La ciudad vista desde sus márgenes A la manera de una radiografía social, Zaneta exhibe la discriminación del pueblo romaní en tierra checa. Y se atreve a convivir con ese dolor, de miseria planificada, que provoca tensión e incertidumbre. Un acierto la estética despojada. La televisión se mete en el hogar. Allí, los gitanos son retratados desde los gritos de odio de sus vecinos checos, quienes se arrogan la pertenencia superior. Las cámaras registran desde una "objetividad" discutible, que acentúa agresiones, mientras una mujer se atreve a enfrentar y, acá lo más sorprendente, las gitanas que miran la noticia ríen ante el atrevimiento. "Seguro está borracha", dicen. El realizador Petr Václav se ha sentido conmovido por el maltrato que recibe la comunidad romaní en su país, y es éste el afán que moviliza a Zaneta. El desprecio hacia el "otro", además, no es exclusivo de la República Checa, sino que toca a toda Europa, a América y, para más datos, basta con recordar dichos peligrosos de políticos locales. Es por eso que Václav sitúa su cámara al lado del perseguido, del marginado, convive con ellos, sobrevive a la miseria planificada, y no duda en dar con las contradicciones. Zaneta es una mujer joven, madre, en plan de preservar lo poco que tiene, en equilibrio con un marido también en desgracia. El trabajo no aparece, las oportunidades son escasas y precarias. Una hija adolescente, otra más pequeña, acentúan las preocupaciones, mientras la crisis somete a la pareja a decisiones casi límites. Los lugares donde dormir son de familiares o consisten en hacinamientos espantosos, así como hirsutos son los ámbitos por donde discurre la historia; es decir, la imagen que prevalece a lo largo del film es la del suburbio, sin arquitectura urbana o placer paisajístico, antes bien desde la periferia, como un mundo alterno que se sabe presente pero que la urbe ignora. El inicio mismo de Zaneta es profético, o por lo menos premonitorio. El médico le dice de a la protagonista que debe saber sobre la historia clínica de sus padres: así es cómo puede uno conocer su propio organismo y averiguar cuándo y de qué va a morir. La metonimia alude, por otra parte, a las justificaciones "teóricas" con las que se persiguiera a judíos y otras comunidades; entre ellas y desde siempre, a los gitanos. Al respecto, Zaneta recuerda, tal vez involuntariamente, al gueto de Theresienstadt, promovido como una especie de "tierra prometida" por los nazis durante la ocupación de Checoslovaquia. Sobre ese lugar infernal y su último sabio judío, Claude Lanzmann filmó su admirable El último de los injustos (2013). Y la relación viene a cuento, ya que no han pasado tantos años de aquello. Basta ver y oír el desdén sobre quienes no son oriundos para pensar y temer cómo los odios se perpetúan bajo diferentes máscaras. Las contradicciones aludidas tendrán que ver, entre otras cosas, con un machismo que se respira de manera peligrosa, entre propios y ajenos. Por otra parte, la solidaridad entre los marginados parece diseminada, como si se trata de un recuerdo de otras épocas, de otro cine. La perspectiva es amarga, no puede haber un cierre que concluya el film, sino sólo puntos suspensivos. Ayuda, a tal fin, una estética despojada, sin adornos. Hay momentos de tensión, de robo desesperado, de miedos terribles, de insultos y cariños familiares, de dignidad que no vacila. Si bien Zaneta elige reír cuando descubre que su cartera fue robada, no faltarán los momentos en donde es la incertidumbre la que impregna a la película.
El hombre de los puños como piedra El cine y el box van de la mano. Pero acá no está el mejor ejemplo. Un boxeador notable y una película correcta, casi aburrida que expone la relación histórica entre deporte y negocio, y recuerda el conflicto entre Panamá y Estados Unidos. Allí estuvieron y estarán las cámaras para registrar gloria y honor de vencedores y vencidos. Un deporte de virilidad atávica, decía Jack London. John Huston, por su parte, supo alguna vez calzarse los guantes paraluego dedicarle una de sus películas más melancólicas: Fat City (1972). En esa relación se construye una estela de películas que varían, dedicadas a documentar peleas, recrearlas, inventarlas. La interacción entre estas partes puede alcanzar ejemplos superlativos, como Toro salvaje, de Scorsese; como Gatica, el mono, de Favio. En estos dos casos la poética de sus autores se apropia de la habilidad del personaje a retratar. Jack La Mota o José María Gatica serán, así, reinventados, golpeados, glorificados, mutados en símbolos decadentes, dramáticos, con aura de ave fénix. Estos rasgos están más o menos siempre en el mejor cine de box. (Al menos hasta que surja la figura del boxeador empresario, con habilidades de CEO y golpes de filántropo). El drama que un boxeador significa es material suficiente. La figura del panameño Roberto "Mano de Piedra" Durán, también. El problema aparece cuando hay muchas aristas que satisfacer, no vaya a ser que alguien quede molesto. De esta manera, Manos de Piedra es una película que, aun cuando se dedique con esmero a la vida y peleas fundamentales del mejor peso liviano de todos los tiempos, no hace más que cumplir con el ritual preclaro o previsible del Hollywood contemporáneo. No se trata, vale aclarar, de un bodrio como la reciente Revancha, donde Jack Gyllenhaal exhibe un físico indestructible auspiciado por HBO. En este sentido, Manos de Piedra es más digna, dedicada a exponer las vicisitudes históricas de la relación entre deporte y negocio, así como arecordar el conflicto político entre Panamá y Estados Unidos. Roberto Durán ‑en la piel del venezolano Edgar Ramírez‑ es