Las películas que venden muñequitos Con un relato sostenido, la nueva entrega de Star Wars reinicia la franquicia sin novedades respecto de las anteriores. J.J. Abrams y la mirada que se espeja. La nostalgia como vehículo comercial. El cine de la infancia y el cine infantil. Signo del Hollywood de estos días, la relación infantiloide que prima no podía dejar fuera la puesta al día de una de sus marcas registradas. De este modo, y a la par de otras incursiones -entre las que destella la miríada de títulos Marvel-, Disney pega otro batacazo y cumple cada vez más el rol de aquella compañía financiera que Mel Brooks bautizara -proféticamente, en La última locura de Mel Brooks- como "Abarca y Devora". Antes bien, es justo señalar que J.J. Abrams es uno de los nombres mejores para pensar el vínculo imbricado, de cuño transmedia, entre la televisión y el cine. Su predilección por los mundos paralelos, los universos superpuestos, han permeado esta relación -desde siempre antitética, ahora medular- para reformular el relato clásico en términos audiovisuales. Desde que sus héroes pisaron esa isla de tiempos perdidos en la serie Lost,el cine sintió el cimbronazo y quedó herido. Cineastas, intérpretes y técnicos, se fueron para el lado televisivo. Y Abrams, formado a su vez desde el cine y las películas televisadas, se fue también para el cine. ¿Qué es lo que define a uno y otro lado? Es algo que importa, parece, cada vez menos. Así, el director/productor ha logrado que el robotito rojo de su compañía (Bad Robot) esté presente de modo indistinto. En otras palabras, su filmografía destaca por hacer patente el diálogo con lo visto o sucedido, en ese pretérito que es la infancia, contenido en películas y series. Súper 8 (2011) es la que mejor lo expresa, al dar cuerpo a esa pasión de cine que nacía al amparo de lo que se veía. De manera evidente, la tercera entrega de Misión Imposible o el díptico Star Trek lo confirman, al re-filmar en pantalla grande lo que habitaba la pantalla chica. En todo caso, los mundos alternos son esos universos que los relatos enhebran, que habitan con uno en la forma indefinida de "infancia", y que Abrams sabe cómo "rebootear" o revivir para, de paso, hacer lo que le gusta. El caso Star Wars, por eso, es otra vez lo mismo. De nuevo lo que se había visto. No habrá, en este sentido, novedades que realmente infrinjan lo que todo espectador sabe, sino golpes de efecto que, eso sí, espejan lo sucedido para barajar y dar de nuevo. Espejar es atravesar la imagen desdoblada, aceptar un reflejo invertido. Procedimiento empleado en Star Trek, Lost, Fringe y, desde ya, en Star Wars. Ahora bien, así como con Star Trek, lo que Abrams practica en Star Wars es también una remake, provista de todos los lugares comunes y previsibles, establecidos a lo largo de una saga que, si se detiene uno en la primigenia película de 1977, también ésta era consciente de tal premisa. Pero sin gozar del reconocimiento institucional actual, filmada a la par del desaire de los grandes estudios. De acuerdo con esta línea, George Lucas fue un cineasta capaz de refundir aspectos presentes en los westerns, la space opera y la historieta, con Flash Gordon como guía. Le añadió, a su vez, una intuición de futuro sucio, viejo, que provenía de su anterior THX 1138 (1971), profético de cara a la ciencia ficción del cine posterior. Abrams dice proseguir, voluntariamente, este camino, pero lo que de veras hace es mentir de modo disimulado, para disfrazar el rumbo del cine del nuevo siglo, digital y sin sonido de película que se proyecta. Su nueva Star Wars se asemeja de modo epidérmico a la trilogía original, a aquello que, fatalmente, ha sido. Que Abrams diga filmar en celuloide no devuelve la vieja experiencia, tampoco los muñecos o actores enfundados en trajes peludos. Lo que sucede, en todo caso, es un eco que podrá despertar cierta nostalgia, pero que contradice las motivaciones mismas de las películas de Lucas. En otras palabras, si lo que Hollywood tiene hoy para ofrecer es una versión remozada de La guerra de las galaxias -ese título cada vez menos