Te amo, Phillip Morris. Así debió haberse llamado, o algo parecido al menos. ¿No era tan complicado, no? Entiendo que a veces es difícil interpretar un título en un idioma extranjero, sobre todo para “los señores que ponen los títulos”, esa gente de la que suponemos –cada vez con mayor convencimiento– que incluso desconoce el idioma castellano y para colmo de males no mira ninguna de las películas que titula. Entiendo también que muchas veces se necesita un título “ganchero”, con “punch”, que convoque multitudes a las salas, en general son los que tienen alguna de estas palabras: obsesión, peligrosa, deseo, perdición, prohibida… la lista es larga y bastante poco original. Lo que no puedo entender, ni tolerar, bajo ningún punto de vista es que hayan titulado esta película como si fuera una de Emilio Disi y Gino Renni, que hayan tenido tamaño descuido y desidia. Que por el solo hecho de haber leído –con suerte–, una gacetilla de prensa que decía que Jim Carrey encarnaba a un gay se haya producido, además de ese título horrendo, un póster de lo más mentiroso, dando a entender que los espectadores nos íbamos a encontrar con una comedia parecida a Tonto y retonto o a La máscara. Afortunadamente aquellos que, a pesar del título horrendo y del póster mentiroso, vimos la película nos sorprendimos con una historia sencillamente hermosa y cautivante. El primer plano de I Love You… nos muestra un diáfano cielo salpicado con algunas nubes, nada malo puede pasar. El plano siguiente, corte abrupto mediante, es el de Steve (Carrey) tendido en una cama de hospital en la que aparenta estar muriendo, mientras su voz en off nos narra la (su) historia. En I Love You… nada es lo que parece ser. Steve se entera de que es adoptado y por eso decide convertirse en la mejor persona posible (con una significancia bastante particular): toca el órgano en la iglesia, se hace policía, se casa con una adorable y religiosa joven y tiene una hermosa hija. Es un marido y un padre ejemplar, aun así, su comportamiento es impredecible; la película también. Cuando Steve confronta a la madre biológica, sin obtener respuesta, se lleva el felpudo de la puerta, renuncia a la policía y se muda a Texas, así de simple, se cambia de vida y se vive “el sueño americano” en un pestañear. Y con la misma simpleza nos dice que es gay, que siempre lo fue. Steve dice, también, que tiende a esconder las cosas, hasta que una noche sufre un grave accidente de tránsito; él lo llama “una revelación”, y así, como si se tratara de un tema borgeano, el hombre se da cuenta de su destino ineludible. Steve se separa, se muda a Florida y comienza a vivir su vida como siempre lo debería haber hecho: “voy a ser el verdadero yo”. Y ese verdadero yo se devela como un buscavidas, un estafador. “Ser gay es caro”, se justifica Steve para hacer algo que en realidad parece estar inscripto en su ADN: ser una persona real y a la vez ser muchas, tantas como ese puñado de tarjetas de crédito que posee. Claro, los fraudes de todo tipo se suelen pagar (si te agarran) en la cárcel. Allí, Steve conoce a Phillip (McGregor), un retraído rubio de ojos claros que capta su atención automáticamente. El enamoramiento entre Steve y Phillip se narra básicamente a través de un intercambio epistolar rebosante de romanticismo y ternura, pero cuando finalmente se encuentran y el relato está a un tris de la cursilería más ramplona, Phillip directamente corta el clima con un “basta de romance, cojamos”, y nuevamente eso que la película amagaba ser se transforma. Constantemente se transforma. Cambia el tono, el ritmo (que no decae nunca), el registro, el tipo de montaje, la linealidad de la narración. Todo se altera y se reformula, felizmente, aunque por momentos se tiña de tristeza. Las idas y vueltas de Steve como estafador tienen ribetes insólitos, propios de las ficciones clásicas. Pero contadas en su propio estilo anárquico, el pulso se tuerce hasta con las reacciones (in)esperadas que pueden tener sus protagonistas (como cuando Phillip se entera de que Steve le pagó a un tipo para que le pegara a otro recluso). Steve dice al comienzo una frase que argumentará a favor de toda la película: “El amor es una cosa curiosa, te hace feliz, te pone triste. Te impulsa a hacer cosas inimaginables”. I Love You Phillip Morris se hace eco de esa línea y sobre ella se carga el relato al hombro. Todo lo que Steve realiza es por amor, y porque forma parte de su identidad y de su destino. La película entonces decide homenajearlo: una leyenda nos cuenta la verdad de su condena ridícula y ejemplar, pero el final lo muestra escapando, riendo, tratando de ser libre para volver a Phillip. Un cielo diáfano nos invita a fantasear con otra historia. A disfrutar de lo inimaginable.
