Del dicho al hecho... “Un método peligroso” es, evidentemente, el resultado de un minucioso trabajo de laboratorio y su resultado, a pesar de los temas delicados que trata, tiene la particularidad de presentarse como un producto más bien aséptico, algo así como descontaminado de impurezas, rigurosamente esterilizado. El conocido guionista Christopher Hampton (“Chéri”, “Expiación”, “Deseo y pecado”, “Relaciones peligrosas”, “El secreto de Mary Reylly” y “Carrington”, entre otras), y el renombrado director David Cronenberg (“La mosca”, “Una historia violenta”, “Promesas del Este”, “Crash”, “Pacto de amor”) se unen para filmar una adaptación de la novela “A most dangerous method” de John Kerr que refiere a algunos detalles muy relevantes de la relación de los grandes creadores del psicoanálisis: Karl Jung y Sigmund Freud. Ya el título es sugerente del estilo que habrá de adquirir la narración, dado que lo que se pone bajo la lupa es uno de los avances científicos más controversiales del siglo XX, lo que para Jung era “la cura por el habla”. Si bien la película está basada en hechos reales y, obviamente, en personajes también reales, de lo que ha quedado abundante documentación, el modo de contar está presentado como un contrapunto de opiniones respecto de la materia que los ocupaba: el origen, la tipificación y el tratamiento de las enfermedades mentales, como un campo de investigación dentro de la medicina. Con una excelente ambientación, los hechos transcurren en Viena y otras ciudades europeas, a comienzos del siglo pasado, la tensión dramática está suscitada por la particular relación que establece Jung con una de sus pacientes más emblemáticas, Sabine Spielrein, con quien inicia precisamente sus experimentos a través del habla. La cuestión es que Jung, que está casado con Emma, una mujer muy adinerada que es su principal sostén material, emocional y espiritual, comete un pecado imperdonable al involucrarse sexualmente con su paciente, lo que trasciende públicamente y le trae algunos trastornos, entre ellos, el reproche de su maestro, Freud. Pero más allá de la anécdota, el episodio está utilizado por los guionistas como atractivo dramático para poner en juego varios de los temas de la época que hicieron resonancia en las teorías psicoanalíticas. Por supuesto que la sexualidad y sus complejos tiene el lugar protagónico, como no podía ser de otra manera, pero también se filtran de modo insidioso otros asuntos como el antisemitismo, los conflictos de clases, los celos y rivalidades profesionales, el puritanismo y lo prohibido y hasta el uso de drogas psicotrópicas. El contrapunto doctrinario fundamental, como se sabe, se da entre los dos grandes, pero además aparece un tercero, que pone una nota discordante aunque también funciona como facilitador, que es un psiquiatra díscolo e inclasificable, llamado Otto Gross. Así las cosas, cada uno en su rol, los conflictos se irán desenvolviendo, como exige el método, mediante el diálogo, ya sea en forma personal o a través de cartas, como se usaba en la época. Si bien Cronenberg pretende mostrar a un Jung humano, demasiado humano, la puesta es tan hierática que no logra transmitir muchas emociones y los personajes ni siquiera se despeinan. No obstante, hay que destacar las actuaciones muy respetables de Michael Fassbender, como Jung, de Viggo Mortensen, como un atractivo Freud, y de Vincent Cassel, como el rebelde Gross. Mientras que Keira Knightley hace una Sabina un tanto sobreactuada en sus tics maniáticos y Sarah Gadon da vida a una Emma tan pulcra y majestuosa que abruma un poco con su rigidez. Otro reproche que puede hacerse al film es que parece dedicado a un público selecto, el que se supone que conoce los entresijos de la teoría psicoanalítica y que no necesita de ninguna explicación, pero quizás ese toque que le da el lenguaje cifrado es lo que lo haga más atractivo para algunos.
