A más de 60 años de su muerte, la figura de Eva Duarte conserva un aura de misticismo cada vez más enrarecido por el turbulento paso del tiempo en nuestra escena nacional. A diferencia de aquella solemne visión biográfica ejercitada por Juan Carlos Desanzo en 1996 a través de la película Eva Perón, el mendocino Pablo Agüero opta por un relato que se debate entre el trance hipnótico y la mirada brutal, para indagar en el oscuro derrotero del cadáver de la "jefa espiritual" de la nación, desde su muerte en 1952 hasta el retorno de sus restos al país en 1974. El primer acierto de Agüero consiste en salir de la hermética concepción ceñida a los hechos reales. Más allá de referencias concretas, entre las que se incluyen el golpe de 1955 y al secuestro de Pedro Eugenio Aramburu en 1970, el film se construye como una suerte de ensayo que atraviesa los hechos históricos en profundidad para llegar a la médula del sentimiento: un cadáver como símbolo de gloria, odio, resistencia y división. "Esa yegua provocó el caos", dice en off el joven almirante que interpreta Gael García Bernal. Su voz, en clave de representación de Emilio Eduardo Massera, abre y cierra un relato signado por la ambigüedad. Esa falta de certezas es sin dudas el gran hallazgo que propone este viaje, en el que se superpone el misticismo de la líder de los descamisados con una marea de violencia en espiral. El realizador sostiene la tenebrosa atmósfera de su propuesta a través de un puñado de recursos propios de la iconografía del cine de terror. Un cementerio bajo la lluvia, la noche omnipresente y un sótano en penumbras; son algunos de los espacios en los que transcurren las escenas de una película estructurada en tres capítulos: El embalsamador, con Imanol Arias encarnando a Pedro Ara, el hombre encargado de inmortalizar el cuerpo de Evita; El transportador, con Denis Lavant en el perturbador rol del coronel Carlos Eugenio Koenig; y El dictador, con un magistral Daniel Fanego representando a Pedro Eugenio Aramburu, secuestrado y ejecutado por la organización Montoneros en 1970. Más allá de cierta impronta teatral en la puesta y de que cada instancia esté delimitada por la interacción entre dos o tres personajes, Pablo Agüero logra una obra más accesible que sus anteriores Salamandra, 77 Doronship y Madres de los dioses. Los travellings laterales y la iluminación refuerzan una inquietante atmósfera de artificio, que por momentos recuerda las texturas de cineastas británicos como Derek Jarman y Peter Greenaway. El meticuloso trabajo de sonido potencia el tono críptico del relato, con acertadas distorsiones y una suerte de mashup punk sobre un legendario discurso de Evita. Así y todo, el film jamás se regodea en el exceso de virtuosismo formal. Cada recurso encuentra un perfecto ensamble con la cadencia de un ensayo que fluye entre el extrañamiento y la pesadilla. En este sentido, es notable que la inclusión de material documental de archivo logre integrarse a ese panorama tenebroso, sin quebrar el clima ni darle un aire de justificación realista. Cada espectador podrá ejercitar la lectura que quiera sobre Eva no duerme, ya sea como metáfora del devenir de nuestra historia, o desde el análisis de los dobleces del peronismo. Pablo Agüero se sumerge en un viaje arriesgado y nos interpela, tanto desde la reflexión poética, como llevándonos puestos con un sacudón brutal. Mientras los hechos históricos perduran en el pantano de testimonios contradictorios, una figura mítica y fantasmagórica entona su eterno grito punk. El epílogo en este caso no oficia de conclusión, sino que expande el aura de un destino incierto. "Esa hembra es el símbolo de la insurrección... muerta... desaparecida... sigue dando luz". Eva no duerme / Argentina-Francia-España / 85 minutos / Apta mayores de 16 años / Dirección: Pablo Agüero / Con: Gael García Bernal, Daniel Fanego, Imanol Arias, Denis Lavant, Ailín Salas, Sofía Brito.
