escena del compromiso, por ejemplo) y la fantasía es oscura y peligrosa (visualmente impactante pero no exenta de peligro). Y no hay nada de malo en eso per se, pero en esta linealidad Burton se estanca y no ofrece nada más allá de lo visual, de lo que está ahí, dispuesto elegantemente, y la película se torna fría y calculada, como si hubiese ido tachando ítems o partes: guión, música, vestuario, maquillaje, Johnny, Helena… Lo que no tiene es alma.
Parnassus, en un momento de la película, dice algo así: dejar de contar historias acabaría con el mundo. El diablo le demuestra que no, que no se acabaría nada y así se resuelve esa breve escena. Sin embargo me queda colgada de alguna neurona y vuelvo constantemente a ese momento cada vez que pienso en El imaginario mundo… Todo en este aparente sinsentido creado por Terry Gilliam se pone en contraste y para eso nada mejor que un espejo visiblemente falso para ejemplificarlo. Todo tiene su contratara, su opuesto. La película es colorida, mágica y luminosa pero también oscura, sombría y corriente. Es llana y esquiva. Deslumbrante y seductora y también demasiado deslumbrante y barroca y por momentos entusiasma pero se hace larga. Y un dejo de melancolía (si se quiere, extra cinematográfica) la recorre, porque la presencia de Ledger (Tony), hoy que es nostalgia y ausencia, es insoslayable, y esa tristeza se imprime de alguna manera en el tono del relato pero no se podría decir en absoluto que es una película triste. Parnassus es un viejo mago o ilusionista o ser maravilloso, vaya uno a saber, tampoco importa demasiado, que vive haciendo tratos con el diablo en busca de inmortalidad, amor o el mero deseo de apostar incansablemente con ese entrañable amigo que supuestamente proviene del infierno, aunque en realidad el único infierno en la película parece ser la vida moderna y bien real de la que Parnassus ofrece escapar por unas monedas en un desvencijado carromato y con solo trasponer un espejo, cosa que efectúa con un éxito bastante lamentable, vale decir. Hasta que aparece Tony. Tony es un personaje que podríamos describir acabadamente con la palabra chanta, no sin dejar de agregar que es tan o más encantador que ese espejo. Tony introduce cambios, moderniza las apariencias del truco, trae clientes, almas ávidas de plasmar deseos, de dejarse llevar. Tony parece que va a modificar el rumbo de la vida de Parnassus y de la película pero poco pasa, porque en realidad no pasa mucho y a la vez todo, los personajes están ahí, crecen, se pelean, se enamoran, viven, acá y allá. La película es eso, mundo real e imaginario conviven de la misma manera. Cada viaje hacia el otro lado no es otra cosa que la materialización de la imaginación de cada uno, entonces cada momento dentro del “imaginarium” será, tanto a nivel narrativo como visual, único, desparejo, vibrante, pobre, incoherente, metafórico… tanto como la imaginación de cada uno. Y un poco de esa manera, con recelo pero finalmente traspasando el espejo es una buena forma de acercarse a El imaginario mundo…, dejarse llevar por sus excesos, su exuberancia, romanticismo, humor, color, nostalgia. Abandonarse al maravilloso sinsentido. No buscar entender, entender todo y pensarlo después.
Un hombre corre por un bosque en una luminosa noche de luna llena, algo lo persigue, algo terrorífico, veloz más allá de lo humano que finalmente lo ataca con una inusitada ferocidad, con una crueldad lo suficientemente cruel como para que se descarte de tamaño crimen a cualquier animal que pueda habitar ese bosque. El ritmo de El hombre lobo es pausado a pesar de la excitación y el sobresalto que genera esa primera escena. El principal problema de esta película es el tiempo: hay una suerte de inequidad en los largos minutos que se toma para develar a la criatura y el posterior desarrollo de la trama una vez establecido el objeto de deseo (y persecución). Lawrence Talbot aparece en el relato en esos primeros momentos y se resuelve acertadamente, con pocas imágenes, su pasado y sus porqués. El presente lo trae a Blackmoor para esclarecer la muerte de su hermano (el hombre que corría por el bosque) a pedido de su cuñada en una escena muy parecida a aquella en la que Jonathan lee la carta de Mina en Drácula de Coppola, película con la que tendrá más de un contacto. El problema, decía, es que durante mucho tiempo nosotros, como espectadores, sabemos de la existencia del mal que acecha los bosques en tanto los personajes debaten sobre si es un oso o un pitufo enfurecido mientras, en un verdadero festival de tripas esparcidas, asistimos al despanzurramiento de gente por doquier. Si bien no hay nada de malo en saber algo que los personajes desconocen, se estira demasiado el suspenso del descubrimiento y para compensarlo se recurre al golpe de efecto (música incluida), del que se termina por abusar. Después de haber presenciado devaneos varios, el final se apura y se recarga la tensión en la pareja protagónica con menos química en la historia del cine. Es inevitable pensar que El hombre lobo tenía todo para ser un interesante relato clásico, y de hecho por momentos, breves, lo logra, pero pareciera que Johnston nunca se decidió sobre qué rumbo darle a su película, y los espectadores quedamos atrapados en sus oscilaciones sobre cómo darle un giro original a la historia (como si fuese necesario) para terminar presenciando un pastiche entre una pretendida historia de amor tirada de los pelos más un conflicto padre-hijo digno de cualquier culebrón. Para eso hubiese sido mejor evitar el manoseo de la leyenda.