La confianza es lo primero que se pierde “Protegiendo al enemigo” es un thriller de acción que saca a relucir algunos trapitos sucios de la Central de Inteligencia Americana, en una ficción que tiene como escenario a Ciudad del Cabo, la capital de Sudáfrica. Todo lo que sucede en esta película ocurre en las entrañas mismas de la agencia, se trata de un asunto interno que primero implosiona y luego explota y trasciende los muros del silencio impuestos por la “seguridad”. Matt Weston (Ryan Reynolds) es un joven agente que tiene a su cargo la custodia de una “casa segura”, como se denomina a un centro donde se cumplen determinadas misiones secretas. La rutina es un tanto aburrida, ya que generalmente no pasa nada, pero de golpe un día todo cambia. Sus colegas traen a un detenido a quien tienen que interrogar. Se trata de Tobin Frost (Denzel Washington), un ex agente de la CIA, a quien se le atribuyen acciones que han perjudicado directamente a sus compañeros, provocando la muerte de varios de ellos. Los espías lo descubren merodeando el consulado de Estados Unidos en la ciudad sudafricana y lo arrestan para saber qué estaba haciendo ahí. Conociendo sus antecedentes, saben que el tipo es peligroso. Pero a los pocos minutos de haber llegado, un grupo comando irrumpe a sangre y fuego para tratar de rescatarlo. ¿Qué está pasando? Weston está desconcertado y la seguridad de la casa es su responsabilidad. Allí, en medio de la balacera y la confusión, comienza una relación de mutua conveniencia entre el desertor y el novato. Para salvar sus vidas, deben apoyarse uno al otro y salir del lío como sea. De este modo se desata una serie de persecuciones y encontronazos, mientras se va develando el intríngulis de la trama. Parece ser que Frost tiene pruebas de alguna ropa sucia que involucra a agentes de la CIA y de otras agencias de espías de otros países, todos implicados en negocios oscuros y traiciones que salpican a altos funcionarios. Frost no es un patriota, o en todo caso es un patriota decepcionado. Desde que se abrió de la CIA, solamente piensa en hacer su propio negocio. En cambio Weston, joven y confiado, todavía cree en la honorabilidad de la agencia y sus códigos de seguridad. Sin embargo, esta experiencia lo colocará ante otra perspectiva, y el ex agente descarriado será una especie de mentor de esta nueva etapa que indefectiblemente se abre en su vida. Le develará la trama secreta de corrupción que se entreteje dentro de la CIA, y le hace comprender la gravedad del asunto. Las cosas se irán develando entre balacera y balacera. La película dirigida por Daniel Espinosa tiene todos los ingredientes clásicos de un filme del género de espionaje y acción. Intriga, secretos pesados, traiciones, violencia extrema, muchos muertos y un poco de romance, además de algunos códigos de honor, que funcionan pese a todo. Y a Denzel Washington como garantía de buena actuación.
Encontrar la manzana podrida La acción transcurre en el año 1973, en Londres, como escenario principal. Es el tiempo de la Guerra Fría, época en la que los servicios secretos de las grandes potencias trabajaban a full en tareas de espionaje y contraespionaje y todo tipo de acciones que involucraran a otros países. El MI6 era un actor importante en esas cuestiones. El topo, basada en una novela del ex agente secreto, más conocido como escritor, John le Carré, refiere a un asunto interno dentro de la comunidad de espías, que derivó en un conflicto grave que puso en jaque la seguridad del reino. El detonante fue el fracaso estrepitoso de una misión en Hungría, que fue calificada por la cúpula de MI6 como “un desastre” y provocó la renuncia del jefe, Control (John Hurt), quien debió abandonar su cargo junto a su lugarteniente, George Smiley (Gary Oldman). Pero ambos toman caminos separados, mientras Control se repliega y aceptando el fracaso da un paso al costado. A Smiley, el gobierno le pide que investigue las filtraciones dentro del servicio secreto, ya que se está ante la evidencia de que hay un desertor que conspira desde adentro. Smiley, un hombre oscuro y silencioso, que no atraviesa un buen momento personal, puesto que su mujer lo dejó para irse con un colega, contará con la ayuda de un joven agente, Peter Guillam (Benedict Cumberbatch), todavía no contaminado por los vicios del oficio. Por su parte, Control le hace saber a Smiley que su lista de sospechosos se reduce a cinco, todos del equipo: el “calderero” Percy Alleline (Toby Jones), el “sastre” Bill Haydon (Colin Firth), el “soldado” Roy Bland (Ciarán Hinds), el “pobre” Toby Esterhase (David Dencik) y el “espía”, el propio Smiley. En pocas palabras, todos están en la mira de todos. Ese trabajo es así, nadie puede confiar en nadie y la traición es moneda corriente. Pero cuando las cosas