la síntesis del asunto: de niñez pobrísima, consciente delsometimiento que sufre su país, a su vez resorte que vivifica al entrenador norteamericano Ray Arcel (Robert De Niro). Arcel, por su parte, es la bisagra que desoculta el vínculo con la mafia, dedicada a hegemonizar el box en Nueva York. La matufia que sobrevendrá con la televisión, es obvia. Lo que juega en contra de esta película de Jonathan Jakubowicz es el subrayado, las obviedades, la enunciación de frases evidentes, didácticas. Esto se traduce, finalmente, al interior del ring, donde prevalece la espectacularidad: los golpes surgen como consecuencia de los cortes de montaje, del impacto del diseño sonoro, antes que por el enfrentamiento de los púgiles. No se percibe un detenimiento en la habilidad de Durán, en sus movimientos y trompadas, aun cuando el inicio de la película así lo presagie. Lo que sobresale es el efectismo, con una modalidad estética que es cercana al mundo televisivo y mercantil que se critica. Es decir, no basta con señalar tal cuestión desde los parlamentos ‑el dinero no importa, dirá Arcel; gastaste diez mil dólares, le dice la esposa a Durán, a él tampoco le importa‑. Tampoco alcanza desde la enunciación de la prestidigitación de los combates, con un Don King (Reg Cathey) o un Carlos Eleta (Rubén Blades) presumiblemente embusteros. Es Durán quien asume el rol redentor, sobre todo cuando decide abandonar la pelea y perder el título frente a Sugar Ray Leonard. Como si estuviese asqueado del asunto. Durante ese combate, un montaje paralelo remite a imágenes de su pasado. Un despropósito que, al psicologizar la situación, la vuelve fútil porque la "explica". Si aquí hay flashbacks, el inicio del film remite a la infancia y presagia el futuro: el pequeño Roberto golpea de manera profética en sus peleas callejeras. Muy, muy obvio. Es por este "juego de encastres argumentales" que tampoco pueden compartirse las intrusiones en la vida privada de otros personajes, como sucede con Ray Leonard y sus "ardides" de alcoba. Menos aún cuando quien narra en off es el propio Arcel. Dado el caso, son escenas que a lo largo de la trama aclaran, atan cabos sueltos, se ufanan por una lógica causal aburrida porque evita la poética fílmica. En Manos de Piedra no hay extrañamiento del ring, no hay nebulosa de golpes, sino un relato homogéneo, políticamente correcto. Su protagonista pasa a ser, de este modo, el héroe que sobresale, supera su origen marginal, y parece destinado a suturar heridas mayores y sociales.
Para revalidar el sueño americano Mirada simplista para interpelar a EE. UU. por contraste con Europa. Si el título es una ironía, la película ofrece muy pocas. Michael Moore se impone, es inevitable, irresistible. Tiene habilidad para el relato, y éste no es un rasgo de cuño televisivo, una de sus procedencias profesionales. El razonamiento, justamente, debe ser inverso: tal habilidad la supone el cine, la (buena) televisión la hereda. Entonces: Moore tiene talento para el cine. Hay detractores, está claro. Pero hay películas que lo validan. La más rápida para la memoria es Una nación bajo las armas (2002), con su relato fragmentado en tantas líneas dramáticas como necesite, con resoluciones dilatadas. También Sicko (2007), en donde registra momentos sin montaje, de manera estrictamente real, como lo supone el drama desconsolado de personas afectadas de salud por el 11‑S, que rompen en llanto ante el medicamento gratuito que reciben en una farmacia cubana. La síntesis que logra en ese momento es magistral. Antes bien, la mejor de todas sus películas es Roger y yo (1989). Allí está la mirada minimalista, sin excesos, capaz de utilizar un MacGuffin efectivo, suficiente: ¿podrá Michael Moore entrevistarse con Roger Smith, CEO de la planta de General Motors que cerrara en Flint, la ciudad natal del periodista/realizador? Una comunidad derruida acompaña el film. Si la entrevista se logra o no, es responsabilidad del espectador. Vea la película, es notable. De Roger y yo a ¿Qué invadimos ahora? hay un camino de desborde, son dos extremos. La intimidad de aquella, devenida ahora grandilocuencia, desmesura. La mirada corrosiva se ha ido desdibujando un poco, seguramente la variedad de temas que aborda el nuevo film la hace casi naufragar. Es decir, Moore se dirige a suelo europeo con una bandera estadounidense a cuestas, recorre varios países, y se detiene en aspectos con los cuales contrastar el "sueño americano". No se trata de una película sobre cómo es Europa, sino sobre cómo es Estados Unidos. El periplo da cuenta de aspectos que son diatriba insigne en el señalamiento del cineasta: la violencia policial, el racismo, el trabajo a destajo, educación y salud privadas, entre otros aspectos. El reverso lo encuentra en países repartidos, a veces elegidos con mayor fortuna, otras no. Por ejemplo, el caso de los CEO's y trabajadores italianos entrevistados, opinando sobre las vacaciones pagas, atributo que los norteamericanos desconocen, es un arma de filo doble. Por un lado, desde ya, es la denuncia de tamaña barbaridad norteamericana; por el otro, es la endeble caracterización de una sociedad (la italiana) casi libre de fisuras, como si no hubiese un espectro mucho más complejo por debajo de esa línea social/económica que representan los testimonios. Desde luego que hay hallazgos, como lo suponen las cárceles modelo de Noruega, cuyos policías cantan, bailan, y eligen hablar en lugar de disparar. Un delirio cierto, que contradice la distopía más furibunda. O el destino de cárcel para los banqueros corruptos de Islandia, algo que vale asimilar con cualquier otra nación, ¿qué duda hay? Sería un buen, un gran, un extraordinario comienzo... Por otra parte, algunos aspectos referidos no dejan de ser un espejo más o menos certero sobre lo que toca al espectador argentino. Saberse amparado por un sistema educativo gratuito es algo que no sucede solamente en Eslovenia. No es poca cosa, más vale tenerlo presente. Lo referido posee mayor o menor tino, pero lo que surge como totalidad es una sumatoria algo desgajada, que no cierra. Tal vez sí como caracterización, por vía negativa, de los Estados Unidos, pero Moore ya lo hizo antes y mejor. Muchos de sus informes para el envío televisivo The Awful Truth estaban mejor logrados. Lo que se pierde en el camino es la complejidad, el proceso reflexivo, atado a una inmediatez que hace evidente el poco tiempo del que dispone la película y la duración extensa, valga la paradoja, que posee. 