En varias ocasiones, Steven Spielberg ha revisado hechos históricos para construir una serie de películas en clave de firme declaración de principios. En ese apartado se encuentran títulos como La lista de Schindler, Rescatando al soldado Ryan, Munich, Caballo de guerra y Lincoln. A veces cayendo en cierto exceso de solemnidad, otras tentado por el subrayado discursivo; el gran cineasta finalmente da en la tecla justa con Puente de espías y logra su film más clásico, sobrio y elegante. Tom Hanks interpreta al abogado James Donovan, un hombre dotado de un gran sentido de ética profesional que recibe el trabajo menos deseado: defender a un espía soviético que ha sido capturado por el FBI en Brooklyn, hacia fines de los '50, en pleno pico de la Guerra Fría. Ni su familia ni la mismísima patria simpatizan con esta causa, pero Donovan se aferra a su única premisa moral: hacer lo correcto. Un poco más tarde, un piloto americano es derribado cuando sobrevuela cielo ruso tomando fotografías de las bases nucleares de aquella nación enemiga. El intercambio de rehenes se erige como la gran opción para que ambos bandos recuperen a sus ciudadanos. Y Donovan será el hombre clave en esa negociación que tendrá como escenario una gélida Alemania. La primera parte de la película apuesta por un clima más bien intimista, con unas sutiles charlas entre el defensor que interpreta Hanks y Rudolf Abel, el espía soviético que encarna un Mark Rylance que va camino al Oscar por su precisa actuación. En este tramo, el guión de Matt Charman, que contó con la eficaz reescritura de los hermanos Coen, se encarga de establecer un pacto entre los personajes que va más allá de las palabras. Para sellar esa alianza de lealtad, Spielberg no necesita regodearse en dramas personales, ni en forzar una situación de empatía entre sus criaturas. El vínculo entre Donovan y Abel mantiene el pudor y la distancia que amerita el crudo entorno político que los rodea, pero así y todo, queda en claro que la confianza que se profesan tiene un verdadero propósito. Mientras dos super potencias protagonizan una desmesurada escalada armamentista que las colocará al borde del estallido, Donovan comprende que la clave de todo está en la negociación y el diálogo. A nivel formal, el director se muestra más riguroso y medido que nunca. La música de Thomas Newman aporta un apoyo discreto, lejano a la orquestación recargada que ha sido tan frecuente en la filmografía de Spielberg. La fotografía del polaco Janusz Kaminski, habitual colaborador del realizador, es de un grado de exquisitez inusual en el cine industrial de hoy. Las texturas logradas en la escena del intercambio, sobre un puente alemán en una madrugada bajo la nieve, se presentan como una verdadera cátedra de cine depurado al que se le agrega un toque exacto de potencia teatral. Para aquellos que esperen una propuesta adrenalínica y pirotécnica, vale aclarar que este no es un relato dominado por vertiginosas escenas de acción. Tampoco se erige como un compleja y sesuda lectura de acontecimientos históricos. Steven Spielberg logra actualizar esos hechos y personajes basados en la realidad, y omite el ejercicio de exaltación nacionalista. Más allá de un par de subrayados, vinculados con los fusilamientos de quienes intentaron saltar el muro de Berlín, y una que otra escena en la que muestra a su patria más civilizada y cuidadosa que la super potencia enemiga; el realizador avanza sobre la idea de que hoy somos ciudadanos del mundo. La escueta presencia de símbolos nacionales flameando, está en plena concordancia con una historia que postula a un hombre común que logra mantenerse en pie frente a todo ese absurdo de poder y prepotencia. Las banderas son trapos que los gobiernos manipulan para incrementar su poderío a costa de los méritos de tipos como Donovan, que salen de su casa cada día con maletín en mano, sin otro objetivo que el de hacer lo que corresponde. Bridge of spies / Estados Unidos / 2015 / 141 minutos / Apta mayores de 13 años / Dirección: Steven Spielberg / Guión: Matt Charman, Ethan Coen y Joel Coen / Con: Tom Hanks, Mark Rylance, Alan Alda, Amy Ryan, Eve Hewson y Peter McRobbie.