se ponen muy pesadas y las órdenes de arriba son encontrar al soplón, no hay otra cosa que hacer que cumplir las órdenes. El relato se va desenvolviendo intercalando en el tiempo presente fragmentos de hechos que ocurrieron en el pasado, sucesivos flashbacks que van enhebrando una historia en la que cada uno de los nombrados ha tenido alguna participación. Smiley también recurre a una vieja colega, Connie Sachs (Kathy Burke), ya retirada pero con buena memoria, que le aporta algunas pistas importantes, y al fin, las piezas se irán encajando como en un gran puzzle, hasta que finalmente se arribará a una solución eficaz. La película dirigida por el sueco Tomas Alfredson es impecable en la construcción de climas, acompañada por una música muy sugerente que contribuye a poner el tono de intriga y un algo de angustia al relato. También se destaca el cuidado de los detalles y el seguimiento de los actores, sus pequeños gestos, todo eso que debe atender un buen agente secreto. A la cámara de Hoyte van Hoytema no se le escapa ningún dato significativo. El elenco es excelente, está a la altura de la historia y de la calidad demostrada por el director. Es un film de neto corte británico, sin estridencias, inteligente, que invita a pensar al mismo tiempo que entretiene con recursos nobles, propios del cine clásico, en el que el contenido es lo más importante y la forma acompaña.
El cine nuestro de cada día “El artista” es una película concebida con espíritu de homenaje. Es una mirada nostálgica hacia los inicios de una industria-entretenimiento, allá por las primeras décadas del siglo XX, en el epicentro de la imagen en movimiento: Los Ángeles-Hollywood. La propuesta de Michel Hazanavicius es un juego de cine dentro del cine, en un guión que se va encastrando como cajas chinas, con una historia de la cual surge otra, pero siempre dentro de lo que es ficción pura. El protagonista, George Valentin, es un galán del cine mudo de los años ‘20, exitoso. Sus películas rompen las taquillas, una multitud lo asedia cada vez que aparece en público y los reporteros gráficos se pelean por obtener una “exclusiva” que impacte en las ventas de su periódico. En uno de esos entreveros, George conoce a una joven, que, un poco por azar y otro poco por audacia, consigue sortear la barrera policial de contención y logra acercarse a la estrella, justo cuando estaba posando para los fotógrafos en las puertas de un hotel. Peppy Miller es una muchacha encantadora, fresca, simpática, y capta la atención del artista que se deja besar y fotografiar con ella. Este gesto le abrirá las puertas a la joven para comenzar lo que sería una rápida y ascendente carrera cinematográfica. La película está filmada en blanco y negro, con una impecable reconstrucción de época, para la cual no se han ahorrado recursos, desde los ambientes, el vestuario, los automóviles, la música de fondo... en fin, una recreación casi perfecta del Hollywood de aquellos tiempos, hasta el mínimo detalle. El juego que presenta Hazanavicius es contar a través de un film mudo, precisamente la transición entre esa forma de filmar y el surgimiento del cine sonoro, desde las entrañas mismas de la industria. Porque la historia comienza cuando George está en pleno apogeo de su carrera y Peppy apenas comienza, pero pronto su mentor empezará a declinar (por no poder adaptarse a los nuevos retos de la profesión) y en cambio, la joven actriz asciende vertiginosamente de la mano de los flamantes recursos que unen imagen y sonido. “El artista” imbrica una historia dentro de otra, ya que además de concentrar en pocos minutos ese período de cambio, lo hace a través de lo que es también una historia de amor. A pesar de que sus vidas tomarán rumbos diferentes, Peppy nunca olvidará a George, y cuando éste ya no tenga qué vender para hacer frente a sus gastos, sin trabajo y sin poder adaptarse a los nuevos tiempos, allí aparecerá ella para rescatarlo. Triunfa el amor La narración, sencilla, apela a los trucos típicos de la época para amenizar el espectáculo, desde un perro amaestrado hasta bailes y gags exagerados. También desfilarán personajes típicos, como el fiel chofer del artista, la esposa que no soporta la crisis y se va, el productor implacable que defiende su negocio caiga quien caiga, el público que corre detrás del éxito y olvida pronto a los perdedores... pero, a pesar de todos los conflictos y sinsabores, el amor logrará triunfar. Con aire ingenuo pero rigor formal, aun cuando no pueda evitar tomarse algunas licencias, pareciera que “El artista” intenta ser una metáfora del mundo del cine válida para todos los tiempos, invitando a la reflexión sobre sus orígenes, en un tiempo en que la acción y los trucos tecnológicos parecen haber llegado a un paroxismo casi deshumanizante.