120 minutos en donde se reitera una misma característica narrativa: cada visita al país de turno como una unidad dramática, que se conecta con las otras. El resultado es la enunciación de una conclusión presumiblemente cuestionable, surgida de los mismos testimonios, como si allí anidara el cometido real del sueño americano. Tal vez sí, pero es bastante endeble como para creerlo. Más creíble es Roger y yo.
La doctora y el voto de silencio A partir de la cruz como figura nodal, Las inocentes estructura su puesta en escena. Y lo hace de manera simétrica, al repartirla entre el convento y la cruz roja. Dos instituciones, separadas espacialmente, de modus operandi divergentes, preocupadas por el alma y el cuerpo. Una de ellas vuelta hacia dentro, la otra hacia fuera. Síntesis de un conflicto, de una época, y de cosmovisiones que tocan el ahora. Vale decir, el film de Anne Fontaine transcurre durante diciembre de 1945, en Polonia. La acción sucede a partir de una de las monjas que contraviene las órdenes y escapa. La transgresión aparece como paso primero y no es un dato menor, ya que se revela como un riesgo necesario: el caos, el desorden, amenaza con desbaratar el secreto religioso. Cuando consiga contactarse con una doctora a partir de un rezo que parece responder de manera más efectiva, contrariamente a las palabras, que se confunden entre el francés y el polaco , la película permitirá el cruce inverso del umbral. Dos sentidos, dos direcciones, que se recorren para converger, a partir de dos mujeres que son, en tanto síntesis, también expresión de sus instituciones respectivas. De esta manera, desde la réplica espacial y simbólica, el film encuentra su equilibrio formal y discursivo. El argumento tiene sostén en un hecho concreto, basado en una historia real, cuando el convento aludido fuera asaltado por soldados comunistas, y todas las monjas violadas. Mathilde, la doctora (Lou de Laâge), llega allí sin saber con qué encontrarse, casi como en respuesta al misterio de la oración que se refería. Su decisión, finalmente, será cuidarlas y asistirlas, sin revelar el secreto. Sin darse cuenta, irónicamente, la mujer de ciencia cumplirá con un voto de silencio, sin palabras que respondan a las exigencias de sus superiores, todos hombres, que se ufanan por explicar sus horarios dispersos. Del mismo modo, las monjas comienzan a demostrar comportamientos que resquebrajan sus normas habituales. Ante Mathilde, algunas demuestran otras actitudes, entre historias guardadas de una vida anterior, con sonrisas ahora prohibidas. Casi como si se confesaran. La irrupción de la doctora no deja de ser, por eso, el temor que crece a los ojos de la madre superiora (AgataKulesza), quien sabe sobre el resquebrajamiento gradual de su ámbito de encierro. Mathilde puede ser el detonante final, la consecuencia de los nacimientos que inevitablemente sobrevienen.Con ella el afuera está adentro, y la clausura amenaza romperse. Entre las monjas, Anna (Agata Buzek) es quien dará cuenta de una transformación gradual, si bien primero renuente, obligada como se siente a responder sin objecionesa las decisiones de su madre superiora. Por otra parte, su nombre es un palíndromo, rasgo que acentúa su comportamiento, de manera acorde con el tono general de la película. Si salir afuera tiene su correlato en la introspección, vale entonces detenerse en las maneras desde las cuales Mathilde habrá de interrogarse, circunspecta como es, de caricias difíciles, con un semblante pétreo. Es bella, pero no parece notarlo. Y es tal su adhesión a la atención hacia estas mujeres, que inevitablemente habrá de atravesar, si bien desde el roce amargo, la brutalidad de las que han sido víctimas. No hay palabras que expliquen algo semejante. El espectador será, por esto, hábilmente dirigido hacia lo espeluznante. Es por ello que el film de Anne Fontaine es capaz de indagar en asuntos densos, que son actuales. Violación, miedo, hijos, aborto; no le hace falta al film declamarlo sino, antes bien, indagar desde preguntas, con interrogantes que se traducen en la acción de sus personajes. El resultado es magnífico, de una ambigüedad que interpela al espectador, aspecto mayor que ya se intuye en el título mismo, que la distribución elige volver femenino. La traducción podría haber sido "Los inocentes", y la valoración de la película seguir todavía problemática, por fuera de la intención primera: ¿cuáles son los/las inocentes? Además, es menester destacar que tales instancias son dispuestas por una mirada y voz femeninas. Anne Fontaine es quien dispara sus ideas en forma de cine, y lo hace con una altura que resulta admirable. El trabajo de guión es preciso y cuenta con la participación del gran Pascal Bonitzer. Pero lo que prevalece, vale atender, es el tono con el que Fontaine plasma el relato.