Toda película basada en una historia real, cuyo final conocemos de antemano, encierra una gran limitación en cuanto al factor sorpresa. Si el film en cuestión tiene como eje central una situación de enorme suspenso, como la del cruce de un funámbulo sobre una cuerda que pende entre cada una de las terrazas de las Torres Gemelas, el asunto se complica todavía más. En 2009, Man on Wire, un documental basado en esta hazaña de Philippe Petit se llevó el Oscar, y ahora Robert Zemeckis (Náufrago, Forrest Gump, Volver al futuro), vuelve sobre esta apasionante y demencial gesta, titulada por los medios en su momento como "el crimen artístico del siglo". En la cuerda floja opta por un tono lúdico y naif. En la apertura del relato, lo tenemos a Philippe (Joseph Gordon-Levitt) contándonos su historia desde la antorcha de la estatua de la libertad. Con una atmósfera de fábula, Zemeckis nos pasea por la infancia, adolescencia y primeros años de juventud de este artista en las calles de París. En aquel tiempo Petit conoce a Papa Rudy (Ben Kingsley), un patriarca del mundo circense experto en las más precisas técnicas de equilibrismo; y también queda impactado por la dulzura de Annie (Charlotte Le Bon), una bella chica que canta con su guitarra en los más pintorescos rincones parisinos. La preparación para el plato fuerte de la película tiene una cocción a fuego lento. En el camino, se suman los necesarios cómplices para cruzar el océano, y así emprender la clandestina proeza en New York. Zemeckis encara con ligereza esta introducción, que toma más de una hora del relato, confiando demasiado en un tono de cuento que descarta fuertes cruces entre los personajes, y bordeando algún momento sombrío, pero sin atreverse a la oscuridad. El hecho de que la novia de Philippe tenga un rol que apenas se asoma por encima de lo decorativo, y que los secuaces estén tan encandilados con su desafío en las alturas, le resta potencia a unos enfrentamientos dialécticos que no superan algún infantil chispazo. En cambio, la película gana en encanto e incorrección cuando esta atípica troupe inicia su profanación de las Torres Gemelas, que en aquel momento se encontraba en el último tramo de su construcción, para montar todo el andamiaje necesario para el gran cruce sobre la cuerda. Así y todo, el realizador se encarga de que la vulnerabilidad en los débiles límites de seguridad de aquellos monumentales edificios que estaban listos para ser estrenados en 1974, no sea mostrada de una manera avasallante e invasiva, conserva el tono juguetón y presenta a los derribados íconos de la arquitectura urbana con una ineludible mirada metafórica que oscila entre la admiración y el homenaje. El film potencia su performance con un impecable 3D, tal vez uno de los más logrados en las grandes producciones de los últimos tiempos. Exquisito en el tramo en que acompañamos los inicios del personaje en París, y decididamente vertiginoso cuando Philippe camina a más de 400 metros de altura sobre la cuerda trazada entre los legendarios rascacielos. Fue justamente Petit quien, a través de su desmesurada peripecia, se encargó de dotar de humanidad y cariño a esas grandes moles del World Trade Center. Gordon-Levitt despliega un arsenal de recursos para componer al extravagante personaje, y por momentos luce algo pasado de rosca y artificial con esos lentes de contacto celestes que opacan la autenticidad de su mirada. Así y todo, la contundente habilidad de Zemeckis para crear un puñado de imágenes tan hipnóticas como intensas, se eleva por encima de cualquier falencia y nos lleva a sentir el sublime aire de las alturas. The walk / Estados Unidos / 2015 / 124 minutos / Apta todo público / Dirección: Robert Zemeckis / Con: Joseph Gordon-Levit, Ben Kingsley, Charlotte Le bon, James Badge Dale, Clement Sibony.
