Para espiar hace falta saber La mirada que espía es esencia del cine. En este caso, no se trata más que de una excusa pobre. Sobresaltos aburridos, sin fundamento cinematográfico o verosímil narrativo, abundan en la obra del director y guionista Travis Z. Algunos directores de cine debieran ser encarcelados, dijo cierta vez Quentin Tarantino luego de ver Juego de patriotas, de Philip Noyce. Un decir extremista, pero también acorde con un ánimo que se altera con películas que no se entiende muy bien por qué son. Lo peor del caso es que el realizador Travis Z (seudónimo de Travis Zariwny) no para. En un mismo año, tres películas. La primera fue una remake de Cabin Fever, de Eli Roth. La segunda es la que ocupa esta nota, Intruso. La tercera ‑-The Midnight Man-‑ tiene estreno pendiente y cuenta con la participación de ¡Robert Englund! Intruso comienza con el cliché a cuestas. Y eso no está mal, lo que sucede es que lo asume como artesanía, y no tiene con qué. En otras palabras: la secuencia está protagonizada por una mujer sola, en casa, es de noche y llueve. Habla con el marido por teléfono. Los sonidos rutinarios se develan "sorpresivos", como la pava que repentinamente silba al hervir o el corte de luz. Sí, el "sonido" del corte de la luz. A posteriori, lo consabido, con momentos de espera hasta dar con la silueta asesina que se precipita sobre ella. Tal situación no sólo fue utilizada hasta el hartazgo, sino que la brillante saga Scream, de Wes Craven, la parodió de manera definitiva, hasta llegar al ejemplo magistral de la película dentro de la película que se juega en el inicio de Scream 2. Pero no importa, no es este el caso, porque los clichés y lugares comunes son necesarios, lo que pasa es que hay que saber manejarlos. Para eso hace falta artesanía (Craven la tenía), y Travis Z es cualquier otra cosa -‑director de arte y de fotografía, por ejemplo‑- antes que narrador. Además, Intruso tiene ganas de meterse con la esencia misma del cine. Al respecto, la mirada espía es una de las características que pueden enunciarse, que hacen al cine ser. Todo espectador es un voyeur, decía Hitchcock. Ahí está La ventana indiscreta, obra maestra, película consumada. Por su parte y de manera arrojada, el argumento del film de Travis Z se dedica a la figura de un psicópata que se mete dentro de la casa de mujeres solas, a las que asesina luego de convivir de manera secreta. El asunto estará centrado en Elizabeth (Louise Linton), una cellista que se encuentra en crisis, entre el viaje a Londres que su profesión le exige y la relación con su novio. Una vez establecido el asunto, con dos sospechosos que serán subrayados por la intención de la cámara (uno de ellos es ¡Moby!, en plan actor), Elizabeth pasa su fin de semana con lluvia, algo de vino y poca ropa. Pero hay cierta atmósfera que la sobresalta, que la lleva a la sospecha, y cree percibir alguna presencia evanescente. El espía, en tanto, se esconde entre las sombras de los rincones, tras la puerta de los armarios, mientras camina leve y respira suave. Un argumento similar fue trabajado por Jaume Balagueró en la notable Mientras duermes (2011), con Luis Tosar como un encargado de edificio que está fascinado por una de las inquilinas. En esa película, las prácticas perversas surgen naturalmente, rayanas con el espanto. Balagueró utiliza los resortes del suspense de manera admirable, con el verosímil como punto de anclaje. Este último no es algo que importe al film que se reseña, acorde con un cine que apela al golpe de efecto sonoro, con raccords imposibles (transiciones entre planos que no se condicen con los movimientos del personaje), y angulaciones que no responden a una puesta en escena, sino a la resolución superficial de la historia. No por ello Intruso es ingenua, sino pretensiosa, burda. De acuerdo con cierta premisa inicial, Elizabeth estaría sujeta a una regresión infantil de la que no se animaría a salir. Hablan por ello la ropa de cama que usa, así como el osito Teddy que oportunamente reencuentra, a la par del recuerdo que hace ‑-con su hermano-‑ de las historias terroríficas que su padre gustaba contarles. Por momentos, parecería que el visitante misterioso revistiera rasgos más profundos, pero nada de esto se produce. Como contrapunto, valen los buenos ejemplos. Uno de ellos es El cómplice de las sombras (1951), una de las primeras películas de Joseph Losey. Allí, Van Heflin interpreta a un policía que no tardará en torcer su tarea en beneficio propio. Hay una mujer casada que desea, y la figura de un "merodeador" que la acecha. La resolución evapora fantasmas y señala a los responsables, con la policía como fuerza corrupta. El cómplice de las sombras se inscribe en los años de la persecución macartista: Dalton Trumbo firmó el guión con seudónimo, y Losey no demoraría en exiliarse a tierras inglesas. Eso es cine.
