El amor como elección y desafío Dos actrices en papeles memorables en una película sobre el amor lésbico que derriba prejuicios, muestra esa elección como liberadora, lejos de los finales moralizantes. Referencias cinéfilas y el recorrido de un director sensible. De Jean Genet al melodrama, con glam rock y decorados de los años '50. Nada de esto revuelto, sino repartido entre tantos títulos como son (y serán) necesarios para la obra de uno de los máximos cineastas contemporáneos. El norteamericano Todd Haynes tiene una sensibilidad distintiva, que recorre sus títulos mientras abre contactos con períodos históricos recientes, de problemáticas que persisten, para decir sobre el tiempo que toca y, sobre todo, para dinamizar ese mundo que el cine es. De esta manera, el panegírico que sobre Bob Dylan significa I'm Not There (2007) se expone desde un repertorio de canciones y de actores que nunca son los mismos, sin rostro ni voz del músico. Como un abanico alucinado que actualiza. Dylan es hoy porque, justamente, se lo mira desde el presente. Por eso, mucho mejor Velvet Goldmine (1998) que cualquier otra aproximación a David Bowie, época y amigos. Con su película más reciente, que toca varias nominaciones para los próximos Oscar pero sin embargo no figura en la lista de las Mejores Películas o Mejor Director, Haynes revisita el mundo de los cincuenta. Lo había hecho con ese melodrama de raigambre declarada hacia Douglas Sirk que es Lejos del paraíso (2002). Allí, el amor entre un ama de casa y su jardinero de color hacía explotar los cimientos de una sociedad que vigila, que denuncia. En el personaje de Julianne Moore, Haynes deposita su mirada mientras habita con ella. Quien resulta finalmente interpelado es el mismo espectador, partícipe de una pasión de secreto obligado. El esquema se reitera en Carol, a partir del amor entre dos mujeres, pero desde una puesta en escena que es otra, que prescinde de la fotografía símil technicolor para adentrarse en una atmósfera vidriada, de frío y nieve. Mucho abrigo, mucho andar cabizbajo para protegerse de las bajas temperaturas, llegar a casa y celebrar Navidad. El esquema citadino propone, en este sentido, un recorrido trazado de antemano. Los personajes circulan por él de manera automática, con alguna alerta a viva voz que funciona como comentario gracioso pero ambiguo, al recordar la existencia del Comité de Actividades Antiestadounidenses de Joseph McCarthy. El escenario persecutorio está planteado, con el comunismo y la homosexualidad como sinónimos. Haynes toma la historia de la novela El precio de la sal, de Patricia Highsmith; su referencia literaria precedente había sido Mildred Pierce, de James M. Cain, en formato de serie televisiva para HBO. En esta, el escenario recreado era el de la Gran Depresión. En ambas ‑también Lejos del paraíso‑ el protagónico incontestable es femenino. Todas, mujeres de armas tomar. Tanto Cain como Highsmith, además, cultores de la literatura negra como una de las bellas artes. Uno y otra dieron vuelta la moral estadounidense a través de tramas criminales. Pero en estas dos novelas, la variación criminal cede en beneficio de otro tipo de personajes, cuyas decisiones alteradas funcionan como fusibles que hacen tambalear el panorama establecido. En el film de Haynes, cuyo guión corresponde a Phyllis Nagy, amiga de Highsmith, Therese (Rooney Mara) descubre la mirada de Carol (Cate Blanchett) mientras atiende el mostrador de un centro comercial. El hechizo se interrumpe con la aparición de una mujer, su hijo, y la pregunta por un baño, entre muñecas, luces blancas y trencitos. Carol viste elegante, con tapado de piel, joyas y andar altanero. Sus guantes serán el móvil para el contacto que sigue, el elemento dramático que haga avanzar la historia. La seducción comienza a surcar de manera tenue el relato, mientras perfila sus personajes y contextos. Carol, la película, es una obra de artesanía fílmica, al adentrar al espectador en un estado de ánimo que se revela íntimo por esencial, mientras dinamita pausadamente el escenario circundante. Sin embargo, el inicio del film es otro, y cita expresamente la película inglesa Breve encuentro (1945), una de las mejores de su realizador, David Lean. El trencito de juguete aludido completa, en este sentido, la referencia. Así como en aquel film, Carol y Therese son descubiertas por un tercero, mientras comparten sus miradas en una mesita de bar. Violentada la intimidad, los hombros de Therese serán depositarios, por un lado, del recuerdo de una caricia; por el otro, de la mano masculina que la interpela. El plano y contraplano acentúan el contrapunto, al mostrar frente y espalda de esta mujer en cada una de las acciones. Hacia cuál dirección elija partir Therese será consecuencia de tal premisa. Luego sucede el racconto, la revisión de lo vivido con Carol. Así como en Breve encuentro, la película de Haynes sabrá volver sobre sí misma en el decurso del argumento. Es una conexión brillante y nada gratuita, ya que vincula las temáticas de las películas en un diálogo afín, que interroga sobre el desenlace de Carol. La novela de Highsmith, hay que destacar, tuvo la virtud de ser de las primeras en evitar el destino trágico al que parecían condenados los personajes homosexuales. Para el caso del cine americano, es menester señalar que el código Hays, su instrumento de censura institucional, obligaba a estas resoluciones. (Al respecto, recomendar el visionado de The Celluloid Closet, donde se repasa la construcción del estereotipo homosexual en Hollywood). Desde su estructura, puede decirse que Haynes logra una película acorde con las del Hollywood clásico, mediante un esquema que persigue un final (mentirosamente) estabilizador. Lo hace desde una mirada autoral, capaz de utilizar los recursos del melodrama para desmentirlo. Carol elige situarse en la rebeldía de sus personajes y al ratificarles, asume un proceder contestatario. No lo hace desde la búsqueda de la aceptación social ni desde la imposibilidad de la consumación afectiva ‑rasgo crítico y metafísico del melodrama‑ sino, en todo caso, a partir de la renuncia a un orden privativo y policial, al que se decide confrontar. En otras palabras, Haynes ha filmado una de las películas más desafiantes del último cine norteamericano.