Un tropiezo llamado muerte Alexander Payne, conocido por sus realizaciones “La elección”, “Entre copas” y “Las confesiones del Sr. Schmidt”, mantiene cierta coherencia en sus temas preferidos con su nueva película, “Los descendientes”. Renombrado como director indie dentro de la maquinaria de Hollywood, bucea en cuestiones psicologicistas. Sus relatos ponen el acento en el universo interior de los personajes y cómo, por alguna eventualidad de la vida, ese escenario sufre modificaciones, más o menos conflictivas, según la manera en que se perciba la nueva situación desde la perspectiva de los protagonistas. Sin apartarse un ápice de lo que aparenta ser lo más normal del mundo, lo menos extraordinario, incluso hasta feo o que no responde a los cánones de belleza del mercado, Payne se esmera por poner a sus personajes en eventualidades comunes y corrientes, que sin embargo tienen su carga trágica. En esta oportunidad, cuenta la historia de un padre de familia, de mediana edad, que debe hacer frente a un hecho que conmociona totalmente su existencia. Su esposa ha sufrido un accidente que la deja postrada en estado vegetativo y debe hacerse cargo del cuidado de sus hijas, una niña de diez años y una adolescente de diecisiete. Matt (George Clooney), el padre, es un hombre adinerado integrante de una familia tradicional de Hawaii, y el accidente de su mujer, Elizabeth, lo sorprendió lejos de su hogar, en viaje de negocios. Al principio, no consigue asimilar del todo el golpe y pretende recomponer las cosas, alienta la esperanza de que su esposa despierte, recuperar su matrimonio e iniciar una nueva etapa, en la que promete atender mejor a su familia. Es evidente que está en pleno estado de shock y no sabe ni por dónde empezar, entonces lo que reclama es que su mujer vuelva. Pero los médicos se encargarán de colocarlo ante la difícil e irreversible realidad, Elizabeth está en una situación de muerte cerebral y ya nada se puede hacer. No obstante, le dan unos días a Matt para que comunique la gravedad de la situación a las niñas, a los parientes y a los amigos, para que tengan tiempo para despedirse y así poder continuar con los procedimientos protocolares que se siguen en estos casos (donación de órganos, etc.). Da la impresión de que la vida en Hawaii es verdaderamente paradisíaca. Mansiones confortables, una naturaleza maravillosa, calles tranquilas y limpias, y gente descontracturada en ropa playera todo el día, aun en las reuniones de negocios. Y además, aparentemente, un sistema legal moderno y que funciona, que no deja nada librado al azar. Duelo personal En ese marco de contención, el único y verdadero problema de Matt es el duelo personal y cómo reorganizar su vida de ahora en más. Y en eso se concentra la película. Así, en plena crisis, se enterará de algunos secretos dolorosos que guardaba su mujer y se enfrentará a la impotencia de no poder discutir con ella, ni poder resolver la situación juntos. Se apoyará en sus hijas y también recibirá el afecto de un nutrido grupo de amigos. Aunque simultáneamente tendrá que seguir con los negocios familiares, que involucran a varios primos, todos herederos de una buena porción de tierra virgen en la maravillosa isla. Y resulta que Matt es el administrador que debe resolver la venta. Pero la muerte de su mujer hará que se produzca un cambio de planes también en ese aspecto. La película de Payne se concentra en la transformación que en pocos días sufre este hombre y cómo de la crisis parece surgir un nuevo proyecto de vida. Matizado con algunos momentos de humor, aun en medio de la tragedia, con ese tono algo liviano característico del director, la película se disfruta precisamente porque ni el dolor es tan agobiante ni la situación es tan desesperada. La única que está verdaderamente jodida es la accidentada, pero como ya no siente nada, en realidad lo único que deja es un vacío al que los demás deberán adaptarse lo más rápido posible. Muy buena la fotografía, Clooney está correcto y hasta incluso llora lágrimas que parecen verdaderas, y las niñas logran una buena química con él. Es una película que se deja ver de manera confortable y de paso, recrear la vista con paisajes hermosos.