Confesiones de un séquito siniestro Como un intento por poetizar lo esquivo, la película del italiano Roberto Andò lo intenta. No lo logra. O tal vez, sí. En todo caso, las finanzas son para hombres sin alma. El cine se materializa como una realidad alterna, que es parte cotidiana inmanente. Así, la pantalla blanca invita a adentrarse en una digresión verídica, que nunca abandona su relación con quien(es) mira(n). Por eso, que un "ángel" sea protagonista de una película es necesariamente posible. En este sentido, el film emblema es ¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra, de visión ritual acorde con estas fechas. Sólo al dar credo a lo que sucede, puede el film ser. Es un problema ontológico, que requiere de la fe del espectador. Es en esta estela donde se inscribe Le confessioni, del italiano Roberto Andò. Lo hace a partir del arribo de un monje (Toni Servillo) a lo que se develará como la reunión del G8, ni más ni menos. Quien lo invita es el mismísimo director del FMI (Daniel Auetuil), junto a otras personalidades insólitas, como una escritora de éxitos infantiles y una estrella de rock. Qué es lo que se trae entre manos Roché, el admirado amo de las finanzas, no es algo que los personajes sepan. En todo caso, hay algo más profundo, que toca a la decisión que el mentado grupo debe tomar en breve. De ella surgirán consecuencias drásticas, que se intuirán de a poco. El monje, de esta manera, será interpelado reiteradamente, con la figura de Roché como primera pieza del dominó. Así, las confesiones del título comenzarán a rodar. El film de Andò está muy bien porque en ningún momento subraya la necesidad de tales prácticas, sino que las incorpora como equivalentes espirituales, como escondrijos vitales de cara a la vigilancia técnico‑policial, a la par de otras que son, evidentemente, prácticas coercitivas. "Confesión" es un término ambiguo. Salus, el monje, tampoco cree demasiado en escuchar pecados ajenos. Sin embargo accede, y al hacerlo se desencadena el drama ante la necesidad de saber lo que le ha dicho Roché, mientras el secreto de confesión obliga al silencio. La trama evidentemente recuerda a Mi secreto me condena, de Alfred Hitchcock, film que Andò cita de manera explícita, junto a otros recursos que emulan la mirada espía y voyeur que ejemplificara el cine magistral del inglés. Esa primera incursión en la escucha confesional ramifica en otras, no siempre "eclesiásticas", a través de una sucesión que despierta un nudo siniestro en donde el secreto es menester, ya que el ejercicio del poder lo requiere. No se trata, a no confundir, de un film de conversiones o cosas parecidas, sino de un intento por poetizar un ámbito adverso. El combate es inevitable, ya que se trata del mundo de las finanzas, en donde los políticos se han vuelto sus entes genuflexos, carentes de sensibilidad poética, ya desprovistos de la atención por el denominado "bien común". La relación con Grecia -‑con mención económica adrede-‑ ya nada tiene que ver con la de su historia filosófica. Seguramente se incurran en algunos subrayados, que explicitan el cometido fílmico, pero el papel desplegado por Tony Servillo (Il divo, La grande bellezza) es de un estoicismo que no medra en su seguridad. Por momentos se altera, pero brevemente, incrédulo ante tamañas miserias planificadas. Su tarea se desempeña desde el desapego, apenas provisto de su atuendo y, dice, su silencio. Los animales le responden, y en el gesto basta la relación con posibles rasgos santos. Porque Salus, evidentemente, es alguien extraordinario, que no se condice con los demás. Podría ser un ángel, o simplemente alguien capaz de saber escuchar el canto de los pájaros. Desde esa sencillez se escribe la película de Roberto Andò, sin estridencias, con una cuota de suspense que tendrá cauce y resolución. Para ello, la guía será la escritora de best‑sellers (Connie Nielsen), quien espera cambiar su literatura hacia este género. Ella es quien indaga y obliga al movimiento de las piezas. La develación, más allá de cualquier otra cuestión, el espectador la conoce de antemano, porque ¿qué es dable esperar de una "receta" del FMI?