Muñequitos caídos en el abismo Realizada con una técnica de stop motion, esta notable obra del guionista y director obtuvo una nominación a los Oscar en el rubro animación. A pesar de ello, el film sólo logró permanecer una semana en la cartelera local. Analizar el cine de stop-motion debe tener como referente, precisamente, el cine de stop-motion. La animación es una disciplina autónoma, que comparte aspectos con el cine de acción real, pero por lo demás esencialmente distinta. Entonces, ¿qué es lo que hizo a Charlie Kaufman animar muñecos? Por un lado, se sabe, la propuesta del animador Duke Johnson; pero por otro, la coherencia con el alma de una historia de origen teatral, que sabe tener en estos muñequitos de acción premeditada su respuesta fílmica. Esta respuesta rebota con las temáticas que obsesionan a Kaufman, guionista de ¿Quieres ser John Malkovich? y Ladrón de orquídeas; realizador de Sinécdoque, New York y Anomalisa, film nominado al Oscar que profundiza en la tarea de una de las mentes más brillantes del cine contemporáneo. Basta con repasar su filmografía, temáticas y estética, para corroborar lo lejos que Kaufman se sitúa de un presunto golpe de efecto. Kaufman, a todas luces, tiene mirada de cine; es decir, puesta en escena. Si elige stop-motion es porque necesita del stop-motion. Por eso, mejor reparar en las máscaras de sus personajes en estado de abismo. El protagonista es un escritor y orador motivacional, en visita a una ciudad donde dará una conferencia sobre las sonrisas para el consumo. Si bien nodal, la referencia quedará en segundo plano, ya que Michael (en la voz del gran David Thewlis) no se caracteriza por ser lo que sus libros dicen, mientras relee la carta de un viejo amor, fantasmas de otro tiempo le siguen, y conoce a otra mujer en el hotel, la excepcional Lisa (Jennifer Jason Leigh). El alcohol, la noche, su tiempo extrañado, la distorsión entre sueños y alucinaciones, darán razón a Michael como el títere que en el film es, si bien atenazado por decisiones sólo suyas. Lo que pasa es que Michael no sabe porqué las ha tomado. Las vicisitudes le llevan a reencontrarse con ese lugar y momento críticos, a rever lo hecho, hasta el paroxismo de espejar lo sucedido con lo que ahora le pasa. Lo que pasa, eso sí, no estará muy claro si se corresponde con los mundos diurno o sonámbulo. En todo caso, Anomalisa --contracción entre anomalía y Lisa, así como sobrenombre para un estado alterado-- perfila una sensación de doppelgänger, que hace a Michael desvariar hacia el espíritu del "William Wilson" de Poe. Toda acción, vale atender, estará atravesada por este sesgo, así como sus personajes: de a dos o desdoblados. ¿Qué es lo que ocultan las máscaras? Pero también, ¿puede filmarse un sueño? Tal vez, los protagonistas de un intento semejante sean como estos "muñequitos" de almas dolidas, que sienten lo que sus soñadores no se atreven a mostrar de otra manera. Así de pudorosa es Anomalisa, una película tan perturbadora como lo es el mundo de Kaufman, realizador de sentimientos encontrados, raramente replicados, con la confianza puesta en el sueño del cine y en unos muñecos cuyas máscaras esconden una mirada huidiza, profundamente sensible.
La inexplicable atracción de los esperpentos Se la mire desde donde se quiera, En la mente del asesino es uno de esos adefesios cuya atracción podría radicar en su carácter de esperpento. Por ejemplo: su guión parte del tratamiento de una insólita secuela de Pecados capitales. Puesto que involucra también un serial killer, pero de huellas inhallables, la necesidad hace recalar en el retirado John Clancy, interpretado por Anthony Hopkins. Ahora sí, Pecados capitales y El silencio de los inocentes, con Hopkins en rol similar pero situado en el lado policial. A la dupla "mente buena‑mente mala" la secunda o acompaña la formada por los agentes que interpretan Jeffrey Dean Morgan y Abbie Cornish. La pareja con menos carisma del planeta. Y eso que hay películas. El es quien recurre al antiguo camarada ‑que vive un autoexilio doloroso, por la muerte de su hija‑, ella es el cerebrito que no cree en habilidades inexplicables. Porque Clancy, acá la cuestión, es capaz de leer la escena del crimen así como a las personas: basta que alguien le toque para que él sepa de quién se trata, y qué podría sucederle. El disparate que es Clancy ‑cuyas acciones comienzan a sumar habilidades ridículas‑ desde ya que es pasible de referencias mejores. Por eso, más vale el Frank Black de Lance Henriksen en la serie Millennium. Pero de tal antihéroe ejemplar nada hay en lo compuesto por Hopkins, cuya presencia ante la cámara, siempre sólida, sólo opaca más las de Cornish y Dean Morgan, tan caricaturescos, tan burdos. En todo caso, la propuesta del director brasileño Afonso Poyart se asemeja, por momentos, a la bobería de El vidente, con Nicolas Cage en plan fastforward, con ínfulas de cine basado en Philip Dick, nada más lejos. Que la némesis de Clancy sea interpretada por Colin Farrell es como la guinda absurda del pastel. Atrapado por gestos de preocupación existencial ‑si es que algo semejante sea posible‑, Farrell no puede contener sus ganas de matar porque es lo que debe. Parece que Clancy lo entiende porque, así las cosas, el asesino lo entiende a él. Un yin‑yang pedestre, que encuentra su momento cúlmine en la articulación horaria final, de cronología precisa, que ensaya la mente asesina, capaz de hacer comulgar tiros, trenes, videos. De todos modos, si la cosa se pone turbia, Clancy/Hopkins es capaz de mirar hacia delante y elegir el mejor final. Que el argumento guarde cierta tragedia no hace mella al asunto. Esta capacidad de rebobinar también la practicó el alemán Michael Haneke, en Fanny Games. Pero eso es cine.