Cuatro motivos para adorar Amor a distancia. 1. Drew Barrymore. Natural, imperfecta, con algunas arrugas, con líneas de expresión. Una mujer real. No hace falta repetir la ductilidad de Barrymore para la comedia romántica, incluso en aquellas películas abominables como Simplemente no te quiere ella lograba destacarse. Su personaje de Erin tiene puntos de contacto con otros que ha interpretado: mujeres con cuentas pendientes, con sentido del humor, inteligentes, grandes amigas, sin miedo al ridículo; mujeres que tienen muy presente su costado masculino y se vinculan con el sexo opuesto desde un lugar que roza la camaradería (y no por eso ser menos femeninas). Sencillamente: minas copadas. Su presencia en la pantalla es magnética, no importa lo que haga, lo que diga, lo que tenga puesto, difícilmente podremos sacarle los ojos de encima. 2. Banda de sonido. La banda de sonido de una película es fundamental, forma parte del lenguaje como una unidad narrativa más, transmite, anticipa, acompaña, se funde con el texto. Una canción tiene el poder de arruinar una escena o hacerla memorable. Amor a distancia cuenta con un puñado de canciones de esas que logran convertir en un evento feliz y participativo la simple y sencilla tarea de sentarse en una butaca de cine. Y aunque el uso de Just Like Heaven de The Cure para el clásico montaje de enamoramiento-relación debería estar prohibido por decreto, también es justo decir que es un tema muy lindo y que con solo una canción se nos cuentan semanas de noviazgo en un inteligente y económico uso del tiempo. Y suenan, entre muchos otros, Cat Power, The Replacements, The Pretenders, Berlín para los nostálgicos de dudoso gusto (en un momento bastante más agradable que en el de la propia Top Gun) y una banda desconocida –por mí, claro– que vale la pena buscar por el ciberespacio como The Boxer Rebellion. 3. Personajes secundarios. Con la enorme Christina Applegate a la cabeza. Una máxima tan acertada como arbitraria declara que toda buena comedia romántica que se precie de tal debe tener buenos, cuando no excelentes, personajes secundarios. Corinne, Dan y Box, hermana mayor de Erin y amigos de Garret respectivamente, forman una unión creíble y espontánea con los personajes principales, tienen vuelo propio y se adueñan sin esfuerzo y con elegancia de varios gags que mantienen la balanza equilibrada entre la comedia y el romance. 4. El amor dinámico y real. Aquí y ahora, o mientras dure. En Amor a distancia no existe la noción de amor para toda la vida, la idea de almas gemelas. Dos personas que se conocen y se enamoran intentan pasar juntos el mayor tiempo posible. Pero miles de kilómetros los separan. Esa separación no es dramática, sino inevitable, incómoda y dolorosa (obviamos, perdonavidas, una escena de despedida con un obvio cielo tormentoso y plano de lágrimas). La imagen en un monitor llena el vacío del cuerpo y en eso no hay crítica a las redes sociales ni a la fría tecnología, ni ninguna de esas pavadas, es solo el registro de una situación cotidiana y actual. En estas características se sustenta el realismo de Amor a distancia. Y a su vez, en el realismo se sostiene la naturalidad con la que se resuelve la trama. Sí, hay final feliz, pero permanece la impresión de su carácter efímero, dinámico.
Full of shit. En nuestro idioma, traducir esa frase sería restarle la impronta y la sonoridad que tiene. No es lo mismo expresar que alguien “no dice más que pavadas”, o que “es un versero” o cuanta locución se les ocurra, que justamente descerrajarle a alguno la frase del título. Ben Kalmen es el ejemplo perfecto de la persona a la que le cabe el término. Un hombre de sesenta años empeñado en no envejecer –a pesar de que la imagen en el espejo devuelva otra cosa–, un miserable carismático, un tipo que da cátedra sobre la vida y las relaciones por haber leído a Narosky. Ben Kalmen en El hombre solitario lo es todo, y siempre es interesante ver una película que apuesta a centrar su historia en un personaje que puede despertar tanta simpatía como desprecio. Kalmen es un personaje bastante patético: un hombre grande descentrado, jugando a ser adolescente pero con la sabiduría que dan las canas y así conquistar chicas que apenas arañan los veinte, incluso sin importarle si es hija de su pareja. Un empresario que pasó de la tapa de Forbes a mendigar un trabajo en un dinner. Un padre que abusa de la paciencia de su hija. Un pésimo amigo. Un hombre con todo eso y aun así entrañable. Koppelman y Levien aciertan en la construcción de la narración alrededor de Douglas, aunque por momentos el estereotipo (por ejemplo, Kalmen es vendedor de autos, el clisé absoluto del verso) se imponga a la frescura del relato y a pesar de algunas escenas innecesarias (todas en las que participa el buen Jesse Eisenberg) la estructura que nos deja esa prolija construcción es la de una película amable, disfrutable, sin demasiadas pretensiones; una película que no abusa de las justificaciones y los porqués, ni se regodea en la miseria de su personaje. La importancia del final. No en todas las películas el final es importante. Pero en El hombre solitario es central. El final es la diferencia entre tirar todo por la borda o ser eso tan afable que dijimos anteriormente. Koppelman y Levien cortan en el momento exacto de la decisión de Kalmen, en el riguroso segundo en el que toma una determinación. Cualquier desenlace hubiera despreciado al personaje en el que habían asentado su película. Cualquier desenlace, además, nos hubiera defraudado.