Sueños extraterrestres y desdoblados Como un acto de ilusión, la película de Denis Villeneuve imagina alienígenas y los cubre de sueños. El trauma de una madre y la tarea de una lingüista. Entre el porvenir y lo que ha sido. El canadiense Denis Villeneuve (Incendies, La sospecha, Sicario) se ha situado como un realizador a seguir, de obsesiones recurrentes y puesta en escena autoral. Es, ni más ni menos, el nombre que puede garantizar algo de coherencia a la mentada secuela de Blade Runner; su cine desdoblado ‑con personajes contrariados, situados en un hiato esencial‑ hace de él un artesano seguramente atento a las contrariedades de ese personaje cultual que es Rick Deckard. Con La llegada, el cineasta toca la ciencia ficción y lo hace desde el costado introspectivo. Para llegar allí recurre a los tópicos que cimentaron al género durante décadas. Basado en un premiado relato de Ted Chiang, La llegada apela a la invasión de doce naves al planeta Tierra. Lo de invasión, en todo caso, no es más que una suposición. Pero el asunto viene a cuento al citar de manera evidente el modus operandi del clásico literario y cinéfilo La guerra de los mundos. Así como en aquella historia, acá hay militares, científicos, periodistas, civiles, que procuran entender qué es lo que quieren estos "visitantes": palabra que ramifica de maneras ambiguas, ya que la figura del forastero es señalada, habitualmente, de manera amenazante por la narrativa norteamericana. Este costado es el que han indagado clásicos como El día que paralizaron la Tierra (1951) y Llegaron de otro mundo (1953, guión de Ray Bradbury). Pero el film de Villeneuve no sólo se atiene a esta situación sino que dispara hacia dentro, para situarse más cerca del ánimo existencialista que preanunciara de manera brillante El increíble hombre menguante (1957), con arribo en el monolito de 2001: Odisea del espacio. Es más, La llegada podría pensarse como la profundización de esa pregunta que todavía perturba: ¿qué significa el monolito? El guión está basado en un cuento de Ted Chiang. Si se acepta el presunto argumento que el film propone, cuando Louis ‑la lingüista que interpreta la notable Amy Adams‑ sobrelleve la tarea de comunicarse con los alienígenas, lo que se acompaña es apenas uno de los vectores del drama. El otro es el que dirige hacia dentro, de manera inversamente proporcional. Mientras la nave ovoide descansa sobre la superficie, los terrícolas deben ingresar reiteradamente en ella. La escenografía es coherente con la de un retroceso en el tiempo, como si se viajara a un útero materno y prehistórico. Estos viajes de inmersión son en función de quien guía al espectador, y esa figura es Louis. Cuando la claridad narrativa emerja, quien quedará atrapada es ella. Siempre lo estuvo. En un momento, el film recrea un sueño que recuerda al de Jake Gyllenhaal en El hombre duplicado, otro film de Vileneuve, donde acecha una araña gigante. La duplicación es temática esencial y toda una constante en el cine del director canadiense, y el sueño surge aquí como uno de sus dobleces. Vale decir entonces, La llegada es, de manera esencial, la historia que sucede en sus primeros minutos, a través de un prólogo/epílogo que se escribe de modo circular, a su vez anclaje para la estructura narrativa y su mirada estética. Todo lo demás, son variaciones. De acuerdo con esta premisa, la protagonista debe ser una mujer, porque es ella quien sabe de ciclos y de procrear. Este círculo, vale recordar, es el que alcanzaba también la obra maestra de Kubrick. Es por esto que La llegada no puede ser entendida como un choque de civilizaciones, una metáfora colonialista o cosas parecidas, ya que esto no es más que la argamasa de la que se cubre, con la que pinta una historia que es, en verdad, otra. Mejor estar atento al momento del sueño y pensar si no se trata de un sueño dentro de otro. Este procedimiento la aleja ostensiblemente de otros ejemplos, pretensiosos y de moraleja, como Interestelar de Christopher Nolan, y Gravedad de Alfonso Cuarón. Como corolario, hay un momento temprano en donde Louise refiere prospectivamente al recordarle al coronel (Forrest Whitaker) las consecuencias de una misión anterior. La película es eso, nada más. Por eso, el desafío está en creerle a Louise, en padecer su dolor y en compartir sus alegrías. Hay un costado evidentemente cierto, y otro que es fantástico. Cuál es cuál no importa, son ‑y deben ser‑ indivisibles.
El imperio que vigila para someter La película de Oliver Stone recrea la vida de Edward Snowden, el genio cibernético que reveló información sobre la vigilancia invisible que asesina en el mundo. Así plantea la relación entre política y espionaje, la ética y el periodismo. No es poco mérito que Snowden, el más reciente film de Oliver Stone, se atreva a sostener que a los responsables de la tarea de espionaje sobre la vida privada ciudadana debiera caerles en suerte la misma incriminación que a los inculpados durante los Juicios de Nuremberg. La mención a la ONU aparece, y con ella la asociación inevitable: Estados Unidos parece estar más allá de cualquier normativa. El terrorismo, según la mirada del film, es la excusa suficiente para garantizar el predominio de este país, a costa de lo que sea. No es fácil pensar en otros cineastas con discursos parecidos, al menos desde ese mainstream con el que el oscarizado Stone todavía se codea, con diásporas evidentes como sus films dedicados a Hugo Chávez y Fidel Castro, con quienes supo trabar amistad. Es por