Mucho se ha hablado sobre las similitudes de tono entre el nuevo estreno de Woody Allen y films icónicos en su carrera como Match Point, y sobre todo,Crímenes y pecados. Después de un largo periplo de películas en clave de postal europea, con toques de magia, pero algo desganadas en su conjunto, Allen vuelve en plena forma con un relato que intercala en dosis perfectas sus pinceladas de ligereza y nihilismo. Con un timing que no lograba desde hace muchos años, el eterno guionista y realizador, estructura una historia que pone en el centro a Abe, un profesor de filosofía abatido, que desde hace tiempo no le encuentra sentido a su vida. Joaquin Phoenix, con pancita de bebedor incluida, acierta en el registro de ese hombre desencantado que llega al apacible campus universitario de New Port. El prestigio profesional y los tortuosos dramas personales del filósofo sacudirán el adormecido ambiente académico, y muy pronto dos mujeres caerán a sus pies. Rita, una docente hastiada de su matrimonio (Parker Posey), y Jill, una alumna que tiene una relación con su novio demasiado formal para tener verdadera sustancia (Emma Stone). Todos estarán atentos a la creciente desesperanza de un Abe que no escatima por ejemplo en jugar a la ruleta rusa adelante de sus alumnos. De repente, el sinsentido de su existencia se desvanecerá cuando junto a Jill escuchen una charla de café, en la que una madre desesperada le cuenta a sus amigos cómo ha perdido la tenencia de sus hijos por la acción de un juez corrupto. Y aquí es donde Woody hincará el diente en una motivación políticamente incorrecta para sacar a Abe de su largo y angustioso letargo. El profesor elaborará un plan perfecto para matar a ese hombre desconocido, transformándose en una suerte de justiciero anónimo, y desarrollando su estrategia en el más absoluto secreto. Antes la película se ha paseado por referencias y citas intelectuales que van desde Kant y Heidegger, hasta Freud, Dostoeivski y Sartre. Allen nos zambulle en el mundo de un pensador bloqueado, que necesita una pulsión de vida que termina encontrando en el lugar más incómodo: el asesinato. Si bien algunos textos en off son demasiado elocuentes, la película se debate en una exquisita contradicción: un entramado por demás sórdido que es retratado con gracia y ligereza, con el plus de la bellísima fotografía de Darius Khondji. No conviene adelantar más de lo dicho con respecto al desarrollo de los hechos, porque sería arruinar parte del suspenso juguetón por el que nos pasea Hombre irracional. Esa virtud de un director que está pisando los 80 años y se permite transitar con encanto sobre conceptos verdaderamente perturbadores, es el mayor acierto de esta joyita. Y si bien es cierto que dicha cualidad es una marca registrada de Allen, desde hace mucho tiempo el persistente creador no lograba cristalizarla de una manera tan incómoda como encantadora. En algunos casos triunfaba la inconsistencia, en otros la solemnidad. Aquí en cambio el sarcasmo se permite desfilar sin tapujos, con todo su esplendor y sus bajezas. Woody renace en un film fresco y solapadamente intenso. Mientras el profesor Abe repta en el fondo del sinsentido, podemos respirar la supervivencia de un cine elegante que sin ostentaciones, ejerce su estoico arte de resistencia. Irrational Man / Estados Unidos / 2015 / 95 minutos / Apta mayores de 13 años / Guión y dirección: Woody Allen / Con: Joaquin Phoenix, Emma Stone, Parker Posey, Joe Stapleton y Jamie Blackley.