Marita tiene veintitrés años y es preceptora en el Colegio Nacional de Buenos Aires, su mirada es entre triste y vacía, por momentos, hasta perdida. Su cuerpo, pequeño y de apariencia frágil, y sus contenidos gestos, podrían ser, por ellos mismos, la alegoría perfecta de la represión que daba sus últimos azotes y manotazos en marzo del 82. Aun así, Lerman sitúa a Marita en dos escenarios con una puesta en escena de fuerte impronta opresiva, distintos pero entre los que se puede trazar un paralelismo: mayormente Marita transita por los pasillos y las aulas del Colegio, en la rigidez de sus movimientos se deja entrever una cierta incomodidad, como si ese lugar no le fuera del todo propio. El día se impone como marca temporal pero el clima y la luz son sombríos; las voces, murmullos apagados. Los pasos resuenan, amenazantes, persecutorios en medio del silencio ensordecedor de ese claustro con aire a mausoleo, a cárcel. También su casa se muestra asfixiante: un departamento descuidado, chico, triste. Comparte el dormitorio con su abuela y ambas se hacen cargo, como pueden, de su madre, a la que la aqueja algún tipo de enfermedad. Marita ni siquiera es dueña de un espacio personal. Marita tampoco parece (parece) consciente de su cuerpo, de lo que genera, de sus sensaciones. Cuando Biasutto (el personaje delineado con mayor trazo grueso) el adusto y violento jefe de preceptores, posa su mirada atenta y lasciva sobre la preceptora, ella acepta esa atención tímidamente, como discípula y no como mujer, sin embargo se percibe una cierta ambigüedad en lo no dicho y lo no mostrado, y cabe preguntarse si esa reacción es genuina e inocente o si, por el contrario, simplemente ella no se hace cargo de las insinuaciones de Biasutto (por ejemplo en la escena en la boca del subte). A la inversa de lo que ocurre cuando Marita observa al alumno que se convierte en su objeto de deseo, el adolescente sabe claramente de qué está cargada esa mirada, Marita se lo hace saber, hay disfrute en la incomodidad ajena ante cada cruce. El chico se regocija con ese ínfimo territorio de poder que da saberse deseado. La inocencia de Marita (siempre aparente, dado que se pone en tensión en varias oportunidades) es un disparador: Biasutto deposita su confianza en Marita ante su propuesta de investigar si los alumnos fuman en el baño. La investigación no es tal y es sólo una pobre excusa para esconderse en el baño de varones y así espiar al chico que le gusta. Si no fuera por el contexto, por la información que uno como espectador puede reponer de la época y por las consecuencias que una acción de lo más inofensiva podría traer, se trataría de algo cándido y torpe, adolescente: tan simple como ver qué hace el chico que te gusta. Marita apuesta a esa mirada invisible, atenta y vigilante para eso, envalentonada por las palabras de Biasutto. Marita juega al vigilante, pero no descubre nada, excepto su propio deseo y libido, sin dejar de lado la tensión (con solo ver su mano apretando una bombacha es suficiente). Y si por un lado, desde la aparente inocencia se vigilaba casi sin vigilar, por el otro, desde la intención más vulgar y macabra, el espía se convierte en espiado, en un juego especular velado pero que se agiganta amenazante. Así, el clima opresivo del comienzo se intensifica al tiempo que se acrecienta una amenaza latente que explota hacia el final, en la escena quizá más discutible de la película. Y no es una escena discutible por lo que muestra sino por su pertinencia, por su excesiva duración, porque con el solo plano de la mano de Biasutto, denodadamente gigante, que tapa la boca (la cara completa) de Marita basta. Es cuestionable porque no es propia de la narración previa y parece una escena puesta para exacerbar la violencia que antes se mostraba contenida, en el clima generado y no en la imagen explícita. Porque a la luz de los resultados, no es necesaria para llegar al objetivo final de ver a Marita de alguna manera liberada, una liberación que, por otro lado, es efímera. Como lo es la multitud en Plaza de Mayo que viva el famoso y tristísimo discurso de Galtieri del 2 de abril del 82 con el que termina la película. La mirada invisible logra sortear, en casi toda su extensión, los simbolismos y las interpretaciones groseras. Esa escena solo cimienta alegorías gruesas.