La vida y todo lo demás. Up in the air (no voy a dignificar aquí el horroroso e inadecuado título que tan irresponsablemente le estamparon por estos lares) habla de mucho: el egoísmo narcisista, la banalidad (representada en una tarjeta de pasajero frecuente), la soledad, el hedonismo, la familia, la economía, el impacto de ésta en la sociedad y en la cultura del trabajo; habla del amor, del sexo, del sexo sin amor, de la compañía: de las relaciones humanas en general. Ryan trabaja en una empresa que despide gente en aquellas otras empresas con gerentes de poco coraje o nulo interés en sus trabajadores; para eso, viaja por todo el país acumulando millas en la principal línea aérea y sumando puntos de pasajero vip en lujosos hoteles. La vida de Ryan es repetitiva y metódica (bastan un par de escenas para ejemplificarlo) y, aparentemente –solo aparentemente–, vacía o solitaria, aunque ni un rasgo en él hagan pensar que de alguna manera esa forma de transcurrir sus días le resulta pesada, patética o siquiera que la lamenta de alguna manera. Sino más bien todo lo contrario, Ryan disfruta habitar aeropuertos y hoteles, disfruta de su vida, aun cuando eso implica llevar a cabo una tarea tan particular (por no decir espantosa) como es la de echar a una persona de su trabajo. Sí, hay crítica al capitalismo salvaje y la economía actual, pero esa lectura me parece la menos atractiva. En cambio, me atrae la mirada que Reitman nos propone, en la figura de Ryan, sobre la soledad y la familia y sobre cómo nos relacionamos, o sobrellevamos a ambas, y sobre cómo, a partir de pequeñas situaciones que en la superficie pueden parecer limitadas en su planteo, nos dice tanto de la vida en general. Ryan hace de su soledad una profesión: habla en seminarios motivacionales acerca de sacarse el peso de una mochila de cosas y relaciones, la soledad es sinónimo de libertad, de movimiento. Una doctrina que él practica convencido, en constante desplazamiento. Cuatro mujeres, sin embargo, van a poner en jaque su movediza estabilidad y su discurso: la joven sicóloga que plantea cambios en las formas de despidos, atenta con su estándar de vida y amenaza con mantenerlo quieto en un lugar que para él es sinónimo de decadencia y hastío. Sus hermanas, una casada a duras penas y pilar familiar; la otra, a punto de casarse. Ésta tiene un encargo pre-nupcial bastante ridículo (tanto como el sueño de acumular diez millones de millas por el solo hecho de obtener una tarjeta), ese encargo (tomarle fotos en distintos lugares a un póster de cartón de la feliz pareja, cual enano de Amelié, que contrasta con la idea de la soledad para moverse) pareciera ser lo máximo que Ryan puede hacer por su hermana, casi una desconocida. Y por último, Alex, una extraña y seductora mujer que se presenta como la versión femenina de sí mismo y con la que planea encuentros desinteresados y apasionados en distintos destinos, incluida la boda de la hermana. Esta concepción de la mujer como elemento desestabilizador, no obstante, no se plantea desde el desdén por el género sino todo lo contrario; cada una con su realidad a cuestas, imperfecta y noble, funciona como un estímulo para sacudir la cómoda modorra de Ryan, ya sea para convencer a alguien de hacer lo que él es incapaz de enfrentar o para enfrentar aquello sobre lo que no tiene certezas. Estas cuatro mujeres hacen carne el germen del descubrimiento de emociones que hasta ese momento Ryan, por decisión propia o incapacidad, poco importa, tenía vedado pero que tampoco llevaba con pesar. No hay enseñanza de vida ni moraleja, hay hallazgos y momentos felices y otros no tanto. Up in the air disecciona a Ryan sin emitir juicios de valor, lo desnuda y lo transforma sin sacar conclusiones ni levantar el dedo, en él nos muestra la soledad y la compañía bien llevadas, no hay blancos o negros, la vida está plagada de grises y no siempre tiene un final feliz. No siempre sabemos lo que queremos, pero aun así vamos en busca de algo, no siempre el amor es sublime, a veces nos cierra la puerta en la cara y no es el fin del mundo. A veces la vida (a pesar de esa torpe y lamentable escena con los despedidos hablando a cámara, como si intentara tranquilizarnos de alguna manera) nos patea el culo. Y en eso no hay pesimismo sino realidad.