El equilibrio loco de un hombre solo Un film por momentos aterrador, suspendido en momentos de acción y alucinaciones. DiCaprio se ofrece de manera sacrificial, desde sus esfuerzos físicos y la propuesta estética: un contrapunto que se hace abrumador entre indios y blancos. Habría que quitar algún diálogo obvio, de esos que dicen de manera clara, porque explicitan y no hacen falta. Allí cuando entre franceses, el jefe indio dice que él no es ladrón, que les robaron a ellos primero. Pieles por caballos y rifles franceses. Las pieles son de los americanos, los indios los asaltan ‑en la secuencia inicial, bestial‑ entre flechas, disparos y hachas. Sucede que la hija del jefe ha sido raptada, todo es por ella. Pero también, y antes, porque lo que ya se les ha robado es la tierra. De todas maneras, que se enuncie tal situación no hace mella en Revenant: El renacido. Por un lado porque es inevitable, se trata de una película de presupuesto enorme, marca Hollywood, tiene que encontrar su medianía explicable para todo público. Por el otro, porque por encima de ello sobresale la puesta en escena de su realizador, el mexicano Alejandro González Iñárritu. En este sentido, que se hable de indios, franceses y americanos, desde la mirada de un latino del cine mainstream, no es poca cosa. Mejor aún cuando el hacer del cineasta ya se encuentra alejado de cierta grandilocuencia cuyo cenit fuera Babel ‑que de tan megalómana resultaba pedante o ingenua‑, para acercarse a maneras más íntimas. Esta intimidad inicia con la notable Biutiful, continúa en Birdman ‑capaz de ahondar en el meollo del negocio cinematográfico, actual y decadente, todavía fénix‑, y se traduce en Revenant. Acá también hay un personaje solo, atravesado por su entorno, nada inocente, parte y contraparte. Si hay que buscarle un equivalente, sería el Sargento Kirk, la historieta de Oesterheld y Pratt. Es decir, el Hugh Glass de Leonardo DiCaprio no es inocente, sino que sabe cómo viene la mano, quiénes son los indios, quiénes los blancos. Se sitúa en una frontera que lo lleva a batirse internamente, para sobrevivir en ambos bandos. El inicio del film deja en claro su esencia, su móvil: Glass es en función de su historia, de su mujer india y del hijo de ese amor. Hawk tiene, como recuerdo filial, mitad de la cara malherida, con cicatrices que recuerdan una procedencia dual, mestiza. No hables, le grita el padre, ellos sólo ven el color de tu piel. Hazme caso. Mientras, los dos conviven con el grupo de exploradores americanos, a la caza de pieles con las que comerciar. Si el rostro partido de Hawk es consecuente con la vida sesgada de Glass, también lo es con el duelo a muerte que éste habrá de perseguir con Fitzgerald, interpretado por un magnífico Tom Hardy. Glass y Fitzgerald como expresiones de un contrapunto que tendrá en jaque la narrativa del film, así como a todo western. Qué es lo que hizo Fitzgerald no conviene revelarlo, sino en todo caso señalarlo como la acción que transgrede el equilibrio delicado de Glass. De a poco, los detalles de la relación familiar del explorador serán revelados, en imágenes que así como informan con flashbacks también convergen con un sentir afiebrado, que alucina y que, por eso, entronca con el mismo proceder del que se valía Biutiful para Uxbal, el personaje de Javier Bardem. En todo caso, hay una experiencia de vida que ha sido reveladora para Glass. Ya no es el mismo, atribulado por lo que presumiblemente ‑tal vez, no es algo que se sepa‑ ha hecho, enamorado y padre de hijo mestizo, vuelto víctima de la desgracia que él mismo ‑o su gente, lo mismo da‑ ha impulsado. Lo único que le queda es su hijo, por él es que prosigue, por ese signo que el hijo es, de convivencia malherida entre pieles rojas y blancas. Ahora bien, lo que finalmente habrá de quedarle es la confrontación, con un impulso asesino que no cede. El "renacimiento" aludido por el título no es exacto, antes bien, lo que se producen son muertes sucesivas. Pausadamente, Glass recibe muchas heridas letales, algunas en el propio cuerpo. Cada una de ellas es un azote hacia su capacidad de mantenerse en pie. Le acompaña el susurro de su mujer india, como un mantra que le recuerda seguir, respirar. Es un fraseo que se confunde con el viento, también con notas musicales. Acá, sensiblemente, debe tener que ver la impronta de Ryuichi Sakamoto, encargado de la partitura musical junto con Alva Noto. Glass contiene la furia, el dolor, la meditación y la persistencia de un samurai. Todos elementos que hacen eclosión, que le balancean hacia un lado y otro, en función de la premisa que le guía: encontrar a Fitzgerald. Este también tiene su cuerpo lacerado: el cuero cabelludo luce una cicatriz espantosa, desgarrado por indígenas. Cuando Fitzgerald cuenta sobre su padre, a la luz del fuego, la inmanencia mística a la que apela al pensar en Dios se diluye bestialmente. Él cree en lo que toca, mata y come. Así como su padre. La pregunta es si Glass, finalmente, creerá también en matar. De esta manera, la cacería se convierte en un viaje de abismo, que confronta a los personajes consigo mismos. Se traduce en frío de nieve y acciones de vértigo. El viento toca los huesos, el cuerpo será llevado a puntos límites. La supervivencia es difícil porque lo que se juega, justamente, es la consecuencia moral. La carne podrá ser herida y tajeada cuantas veces sea, pero hay algo profundo que la hoja del cuchillo no toca. O tal vez sí. En este sentido, el plano final que elige el film es perturbador. Que todo lo referido sea expuesto desde las consignas de un cine de secuencias de acción, bellamente fotografiadas, con planos‑secuencia de elaboración admirable, no hace más que enaltecer la propuesta. Hollywood está en un plano técnico absoluto. Observar cómo se despeñan caballo y jinete desde un plano cenital así como el ataque de un oso, desde tomas sin corte, no puede menos que asombrar. No son pura superficie ni golpes de efecto, sino partes estéticas de ese espectáculo que la película es. Un film bestial y huraño. Con un DiCaprio de decir indio, afónico y dispuesto a lacerarse. La experiencia es abrumadora.