Prolijo, ordenado y metódico, así es el comienzo de Chloe. Mediante un montaje paralelo se definen, superficialmente y sobre la base de su oficio o profesión, los personajes: Catherine es una pragmática ginecóloga, David un seductor profesor de música y Chloe una joven prostituta, la única a la que le se ofrece narrar en off algunas características de su trabajo al que, a su vez, se lo esboza con un extraño encanto para sentar las bases del relato: Catherine, sin demasiadas sospechas, decide contratar a Chloe como una especie de carnada para su marido y de esa manera constatar un posible carácter infiel, bajo la absurda lógica deductiva de que si es capaz de engañarla con esta chica, la engañó o engañará con cualquiera. La trama que se desarrolla desde ese punto de partida es banal, poco atractiva y predecible, especialmente cuando la música no hace otra cosa que anunciarnos el clima de la escena. Y aunque los relatos eróticos con los que Chloe le cuenta sus encuentros con David a Catherine, o la escena de sexo lésbico, lavado, afectuoso (pero algo desprovista de pasión), o el giro en el desenlace pudiesen representar puntos relevantes en la narración y circunscribir la película a su sumatoria para un resumen de su argumento, detrás de esa superficie se esconde una torpe mirada hacia la mujer que se pretende liberada pero que al final se devela conservadora. En Rompecabezas Natalia Smirnoff mostraba a una hermosa mujer de cincuenta años de manera luminosa y plena, explotando su femineidad con sencillez y elocuencia; en Chloe, Atom Egoyan muestra a una hermosa mujer de unos cincuenta años de manera apagada, avejentada, y su femineidad es convertida en una serie de tics histéricos con la excusa de la tan mentada crisis de mediana edad. Así, todo el conflicto parece reducido a una puja entre juventud y vejez: allí están las jóvenes estudiantes seduciendo a David (quien nunca envejece, sino que madura elegantemente), mientras Catherine se lamenta por la pérdida de su otrora lozanía; allí también el mejor amigo de su marido calza del brazo a una mujer notoriamente más joven casi como si fuera un objeto de lujo (en ese sentido es significativo el contraste que se plantea en la escena del restaurante: de un lado de la mesa el matrimonio aburrido, el marido coqueteando con la camarera; y del otro, el matrimonio “feliz”, embobado en sí mismo), mientras Catherine no logra sacarle sonrisa a David. En consecuencia, la presencia de Chloe parece venir a sacudir la modorra de Catherine más que a provocar a David (la película nos lo confirmará luego), pero no es un despertar o goce que se pueda vivir libremente. El final trunca esa posibilidad, o mejor dicho: acomoda. Acomoda a Catherine en su casa, con su marido, con su hijo, y ahí sí, ella se permite mostrarse luminosa y espléndida. Puede ser, en una interpretación despojada de malicia, que simplemente el reacomodamiento de la vida conyugal imprimió el sosiego necesario en el rostro. Puede ser también que esa tranquilidad y plenitud provengan (sobre todo considerando el destino de Chloe) del orden esperado, porque, parece decir Chloe en su última escena, no hay mujer más linda que la mujer apacible y callada, con su marido, y en su casa.
Hace unos años una investigación llevada a cabo por los documentalistas Gianfranco Norelli y Fabrizio Laurenti (que se puede ver en El secreto de Mussolini) trajo a la luz la historia de Ida Dalser, amante de Benito Mussolini con quien tuvo un hijo en 1915, su primogénito. En permanente ascenso político, Mussolini decide casarse con Rachele, su primera amante, y abandona y niega a Ida y al pequeño Benito (a pesar de haberlo reconocido). Ante la insistencia de Ida de gritar a los cuatro vientos su verdad y de ser reconocida como mujer del Duce, este simplemente los encierra a cada uno en un manicomio. Marco Bellocchio narra justamente eso, y lo hace siempre desde la óptica de Ida, casi desde los ojos de Ida, el dictador sólo está presente mientras es realidad en la vida de ella, cuando es el Duce se convierte en una imagen en la televisión, en un busto, en cuadros adorados y temidos, pero nunca tiene la palabra, aunque se lo vea vociferando en algunos fragmentos de sus discursos. El centro de la película, épica y melodramática, es la lucha que esta mujer lleva a cabo para que alguien le crea y poder salir y reencontrarse con su hijo, una lucha por la justicia y la verdad, nada más ni nada menos que eso. Bajo esa propuesta, reivindicadora de la verdad de Ida, y rescatando su historia con particular cuidado, sutilmente se desnuda, social y políticamente, una época marcada por el fanatismo y la crueldad.