ese mismo mainstream que su película no debiera ser comparada con Citizenfour (2014), el documental de Laura Poitras. Si bien de temática similar ‑las dos se dedican a la revelación íntima que el genio cibernético hiciera al periodismo en un cuarto de hotel‑ y con una de ellas dentro de la otra -Poitras es retratada en el film de Stone por Melissa Leo‑, es claro que la distribución comercial difiere, y desde lo formal -éste es el punto nodal‑ son absolutamente diferentes. Ahora bien, el cine de Oliver Stone suele ser explícito, sin matices. Sus películas recurren, por lo general, a situaciones retóricas, que evidencian lo obvio -algo que puede ejemplificarse con la parodia que Ben Stiller juega sobre Pelotón en Una guerra de película‑. De acuerdo con esta premisa, el Snowden de Stone es consciente de la necesidad de alcanzar al mayor público posible, aun a costa del propio personaje, quien por momentos se demuestra casi ignorante o sorprendido de las prácticas de espionaje. Son puntos en contra, pero acordes con un tipo de cine que, salvo excepciones, está varado en una sencillez que le es inmanente. De todas formas, las películas de Stone -si bien cortadas por ese mismo tacto‑ tienen ejemplos de varios colores, con algunos títulos que todavía resisten (La radio ataca, U Turn, Wall Street). Si se aceptan esas licencias, su Snowden no está nada mal, y será mejor no desatender su prédica inconformista, de cara a los tiempos políticos que se avecinan. Al respecto, la ilusión que Ed Snowden y esposa profesan por Barack Obama se desvanece en un tris. Entre Bush y el mandatario, la película plantea una continuidad, con las manos ahora sucias por muertes decididas desde drones asesinos. Es más, si se permite la relación cinéfila sin hacer mella en los ejemplos, el film tiene cierta idiosincrasia estética que le vincula, por momentos, con esa estela magnífica que cimentaran realizadores como Sidney Lumet y John Frankenheimer en títulos como Punto límite y Siete días de mayo. Es decir, para el juego del poder son necesarios el secretismo y la construcción de una alteridad que, dado el caso, suele denominarse "american dream". En cuanto al Snowden de Stone, tal ensoñación viene dada de manera virtual, a través de las redes sociales, como agentes encargados de entretener a la masa mientras se la vulnera. Snowden vendría a operar como el fusible que amenaza con hacer caer el castillo de naipes. En este sentido, la caracterización de Joseph Gordon‑Levitt es notable, porque sabe mostrarse algo escuálido pero con pretensiones de ser un soldado: una especie de endeble Steve Rogers, casi Capitán América, con formación militar a medias, de físico limitado. Pero con una dignidad moral que puede mucho más que cualquier proeza física. Si bien la película apela a cierta esperanza de resistencia, con una resolución dramática positiva obligada, lo cierto es que lo que en general se desprende es un sentir amargo. Cuando Ed Snowden se refiera al porvenir tecnológico, conforme a las maniobras espías de la CIA y la NSA, dirá que habrá de ser peor. Lo que rebota sobre el manto social mismo, adepto a esas mismas marcas empresariales que hoy son medios de comunicación ineludibles, y que Snowden ha referido como cómplices. Oliver Stone, por las dudas, las señala desde sus logotipos inconfundibles: otro efecto retórico, pero bien cierto.
El esteticismo y la sangre seca La película de Tom Ford se sumerge en un pantano psicópata. Lo hace a través de la culpa, el consumo y la venganza. Segundo largometraje de Tom Ford y qué lástima que medien ¡siete! años entre los dos. En Sólo un hombre (2009), un herido Colin Firth, al borde del suicidio, procuraba sobrellevar la pérdida de su amor. La película está basada en la novela de Christopher Isherwood, publicada en 1964, uno de los títulos de referencia para pensar homosexualidad y literatura. Con Animales nocturnos, el realizador ‑reconocido diseñador de modas‑ lleva a la pantalla la novela Tres noches, de Austin Wright. El título del film, a su vez, toma el de la novela dentro de la novela. Es decir, en Tres noches (editado por Salamandra), la protagonista lee un manuscrito del próximo libro de su anterior esposo. La narrativa se desdobla, espeja situaciones y despierta inquietudes. Que el inicio del film se acompañe del baile de mujeres desnudas y excedidas en peso, no puede menos que alertar. Más aún cuando la película viene precedida por la firma de un modisto de marcas reconocidas. Esos cuerpos bamboleantes se revelarán funcionales a la instalación o muestra de Susan, la artista/empresaria que compone Amy Adams. Con su mirada caída, sonámbula, ella agrega: todo es basura. Susan atraviesa una crisis de pareja y hace días que no duerme, si bien el éxito económico/estético la acompaña. Ella es la encarnación de una fricción reconciliada. Dinero, estética/esteticismo, publicidad, arte. En este sentido, la construcción formal que de los encuadres propone Ford es prístina: todo en su lugar, como si fuese un paraíso plastificado. Por otra parte, el abismo al que arroja la lectura del libro de su ex (Jake Gyllenhaal), aparece como el reverso: una pareja y su hija adolescente parten de viaje y atraviesan el desierto texano durante la noche, hasta que la pesadilla comienza su derrotero. La violencia aparece y con ella un ángel vigía: el policía Bobby Andes (Michael Shannon). Si en el primer caso, el film se propone como un muestrario de retórica icónica, consciente de su banalidad y clichés; en el otro, lo