Un doblez sin claroscuros y con algunas torpezas Los hermanos gemelos y el cine son de relación fructífera, siniestra. Entre varios ejemplos, dos magistrales: Tras el espejo (1946), con Olivia de Havilland desdoblada en crimen ejecutado por el maestro de las sombras y alemán Robert Siodmak; y Pacto de amor (1988), con Jeremy Irons en trance dual, alucinado de pasión quirúrgica, cortesía de David Cronenberg. Con Leyenda, la profesión de la violencia toca el turno al ascendente Tom Hardy, quien recrea vidas y violencia de los hermanos Ronald y Reggie Kray, gángsters verídicos de la Londres de los '60. Conforme a una dicotomía explícita, Reggie es el más centrado, con sapiencia e intuición de negocios, además de vida matrimonial; mientras Ronald requiere de medicamentos que le controlen, liberado del psiquiátrico por influencias, con una conducta (homo)sexual desbocada. Con tales premisas, teñidas de crímenes y Swinging London, el film de Brian Helgeland no puede menos que atraer. Pero el encanto noir y british apenas si rasguña. El director norteamericano ‑de títulos como Revancha y Devorador de pecados, además de guionista prolífico‑ planifica un film de acción con torpeza y golpes de efecto. Por eso, podría decirse que Tom Hardy, por físico, es el actor justo. Cuando sucede la escena del bar, las piñas y el martillo, la contundencia es bestial, algo paródica. Apariencia que no permite fisuras ni grietas por donde transcurra una sensibilidad distinta, como la que el mismo actor profesara en la noir y notable La entrega, con guión de Dennis Lehane. De modo tal que en vano querrán buscarse en Leyenda tintes poéticos, de angustia y doppelgänger. El doble es visto aquí como un artificio para el lucimiento de un actor desbocado o retraído, pero sin matices. También para los artilugios técnicos que permiten la participación de los personajes en el mismo plano. No hay claroscuros ni crimen como la más bella de las artes. En todo caso, distingue la fotografía de Dick Pope, para una reconstrucción de ciudad y barrios luminosos, de decorados y artificios digitales, que participan sin problemas con la dentadura falsa de Hardy y su Ronald Kray. Si no hay angustia no hay sombras. Si no hay sombras, poco se esconde. De manera tal que Leyenda puede ser visto como un film más o menos curioso, incapaz de problematizar, tendiente a la caricatura y el lugar común: en este caso, la participación obvia de Chazz Palminteri. Que sobre el desenlace las caracterizaciones de Reggie y Ronald varíen de manera inversa, no añade complejidad, sino otro golpe de efecto, superficial, sin anidar en aquello que no se puede decir con palabras, en donde sólo pueden atisbar mentes cinematográficas, como las de Siodmak y Cronenberg.
Un encierro que permanece allí La vida de una mujer secuestrada. El niño concebido con su secuestrador y las vejaciones. Una película de construcción simétrica, entre el adentro y el afuera, la madre y su hijo. Interpretaciones brillantes y nominaciones para el Oscar. Hay varios niveles desde los cuales reparar en La habitación. Uno de ellos se impone, remite a su temática, de sostén verídico, de acuerdo con las reminiscencias asociadas al caso del austríaco Josef Fritzl. El film trabaja sobre el cautiverio de una mujer durante siete años, violada sistemáticamente y vuelta madre. La habitación ‑quinto largometraje del dublinés Lenny Abrahamson‑ transpone, recrea, lo que la literatura dijo antes, a través del libro homónimo de Emma Donoghue, aquí guionista. En este sentido, la película de Abrahamson puede pensarse desde ese vínculo problemático que ofrece la relación cine‑literatura. Con una escritora vuelta guionista y un realizador atento a sus motivaciones personales, surgidas de esa lectura que, ha señalado, tanto le impactara. Entre tantas posibilidades, habrá que pensar que La habitación puede ser mucho más que el ámbito de encierro aludido, también es el lugar de la infancia, el vínculo estrecho entre un niño y su madre (y a la inversa), la presencia fantasmal del padre (mitad real‑mitad imaginado, según el niño), la espía del acto sexual, o el reclamo por la falta de trabajo al "marido" (tal como se lee). Desde el aspecto temporal, el espectador se encuentra con una situación ya consumada, con siete años vividos y cifrados en un comportamiento cotidiano, confinado a la reiteración de actos que las paredes contienen. El acontecimiento con el que la película inicia no es menor, es el quinto cumpleaños de Jack, cuyo cabello es tan largo como su tiempo de vida. Apenas cinco años y un pelo que recuerda el encierro. Así, Abrahamson distribuye el film desde una mirada compartida y contradictoria, a partir de las percepciones superpuestas de madre e hijo. Con la sensibilidad suficiente como para situar la cámara en el punto de vista del niño y mirar como él, para expandir esos límites materiales hacia confines que sólo la imaginación infantil conoce. La mirada de la madre, en tanto, está sitiada. El adentro y el afuera serán, también, el equilibrio que comulgue con las miradas entrelazadas de los dos protagonistas. ¿Cuándo salir? ¿Todavía quedarse? El niño no quiere, la madre sí. ¿Quién de los dos debe conocer el afuera? ¿Volverán a verse? ¿Quién sabe? De este modo, La habitación dice sobre la relación filial mucho más que tantas otras películas sobre el tema. A su vez, adentro y afuera son las instancias cuya frontera permite al film su estructura narrativa. (De hecho, es algo que de manera muy gráfica, la propia madre explicará al hijo.) De manera acorde, el espectador permanece confinado, hasta que se produce la posibilidad de la salida. Una vez ocurrida, la película se transforma y juega