Cautivar o no cautivar. Hace unos años, a la salida del recital de New Order, nos miramos con mis amigos las caras en busca de una explicación a aquello que no podíamos definir del todo: el recital nos había gustado, habían tocado todas esas canciones de Joy Division que queríamos escuchar, había sonado bien, pero algo pasaba que nos dejaba desconcertados. Entonces un amigo dijo una frase que después se convertiría en latiguillo interno: “no cautivó”, dijo, y todos entendimos y acordamos que en esas dos simples palabras se resumía todo el recital. Chéri se puede sintetizar con esa misma expresión. La película de Frears es correcta y prolija. Si hiciéramos un chequeo de rubros ninguno podría calificarse de manera negativa: la época –Francia en los primeros años del siglo XX– está bien recreada sin caer en el regodeo escénico; las actuaciones se lucen sin estridencias, incluso la de Rupert Friend, que genera la excitación de una tortuga marina, se adapta a la historia; Michelle Pfeiffer deslumbra con su belleza y su papel parece pensado exclusivamente para ella; la música no es intrusiva; el relato es justo, preciso, la pericia narrativa de Frears está intacta, cada plano dura lo exacto y necesario, nada sobra, ni nada falta. Chéri toda, con el peso de la reunión de Frears, Pfeiffer y Hampton (guionista de Relaciones peligrosas), prometía ser una gran película, al menos en los papeles, pero el resultado fue bien distinto, y no cautiva. El principal, y hasta se podría decir que único y grave problema es que Chéri está atravesada por la frialdad y la medianía. Incluso la historia no se plantea como la más seductora: un narrador en off, omnisciente (el mismo Frears) introduce el contexto con un auspicioso y sutil tono de comedia, tono que no se mantiene en la película, ese ligero quiebre de registro desconcierta más de lo que podría alivianar el drama, y luego el relato se sucede sin demasiada gracia. En pocos minutos vemos como una importante cortesana en tiempos de retiro se enamora del joven y algo disoluto hijo de una colega y, después de un matrimonio arreglado para el muchacho en cuestión –que le da nombre a la película, apodo puesto por esta misma mujer que antes era así como una especie de tía–, se separan por causa, básicamente, de la diferencia de edad, obstáculo imperante para el amor a largo plazo en la época. Entre la falta de carisma del protagonista y la sensación constante de trabajo a reglamento del staff entero, el amor, el drama, el dolor y hasta la posible tragedia pasan sin pena ni gloria, displicentemente. Es una película bien hecha, pero sin pasión, y se nota. Simplemente, no cautiva.
¿Por qué? Eso, ¿por qué? ¿Por qué esta película? ¿Por qué Verónika decide morir? Por nada importante, porque uno se puede morir por lo que quiera, quién es quién para impedirlo, pero tampoco es cuestión de andar muriendo por cualquier pavada, vea: un día la chica en cuestión se levanta en su hermoso departamento de Manhattan y decide que en el futuro su vida será una mierda, estará casada con un tipo que la engañará vilmente y estancada en ese trabajo en el que le va muy bien y gana mucha plata pero que en realidad no le gusta ni un poquito. Entonces, ese mismo día, pero a la tarde, después de haber paseado por toda la isla la cara de culo y de hastío de este mundo moderno y desalmado, decide que lo mejor es morirse ahora ya mismo sin perder un segundo. Pone Radiohead, que como todo el mundo sabe es la banda sonora del suicidio, y separa prolijamente en hileras algunas pastillas, no todo el frasco, solo algunas, lo que claramente es una inconsistencia según el manual del suicida porque si te vas a matar mejor tomar todas las pastillas, para qué dejar más en el frasco si no se espera volver a tomarlas, en fin… Sigamos, porque viene un momento muy interesante: empieza a escribir una carta a los padres: “Queridos mamá y papá, nada de esto es su culpa”, y lo borra, ya está, primer indicio de que en realidad todo esto es por culpa de los padres, como siempre. Entonces, en lugar de reventarles la conciencia a los progenitores que de puro pajueranos no la dejaron estudiar piano, le manda una carta de lectores a una revista de moda que proclama que el verde es el nuevo negro ofuscada por la falta de visión editorial para cosas importantes como la vida misma y la trascendencia humana, que como también se sabe es de lo que realmente quieren enterarse las lectoras de Vogue y Cosmopolitan, todas potenciales suicidas justamente por esto mismo. Una desgracia, mire. Pero como si la pobre chica no tuviera suficiente con todo esto que ya le conté, sobrevive, y no contenta con no morirse encima termina en un loquero, lujoso, eso sí, pero