hace a la manera de un relato criminal, sucio de arena y tierra. La sangre no tardará en aparecer. El desdoblamiento narrativo, en todo caso, no es otra cosa más que el resultado de una mirada social distorsiva. La violencia, justamente, ya estaba presente durante el inicio de los cuerpos desnudos, en la belleza con la que no condicen, en lavernissage para la que se los maquilla. De esta manera, Animales nocturnos desprende una lucidez crítica que se cubre de disfraces. Es una película de suspenso, tiene aristas de neo‑noir, tematiza la justicia por mano propia, pero por encima de todo ello, lo que destila es la sensación amarga de lo que ha sido, de lo que ya no será. También, claro, es una película sobre la venganza. Es cierto que tiene momentos que subrayan demasiado lo que está preclaro, pero no se trata de un aspecto que haga mella en la propuesta. Vale decir, llegado el desenlace, cuando el ánimo del espectador entienda que lo que sigue será similar a lo ya visto en cientos de películas, Tom Ford pega un giro y hace de la resolución un momento contundente, coherente. Dado que se trata de una película sobre la venganza, habrá ojo por ojo, pero éste será poético, desesperado y suicida. Sin porvenir. También hay diente por diente, y de una manera fría, astuta, despiadada. Mucho más hiriente que cualquier disparo. Eso sí, hay que entender que se trata de una mirada extrañada. Susan no duerme desde no sabe cuántos días. Al respecto, el cine tiene la virtud de provocar imágenes que no existen, tal vez oníricas. Basta sumar dos de ellas para provocar una tercera, pero en la mente del espectador. Es por eso que más vale tener presente que del crimen atroz que refieren las páginas de la novela no hay evidencias claras, no hay momentos fílmicos que lo señalen. Es el ánimo de quien enjuicia el que guía, junto al nervio psicópata del espectador, que adviene cómplice. Por otra parte, no hay un plano dentro de todo el film en el que se señale realmente el rostro del ex marido, cuyas facciones servirán también al del personaje literario. Quien lee es la imaginería de Susan, y lo hace a través de sus recuerdos de juventud. Toda la película es su consecuencia. Entonces, ¿qué ocurrió, de veras, entre Susan y su ex? Tamaño desconcierto. Tal vez sea la esencia de la película.
Un piloto de avión devenido cowboy Cercana a la maestría, la nueva película de Clint Eastwood conjuga hazaña y milagro. La proeza y la fe como rasgos sociales posibles. La herida que no cierra y el porvenir. Nunca el protagonista dará respuesta afirmativa a su tarea "heroica". Hazaña o milagro, por allí anda el alma de la nueva película de Clint Eastwood. El subtítulo de la distribución local no está mal, aun cuando ratifique: "Hazaña en el Hudson". Es decir, si de hazaña se trata, vale pensar en el Eastwood deudor de John Ford y Don Siegel, cuyos héroes enfrentaban y resolvían. Pero si de milagro se habla, mejor darle lugar al sumo exponente: Frank Capra. Entre una y otra arista se define Sully, film dedicado al amerizaje del piloto Chesley Sullenbergeren el Hudson, a partir de los hechos sucedidos el 15 de enero de 2009: una bandada de pájaros estropeó los motores del avión y la decisión del piloto salvó la vida de 155 personas. De todas maneras, un juicio le tuvo en suspenso, mientras los medios amenizaban con entrevistas, loas heroicas y contenidos basura. Ahora bien, la referencia milagrosa la plantea el mismo film. Elige hacerlo desde la menciónfugaz de esa palabra, pero sobre todo al asumir un esquema narrador que le sitúa cerca del mundo capriano. Tom Hanks interpreta a "Sully" Sullenberger como un cruce entre el Jefferson Smith de Caballero sin espada, y el George Bailey de Qué bello es vivir. Ambos, construcciones mayúsculas de James Stewart para Frank Capra. A la vez, la relación imbrica a Hanks en una evidente continuidad caprianaque ya tiene película previa, también notable: Puente de espías, de Steven Spielberg. Además, entre Qué bello es vivir y Sully, el agua cumple función esencial: de prueba vital, de cercanía con la muerte, de renacimiento. El caso de Capra es el de la fe, hay que creer en el milagro o no hay cine. El caso de Eastwood es más directo, lo plantea como hecho comprobado. Vale decir, la solidaridad a la que aludía Capra puede leerse de maneras ambiguas, la que postula Eastwood es cierta, aun cuando se trate de un episodio excluyente, que puede admitir contraejemplos (cinematográficos o de la "realidad"). En este sentido, el espejo distorsivo, que es revés invocado pero nunca mencionado por la película, sería el 11‑S. El hecho trágico circunda el relato desde su inicio, como trauma desdoblado: sobre lo que podría haber sido ‑tal la pesadilla de Sully‑ y sobre lo que efectivamente sucedió ‑el 11‑S como hecho inmanente‑. Por esta doble vía circula el héroe de Eastwood, sin estridencias, contundente en sus respuestas, a veces con matices de amargura o duda. Su tarea será la de redimir la herida para restaurar la fe (en el cine o en la realidad). Así como lo hacía Eastwood con el cowboy místico de El jinete pálido. Por sobre las resoluciones tecnológicas, Sully elegirá detenerse en el factor humano, y confiar en que es ése el lugar desde el cual se pueden resolver los problemas, aunque se trate de enfrentar, ni más ni menos, que a tiburones financieros de empresas y compañías aseguradoras. Cada una de estas alusiones, la película las agrega como aspectos que no necesitan de enunciados. Nada hay en este film que se sitúe más allá