Ethan Hunt Recargado Tom Cruise ha dado un paso verdaderamente gigantesco en su apuesta por el cine de acción y su (ya propia) marca “Misión Imposible”. Es la cuarta película que produce y protagoniza, basada en la mítica serie sesentista. En esta oportunidad, bajo la dirección de un experto en cine de animación, Brad Bird, quien le da un toque especial a la imagen y a las escenas, para hacerlas más atractivas, más impactantes, más atrapantes. Pero no todos son trucos en Misión Imposible 4, y ahí está la gracia, el acierto espectacular de esta entrega. Hay mucho trabajo de actores que no tienen miedo de poner sus cuerpos, trabajo en el que Cruise se lleva las palmas porque se luce en escenas de alto riesgo, nada menos que trepando como hombre araña la torre Burj Khalifa de Dubai, el edificio más alto del mundo, piruetas que realizó sin utilizar dobles. Por supuesto que esa hazaña es la marca de la película, el clímax, no obstante no hay que desdeñar todas las demás secuencias en que ocurren situaciones en las que se combinan la extrema violencia con la velocidad, luchas cuerpo a cuerpo, persecuciones y todo tipo de encontronazos de alto voltaje, que crean un clima muchas veces catastrófico, con explosiones, cristales que se rompen, patadas y golpes de puño capaces de demoler al adversario más duro. Ya desde el comienzo, la adrenalina empieza a correr en altas dosis, cuando el agente Ethan Hunt protagoniza una alocada fuga de una prisión de Moscú, donde estaba recluido por cuestiones más bien personales, pero que no conviene revelar. Su fuga tendrá apoyo externo de agentes de la Fuerza Misión Imposible (FMI) y eso significa ni más ni menos que lo necesitan para otra misión. Como todo el mundo sabe, la FMI está compuesta por agentes de elite que sin embargo tienen la libertad de aceptar o no los trabajos que les proponen, que siempre conllevan altísimos riesgos y requieren un gran despliegue logístico, tecnológico y financiero, además de habilidades de todo tipo. No son cosas ni para improvisados, ni para energúmenos sin cerebro, ni para timoratos. Benji (Simon Pegg) y Jane (Paula Patton) serán los compañeros de Ethan en este trabajo, a quienes se une luego William (Jeremy Renner). Primero deberán ingresar clandestinamente al Kremlim, para tratar de hacerse con algunos códigos secretos, que los llevarían tras las pistas de una conspiración en ciernes capaz de causar un gran daño a Estados Unidos. Pero ya en la sede del poder de Moscú y en plena tarea, ocurren imprevistos, intercepciones, que desbaratan el plan original y para colmo los muchachos de la FMI quedan expuestos y acusados de los desastres que ocurren. ¿Y qué es lo que pasó? un tercero en discordia, Trevor (Josh Holloway) aprovechó la ocasión y armó tal revuelo que todos quedan confundidos y persiguiendo al hombre equivocado. Mientras, la conspiración avanza con sus planes maléficos. Este desastre obliga a los Estados Unidos a activar el “Protocolo Fantasma” para abortar la misión en Moscú y los agentes quedan a la buena de Dios, librados a su propia suerte. Y aquí es donde aflora el espíritu que anima a estos héroes, sabiendo el gran peligro que anda suelto, deciden continuar tras los sospechosos, a pesar de no tener ningún apoyo oficial. Y se lanzan a una misión no autorizada bajo su propio y exclusivo riesgo. Las aventuras, que entre piña y piña se salpimientan con un poco de humor y un poco de amor, suceden en Moscú, Budapest, Dubai y la India, todos escenarios exóticos que dan un marco visual atractivo y misterioso a la vez a todas las escenas de acción en las que el equipo de la FMI sale airoso, logrando, una vez más, salvar al mundo de una terrible amenaza.