un vaivén simétrico. Dada la situación de encierro, las visitas periódicas del padre violador, el amor cuidadoso de la madre, la ternura de piel blanca del pequeño, la manera desde la cual narrar esta vía de escape no puede menos que ser vivida desde el suspense. El suspense funciona por situarse en el lugar en la piel del protagonista y por hacer del espectador un personaje más. La incertidumbre sobre lo que sucederá está puesta en la cámara subjetiva, en la mirada de Jack, cuya borrosidad de cielo inmenso expande lo que el pequeño tragaluz permitía. ¿Cómo responder al plan trazado cuando no se sabe cómo es el afuera? Traspuesto el límite, con la película ahora en condiciones de abrirse hacia horizontes, lo que parece inagotable se achata de a poco. Es extraordinario cómo el film logra expandirse mientras se encuentra encerrado entre cuatro paredes, y cómo provoca lo opuesto cuando respira aire exterior. La simultaneidad adentro‑afuera juega, de este modo, una relación recíproca, en donde una de las instancias no desaparece nunca y acciona sobre la otra. Abrahamson lo logra desde una puesta en escena que nunca deja de acompañar a sus protagonistas. Siempre son ellos (y el espectador, repartido entre las dos miradas y teñido de sus angustias). Es cierto que las caracterizaciones son brillantes, que Brie Larson, en el papel de la madre, conjuga en su mirada el dolor reprimido y la alegría de una torta para el cumpleaños del hijo; y que Jacob Tremblay (Jack) es el pequeño salvaje de pisar débil, tan encantador como sumido en una voz que se le apaga al salir, incapaz de gritar. Pero lo mucho más cierto es que tales interpretaciones, magníficas, lo son porque hay un pulso justo que les dirige, que les conjuga con los espacios donde el montaje les hace interactuar: un espacio mínimo y expandido, otro extenso y reprimido. Entre madre e hijo se produce una construcción mutua que también es, necesariamente, una deconstrucción y reconstrucción posteriores. Cada elemento en juego, distribuidos entre decorado y dirección artística, repercute en función de esta premisa. Durante el encierro, hay dos ventanitas que comunican hacia algo más. Una es la del tragaluz, de una luminosidad borrosa. La otra es la del televisor, sus imágenes son algo que la mente del niño resuelve con explicaciones maternas: figuras chatas, que sólo existen allí. Que entre tragaluz y televisor se produzca una asociación de mirada desviada, trunca, no es casual. Una vez afuera, esas figuritas chatas se hacen realidad en tanto aves de rapiña que esperan el momento mejor para atacar y juzgar. El dinero, los abogados, los secundan. Que La habitación tenga un final redentor no la hace menor ni efectista. En todo caso, procura poner en escena el trauma inevitable de la relación materno‑filial. De acuerdo con su mirada estética, de disposición simétrica, procura un equilibrio que no prescinde, antes bien lo contrario, de abismos difíciles de tolerar.
Retórica y golpes de efecto De esta ópera prima se habla mucho ‑todavía se lo hará más‑, merced a su inclusión en la categoría Mejor Film Extranjero del inminente Oscar. Su temática la vuelve de referencia obligada ‑el lugar de la mujer en la Turquía actual, tironeada por su recelo a los cambios y el apego a las tradiciones‑, aún más por el pulso femenino que guía el relato. La directora turca Deniz Gamze Ergüven retrata en Mustang la historia de cinco hermanas huérfanas que viven en un pueblo rural, sus edades desbocadas no tardan de entrar en conflicto con los dictámenes del tío y la abuela: retos, golpes, privaciones, colores y músicas matrimoniales, como maneras de situar el lugar que a la mujer corresponde. La casa familiar pasará a convertir sus ventanas en recuadros enrejados. Si la vigilancia interna falla, quienes miren atentos el afuera serán entonces los vecinos o, peor aún, las vecinas. El entorno de represión que la realizadora recrea es tenebroso. Pero lo compone desde una retórica que incorpora rostros bonitos ‑las cinco niñas son preciosas‑, momentos humorísticos, y golpes de efecto a través de casamientos o muertes, esta última desde un fuera de campo correctísimo, sin intención de mella en el ánimo predispuesto del espectador. Es más, esta situación es un golpe de sorpresa realizado de manera rudimentaria, sin indagar en sentimientos contrariados, sólo desde el contrapunto; tan amable es, en este sentido, el film de Ergüven. Es decir, la imagen de cine que Mustang desprende es tan prístina, de una construcción narrativa tan previsible, que fácilmente podría ocupar el horario central de las películas televisivas de la tarde. No hace más que contar una historia "terrible", cuyas comillas el mismo film escribe, atento como está a los recursos que destellan en las pantallas de la narrativa publicitaria. En otras palabras, es una película de buenas intenciones pero fugaz, en donde se impone en la cartelera y las menciones por su temática, mientras que no exhibe nada de artesanía cinematográfica. En un carril similar, pero desde la historieta, la iraní Marjane Satrapi realizó en Persépolis una obra maestra a partir de su historia personal, de exilio continuo. La mirada de la artista es excelsa, no sólo por atreverse a decir lo que sucede en su país, sino por cómo lo hace: éste es el lugar de fundamento, lo que diferencia su historieta de cualquier otro libro similar. El caso de Mustang es olvidable, no se trata de ninguna película ejemplar, sino de un film cuya impronta no hace más que acentuar una corrección política que lejos está de problematizar lo que expone. El pleito debiera ser hacia los recursos mismos del medio de expresión, algo que brilla por su ausencia.