de su "sencillez" formal. La claridad de lo expuesto es suficiente, a la manera de las "viejas" películas de Hollywood: si se enciende el televisor, éste coincide con el inicio preciso del informe periodístico que necesitan ver los personajes. Coincidencias así sólo son posibles en el buen cine. Nunca el protagonista dará respuesta afirmativa a su tarea "heroica". Sólo señala haber cumplido con su trabajo. La mención del término "héroe" es apelada de varios modos, pero fundamentalmente desde el uso retórico de los medios periodísticos. Su reiteración es asumida por los telespectadores. Cuando se produzca el choque entre éstos y Sully, la escena recordará aspectos que rebotan en uno de los mejores momentos de otro film de Eastwood: La conquista del honor, también con un bar como escenario. Como un cowboy, Sully ha cumplido con su tarea. Es parco, seguro de lo que sabe y debe hacer, así como de no rehuir. Su accionar ha permitidoa la comunidad proseguir. Y por las dudas: serán las buenas maneras las que permitan a tres pasajeros tardíos abordar el avión. Las buenas maneras ‑las buenas películas‑ todavía existen. Y salvan vidas.
El problema de las moralejas Las vidas de Tucho Valenzuela y Raquel Negro son víctimas de una puesta redundante que evita asumir lo que sus personajes reclaman. Entre lealtades y traiciones, Operación México, un acto de amor hace de la relación entre Tulio (Tucho) Valenzuela y Raquel Negro el nudo del conflicto y su síntesis dramática. Militantes montoneros, su relación esencial alude al porvenir: padres de tres hijos, dos de ellos mellizos nacidos en cautiverio, de los cuales falta aún uno por encontrar (tarea de amor que Sabrina Gullino Valenzuela Negro lleva adelante con sus dos hermanos, desde el recupero de su identidad en 2008). Raquel Negro desapareció tras dar a luz a los mellizos, en marzo de 1978; Tucho fue asesinado en Paso de los Libres en julio de ese año, luego de viajar a México y hacerle creer al grupo de tareas de Leopoldo Galtieri que entregaría a la cúpula de Montoneros. Por otro lado, tras un juicio revolucionario en Cuba, Valenzuela fue degradado de su rango. Esta escalada compleja, que la película retrata de manera didáctica, tiene en el vínculo entre Raquel y Tucho ‑como se decía‑ el plot que articula y organiza la historia, con gradación de la información e ingrediente final que revele el panorama completo, resuelva el suspense, y deje ‑ay‑ una enseñanza. El resultado formal, justamente, está más cercano a la resolución televisiva ‑tal vez influya la procedencia profesional de Bechini, de trayecto en ese medio‑ que a la yuxtaposición de imágenes. Vale decir, lo que se privilegia en Operación México es el golpe de efecto; en primer término, a partir de las caracterizaciones, tendientes a la casi caricatura, muy contorneadas. Al respecto, Héctor Calori como Galtieri y Patricio Contreras como el general Luciano Jáuregui, bastan como botón de muestra: rígidos, de acentos castrenses, con decires que subrayan las intenciones y vuelven evidentes ciertos rasgos: Galtieri sabía mucho de la Segunda Guerra, ¿hace falta señalarlo?, ¿no sería mejor que surja de la acción? Desde una apreciación general, los diálogos parecen deudores de la letra literaria ‑que emana del libro de Rafael Bielsa‑, evidentemente escritos y recitados. Tales cuestiones se anudan con otras: los planos / contraplanos son sumamente correctos, con detalles que buscan evidencia obvia (el arma dentro del bolso de Raquel, el corte por acercamiento a quienes toman sol en la quinta de Funes, el whisky de Galtieri que se repite...¡dos veces!). No hay momentos vacíos, ambiguos, que permitan al espectador participar de otras maneras, donde sean protagonistas los matices. De igual modo, la música acentúa las acciones y cumple una función retórica: al momento del secuestro de Tucho y María se escucha una melodía que bien podría servir a un film de acción; durante los encuentros íntimos de Raquel y Tucho, un piano dramático y reiterativo los surca melosamente. Así también con los flashbacks, dedicados a rellenar los huecos informativos, como es el caso del asesinato de Cáceres Monié y su esposa, en 1975, en donde estuvo implicado Tucho. Es decir, Operación México es una película de construcción lineal, previsible, fácilmente legible. El suspense que pretende, por otra parte, no es tal. Dada la construcción formal propuesta, no hay preguntas que permanezcan rebotando, que hagan al espectador detenerse para interrogarse. Hay aspectos que la relacionan demasiado con una película de acción, con momentos de espionaje y sorpresas sobreactuadas. Además, hay resoluciones que no debieran figurar: una de ellas es la del sueño repentino ‑por ser actuado de esta manera literal‑ que ataca a los detenidos en la quinta de Funes, tras la cerveza adulterada (luego del correspondiente plano con su diálogo de alerta). Otro es el detalle de los cuerpos reventados por balas: la cabeza agujereada por un disparo se asemeja a un tipo de registro que dialoga con otro verosímil, ajeno al de la temática que se aborda. En cuanto a las caracterizaciones de Luciano Cáceres y Ximena Fassi (Tucho y Raquel), quien destaca es ella, capaz de sensibilizar, de ser fuerte y templada. Su interpretación puede ir de la desesperación a la decisión, y en el mismo plano. Si bien para concluir con una frase que, está claro, ya no es de su responsabilidad, sino del montaje: un cierre argumental con moraleja, que reduce cualquier potencia conflictiva y transgresora.