loquero al fin, con todos los estereotipos y clichés sobre el tema que se le ocurran incluido el médico poco ortodoxo que en realidad es un siome, y el ping pong que, a riesgo de ser repetitiva, como todo el mundo sabe solo practican las personas con problemas psiquiátricos. Y para seguir con las inconsistencias le agregamos que Veronika, a causa de la jodita esa con las pastillas, se laceró el corazón y no le quedan ni semanas de vida, o sea que se va a morir igual y por eso está internada en un psiquiátrico que por si no lo sabe es el lugar especializado para tratar problemas cardíacos. Pero después nos enteramos de que no es un problema conceptual de guión sino que eso del corazón roto eran todas patrañas del médico ese poco ortodoxo que le quiere enseñar a esta chica que la puta, vale la pena estar vivo. Y para eso nada mejor que mostrarle un montón de gente que está peor, que se sabe es un excelente argumento para sacudir de la modorra a los suicidas endebles, sumado a, en este caso, conocer un chongo que tiene más problemas que los Pérez García, lo que la hace sentir como una especie de Mujer Maravilla, que al final no estaba tan mal y la vida con un pibe de la mano se disfruta y todo. Casi ni vale la pena detenerse en ese momento en el que se especula con que se murió ahí nomás delante del pobre tipo (encima se amaga con que se tira al río porque parece que se le mueren todas las minas), pero no, era que se había dormido un rato, y rápidamente se despierta a tiempo para ver el amanecer, que por suerte no es el amanecer de los muertos. Una más para la góndola de películas de autoayuda que en realidad, como todo el mundo sabe solo ayudan a que uno tenga ganas de prenderse fuego a lo bonzo por el mero hecho de haberlas mirado.
“Tengo hambre, mucha hambre de pintar” David Alfaro Siquieros El mural comienza con la aclaración: “basada en hechos y personajes reales”; la base en este caso es el mural, Ejercicio plástico, que pintó David Alfaro Siqueiros en el sótano de la quinta Los Granados de Natalio Botana entre julio y noviembre de 1933. A partir de ese fundamento, real, Olivera decide recortar, alterar y edulcorar lo que básicamente se constituye como un rumor, jugoso y cautivante, pero que sólo parece provenir de la mente de Blanca Luz Brum. Si esa construcción antojadiza y torpe (la de Olivera, no la de Brum) estuviera suficientemente despojada del bagaje histórico, y a su vez no nos tirara aspectos de la Historia como si fueran aceitunas por la cabeza, esta introducción que estoy haciendo sería distinta. Un poco de contexto. David Alfaro Siqueiros fue un hombre con una vida riquísima que de ninguna manera podría abarcar en estas líneas, por eso vamos a contentarnos con decir unas pocas cosas: desembarcó en Buenos Aires un 25 de mayo de 1933, invitado por la Asociación Amigos del Arte con la aristócrata Bebé Elizalde (el nombre lo dice todo ¿no?) a la cabeza y con motivo de exponer algunos cuadros de su obra. Siqueiros llega como un pintor consagrado, famoso por sus murales y cuadros y admirado y cuestionado por sus ideas (revolucionarias, de izquierda, antitroskistas) a una ciudad política y socialmente convulsionada. El 1 de junio se inaugura su exposición en Van Riel, en distintos periódicos de la época se cuenta que asistieron miles de obreros a verla ante el espanto de los Amigos del Arte que terminaron por clausurar la exposición. Siqueiros, cautivado por esa Buenos Aires, decide buscar una superficie para pintar un mural; superficie que le es negada por el gobierno de Justo. Muchas son las posibles razones que se barajan para explicar los porqués de Botana a la hora de ofrecerle a Siqueiros pintar un mural en su casa, pero quizá la más importante sea darle una especie de asilo político en su quinta, apoyado por la esposa de Botana, Salvadora Medina Onrubia. A los pocos días llega la mujer de Siqueiros, Blanca Luz Brum, poeta uruguaya y no menos controvertida que su marido, quien después, en Chile, relata una especie de triángulo amoroso fogoso y turbulento que siempre gira alrededor de ella, pero del que nadie más da cuenta. Este triángulo (o entrevero de pasiones) es el argumento fundamental de El mural. Ejercicio plástico. Sin duda uno de los aspectos más interesantes de todo este entramado es el famoso mural. Después de la muerte de Botana, la quinta se vendió varias veces y Ejercicio plástico corrió todo tipo de suertes, como por ejemplo que Álvaro Alsogaray lo mandara cubrir con ácido muriático y pintura a la cal para que no perturbe a su pequeña hija María Julia. Posteriormente, y tras numerosos vaivenes judiciales, el mural terminó embargado y durmiendo en containers en San Justo por más de diecisiete