Enamorándome de mi ex comienza con techos, uniformes tejas de color ladrillo es lo primero que se ve mientras corren los títulos, es una profecía: el techo es lo más alto a lo que va a llegar esta película. Es durante la primera hora en la que levanta vuelo y está muy bien: Jane y Jake (¿no existe la cacofonía en el inglés?) están divorciados hace unos diez años, tienen hijos grandes e independientes. Jake está casado con una mujer unos treinta años menor que él. Se sabe que Jane ha pasado años difíciles, que el divorcio no ha sido cosa sencilla y que la soledad pesa, y que más aún pesa esa joven y hermosa mujer del brazo de su ex marido con la que mantiene una cordial e hipócrita relación. No se sabe mucho de Jake y parece no importar demasiado. La fiesta de graduación de su hijo los junta en Nueva York y, alcohol mediante (en esta película, siempre que una mujer haga algo inesperado o impulsivo será bajo el efecto de alguna sustancia, como si se le rindiera homenaje a esa vieja excusa), los junta en una cama. Jane se quiere morir (un poco, quizá), Jake quiere seguir, entusiasmado por el recuerdo; y los que otrora estuvieron casados ahora se convierten en amantes de ocasión. El problema (tanto para la película como para el desarrollo de la historia) es que hay que hacer algo con eso, resolverlo de alguna manera. Y como la espontaneidad no está permitida dentro de los márgenes de lo que podría llegar a ser moralmente reprochable, Jane no puede simplemente seguir encamándose con su amante que es su ex marido, y su ex marido entonces se enamora nuevamente de ella para volver justo donde estaban diez años atrás pero diez años después. Pero mientras, convenientemente, Jane conoce a un algo deslucido y divorciado arquitecto que tampoco está dispuesto a encamarse con alguien porque no quiere que le rompan el corazón otra vez. Y Jane tiene que decidirse, y se decide, no se puede decir que de manera arriesgada. Pocas cosas me molestan más en las comedias románticas que los codos que borran lo que las manos escriben. Esas películas con bisagras bien pensantes que parecen reflexionar que todo lo anterior, bueno, no estaba del todo bien y mejor corregirlo. Enamorándome de mi ex es divertida, tiene buen timing, Baldwin y Streep están geniales juntos (y separados) y hasta los enredos, que no son particularmente brillantes, se desarrollan bien y con gracia, pero en un punto determinado Meyers corrige, afina el lápiz y reflexiona: no está bien tener amantes y menos si fue anteriormente tu marido, los hijos (boludos grandotes) pueden pensar cualquier cosa y quedar tristes y confundidos y no confiar nunca más en el amor y la familia que, se sabe, es lo más sagrado que no sé quién nos dio. No está bien ser adúltero y por eso la soledad es lo que éste se merece, y sí, huele a castigo. No está bien pasarlo bien si eso no es “lo correcto”. Pareciera que no se le puede dar un final a la película que no esté contemplado en el catálogo de la moral y las buenas costumbres. Y aburre y enoja (y eso que ni me detuve en el plano del rociador, véanlo ustedes mismos) ese golpe de timón absurdo y apestado de conservadurismo.