Hombre negro, infierno blanco Con una puesta en escena de frío glacial, entre personajes ruines, la octava película de Tarantino ofrece odios compartidos, revanchas y una ética maleable. Una obra molesta, que dispara sin aviso sobre sus personajes y logra fascinar. Si todavía quedan dudas sobre si el cine de Quentin Tarantino es copiar y pegar o cita y homenaje; pues bien, nada de eso. O todo eso pero más. En todo caso, difícilmente pueda entenderse de esta manera simplista el cine de alguien que ya ha imbricado su hacer en la historia fílmica. Tarantino tiene conciencia de montaje, sabe de timing, dónde cortar, cuándo referenciar o parodiar, para finalmente apropiarse de lo ya hecho ‑en esa lista de películas que el rótulo "historia del cine" identifica‑ y hacer lo suyo. Los 8 más odiados rubrica lo que se señala y le consolida como autor. Su cine puede gustar, también no. Provoca discusiones, adhesiones y rechazos. (Rasgo que ya quisieran tantos otros realizadores). Hay una sapiencia que le distingue, que hace que en sus imágenes convivan tantas películas como sea posible. Pero no desde la mera mímesis ‑que puede albergar referencias que van del western spaghetti al cine de artes marciales‑ sino a partir de la imbricación discursiva en la que se insertan. Cuando estrenó Django sin cadenas, Tarantino acusó y discutió al cine de David Griffith y John Ford por igual, la importancia no estuvo en sus dichos sino en la película conseguida, en cómo su Django asumía el legado complejo de un cine grandioso, al hacer comulgar y pelear categorías presumiblemente antitéticas como Ford con Sergio Corbucci. Una provocación que no es menor, que le distingue como un cineasta cuya obsesión por filmar en celuloide es esencial ‑Los 8 más odiados lo hace, y en 70mm‑, a diferencia del oportunista J.J. Abrams con su remozada Star Wars. En Tarantino el celuloide se respira. La pulsión está presente ya desde los títulos que Los 8 más odiados elige, de una tipografía con memoria seventy, en compañía de Ennio Morricone. Acá, por las dudas, poco importa si el gran compositor reutiliza una partitura previa, si no hubiese sido así, ¿cambiaría algo?, ¿por qué? También, por si acaso, Tarantino hace participar canciones de épocas actuales, descoyuntadas del momento histórico que recrea. Es decir, se trata de cine. Esa otra realidad en la que habitar. Una vez dentro, hasta Hitler puede ser masacrado, con Emil Jannings como espectador del estrago. (Tal como sucede en Bastardos sin gloria: el hecho histórico es falso, pero el colaboracionismo del actor alemán con el régimen nazi es absolutamente cierto; Tarantino nunca miente cuando se trata de cine). Así que, una vez en la diligencia ‑esa referencia intrínseca a Ford y al cine todo‑, en compañía de los lobos que son los caza recompensas Ruth y Warren (Kurt Russell y Samuel L. Jackson), el viaje a Red Rock promete tropiezos, diálogos extensos y de filo sinuoso, dedicados a encubrir propósitos, tendientes a dar una pátina maleable al hecho horrible que supone la guerra de Secesión. El escenario estará servido una vez alcanzada la mercería de Minnie, con un reparto de cuerpos en pose, cada uno una historia para oír; todos, eso sí, aspectos que destilan de esa guerra reciente, entre blancos y negros: contrapunto acromático que define, como raíz y justificación estética del plano/contraplano, al cine norteamericano. Ruth y Warren son el pivote que se repele, mientras cargan con sus cadáveres por cobrar. El devenir del argumento les obliga a reunirse, a pactar. Signo inequívoco de una sociedad donde convivir, pero con el negro situado en igualdad de condiciones, dentro de un género ‑el western: génesis de cine y mitología estadounidense‑ en el que tradicionalmente ha sido relegado o ignorado. Tarantino dedica al Mayor Warren de Samuel Jackson una importancia formal que equivale a la de cualquiera de los demás personajes. Dada la igualdad, cuidado, porque ninguno es digno de confianza. Todos, también ella, son ruines. Ella es Daisy Domergue, la asesina capturada por Ruth, a quien el caza recompensa mantiene esposada mientras le propina golpes terribles. Por esto solo, Los 8 más odiados dice más sobre la violencia de género que cualquier otra película. No necesita de corrección ni de moralinas, simplemente muestra cómo el macho bravío ‑blanco y bruto, en la piel del gran Russell‑ la revienta a golpes. Es desagradable, no puede ser de otra manera. El repertorio de personajes se completa, entre otros, con un cowboy taciturno (Michael Madsen), un posible sheriff (Walton Goggins), el verdugo Oswaldo (Tim Roth), el solícito ‑y mexicano‑ Bob (Demian Bichir), y el general sureño Sandy Smithers (a cargo del gran, pero gran, Bruce Dern, quien le compone como si de una estatua de cera se tratase). La mercería de Minnie les ofrece cobijo, a la espera del final de la tormenta de nieve. Pero adentro, el clima se acentúa de manera densa, a través de un relato que Tarantino puntúa en capítulos. Sus diálogos extensos son, como se debe, consecuentes con los ángulos de cámara, cuya composición del grupo hace que ninguno sobresalga porque todos buscan su rédito. De esta manera, como nexo dramático, figura la carta imbatible de Abraham Lincoln, que descansa en la chaqueta del negro Warren. Hasta con referencias conyugales. ¿Cómo no creer en la palabra, de puño y letra, de Lincoln? El recurso preexiste en Rescatando al soldado Ryan. Allí, en un cajón "omnipresente", la papeleta aparecía para hacer oír un discurso de obligación moral, que Steven Spielberg utiliza como justificación estética y bélica. Pero Tarantino no es Spielberg, nada hay de adorable en sus personajes aborrecibles. De esta manera, Tarantino extrema lo que ya hiciera con Django, para ofrecer con el desenlace de Los 8 más odiados una de las mejores imágenes de su filmografía.