años, hasta que en noviembre de 2003 fue declarado bien de interés histórico y artístico, rescatado y puesto a restaurar. Quien lo desee puede ver un pequeño tramo en la Aduana Taylor. Y para el que le interese toooda esta kilométrica y fascinante historia le recomiendo fervientemente ver el documental Los próximos pasados de Lorena Muñoz (premiado en el Bafici del 2007) y leer el libro Cautivo de Álvaro Abós (de donde robé descaradamente la cita que abre este texto). Ahora sí, la película. Decíamos en la introducción que Olivera toma el rumor de Blanca Luz y lo convierte en la “historia detrás del polémico mural” al que en realidad nunca le da tal entidad. La película comienza con la llegada de Siqueiros a Buenos Aires donde lo recibe una bastante pobre recreación de Pablo Neruda (que ni siquiera estaba en la ciudad sino hasta agosto de ese año), que oscila entre recordar y perder el característico acento chileno conforme van pasando los minutos. Unos empedrados y vestidos de época más allá (época muy bien escenificada y sin demasiadas ostentaciones, por cierto) dan el marco para que finalmente Siqueiros y Botana se conozcan en la redacción del diario Crítica donde Olivera sienta las bases de una admiración creciente por la figura del director del diario, a quien presenta despojada de matices y como una persona honorable y carismática, al punto de poner en boca de sus hijos, como única forma de llamarlo, el apelativo de “papito”, palabra que dicha por boludones grandotes genera bastante fastidio. Al final la mentada historia no es otra cosa que Botana teniendo sexo con Blanca Luz, Blanca Luz teniendo sexo con Neruda, Blanca Luz teniendo sexo con Siqueiros, Salvadora teniendo sexo con el personaje de Juan Palomino (uno de esos personajes que no se sabe bien para qué están, ni por qué aparecen ni qué sentido tienen dentro del argumento y que de la misma manera en un momento no se los ve nunca más) y nada más, mientras se nos van mostrando pinceladas del mural que hiciera el mexicano junto con Castagnino, Spilimbergo y Berni, personajes que Olivera presenta con nombre y apellido, gesticulando aparatosamente, no vaya a ser cosa que pensemos que son simples pintores de paredes que andaban por ahí brocha en mano. De igual manera se introducen todos, con primeros planos y en los que la personalidad en cuestión dice su nombre como en la primera clase del colegio (la de Carla Peterson es la más obscena de todas: se para, se da vuelta y dice “Blanca Luz Brum, esposa de Siqueiros”). Todas las situaciones de época y por sobre todo los nombres están revoleados sin mayor profundidad que una enumeración de figurines y desprovistos de todo contexto y pareciera que con el único objetivo de poner a Peterson en bolas. Para El mural, Botana es un tipo re-groso, Siqueiros un mexicano despeinado que pintaba lindo y Blanca Luz una mina imponente y ligera de cascos que al final se enamora de Botana porque quién no querría enamorarse de semejante personalidad tan noble y cautivadora, no como ese pintorsucho quilombero demasiado adepto al tequila y como si fuera poco golpeador. En definitiva, que si usted gusta de sentarse en una sala de cine y ver una buena película, no vaya a ver ésta.
Luján. Luján es una médica recientemente recibida. Es adicta a alguna droga prescripta (más tarde sabremos que son calmantes) que ella misma se inyecta con diligencia en los pies, una zona por demás dolorosa para inyectarse nada; ocultar las marcas es más importante que el dolor que esto pueda acarrear. Luján es de pocas palabras, parece frágil y agobiada, pero se mueve segura de lo que hace. Trabaja cuarenta horas por día, es médica en urgencias y de guardia en más de un hospital, todo trabajo suma horas para un futuro mejor y mayores beneficios. Luján duerme poco, pero cuando lo hace se desmaya del cansancio sin tener en cuenta horarios o comodidades. Se desenvuelve en un mundo principalmente de hombres como si fuera uno más, segura, expeditiva, mandona, pero sin perder la femineidad. Lo hace también en un ámbito violento, la calle, sin abandonar la compostura. No sabemos casi nada de su pasado, lo poco que se dice es por boca de Sosa, en una especie de recuento que ella ratifica. De su casa, apenas vemos un pasillo en la entrada, no hay un entorno personal, Luján es eso que se ve aquí y ahora. Sosa. Sosa es un abogado que perdió la matrícula, no sabemos cómo, él dice que fue por culpa de la suerte. Sosa se dedica al “carancheo” (por razones que probablemente se ha sabido ganar, la profesión de abogado a veces viene acompañada de este tipo de adjetivos: caranchos, cuervos, “saca-presos”) sin demasiada convicción, pero tampoco con mayor remordimiento, cayó