El cine ha abordado infinidad de veces historias de seres cuyos días están contados, en el tramo final de alguna enfermedad crónica o repentina. En términos generales, la mayoría de estos films se circunscriben a la etiqueta "lección de vida bañada en lágrimas". Para nuestra grata sorpresa, en lo que va del año se han estrenado dos películas que abordan el tema de la muerte, y el dolor que se produce en el entorno de la persona que se va, desde una perspectiva tan genuina como sensible. Una de ellas es Mia madre, del gran Nanni Moretti, la otra es Truman, del catalán Cesc Gay (Krámpack, En la ciudad, Ficción, Una pistola en cada mano). Julián (Ricardo Darín) ha conseguido hacerse un lugar en la escena madrileña como actor, tras lo que se adivina como un largo y dificultoso camino. Desde hace un año viene batallando con un cáncer, que según él dice "se ha ido a hacer turismo por todo su cuerpo". La decisión de abandonar el tratamiento y pasar su último tiempo de vida fuera del hospital, activa todo tipo de mecanismo de alerta y contención de quienes lo rodean. "Cada uno se muere como puede", le dice Julián a su entrañable amigo Tomás (Javier Cámara), que ha viajado desde Canadá para acompañarlo, y la película describe con enorme sutileza cómo también cada uno acompaña como puede. Cesc Gay confía en el talento de los dos protagonistas, y sin caer en subrayados, entreteje un relato emotivo en el que la nobleza - humana y cinematográfica- se eleva por encima de todo golpe bajo. Truman apuesta por una puesta en valor de lo más sublime que hay en la vida: los vínculos y el afecto como lugar de eterno refugio. La película se permite algunos momentos de incómoda dualidad, en la que se debate entre la angustia y el humor negro, sintetizada elocuentemente en la escena en la que Julián y Tomás van a una compañía funeraria para consultar los servicios disponibles. El empleado que los atiende enumera un largo listado de ítems, con algunas descripciones que expuestas en un momento tan crítico, rozan el absurdo. En medio del despliegue de ese burocrático negocio de la muerte, Julián se verá sorprendido por el pequeño tamaño de las urnas, y una vez más una mezcla de angustia y sinsentido teñirá su expresión, al chocarse en directo con las apretadas dimensiones a las que se verán reducidos sus restos. Tomás, que desde hace mucho tiempo no viaja a Madrid, se dedicará a acompañar a su amigo con estoica entereza. Sin apelar a un sinfín de anécdotas de momentos compartidos entre este par de entrañables compañeros, asistimos a esa construcción de amor incondicional de una amistad que ha trascendido los límites del tiempo y el espacio. Así y todo, no todo es aceptación y entendimiento, la dupla atravesará algunos momentos de tensa confrontación, con uno que otro pase de factura. Y si Tomás siente algo de culpa por haberse ausentado durante tantos años, Paula (Dolores Fonzi), la prima de Julián, ha tenido que atravesar todo ese calvario en directo. También está Nico (Oriol Pla), el hijo de Julián que vive en Amsterdam, un estudiante algo bohemio que procesa la pérdida con una angustia tan permanente como contenida. ¿Y quién es Truman?, nada más y nada menos que el ladero de Julián durante buena parte de su vida, su perro, que claro está no es una simple mascota, es su segundo hijo. La búsqueda de una familia adoptiva para el veterano compañero condensa la tristeza de la despedida y la continuidad de lo que queda, poniendo en evidencia el hecho de que por mayor integridad que se tenga, nunca será sencillo soltarse y dejar ir. Para amortiguar tanta adversidad, tanto los personajes como la película, apelan al dispositivo de la ironía para sobrellevar el adiós. Sin desbarrancar en el cinismo, confiando en la complicidad de una mirada, y en la dignidad de aquello que aún sin ser puesto en palabras, adquiere el estatus de un legado íntimo y perdurable. Truman / España-Argentina / 2015 / 108 minutos / Apta mayores de 16 años / Dirección: Cesc Gay / Con: Ricardo Darín, Javier Cámara, Eduard Fernández, José Luis Gómez y Álex Brendermühl.