Un mensaje sencillo y profundo El amor es un sentimiento que trasciende fronteras, es un idioma universal accesible para todos y cuando se presenta, no es posible escapar de él. El amor es el tema central de la película “Alamar” del joven realizador mexicano Pedro González-Rubio. Basada en una historia real, tratada con características de documental, la narración adquiere una dimensión casi metafísica. Jorge es un joven buceador que vive en el Caribe mexicano, en la zona del Banco Chinchorro, uno de los arrecifes más grandes del planeta. En un verano, conoció a una turista italiana, Roberta, se enamoraron y tuvieron un hijo, Natan. Después de un tiempo, ella quiso volver a su país y se fue con el niño. Jorge siguió con su vida en el mar. Cuando Natan tiene cinco años, va a México a pasar una temporada con su padre y todo lo que ocurre durante su estada con él es el desarrollo principal de la película. Jorge vive en una casa de madera sobre pilares, un palafito en la orilla del mar, como otros pescadores. Durante el día, en una pequeña embarcación, navega mar adentro hacia los lugares propicios para la pesca, que se realiza bajo el agua y con harpón. Tímidamente, Natan va tomando contacto con ese mundo tan diametralmente opuesto a su universo cotidiano en una ciudad europea. En el Caribe impera la sencillez, la pobreza de recursos materiales, pero encuentra un mundo natural maravilloso, totalmente a su disposición. La cámara de González-Rubio va registrando cada detalle que el niño descubre, cada experiencia nueva, siempre junto a su padre, que lo cuida, lo protege y le enseña a entender y a disfrutar del entorno. En el relato escasean las palabras, no hay mucho para decir, apenas lo elemental, y sí mucho por experimentar. Desde las tareas en la casa hasta el cuidado de las embarcaciones y lo más emocionante, las aventuras bajo el agua, entre los arrecifes, en medio del mar. Natan toma contacto y aprende a reconocer cada producto que su padre extrae desde las profundidades, los peces y frutos de mar que se irán acumulando sobre la embarcación y que significan el sustento diario de Jorge y de su padre, quien lo acompaña cada día. Una tradición familiar, que pretende transmitir a su pequeño hijo, a pesar de que la mayor parte del tiempo vivan distanciados. La seducción Y el espectador, seducido por las elocuentes imágenes, cargadas de belleza y de significaciones, aprenderá a conocer esa parte del mundo a la par de Natan y se dejará llevar, con absoluta confianza, como el niño se entrega al cuidado de su padre y de su abuelo. Lo que consigue González-Rubio es reunir en unos 70 minutos un mensaje sencillo y profundo a la vez, que habla de las diferencias pero también de la convivencia, y al mismo tiempo, aprovecha para mostrar uno de los lugares más bellos del planeta, de gran interés no sólo para el turismo sino para la comunidad científica y la conservación de la naturaleza. Un cúmulo de información en un largometraje, tomando como eje la relación fundamental padre-hijo-naturaleza, en un viaje iniciático. Una belleza.