Historias que persiguen ballenas Con una construcción formal que apela a la espectacularidad, la película zarpa para buscar su ballena blanca. Una de las mejores del director: aventura, diversión y clima intimista. A Hollywood se le pueden reprochar muchas cosas, y al cine de Ron Howard prácticamente todas. La vacuidad de los estrenos habituales tiene en sus películas antecedentes claros: Apolo 13, Ed TV, Una mente brillante, El Código Da Vinci, entre otras. También es cierto que hay cierta vena narradora que le vuelve, a veces, disfrutable. Sólo por eso puede verse Rush: pasión y gloria, pese a la corrección política que la corona. Si bien esto está más o menos presente en En el corazón del mar, será justo decir que tal vez sea una de sus mejores películas. A propósito, vale recordar que otra de ellas es Frost/Nixon: La entrevista del escándalo. Pero a diferencia de ésta encerrada entre cuatro paredes de match televisivo En el corazón del mar zarpa para transcurrir en aguas abiertas. Hacia fuera pero, sobre todo, hacia dentro. Sucede que Herman Melville (Ben Wishaw) viene tras el rastro de una historia oída a medias. Se trata del hundimiento del ballenero Essex en 1820, víctima de un cetáceo gigante. Lo sucedido está guardado muy adentro de quien fuera el grumete, ahora casado pero solitario, con el tiempo dedicado a armar barquitos dentro de botellas. Melville insiste, necesita que el barquito salga de la botella. Pero hay un límite, le advierte Nickerson (Brendan Gleeson), que una vez alcanzado hará interrumpir la historia. De esta manera, tan clásica, la película desoculta lo que anida en el narrador, mientras el espectador se zambulle en la búsqueda de aceite y esperma de ballenas. Varias aristas, a la vez: el negocio, por el lado industrial; la aventura, para Nickerson; el trabajo, para el primer oficial Owen Chase (Chris Hemsworth); la literatura, para Melville. Si la relación entre narrador y narratario es la que posibilita que el Essex vuelva a zarpar, a bordo suyo el dilema replicará entre Owen y el capitán Pollard (Benjamin Walker): sea por las procedencias sociales diferentes, como también por las decisiones tomadas y las respuestas a sus órdenes. El primer oficial está en un brete, entre los reclamos de su mujer embarazada de un hijo que él no verá nacer y las promesas raídas de su empleador. La confianza de Chase en ser el capitán del Essex es rápidamente desoída, mejor el nombre Pollard, con alcurnia en la tarea y estatus de etiqueta. Chase, en cambio, vive en el campo, tiene una granja modesta, sueña ser patrón de sí mismo. El duelo entre ambos esencia del cine norteamericano tendrá uno de sus primeros combates en alta mar, durante un cielo tormentoso, para que capitán y primer oficial disputen y den pie a una escenificación espectacular: el Essex contra la furia de Neptuno. El guión hace replicar cuantas veces necesita el duelo primero, entre Nickerson y Melville. De esta manera, una vez salido el barquito de la botella soplo vital para las velas de la historia, el relato se multiplica como ondas expansivas. El límite de altura lo marcará la aparición de la ballena, precedida por momentos más gratos, que dicen sobre lo que será su reverso. Llegado el film a la instancia mayor, podrá entonces comenzar su descenso, sea desde lo espectacular, sea desde lo numérico: las muertes crecen y el alimento decrece. Así, la película de Howard se inscribe, en un primer momento, en un género cinematográfico de esplendores que remiten a piratas y aventureros, luego decae decidido en otro terreno, de a poco insondable. El límite alertado por Nickerson está cerca. Ahora bien, será fundamental decir lo que hasta ahora se alude. En el corazón del mar sólo araña el espíritu de Moby Dick. En todo caso, se trata de un film conciente de esa empresa imposible. Sólo un Ahab reencarnado, como lo era John Huston, pudo haberla acometido: en 1956, con Gregory Peck (tironeado entre Huston y Ahab), y Ray Bradbury en guión (autor del sermón con el cual el sacerdote que compone Orson Welles despide a los marineros que se hacen a la mar. Magnífico. Bradbury relata su experiencia en Sombras verdes, ballena blanca). En este sentido, no puede pedírsele a Ron Howard una versión del libro de Melville sino, en todo caso, una mirada empática. Puesto que Hollywood es el cine de la simplificación y esto no es un desmérito, cuidado, su película tiene aventura, diversión, gran espectáculo, y un clima intimista que va bien porque lo compone ese otro ente gigante que es Brendan Gleeson, justo contrapunto para Ben Wishaw, otro grande precoz. Una vez transpuesto el umbral que Nickerson anunciaba como límite, hay un par de momentos uno de ellos sobresale que ponen en riesgo la normativa habitual en el cine de Howard; esto es: su corrección y blandura. La crudeza se siente y los ecos del Arthur Gordon Pym de Poe están por allí, con sus horrores. Sólo sobre el desenlace, con la tierra bajo sus pies, la película remitirá por fin a la complacencia. Con un "mensaje" que toca el respeto por el medio ambiente, casi como un acto de conciencia que busca hacer sentir la ballena perseguida. Y esto es muy interesante, porque si Hollywood no puede menos que ser correctísimo ante algo hoy condenable subsumiendo la fascinación por contar historias a la moralina, se sabe que antes no lo era. Al respecto, quien firma la nota no olvida el impacto que le produjo Infierno bajo cero, vista por la tele alguna vieja tarde (así como Rinkel, el ballenero, de Tulio Lovato, leída en Anteojito): las imágenes documentales de la faena ballenera, incrustadas como parte del relato, eran terribles. Y el asunto no era de ningún modo atenuado, sino sobrevalorado. Alan Ladd era el protagonista. En el guión figuraba Max Trell, el "adaptador" de varios libros del Príncipe Valiente de Hal Foster. Esos libros se editaron en Argentina en la colección Robin Hood, de Acme. Allí también figuraba Moby Dick: la tapa de Pablo Pereyra recreaba el rostro del Ahab de Gregory Peck. Sólo la ballena de Melville permite estos virajes temporales.