Mansión sombría y bruja protectora Con la fábula como disparador, la película de Tim Burton ofrece una galería de personajes marginados, solos y felices. No es lo mejor de Tim Burton... Basta de tonterías semejantes, dichas por voces de altura retórica. ¿De dónde sale el afán por exigir cotas de excelencia a cineastas (y músicos y escritores y etc.), cuando tantas veces esas películas "cumbre" lo fueron por cuestiones absolutamente irrepetibles? De acuerdo, hay matices, y son ellos los que deben guiar el asunto. Cuando están, lo que no se pierde es la sensibilidad acostumbrada, la que hace todavía a un director querer el cine. Con Burton hubo un momento crítico, de nombre Alicia en el país de las maravillas, película desgajada de esa ternura que hiciera de él una voz personal. Pero el traspié afortunadamente se subsanó: Sombras tenebrosas, Frankenweenie, Big Eyes lograron, con mayor y menor fortuna, devolver brillo. Afortunadamente, con Miss Peregrine y los niños peculiares la poética persiste y sobrevive al ánimo avasallante del cine de superhéroes. El cine de Tim Burton trata sobre freaks, sobre fenómenos que se saben al margen y deciden habitar en su tierra de penumbras. Es también ése el lugar de estos niños peculiares. Para descubrirles, será necesario creer en el cuento, en la fantasía, así como sucedía en El joven manos de tijera y en El gran pez (o en Batman, a partir de habladurías mitómanas). Más aún con esta última, ya que entre abuelo y niño (Terence Stamp y Asa Butterfield) hay una conexión que en algún momento trastoca en desconfianza, así como ocurría entre Albert Finney y Billy Crudup, cuando el hijo exige al padre saber la verdad por descreer de la fábula. La diferencia con el joven Jake estará en que su padre es un imbécil, sin redención posible, borracho de cerveza y televisión. Por otra parte, en este film Burton se permite señales breves, suficientes, sobre temas que ha desarrollado muchas veces. Si la acción inicia en la soleada California, el espectador ya sabe que habrá que salir de allí lo antes posible, porque la aventura está lejos, nunca al sol y con bronceadores. Hacia una isla de Gales partirá el niño, tras los pasos sugeridos por la historia del abuelo, en procura de recuperar ese afecto que la muerte ha interrumpido para dejarlo solo y, veladamente, huérfano. En Miss Peregrine, uno de los niños cuenta con la habilidad de proyectar sus sueños, sin necesidad de intérpretes (adultos) que "aclaren" con significados. Los espectadores (los niños), felices. Ahora bien, si los padres acceden a la aventura del hijo es porque la psiquiatra avala el asunto. Pero a no confiarse demasiado. No sólo ante lo que será el devenir argumental y sus revelaciones, sino por la relación que provocan los pies de las dos mujeres preocupadas por decidir el futuro del niño: madre y psiquiatra exhiben un calzado ajustado, con pies apenas hinchados, algo morados. Un detalle que se disfruta en exceso, que dice sobre la sorna con la que Burton sabe retratar. Cuando Jake descubra la mansión de Miss Peregrine, lo que con ella aparece es una historia paralela, guardada entre las sombras. Misma situación con la que se encontraba Dianne Wiest al visitar el castillo de Edward Scissorhands: la silueta del joven retraído se perfilaba de a poco, y con él su historia oscura. Allí, Vincent Price oficiaba de padre y creador amoroso, acá el turno es de Eva Green, cuya Miss Peregrine será síntesis de brujería y candor. Como una Elsa Lanchester que sobrevive al amor del monstruo de Frankenstein, Peregrine se sabe responsable de estos niños, a los que ama y mantiene suspendidos en una gota de agua temporal, condenada a reiterarse tantas veces como sea necesario, para así evitar el estallido de la bomba nazi. No hace falta adivinar ni explicar dónde descansa la monstruosidad, según la mirada de Tim Burton. Miss Peregrine y los niños peculiares es una variación del film Freaks (1932), la película maldita de Tod Browning, así como asunción de la prédica fotográfica de Diane Arbus. Los personajes distorsivos y atractivos de ambos, tienen acá su rebote y homenaje, a la par de un barco fantasma, viajes en el tiempo, y una feria de atracciones donde la diversión mayor estará, más vale, en el tren fantasma y el ejército de esqueletos. Mientras tanto, el que crece es Jake. Y con él, la decisión de alejarse de sus padres, progresivamente alejados y olvidados por el fuera de campo. Extraordinario.