Siempre hay lugar para un rollo más Robert es un cirujano plástico exitoso que además se dedica a la investigación. En los últimos tiempos ha estado experimentando en su laboratorio en la creación de piel, mediante un procedimiento transgénico, para ser usada en humanos. Sus aplicaciones serían varias, desde reparación de heridas producidas por quemaduras hasta prevención de otras enfermedades, “como por ejemplo, la malaria”, dice sin titubear ante un auditorio de colegas que lo escuchan entre maravillados e incómodos. Pues a partir de ahí empieza a desenrollarse la historia que hay detrás de Robert. Resulta que el hombre estuvo casado con una mujer muy bella que casi muere víctima de un accidente de tránsito en el que el vehículo en el que viajaba se incendió. Rescatada de entre las llamas, aún con vida, logró sobrevivir gracias a los cuidados de su esposo, pero quedó desfigurada. Mientras la cuidaba, Robert empezó a investigar la manera de recuperar la belleza perdida de su mujer. La historia que cuenta Pedro Almódovar en “La piel que habito” está basada en la novela Tarántula, de Thierry Jonquet, y refiere al caso de este médico quien, pese a sus esfuerzos por salvar a su esposa, no lo consigue, aunque le queda una hija, la que sin embargo, al haber presenciado el suicidio de su madre (por culpa de un espejo inoportuno que se cruzó en su camino), debió ser internada en un neuropsiquiátrico ya que la experiencia la sumerge en la locura. Es decir que la vida de Robert no es un lecho de rosas ni nada que se le parezca. Pero la vida le tiene reservadas todavía más experiencias extremas. Cuando su hija parece recuperada, decide llevarla a una fiesta para que se empiece a socializar y no va que cae en manos de un joven drogadicto que solamente quiere divertirse. Una confluencia de señales y situaciones hacen que el encuentro entre los chicos se convierta en una desgracia. A partir de entonces, el cirujano plástico volverá a sus experimentos, pero ahora motivado por su sed de venganza y pasará fronteras, físicas, mentales, morales y espirituales, hasta lograr resultados extraordinarios. Claro que todo eso ocurrirá en la clandestinidad y en el más absoluto aislamiento, en su clínica privada, que también es su hogar, una especie de fortaleza hermética en las afueras de Madrid. Almódovar vuelve a sus obsesiones en “La piel que habito”. Pone a jugar cuestiones que tienen que ver con los deseos más profundos que anidan en la mente humana y que a veces consiguen manifestarse, dando rienda suelta a fantasías que no por retorcidas no resultan familiares. El clásico tema del científico loco que experimenta con seres humanos, logrando transformaciones que pueden llegar a modificar de tal manera la naturaleza, que lo que se obtiene ya no se sabe a qué categoría pertenece. Sin embargo, y pese a todas las transgresiones, la crueldad extrema y la perversión dominante, el director manchego parece añorar un espíritu de normalidad al que se aferra siempre. Un retazo, apenas un recuerdo medio perdido de algo que pertenecía a otra realidad, esa realidad perdida, destruida y fragmentada, irremediablemente transformada en otra cosa. Almodóvar cuenta historias entre absurdas e inverosímiles, sólo para expresar a través de su arte, los delirios a lo que se puede llegar cuando se va más allá de los límites conocidos, y lo hace con cierto refinamiento.
Un homenaje a la pasión creativa “Violeta se fue a los cielos” es un film que despierta emociones, tal como inspiraba en vida la figura que evoca, la compositora e intérprete chilena Violeta Parra. El guión está basado en una biografía escrita por el hijo de la cantante, Ángel Parra, y no se puede soslayar que se trata de una mirada intimista, subjetiva, una aproximación, cuyo valor en todo caso, más que artístico, está en acercar al público un poco, un algo apenas, de lo que fue la carnadura humana de un personaje que se entregó con pasión al arte y que tomó su vida como parte de su obra. Porque lo que queda explícito en esta reconstrucción fragmentaria, compuesta de retazos de recuerdos sin una sucesión lógica ni necesariamente cronológica, es la imposibilidad de separar la vida y la obra de la artista. Lo que se trata de mostrar es cómo esta concepción de la existencia puede llegar a momentos de brillo, incendios casi de creación, y también puede hundir en abismos de autodestrucción, sobre todo cuando la artista siente que pierde la conexión con la gracia creativa y se cree perdida. Es una historia que habla de la desmesura y de los límites. La película del chileno Andrés Wood recorre la vida de Violeta desde sus primeros años, cuando junto a sus hermanos acompañaba a su padre, un músico popular que se ganaba unas monedas cantando en bodegones de mala muerte, en pueblitos de la puna. Pronto, los chicos quedaron solos de toda soledad y tuvieron que hacerse cargo de sí mismos, con un único legado dejado por su padre: una guitarra. Violeta toma el mando y se propone recorrer los ambientes rurales y mineros de su país para contactar, aprender y registrar las manifestaciones del canto popular, un protagonista imprescindible en la vida de los lugareños. Su pasión y obsesión, y su voluntad inquebrantable, más la compañía de su hermana, los maridos de las dos y los hijos, permitieron que la esencia y el espíritu de ese arte no quedara en el olvido y se conociera en todas partes. Arrolladora El filme de Wood muestra a Violeta como una mujer compleja, apasionada, con una carga trágica en su mirada, vital, pero no feliz, sino más bien arrolladora. Ella encarnó a su manera la figura del artista genial pero atormentado, déspota con sus afectos y obsesivo en sus decisiones. El gran acierto del realizador chileno es haber elegido a la actriz Francisca Gavilán para interpretar el personaje protagónico, puesto que es el alma de la película. Gavilán es capaz de meterse de lleno en el papel, para el cual la favorecen el conocimiento que evidentemente tiene de la figura a representar, así como de la cultura a la que pertenece y por si fuera poco, puede imitar el modo de cantar de Violeta, y hasta su aspecto físico es semejante. Esta magia que logra transmitir al espectador es el gran valor de este film, es la joya que se luce engarzada sobre un montaje entramado, como un entretejido, de episodios aislados de una vida que sólo tienen sentido porque se trata de una figura muy conocida cuya obra ha trascendido las fronteras. Son las ventajas y las desventajas del género “biofic”. En este caso, la experiencia es satisfactoria.