El barro primario que hace al rey Con acento en la violencia, el director australiano recrea la obra y la estructura en visiones, asesinatos y guerra. El dominio necesita de secretos, pero Macbeth no los soporta. El poder como elucubración y fascinación es uno de sus ejes. ¿Qué es lo que Macbeth tiene para decir ahora, hoy, embadurnado de un barro primario, tal vez permanente? Realizadores eclécticos le filmaron, desde registros epocales cambiantes. Todos propicios para la tragedia que persigue a este rey alucinado. Así, Roman Polanski y Akira Kurosawa, a partir de la sombra ejemplar, que crece siempre más, de Orson Welles. En esta nómina ilustre se inscribe la versión del australiano Justin Kurzel, que actualiza un relato de personajes alienados, en trance, caídos en esa vorágine que tiene al poder como horizonte. El "poder" o aquello que les permita alcanzar un "más allá" indefinido, por encima de lo predestinado, que sea trascendente. Un "poder" entendido como concepto maleable, de elucubración y fascinación humanas. En esta línea fina, que bordea la sinrazón, la nueva Macbeth se propone abismar a sus personajes, a partir de un tono dramático sobrio, preocupado por no transgredir una narración monótona, por fuera de la cual la atmósfera sucumbiría. Los momentos donde Macbeth se enciende son los bélicos y en los asesinatos. Planificados desde un horror meticuloso: la sangre se esparce espesa, los rostros se congelan en espanto, las dagas suenan al hendir la carne, los gritos rugen. La escena inicial, brutal, se vale a su vez de la acción rallentada, y no es una decisión superflua -a riesgo de resultar esteticista-, sino consecuente con una mirada hundida en ese horror del que ya nunca más se saldrá. Las brujas lo saben. Es decir, los rostros de esta Macbeth son vistos desde una construcción del cuadro que es fascinante pero algo distante. Aun cuando las escenas bélicas sean bestiales, la fascinación que promueven tiene su respuesta en los primeros planos de seres humanos raídos, ofuscados en ese mundo y por ese mundo. En todo caso, lo que oficia sobre ellos como semántica yuxtapuesta es el montaje. Rostros de personajes que son títeres de una lógica mayor, cinematográfica -el cine es montaje, es operación intelectual-, que les articula a la manera de las mismas brujas que observan los hechos en la vida del rey maldito. El montaje -mirada estética del realizador- recorta y reformula como el fatum griego lo hace con sus personajes. Dice Shakespeare en el Acto V de Macbeth (también en el film): "¡La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena, y después no se le oye más...; un cuento narrado por un idiota con gran aparato, y que nada significa!". Apenas dos horas que volaron para adherirse al espectador de manera inevitable, víctima de un mismo hechizo, alucinado también por esas visiones de brujas y fantasmas que el cine es. (Justamente, es sobre el inicio de Trono de sangre, el Macbeth de Kurosawa, donde Gilles Deleuze ubica uno de sus ejemplos de alteridad espacio-temporal cinematográfica, desde la secuencia siguiente: el blanco de la pantalla, la niebla blanca, la otra realidad escondida). ¿Qué es, entonces, lo que Macbeth significa? Antes que dar significado o respuestas -algo que el cine acarrea como látigo que le hiere-, mejor caer en la vorágine de estos personajes sin/con corona, a la vez hundidos; mejor caer en esa contradicción que les debate en un dolor del que pretenden, paradójicamente, estar liberados. La vista contradice, lo observado se desdobla, el matar deja de ser loable. Lady Macbeth le susurra al marido, le subyuga con su boca dulce, capaz de proferir espantos. El, sonámbulo y venerado. Todos le celebran mientras dice incoherencias. Por detrás, como abanico, un manto de rostros pétreos, eclesiásticos (que recuerdan los del cine de Eisenstein) le acompaña. En suma, un aparato de poder humano, sólo humano, insólitamente respetable. El rey Macbeth es la cúspide temporal de esta ridiculez. El andamiaje funciona y funcionará merced a sus cancerberos, esa hilera de tintes dorados, con caras viejas y cruces. Si Marion Cotillard es una Lady Macbeth de boca hermosa -que dice de manera encantadora, con dientes perfectos, mirada en celeste-, Michael Fassbender compone un cuerpo estatuario, que disimula como puede lo que sus ojos ven, atravesado por una maldición indoblegable (un cuerpo que sabe soportar laceraciones, tal como el actor ya lo demostrara en sus colaboraciones con el director Steve McQueen o a través de su androide en Prometeo). Entre los dos no hay combustión sexual, sino una operatoria de marionetas sumidas en traición, cómplices e incapaces de tolerar el tormento invocado, así como la maldición del hijo perdido, en un recurso reelaborado por la película. Prueba de la inmersión de ambos en este submundo atroz es la extrañeza de la película. A medida que el film se hunde, los espacios comienzan a perder figuración. Primero serán tiendas de campaña, luego un castillo, después el ofuscamiento que culminará en un rojo total, a partir de la tarea magistral del fotógrafo Adam Arkapaw (presente en series como True Detective y Top of the Lake). El raid de este Macbeth -presuntamente, el de toda versión sinceramente preocupada- es el de un ciclo humano, visceral, donde las muertes y venganzas son las promesas de otras tantas más. Un barro primario que el protagonista no puede lavarse, una vez sucio de él. Uno de los planos finales, al detallar la corona con sus símbolos, prevé la inevitable continuidad de las versiones que sobrevendrán, así como recuerda esa mirada afiebrada que en cuerpo y alma se debatió con el cine y desde el cine hacia sus truhanes: allí, entonces, Orson Welles como ese rey que sabía que lo era, mientras procuraba un enfrentamiento desigual. Sólo él pudo ocupar esa corona maldita. Su versión, de hecho, tiene lugar en una época casi prehistórica, entre cavernas. Y mucho barro.