Nada como morir por amor Frescura, espontaneidad e incomodidad se mixturan en el film de Mauro Andrizzi, coproducido con China, en cuya ciudad más poblada dos trotacalles aceptan el sobrenatural pedido de un muerto: profanar la tumba de su antigua novia. Otra vez los fantasmas, o la voz de algo que está más allá pero por acá nomás. Síntoma de estar en territorio conocido y extraño. Afinidad paradójica que el cine de Mauro Andrizzi contiene, dadas las recurrencias formales que transita su título más reciente, Una novia de Shanghai, a la par de otros como En el futuro (2010) y Accidentes gloriosos (2011). No sólo fantasmas, sino también enrarecimiento del tiempo, hasta volverlo mirada alucinada, contenida en algún sueño de aventura más o menos lúgubre. Vale decir, el tono fantasmático se tiñe también de historia romántica y comedia de enredos. La tierra es lejana, casi exótica y atemporal. Es decir, en Shanghai habitan épocas históricas diferentes, con arquitecturas de un futuro por venir. Entre sus calles, dos buscavidas deciden responder al llamado de un muerto: profanar la tumba de su amada y llevar el cajón al puerto para que el viaje los reúna. Casarse muertos no es extraño, sino costumbre tradicional china. Si los dos trotacalles caen en semejante tarea, será como consecuencia de algo que les guía sin que puedan darse cuenta. No casualmente le roban el anillo a una novia, lo empeñan y cenan con fruición. Eligen un hotel de segunda y duermen como no lo hacían desde hace bastante. Hasta que una voz sin rostro aparece y suplica. De acuerdo, lo haremos, pero mañana. Ahora bien, el trabajo no es gratuito, hay un tesoro que aguarda tras la tarea por cumplir. Si el maletín con la paga emula al de Pulp Fiction y su fulgor dorado, hay otros aspectos que dialogan con más cine: el ataúd con su secreto a cuestas, como el que cargaba el Django de Franco Nero; las vicisitudes de transportarlo, como Laurel y Hardy lo hacían con el piano de La caja de música. Una novia de Shanghai tiene frescura, espontaneidad, incomodidad. Tras la primera irrupción femenina, de ánimo explosivo, una segunda aportará nexos paranormales. Con ellas, la historia cobra otro ritmo, como si fuesen ángeles guardianes alocados. Todos, personajes simpáticos, enajenados, que caminan por las calles de una ciudad pulcra pero con cucarachas en la habitación del hotel descascarado. En otro orden, la música de Moreno Veloso y Daniel Melingo aporta un contrapunto que fragmenta todavía más, sin necesidad de compartir ritmos del lugar sino de imbricar melodías pegadizas con lamentos en portugués. Mientras, la cámara de Andrizzi se pasea junto a sus personajes, y registra las calles con un cajón a cuestas, de contenido invisible, para un alma en pena que, por amor, podría morir otra vez. Así lo dan a entender, justamente, los lamentos en off que atraviesan la película, presas de un sentimiento desesperado. Finalmente, tal vez todo se trate de un mal sueño. Para que Shanghai, fatalmente, se erija como una tarjeta postal y tecno. Tequila, sol y comida picante prometen un horizonte mejor. Hacia México, entonces. Debe ser bonito. Pero, ¿cómo llegar?
Como en un gran espejo retorcido Una familia se muda de Manhattan a Brooklyn tras la muerte del abuelo. Ya de por sí dejar cosas atrás no es sencillo para nadie, menos para los chicos. Una vez instalados en la nueva casa descubren que tendrán una convivencia forzada con otra familia. Hubo una mudanza, y está bien dejar algunas cosas detrás, le dice el padre a Jake. El chico está buscando unos dibujos, de hace tiempo, cuando vivían en Manhattan. Ahora están en Brooklyn, en la casa que fuera del abuelo. Es esta pérdida afectiva, de hecho, la que da inicio formal a Por siempre amigos. Pero saber dejar atrás ciertas cosas encierra algo más. La línea de diálogo es precisa y responde a un guión meticuloso, en donde las palabras señalan de manera oblicua. Sea porque se adelantan a lo que sucederá o también porque agregan puntos suspensivos a las imágenes. Imágenes y palabras organizan, así, un contrapunto que tendrá traducción espacial: la nueva casa de la familia en verdad no es "nueva", ya era del abuelo, hay una historia familiar donde algo se quebró. Por eso, pasado y presente habrán de tocarse como caras recíprocas. Esta construcción dual no tarda en adquirir otros matices: el abuelo alquilaba parte del inmueble a una familia chilena, de madre sola, y ella todavía vive allí. En otras palabras, una molestia forzada convive con esta familia. ¿Quién es esta mujer? Peor aún, la relación que tuvo con el abuelo parece haber sido de una amistad profunda. Mucho más cercana que la que del hijo propio. A la manera de un espejo retorcido, Por siempre amigos organiza su estructura narrativa desde el doblez. Cada personaje aparece atrapado de manera contradictoria, con la casa dividida en dos idiomas. Es decir, la madre "latina" sabe hablar otra lengua. Y cuando la elige, pronuncia palabras extrañas entre dientes. Pero por otro lado están Jake y Tony, los hijos respectivos. Entre los dos crece una amistad profunda, que se traslada en patines y monopatín, viaja en subtes y comparte clases de teatro. Ambos tienen fascinaciones parecidas, con el sueño puesto en ingresar a un prestigioso colegio artístico. Para ellos no hay fisura alguna, pasan de un lado a otro de la casa con la mayor naturalidad, están más allá de la división espacial. Los adultos, en tanto, no tardan en dejarse llevar por los desaires, con gestos