Previo a acomodarnos en una butaca y calzarnos los anteojos 3D (se recomienda fervientemente la experiencia tridimensional), Everest es una película que intimida de antemano desde su título. No estamos hablando de una montaña cualquiera, se trata de la cumbre más alta de la Tierra, cuya arrogancia supera los 8.800 metros. Allí, en 1996 murieron quince personas pertenecientes a distintas expediciones, una tragedia que encendió un debate sobre las condiciones y el negocio montado alrededor de la conquista del techo del mundo. El director islandés Baltasar Kormákur (Contrabando, Dos armas letales) se plantea el doble desafío de orquestar un film tan espectacular como intimista. Una mixtura difícil de lograr, que en este caso sale por demás airosa en su veta épica, y un tanto estereotipada en su plano reflexivo. En su afán de ceñirse a la historia real, Kormákur introduce demasiados personajes en esta odisea, dificultando el plano de empatía entre el espectador y el abanico de protagonistas. No hay mucho tiempo disponible para explorar o profundizar en los conflictos de cada uno de ellos, de manera tal que la película avanza sobre los marcados matices diferenciales que existen entre los guías de dos expediciones que inician un riesgoso ascenso a la cima. Rob Hall (Jason Clarke) es cuidadoso y paternalista con sus escaladores, y espera regresar a su hogar para el nacimiento de la hija que tendrá con su bella mujer (Keira Knightley). Scott Fisher (Jake Gyllenhaal) es tan vehemente como altanero, y no está dispuesto a resignar que su grupo quede por debajo del nivel del que capitanea Rod. Para potenciar el drama de estos montañistas, Everest pivotea entre la tortuosa travesía y algunas referencias hogareñas. Invariablemente, el rol de la mujer aquí será el de intermediaria que hará lo posible por lograr que su pareja regrese a salvo, o bien el de testigo que deberá resignarse a esperar lo peor. Además de la llorosa Knightley, tenemos a Robin Wright encarnando a la mujer de Beck (Josh Brolin), un texano adicto a las alturas que en su casa se siente como si estuviera bajo "una nube negra", y a Emily Watson oficiando de puente y resguardo del dolor, siendo ella el nexo de comunicaciones desde el campamento base. La película no escatima en momentos de musicalización recargada y golpes bajos, pero se eleva por encima de todo eso a puro pulso de adrenalina e intensidad. A diferencia de otros films de este tipo en el que la conquista de la cima constituye el punto de éxtasis, aquí la espectacularidad alcanza su mayor apoteosis en el trágico descenso, con una terrible tormenta azotando a los personajes. Y es aquí donde Everest ingresa en una hora verdaderamente alucinante, atrapando al espectador y haciéndolo no sólo testigo, sino también protagonista de la debacle. Ya poco importa si a lo largo del primer tramo del relato establecimos algún vínculo afectivo con los protagonistas, sólo queremos que el viento y la nieve los deje (y nos deje) de azotar. En tiempos en que tanta superproducción tiende a lucir aséptica por tanta post producción digital, la película de Kormákur apuesta por una desgarradora experiencia física y sensorial, lanzándonos en picada en un espiral asfixiante y sin salida. En términos de producción, el rodaje se desarrolló en el Nepal, a la mitad de la altura real del Everest, sumando locaciones repartidas entre los Alpes italianos, y tomas en los estudios Cinecitta (Roma) y Pinewood (Reino Unido). A medida que la película intensifica el despliegue de la brutalidad de la naturaleza, resulta imposible no pensar en las enormes dificultades por las que habrá pasado todo el equipo de realización. Pero por sobre todas las cosas, Everest instala una incómoda dualidad, que se debate entre la épica y su propósito. ¿Qué es lo que lleva a estos escaladores a emprender una gesta tan demencial? La belleza imponente que se levanta en forma de rocas y nieve, que están allí para sepultar a sus víctimas o para ser vencidas, parece ser la visceral respuesta. Mientras tanto, este espectáculo vibrante nos deja tambaleando en los aturdidos pasillos de algún centro comercial, reptando entre la hipotermia y un mareo alucinado. Como los sobrevivientes de esta travesía apasionante y agotadora, sólo tenemos dos chances: ir por más, o anhelar un urgente regreso a casa. Everest / Estados Unidos-Reino Unido-Islandia / 2015 / 121 minutos / Apta mayores de 13 años / Dirección: Baltasar Kormákur / Con: Jason Clarke, Jake Gyllenhaal, Josh Brolin, John Hawkes, Robin Wright, Emily Watson y Keira Knightley.