Entre el bello poema y la paranoia Con una puesta en escena opresiva, de ánimo contrariado, la película de Testa y Márquez indaga en la "mayoría silenciosa" de la última dictadura. Un tiempo desenterrado fluye de a poco, por grietas que horadan lo que no es más que una superficie. Cuando Francisco Sanctis camina la noche, el tiempo se extraña, se dilata, mientras el personaje mira fuera de cuadro como si esperara la aparición de la amenaza que late. Es 1977, Sanctis sabe que está metido en algo que quisiera evitar. Teme ser descubierto pero nada lo incrimina. Sus pasos resuenan, tienen eco, el silencio pesa. No es el mismo tratamiento formal, pero la situación dialoga con la huida paranoica de Julio de Grazia en La parte del león, allí cuando él escapa con el dinero, y mira con sudor frío lo que le rodea. La situación para ambos títulos es la misma, son los años de la última dictadura cívico‑militar. El caso del film de Adolfo Aristarain es paradigmático, por ser de 1978 y registrar realmente lo que las calles vivían. La larga noche de Francisco Sanctis, de Andrea Testa y Francisco Márquez, tiene igual mérito, por adentrarse en la memoria, desde un personaje que también mira de reojo lo que sucede, mientras se focaliza en su abismo personal. Francisco Sanctis es la persona que se ve. Pero hay más. Lo que se ve es al empleado de oficina, pendiente del ascenso. Con familia a cuestas y ganas de dejar el cigarrillo. La rutina es clara: trabajo, billar con amigo, vuelta a casa. Pero hay un llamado y todo se conmueve. Se trata de Elena (Valeria Lois), una vieja compañera, tal vez novia. No está claro. En todo caso, hay un poema también viejo, de tiempos remotos, que Sanctis alguna vez escribió. Ella se lo quiere publicar. El encuentro entre ellos desoculta la intención verdadera, que es el pedido de ayuda para salvar a dos personas que serán capturadas por la policía, esa misma noche. Acá aparece, de a poco, el otro Sanctis: cuando era joven, tenía amistades y ganas de vivir diferentes. Otros amores, seguramente canciones. Un tiempo desenterrado fluye de a poco, por grietas que horadan lo que no es más que una superficie. Pero esta cobertura no deja de ser dura, sometida al acostumbramiento doctrinario, familiar, laboral. La película, por eso, es el enfrentamiento del personaje consigo mismo, a partir del descubrimiento de un dilema que no ha quedado resuelto, y que reaparece con la figura de esta dama fantasma, que conduce un Renault 4. Al respecto, la atención hacia el diseño sonoro es magnífica. Predomina el silencio, no hay bullicio, no hay ruido de ciudad. Sino un silencio pesado, quebrado por sonidos que lo molestan. De esta manera, cuando Sanctis y Elena viajan en el auto, lo que se escucha es este mundo interior, cerrado sobre sí. Esa cápsula de ruidos casi desvencijados y funcionales que tenían los automóviles de aquella época. Otro tanto cuando sea el turno del colectivo. Lo que sucede afuera quedará empañado por el vidrio, fuera de foco o en segundo plano. Nunca se explicita nada, no hace falta.De manera acorde, la dirección fotográfica prefiere el valor tonal frío, en donde predominan los marrones, los colores caídos, sin vida, detenidos y retenidos. Si el silencio no debe ser molestado, tampoco deben hacerlo los colores. De esta manera, se construye un mundo opresivo, en donde se respira con jadeo. El humo de los cigarrillos no ayuda. El bar con el diálogo despreocupado del amigo (Marcelo Subiotto) tampoco. Sanctis está por explotar, pero no lo parece. Toda la película descansa sobre él, es decir, sobre la caracterización notable de Diego Velázquez: un rostro sin sobresaltos lo define; cuando surge la novedad de la poesía, hay algo de ilusión que recuerda, sonríe, luego vuelve al rictus apocado, de bigote y pelo prolijos. Casi como un personaje trágico, Sanctis reincide en aquello de lo que presuntamente prefiere huir. Pero las direcciones son paradójicas: su manera de huir ha sido la de quedarse en lo conocido, en hacer vista y oídos sordos, en estar pendiente ‑seguramente‑ de las novedades del inminente Mundial de fútbol. Una huida que no es sino cerramiento autoimpuesto. La sensación de este agobio, de este malestar, empieza temprano, con el desayuno en la cocina chiquita, con las tostadas y el café muy caliente. Un letargo, una somnolencia que continúa en la oficina. Como si se nadara en una ciénaga. Pero, vale recordar, alguna vez se escribió un poema. Sólo uno. Habrá que buscarlo en las cajas viejas, desempolvarlo y releerlo. A veces basta con un poema.