contrariados y diálogos hirientes. Quienes están en el medio son los niños, los "hombrecitos" del título original (que es Little Men; "Por siempre amigos" es un reverso descuidado). De manera atenta, letal, el factor económico está dando vueltas como la mano invisible que decide: al sentenciar la poca prosperidad del local de moda que atiende la mujer chilena, por el dinero insuficiente que paga por su alquiler, ante la trayectoria actoral frustrada del padre de Jake (y la sumisión dolida al éxito de su mujer), por medio del derecho ante los bienes de sucesión. Todo un mapa de recursos genuinos, creíbles, se perfila. Sólo entre los niños suceden las posibilidades imprevistas. Pero la manera desde la cual la película de Ira Sachs (Forty Shades of Blue, Love is Strange) elige arribar a destino es cuanto menos contundente. No le hace falta ser declarativa o -alivio- retórica. El desenlace es amargo y descansa en dos recursos: la elipsis y el montaje paralelo; éste es resuelto desde el plano secuencia, cuando los dos niños se reencuentren conviviendo en el mismo plano, durante la visita a un museo. Basta observar la porción del encuadre que se ocupa para saber sobre los lugares sociales asignados. Así como para preguntarse por quienes quedan por fuera de cuadro. ¿Qué ha sido de sus vidas? Por siempre amigos es irónica. Propone la amabilidad como carta con vencimiento, junto a un "american dream" con prioridades y favoritos. Así lo estipula también la resignación con la que (el gran) Greg Kinnear compone a este padre de familia que se sabe actor fallido, por no alcanzar el "éxito". Su hijo, se percibe, no tardará en lidiar con lo mismo. El padre lo alerta: hay que tener equilibrio, le dice. Por otro lado, su esposa (Jennifer Ehle) sí tiene el reconocimiento de la profesión, siendo como es, una psicoterapeuta del status quo: sus decisiones familiares bastan como ejemplo. (Cuando desliza en la comida que el problema de una de sus pacientes es el marido, la frase es una pátina hiriente para el rostro de Greg Kinnear). Por su parte, la actriz chilena Paulina García sostiene su caracterización de manera contundente, a sabiendas de cuál es la respuesta que el destino le depara, mientras no duda en atizar con palabras lacerantes. Puede ser odiosa, y tiene derecho. Pero quien compone desde una naturalidad avasallante es Michael Barbieri, el pequeño Tony, cuya desenvoltura y matices lo vuelven irremplazable, capaz de desafiar a su maestro de actuación así como de sobrellevar actitudes desafiantes, heridas, a sabiendas de esos sueños que son, todavía, privilegio de unos pocos.
Pueblito de rencores amados Qué importa saber si lo narrado sucedió. Importa el verosímil, el estar atado a lo que se cuenta. El ciudadano ilustre tiene un momento bisagra, cuando el chofer le pide a Daniel Mantovani (Oscar Martínez), en medio del fogón y la noche, que relate uno de sus cuentos. El plano se sostiene en Martínez, con su voz. Suficiente. Más aún, habrá que pensar en el último plano de la película como reiteración del mismo momento. Para precisar si todo lo visto no forma parte de esta maquinación sin descanso, traumática y perversa, que es la cabeza de este escritor. Desde la anécdota, Mantovani obtiene el Nobel literario, sufre cinco años de bloqueo creativo, y decide con sorpresa aceptar la invitación de su pueblito natal: Salas (que se dice igual al derecho y al revés, otro indicio para pensar que lo visto no es más que el reverso del plano último). Pero sea el tiempo narrativo que sea, con la veracidad puesta dentro o fuera de las páginas, lo que seduce, en todo caso, es el laberinto entre autor y personajes. Ya le sucedía a Alain Resnais con Providence, también a Woody Allen con Los secretos de Harry. Más la variación cercana que permite El gran pez, de Tim Burton, pero con la diferencia de que Mantovani no esquiva rencores sobre el pueblito de su infancia, sino que los actualiza. Allí vuelve, como fagocitado por el goce en el displacer. La manera de buscar justicia (para esto es que a su pueblo viaja) será por mano propia, literaria. Un ajuste de cuentas poético, así como inalcanzable al entendimiento de los sentenciados. Pero el precio a pagar no es menor. El relato aquél con el cual el escritor entretenía la noche y el fuego ya exponía un desdoblamiento, a partir de una mujer amada, con alusión al mito de Caín y Abel. Lo que sigue será su puesta en acto. La sensación que persiste tras ver El ciudadano ilustre es paranoica, ya que cualquiera puede tener otra cara. El pueblito, por sus horizontes limitados y su actitud reaccionaria. Mantovani, dada su ética cuestionable: él mismo lo da a entender cuando disculpa a Leni Riefenstahl, la cineasta del nacionalsocialismo, al situarla como ejemplo de un arte que no debe explicaciones, a nadie. Al tocar esta tecla, sensible, Cohn y Duprat acentúan un planteo que ya abordaran en El artista y El hombre de al lado: la relación social no es inmune al arte, ni éste a las relaciones. Por muy a salvo que Mantovani se sienta en su isla de libros centenarios, el pasado lo vendrá a buscar. Y tendrá que presentarle batalla. El resultado es un film encantador, siniestro. Con un Martínez capaz de encarnar el premio y el tedio, la melancolía y el desdén, la altivez y la generosidad. Su mejor espejo, en todo caso, está en el pibe que quiere escribir, cuyas ilusiones exceden lo que le rodea. De un modo borgeano, el escritor viejo y el escritor joven se encuentran. Para que la historia se repita.