Si uno se para delante del afiche promocional de Cena de amigos cree que se trata de una comedia de enredos maritales, pero sentado en la butaca del cine se encuentra con otra cosa. Cena de amigos narra mucho y nada: una pareja en aparente crisis planea una cena anual en la cual se invitan a hombres y mujeres conocidos por alguno de ellos; unos serán un poco amigos, otros serán oportunistas y otros sólo un lugar ocupado en la mesa. En ese menjunje de comensales habrá esposos y amantes, doctores y pacientes y secretos varios, aunque tampoco tan escabrosos. Thompson acierta en construir sutilmente a los personajes antes de sentarlos a la mesa, de esa manera el espectador cuenta con información que los personajes no tienen y confiere a los diálogos y los juegos de miradas que se producen durante la comida de mayor relevancia, así, muchas frases, de esas que se dicen por decir en compañía de extraños y pueden ser en apariencia banales, adoptan otro significado. La puesta en escena de esa gran mesa redonda de idas y vueltas se complementa con la cámara que gira alrededor de los personajes (tomados en primeros planos) y, si bien por momentos la imagen se vuelve un poco “calesitera”, le imprime dinamismo a una escena que de lo contrario podría parecernos estática y aburrida. El problema está hacia el final de la película. A un año de la cena de marras (con la excusa de volver a reunir a los mismos comensales) Thompson retoma a cada personaje para darles una clausura, pero la sutileza que presentaba al introducirlos la pierde al intentar cerrar todas las historias con pretendidos y vacíos finales redentores. Las conclusiones son apuradas y burdas. Todo rasgo de cinismo, crítica o atisbo de sarcasmo que se podía encontrar es borrado de un plumazo en pos del amor y la familia, y el sabor amargo que dejaba esa cena una vez que se cerraba la puerta se termina edulcorando torpemente.
Vi Mi Führer el año pasado durante el Festival de Cine Alemán en una sala llena. La gente se reía, claro que no toda, pero se reía mucho. Yo, por el contrario, estuve invadida por la incomodidad los 95 minutos que duró la película, preguntándome qué carajo les causaba gracia. El argumento me resultaba (resulta) un tanto sobrecogedor: Hitler está perdiendo su poder de oratoria, su autoestima y su carisma ante la masa hacia fines de la guerra y Goebbels decide contratar al mejor actor de Alemania para que le dé clases de actuación, para que lo ayude. El detalle es que el mejor actor de Alemania es judío y se encuentra prisionero en un campo de concentración. Desde allí lo sacan junto con toda su familia con el objetivo de “darle una mano” al Führer con sus discursos. Como dije, no puedo evitar pensar que todo este planteo es bastante terrible. Si bien tengo sentimientos encontrados con la representación de la Shoah, la idea de que se ridiculice a la figura de Hitler no me perturba en absoluto, y por ahí hay un puñado de grandes películas (a las que se nombró en cuanta crítica de Mi Führer haya aparecido) que lo hacen muy bien. Lo que me resulta casi intolerable es que se banalice el contexto. No creo que haya pasado el tiempo suficiente (uno de los conceptos que leí por ahí) como para que alguien pueda reírse con un chiste acerca de la “solución final”, no al menos en los términos en que se enuncia en esta película. Y, por otro lado, aunque considero que todo se puede mostrar, también creo que uno, en tanto espectador crítico, se posiciona (o al menos sería lo deseable) desde una determinada moral a la hora de analizar aquello que se muestra. El debate sobre esta cuestión es interminable y muy interesante. Por esa razón mostrar a un Hitler idiota y balbuceante que “necesite” de la ayuda (y la obtenga) de un casi rozagante prisionero de un campo de concentración me genera, como mínimo, mucho ruido y me deja un gusto desagradable. Si a eso le sumamos que la película es, en términos exclusivamente cinematográficos, pobre y convencional, sin demasiado ritmo y muy poco creíble (aún en sus propios términos) el resultado es olvidable y, desde ya, moralmente discutible. Su único mérito (el que además no creo que haya sido intencional) es instalar este debate.