ahí por las circunstancias y ahora se desenvuelve más o menos cómodo en ese mundo, aunque siempre deseoso de salir, de “hacer las cosas bien”. Solitario, pero muy sociable, anda al acecho, en busca de víctimas de accidentes de tránsito a quienes venderles la ilusión de justicia (básicamente eso hacen los abogados caranchos, con bastante menos romanticismo). De tanto en tanto lo cagan a patadas: familiares que se saben estafados, competencia, policía, puede ser cualquiera, viene con la profesión y lo sabe, se la banca. Sosa es entrador y carismático y en cada ámbito en el que se maneja, ya sea un hospital, la calle o el tugurio que hace las veces de oficina se mueve como pez en el agua, como si cada lugar le perteneciera. No sabemos nada de su pasado. Su casa es desordenada y algo caótica, quizá desentrañando un rasgo de su personalidad que no se adivina de otra manera. Carancho. Pablo Trapero dice que su película cuenta una historia de amor en un entorno trágico y nosotros le creemos. La historia de Luján y Sosa (ellos son la película en sí misma) es profundamente dramática y el amor no es de película, es real: se ven, se gustan y están juntos; incluso cuando discuten predomina la naturalidad: ella simplemente le dice que no lo quiere ver más. Hay amor y cariño y se nota en ellos, no se dice a voz en cuello, Sosa es el único que lo verbaliza tibiamente en el momento apropiado. Trapero pega tanto la cámara en sus protagonistas que el escenario podría haber sido cualquiera, sin embargo es San Justo el lugar excluyente de la acción, casi pareciera que ninguno se pudiera ir de ahí aunque técnicamente nada los retiene, como un ángel exterminador del conurbano que los obliga a subsistir en ese entorno cada vez más hostil y peligroso. Porque Carancho –la historia de amor– no empieza bien pero termina peor, deslizándose por una espiral descendente: a Sosa se lo presenta en el momento justo de una paliza en medio de la lluvia y de Luján lo primero que vemos es su pie con una jeringa clavada. Ambos están a minutos de conocerse en un accidente de tránsito, laburando en esa noche fría y lluviosa: ella tratando de salvar una vida; él tratando de currar a la víctima. Esa falta de contexto definido universaliza el espacio, al estar tan pegados a los personajes (la cámara y nosotros, los espectadores) el resto, fondo, personas, colores, se va de foco, se vuelve difuso. La idea de lugar universal del que no se puede escapar es perturbadora y asfixiante y ese clima está presente a lo largo de toda la película. Además, el lugar universal asfixiante es, más allá del territorio real, la gran red de corrupción que la película desentraña como telón de fondo para la relación entre Sosa y Luján. Una corrupción policial e incluso médica que también se vuelve universal, por eso, una leyenda al comienzo de Carancho nos resume un cuadro de situación que de tan cotidiano está internalizado en cada uno de nosotros: en Argentina mueren ocho mil personas al año en accidentes de tránsito, esto mueve un millonario negocio en indemnizaciones; estas son las que cazan los caranchos, al amparo de esa red imparable y en detrimento de las personas afectadas, indefensas e impotentes. Esa impotencia se hace cada vez más palpable, física, en Carancho, inversamente a la espiral descendente por la que se mueve la historia de los personajes, se genera una ascendente de violencia, de hechos concatenados cada vez más sangrientos e intensos, redoblando la apuesta en cada suceso. Ya no solo el rostro de Sosa muestra las marcas de los golpes, Luján también es golpeada por ser una especie de cómplice de Sosa, aunque la palabra cómplice remita a delito y no pueda ser aplicada del todo a la pareja, la injusticia es tal que todo aquel que quiere “hacer las cosas bien” en realidad entorpece, vulnera los derechos criminales, y ahí entra nuevamente en escena la impotencia, como si no se pudiera salir de esta lógica centrípeta que los –y nos– envuelve, a tal punto que en el momento en el que Sosa, en un profundo acto de amor y venganza, revienta a su ex jefe a golpes por lo que le hizo a Luján, el espectador transpira, se agita, se contractura; es un hecho de extrema violencia, y se siente, y es tan álgido el punto llegado ese momento que por unos minutos se tiene la extraña sensación de justicia. Hay sin embargo, en esta escalada circular de desgracias, un momento feliz y hermoso: Sosa y Luján van al cumpleaños de quince de la hija de un hombre que ella salvó en el hospital. Es un breve momento, dura lo que dura una canción y es el único en el que los vemos sonreir, despreocupados, sin prever todo lo que vendrá. Todo lo que vendrá será trágico y violento, como su final, el final.