Esos fantasmas de una dulzura amarga Estados de ánimo alienados y sonámbulos en la película que presenta a Luisa, una mujer que acaba de perder a su marido. En medio del duelo aparecen fisuras de un futuro. Uno de los carteles de difusión de La luz incidente, tercer largometraje de Ariel Rotter, se dedica a contemplar desde un plano medio el perfil de Luisa (Érica Rivas). La luz le llega desde el fuera de cuadro, seguramente a través de una ventana próxima. Su mano delinea suave el contorno del rostro, mientras uno de los dedos toca el entrecejo. Los ojos cerrados, el cabello ceñido, apenas cabizbaja. La luz parece mágica, casi una respuesta a este rezo disimulado. Luisa está en trance. Su marido falleció hace poco, en un accidente. Pero el tiempo ha sucedido, de manera suficiente como para permitirle a a ella ciertas salidas, de aire y noche diferentes. Aun cuando el dolor no se vaya, ciertas fisuras parecen atisbar algo más. Al respecto, las dos hijas de Luisa, bebés y mellizas, ofrecen un candor incomparable. Los momentos que comparten con la madre, entre caricias, son de una belleza que parece esculpida. Sus rostros serenos no sólo repercuten sobre el drama del film, sino que interrogan sobre el misterio mismo de esas caritas plácidas, entregadas al juego, el afecto, la música, mientras parecen ofrecer la mejor toma cinematográfica. Entre las hijas y su madre, Luisa se debate. El silencio que comparte con sus pequeñas es el contrapunto al pleito que le significan las recomendaciones de la madre. Lo sucedido guarda momentos graves, que la película de Rotter prefiere integrar en los gestos pequeños, en los detalles del día a día. Como cuando Luisa se reencuentra con el espacio de trabajo de su marido, con sus cajones y anotaciones. Los olores de la ropa guardada, los documentos con fotitos y fechas.Todo contribuye a un duelo que todavía sucede. Hasta que la luz se filtra, y aparece Ernesto (Marcelo Subbiotto). Pero no hay que tomar lo referido de manera anecdótica, puesto que Rotter articula una película de dulzura amarga. Se vale de estos móviles para entretejer algo más denso, a través de un cuidado estético refinado, que se trasluce en los diálogos -meticulosos, de pocas palabras, amparados en gestos-, en los decorados -los objetos personales de Luisa y Ernesto, las maneras del vestir-, en la fotografía en blanco y negro. Es decir, se trata de un film bello, pero con dos personajes que están alienados, perdidos en sí mismos. En otras palabras, Ernesto es como Luisa. Su historia de vida también guarda cierta tragedia. Un retrato guardado, casi escondido, señala algo que le ha ocurrido. Para los dos hay malestares que superar, también que compartir. Pero La luz incidente es todavía más. Es eso lo que permite se la relacione con el film anterior del realizador. En El otro, Julio Chávez interpretaba a un viajante que decidía cambiar su identidad en un pueblito. De repente, para el personaje todo un mundo terminaba y otro nacía. Una situación de extrañamiento alteraba la relación del personaje consigo mismo y con el mundo. Los ecos del cine de Antonioni invadían El otro, pero también lo hacen con La luz incidente, ya que se trata de una misma instancia crítica, por donde deben navegar los ánimos de sus personajes. Así como en El otro, en la nueva película de Rotterhay un intercambio de roles que invariablemente dialoga con las presencias ausentes. Vale decir, Ernesto intentará ocupar un lugar que no dejará de rebotar con el de quien ha sido; es más, tal vez piense en Luisa como en aquella otra mujer, la de ese tiempo que se ha ido. La luz incidente elige asumir la ambigüedad del conflicto, al situarse en una inevitable contradicción metafísica, atravesados como están sus personajes -de manera indefectible- por las vidas de quienes ya no están. Pero hay resabios, aspectos invisibles que hacen ciertos a los fantasmas. Es por esto que también podrá pensarse en el ánimo introspectivo de cierto cine de Tarkovski -Solaris, El espejo-, y de una manera más cercana, en la tematización similar que ofreciera la película 45 años, con Charlotte Rampling y Tom Courtenay, cuya vida compartida se veía sacudida a partir de la irrupción de alguien más, otro fantasma. Todo ello habla de un realizador preocupado por obsesiones que le movilizan.El otro es un film notable, también La luz incidente, y desde propuestas estéticas diferentes.En ambas, las caracterizaciones son magníficas. Por su parte,Érica Rivas ofrece una potencia apocada, taciturna, tan suave; mientras Marcelo Subiotto se sitúa en un sendero que parece endeble y de contraste con su seguridad: su pasión mientras escucha jazz, las palabras con las que corteja a Luisa, la canción de guitarra para las bebés. Se trata de un actor al que se le quiere ver más en el cine, ojalá sea así. Entre los varios momentos magníficos, uno de ellos lo ofrece la ocasión de la foto familiar, de una costumbre casi aristócrata, decadente. Es una situación tensa, con Ernesto fascinado y Luisa cada vez más fastidiosa. Otro es el del plano final, de una tersura en el movimiento de la cámara -de travelling hacia atrás- que permite ahondar en un estado de abismo sonámbulo, con Luisa sumergida en un laberinto de blancos y negros; es cierto que juega con sus hijas, pero lo hace de una manera aletargada.