Recuerdo que a propósito del estreno de Crepúsculo, en Cinemarama Radio hablamos de vampiros, así generalizando grosso modo. La película no había cautivado a nadie, sino más bien todo lo contrario, pero se presentaba como una buena excusa para hablar de un tema que a todos nos resultaba atractivo y, a pesar de que no se sacó ninguna conclusión de tal caótica charla, quedaba claro que todos teníamos (tenemos) un vampiro favorito; por supuesto, ninguno era Edward Cullen. Edward Cullen (Robert Pattinson) es el peor vampiro de la historia del cine, y es que básicamente Crepúsculo y Luna nueva son las peores películas de vampiros que existen, y antes de que algún exaltado me diga que en realidad son películas románticas o algo por estilo, les digo que tienen razón, y que Crepúsculo y Luna nueva son dos de las peores películas románticas que existen. En la primera, este aspecto tenía mayor peso, la película presentaba a los personajes y el enamoramiento entre ellos, su descubrimiento mutuo. El romanticismo era telenovelesco y absurdo y el erotismo era una ilusión, pero al menos se esbozaba una historia de amor entre un vampiro y una mortal: era claramente una película introductoria. En Luna nueva, en cambio, por su carácter de continuación de la anterior, los personajes ya están establecidos y el amor declarado. Lo que se presenta entonces es el desamor, la desilusión y el dolor que éste produce, entremezclado con el componente fantástico (por llamarlo de alguna manera amable). Edward debe dejar a Bella (Kristen Stewart), no importan los porqués, de hecho todo el argumento de esta segunda parte es un delirio absoluto que no vale la pena mencionar en detalle, pero hay hombres lobo, organizaciones democráticas de vampiros y hasta tratados bilaterales entre unos y otros. En síntesis: una trama enredada aunque no compleja, un show-off de efectos algo burdos en varias escenas y no mucho más, pero sí mucho menos. A Luna nueva le falta algo fundamental (además de vampiros atractivos): erotismo y sexo. Edward no puede besar a Bella sin “tentarse” y como no la quiere “convertir” no la toca, se desean (algo que parece más real y palpable en ella, aunque forzado), pero no pueden concretar. Edward es como un Jonas Brothers de los vampiros: casto, asexuado, susurrante como Pablo Echarri en una mala novela, un modelito pálido, objeto de deseo inalcanzable, una imagen para decorar un cuarto adolescente. Y abandona a Bella, y ella queda sumida en el más profundo dolor y desconcierto, en el único momento destacable de la película, donde el paso del tiempo se mide en sufrimiento de manera cinematográfica, un momento en el que parece haber un director detrás de cámara. Es durante esa etapa donde hace irrupción el personaje de Jacob (aparecía sin mucha importancia en la primera), moreno, alto y anabólicamente musculoso, tratando de ocupar el lugar vacío que deja el vampiro, pero con la misma tesitura que su contrincante (porque es un hombre lobo): te besaría pero me da miedo achurarte en un momento de pasión, y por eso tampoco con él habrá otra cosa que un “apenas me acerco”, de hecho, en el momento en el que finalmente quizá, por ahí, quién te dice se dan un beso, suena el teléfono, y lo que podría ser no es. Y a raíz de esto es que pienso y me pregunto (sin respuestas, quizá lo podamos debatir): ¿por qué esa absoluta carencia de tensión sexual, de erotismo, de despertar sensual incluso, en una película destinada al público adolescente y femenino? ¿Por qué se hace eco del mero culto a la imagen, en especial la masculina, sin profundidad, sin otro espesor que el del cuerpo mismo, y sin hacerse cargo de lo que provoca? Es decir, tanto en Crepúsculo como en ésta, hay una exaltación de la imagen masculina; podemos acordar en la convención de que el vampiro es un ser hermoso por naturaleza (ahí está Gary Oldman en Drácula para confirmarlo), aunque Edward tenga el sex-appeal de mi muñeco patas largas de River, Sabela, pero no se hace nada con eso más que declamarlo, mostrar su delgadez de tanto en tanto y hacerlo caminar en cámara lenta. Algo similar sucede con el personaje de Jacob, al que Bella le dice, como poniendo en palabras el pensamiento de la platea: “sos hermoso”, y cual publicidad de Colbert se saca la remera (ante el gritito histérico de las chicas en la sala) para no ponérsela nunca más, exhibiendo sus músculos pero conteniendo toda la sexualidad que un adolescente puede tener a flor de piel. Entonces, ¿la castidad vende? ¿Cuánto tiene que ver en todo esto que la autora de las novelas sea mormona? ¿Es por eso que Edward solo acepta “convertir” a Bella si se casan primero? Y finalmente, ¿Cómo es posible que esto, una película mala, aburrida, y que en lugar de personajes presenta pósters para admirar, bajo una concepción retrógrada, conservadora y rancia, sea un éxito de taquilla?