Escenas de una historia trivial El rumano Radu Muntean se propone capturar un fragmento de vida. Es como si con su cámara quisiera registrar lo que ocurre entre un pequeño grupo de personas que viven una situación singular, pero ni original, ni extraordinaria. Un suceso que los implica, como en este mismo momento podría estar ocurriendo en miles de otros lugares del mundo, casi de la misma manera. Es ni más ni menos que lo que le ocurre a Paul, un hombre cuarentón, casado, con una hija, y que mantiene una relación extramatrimonial con una mujer soltera, más joven e independiente. Un clásico de manual. Un desafío también para hacer que la historia merezca ser llevada al cine y pueda salir airosa, batallando contra los clichés, los lugares comunes, lo previsible. Es casi un anticine, si se mira bien. Lo que ocurre entre Paul, su esposa Adriana y su amante Raluca forma parte de ese anecdotario cotidiano que ya no sorprende a nadie. Integra el repertorio de las experiencias más frecuentes que se puedan tener o ver sin alejarse ni un poquito de la propia casa. Pero Muntean se pone el desafío al hombro y se sumerge en la intimidad del triángulo amoroso casi como un niño dispuesto a descifrar todas las señales que puedan expresar algo de lo que ocurre en realidad en el interior de las personas involucradas. Lo que se escapa del libreto, ese gesto, pequeño, que denuncia el conflicto, y que se perdería en la corriente si no estuviera ahí el testigo, el observador dispuesto a atraparlo y registrarlo. La cámara, generalmente fija, muestra la química que existe entre Paul y Raluca, el diálogo entre sus cuerpos desnudos, tumbados en la cama, sin nada importante (aparentemente) en qué pensar, ni nada trascendente de qué hablar. Solamente disfrutar. En contraste, la casi palpable atmósfera de rutina y aburrimiento que se impone cada vez que la cámara muestra a Paul con su mujer Adriana. Entre ellos, hay una sintonía casi administrativa, se entienden bien para afrontar las cuestiones del hogar, el cuidado de la niña y el reparto de funciones y tareas, pero ni una pizca de pasión. Festín de sutilezas Un poco más atrás, aparecen a veces los padres de él, ejerciendo también esa presión que no se ve pero se siente, del statu quo, lo previsible, lo que ya no tendrá sorpresas y solamente se desliza en el tiempo y el espacio, sin ánimo de ir a ninguna parte. Pero ¿el azar? provocará un situación que hará de bisagra y finalmente se producirá el quiebre, la ruptura, ese momento entre deseado y temido que hace que las cosas se muevan y la sangre bulla, sacudiendo la modorra de la comodidad de los afectos. Aunque, como todos son muy educados, salvo un pequeño estallido de rabia de Adriana, pronto parece que la situación tenderá a acomodarse. Es como si rápidamente todos quisieran pasar el mal momento y adaptarse en seguida a la nueva realidad y... que la vida siga. Por supuesto que el espectador quedará con muchas dudas, porque pese a que se sugiere que Paul quiere empezar una vida nueva, no se lo ve muy firme en los pasos que da y su rostro parece expresar más angustia que entusiasmo. “Aquel martes después de Navidad” es un festín de sutilezas a cargo de excelentes actores que llevan adelante una propuesta caracterizada por la renuncia a toda idea pretenciosa.