Los reflejos que dibuja el agua Los años 30 y Hollywood como telón de fondo para el melodrama. Contrapunto estético, miserias escondidas, mentiras del glamour. La primera película de Allen y el legendario Vittorio Storaro. La puesta en escena de Woody Allen es tan afilada, que basta la primera de las imágenes de Café Society para adentrarse en su planteo temático/estético/moral: se trata de una fiesta en una gran mansión, con mucha gente ordenadamente reunida, alrededor de la piscina. La cámara ingresa desde un travelling que invita al espectador. Por una parte, la inserción espacial de narrativa clásica, desde el plano general al más particular, sin cortes. Por el otro, el desdoblamiento que el agua espeja, en donde nadie se baña, sólo un adorno fastuoso más de la comuna hollywoodense. Hasta arribar al punto de encuentro que supone Phil Stern (Steve Carrell), el agente de las estrellas rutilantes del Hollywood de los años '30. Un comienzo similar, en clave negra, proponía El ocaso de una vida (1950), una de las obras maestras de Billy Wilder y del cine: el travelling inicia mirando el asfalto, contracara de las palmeras y el glamour del título original (Sunset Boulevard), hasta culminar en la piscina de la gran mansión, símbolo de la cima hollywoodense. Pero allí hay un cadáver. Que flota y que habla. En aquel film, la voz protagonista era de un guionista, en Café Society es la voz del propio Allen -guionista, al fin y al cabo- la que acompaña la acción e introduce en el asunto: se trata de una familia judía con residencia en Nueva York, y un pariente de éxito que vive en Los Angeles. Hacia allá se dirige entonces Bobby (Jesse Eisenberg), con la esperanza puesta en trabajar para su tío. Si el agua de la piscina desdobla, Allen lo acentúa a partir del corte de montaje: el origen del llamado que perturba la placidez de Stern no proviene de ninguna luminaria ni estudio de cine, sino de su hermana neoyorkina Rose (una espléndida Jeannie Berlin), de vida en casita de barrio, austera y apegada a las tradiciones judías. De esta manera, el contrapunto abre el camino hacia ese costado del que es parte también el hombre de Hollywood, en una familia donde no faltan el hijo gangster (Corey Stoll) y el yerno comunista (Stephen Kunken). El doblez habrá de marcar a todos los personajes, a la manera de un marco conceptual donde hacer caber los contrastes familiares y afectivos. Café Society logra, de este modo, conciliar las preocupaciones de su director con un rasgo que la emparenta con la vertiente del mejor cine norteamericano, capaz de indagar en el cieno social, entre miserias y subterfugios que validan espacios de poder y -ya que de esto se trata- de cine. Al respecto, el mundo fascinante del que se rodea Phil Stern permanecerá siempre fuera de campo, como una invocación con la que el film de Allen quiere convivir, pero a distancia prudente; aspecto que diferencia a Café Society de Medianoche en París, en donde el viaje en el tiempo se permitía la interacción con los personajes del mundo extraordinario de los años '20. El pulso de Café Society estará puesto en el idilio melodramático entre Bobby y Vonnie (Kristen Stewart), la secretaria del tío de Hollywood. Puesto que se trata de un melodrama, la pulsión que les requiere también les separa; movimiento que repercutirá en profundizar la diáspora aparente que ya significaba la apertura del film. Lo que ocurre entre los dos es medular, no pueden ser uno sin el otro, pero sin embargo sus decisiones habrán de profundizar la distancia, para hacer de Nueva York y Hollywood el escenario dual que el agua de la piscina señalaba. En esta línea es cómo se entienden las elecciones de Vonnie y de Bobby, cuyos nombres señalan también fonéticas similares. Y cómo, a su vez, los comportamientos de quienes ocupen los lugares de parejas suplentes, seguramente conscientes de hasta dónde tensar el hilo de la verdad. Es por esto que la localización del film en pleno Hollywood años '30, constituye un homenaje al cine y su gran pantalla, depositaria de los deseos de sus espectadores, con los cuales modelar películas que sirvan a la catarsis y, de paso, ayudaran a paliar el clima de angustia económica de aquellos años. Tal como sucedía en La rosa púrpura del Cairo. Allí había aventuras exóticas, pero acá sucede algo ligado a la intriga y los secretos, tal como lo corrobora la elección de marquesina que Allen se permite con La mujer de rojo (1935), con Barbara Stanwyck enredada en un asesinato, que Bobby y Vonnie concurren a ver alegremente. Es menester distinguir que lo predicho tiene en el hacer fotográfico de Vittorio Storaro uno de sus bastiones. La tarea del maestro italiano es de un deleite tal, que obliga a rever el film, dado el apego a los colores suaves, la atención a las diferentes temperaturas del día, y la elección de la luz de vela con la que rubricar el cortejo entre los enamorados. Así como el paseo por Central Park -difícil no pensar en Brindis al amor, de Vincente Minnelli-, los momentos "gangster" (con ejecuciones y cemento), y la luz dividida dentro del mismo encuadre: capaz de provocar el montaje paralelo en el mismo plano, así como el maestro lo hiciera en Golpe al corazón, la película maldita de Coppola. En suma, Café Society continúa el periplo admirable de Woody Allen. Con algún momento introspectivo admirable: "¿Por qué, por qué luego de tanto rezar, nunca me respondiste?", dice el marido agnóstico. Y la esposa: "No responder, ya es una respuesta".