Recuerdos que anuncian el porvenir Laberíntica, con reflejos, situaciones que se replican y personajes desdoblados, la película de Santiago Palavecino recuerda. Hay misterios que el rostro de la actriz Ailín Salas contiene, con títulos recientes como Lulú (Luis Ortega) y La helada negra (Maximiliano Schonfeld), ejemplos de su hacer extrañado, capaz de situarse en un registro que altera y vuelve impaciente a la película. Es ella, justamente, el quiebre visual de Hija única, la película en clave (casi) fantástica de Santiago Palavecino: cuando Delfina (Salas) vuelve a Argentina, visita un cementerio y observa la foto de una de las tumbas, exactamente igual a ella. Momento que suspende lo que se relata y provoca un agujero negro, como un espejo que distorsiona y hace presente el pasado. Así como la figura de Delfina se desdobla, otro tanto habrá de ocurrir con los demás personajes. En primera instancia, lo que ocurre es el flashback, que oficia como racconto y despliega imágenes a su vez replicadas. De esta manera, quien sobresale es su padre, Juan (Juan Barberini), director de cine que piensa el guión de su próximo proyecto cuando le avisan del colegio que su hija se comporta de manera extraña, al adoptar la identidad de una niña que ha perdido a su madre. La situación desemboca en otras, parecidas, conectadas. Juan es hijo de desaparecidos, no lo supo siempre, durante 25 años celebró una fecha de nacimiento inventada. Pero para llegar aquí hay que viajar otra vez al pasado, el flashback sobre el flashback. La vida de Juan se desoculta en este ir hacia atrás, a través de un salto dual. Es al llegar a esta situación esencial, de descubrimiento personal, cuando aparece Julia, esa chica de facciones idénticas a las de la hija que aún no tuvo. La conoce al dejar la ciudad y visitar el pueblo, en la casona de un recuerdo que cuesta revolver; una vez allí, podrá paginar otra vez un libro leído hace muchísimo, desempolvar los vinilos, y abandonarse en la habitación a la luz de un atardecer naranja (la fotografía de Fernando Locket es destacable). La figura del doble mantiene un correlato con los demás; como es el caso de la esposa de Juan, apropiadamente llamada Berenice (Esmeralda Mitre), quien también guarda una doble vida ‑rubia tal vez hitchcockiana, esconde un guiño sobre su color de cabello‑. Juan, por otra parte, trabaja sus guiones en compañía de un amigo, en quien también se juega la dualidad correspondiente, así como imagen que devuelve otra, parecida a la del propio protagonista. Destacan, a su vez, elementos que previenen o recuerdan, como el incendio visto desde el interior del automóvil, en plena ruta; remembranzas de lo que ha sucedido o todavía no. El viso fantástico lo aporta la investigación que dice que las experiencias traumáticas persisten en el ADN. Recuerdos, impresiones, que asoman sin previo aviso, destinados a despertar en algún momento. El parentesco físico sería una de las consecuencias. Este ligamen conceptual será también acompañado desde la presencia de dos mujeres (Susana Pampin y Elvira Onetto), suerte de tábanos que persiguen a Juan, dedicados de manera insistente a la necesidad de recordar. A partir de una de ellas, un colgante aparece y desaparece, para pasar de mano en mano como figura medular. El laberinto de este guión meticuloso, preocupado por generar situaciones que despierten relaciones recíprocas, tiene por momentos ciertos subrayados. Es decir, se hacen evidentes las intenciones del relato a través de algunos parlamentos, participaciones musicales, y sobreactuaciones. Como si se aclarara la importancia de lo que se está diciendo, algo que de suyo propio lo es. Es esto lo que dilata la película desde una intención que parece, a veces, procurar un arribo dramático y estridente, acorde con el prólogo: de música e imágenes casi inconexas, capaz de despertar un interés fantasmal. Cuando la película de Palavecino (realizador de La vida nueva y Algunas chicas) se pierde en su misterio, es cuando obtiene sus mejores momentos; es decir, cuando deja al espectador la responsabilidad de unir los elementos dispersos, cuyas asociaciones pueden ser mucho más profundas que cualquier explicación. Ahora bien, recordar no es tarea fácil. El cine de Palavecino se arroja a esta cuestión, le anuda un sesgo argumental, y sabe salir airoso.