recordado en la distribución local-, lo que culmina por sobresalir es el artificio de un comercio que, se decía, sólo abarca y devora. Al seguir este planteo, lo que aparece es la revalorización de la nueva trilogía de George Lucas, la conocida como Episodios 1, 2 y 3. Se la ha atacado y menospreciado de modo progresivo. En muchos aspectos, con razón. Pero hay algo que allí sucedía, de manera acorde con las películas de origen: Lucas trabaja desde el adelanto tecnológico, con un cine que está mirando al futuro. Episodio 2: El ataque de los clones, de 2002, fue la primera película digital de la historia, que prescindió del celuloide para su rodaje. Mientras el episodio anterior incorporaba por primera vez un personaje enteramente digital. La nueva Star Wars ya tiene todo esto a favor, y lo que hace -¿podría haber sido diferente?- es reiterar siempre lo mismo. Se podrá decir que el mito retorna, pero lo cierto también es que la lógica comercial que promueve Hollywood se ha vuelto tan cerrada, que las grietas por donde podría filtrarse cierta espontaneidad están cada vez más soterradas. De acuerdo, Abrams aporta un relato sostenido, encendido, que guarda ciertas sorpresas y eso, en un cine eminentemente narrativo, no es poca cosa. Pero también habrá que pensar que el desarrollo argumental tiene puntos flacos hacia su mitad, en donde la incredulidad debe estar muy suspendida para permitir que el film prosiga. Junto a una secuencia de clara recreación nacionalsocialista, en clave iconográfica con sesgo terrorista, lo que hace que el film respire algo de lo que resuena por estos días. La "resistencia", está claro, no es otra cosa más que una marca registrada Disney. Y sí, por qué no, también celebrar que esos personajes que el espectador vio, hace mucho tiempo en esa galaxia lejana de nombre infancia, todavía están y respiran. Algo es algo, bastante irresistible, si bien fugaz.
Las miradas cómplices y justicieras Con un recorrido que alterna flashbacks, la remake de El secreto de sus ojos es previsible, de final consensuado en un aval a la justicia por mano propia. Muy lejos del mejor cine negro de Hollywood que problematiza a la sociedad. La demorada remake de la argentina El secreto de sus ojos se estrena con mismo título en inglés y nombre parecido al de otras películas. El film de Juan José Campanella se suma, así, a otros que han dado este salto raro, supuesto por el reconocimiento tácito que implica, hacia el público (no sólo) norteamericano, una película "extranjera". De todos modos, El secreto de sus ojos tenía valuarte distintivo para este interés potencial: intriga, golpes de efecto, un amor desencontrado, vueltas de tuerca, dupla investigadora. El Oscar se ocupó de rotularlo. Está claro que la versión nueva debe ser pensada desde el paradigma supuesto por el cine estadounidense, con sus códigos, valores morales, formas estéticas. Las remakes, por eso, son parte intrínseca al cine de Hollywood, desde siempre. Igualmente, el vínculo con la película precedente es acá menester porque, inversamente pensado, es el cine de Campanella el que se sitúa de modo cercano, afín, al de Hollywood. No es una apreciación que haga mella en sus películas. Lo corrobora su trayectoria de trabajo, en una y otra cinematografías. Lo que ofrece Secretos de una obsesión, mutatis mutandis, es una historia de suspenso de raigambre similar a la de tantas otras, pero con foco en la cacería terrorista desatada tras el 11-S. La triada la componen dos policías del FBI (Chiwetel Ejiofor y Julia Roberts) y una fiscal (Nicole Kidman), trenzados en la vigilancia de una mezquita, donde aparecerá el cadáver de la hija de la oficial. A partir de allí, la bisagra estará dada por la revelación que circunda al sospechoso principal, capaz de poner en jaque el funcionamiento mismo de esta agencia, dedicada a sostener la seguridad ciudadana. El devenir del film lo sitúa de manera inmediatamente mediocre. Sus primeros minutos bastan para caracterizar de modo superficial sus personajes. El montaje los organiza entre flashbacks que "explican" lo que pasó trece años antes. Todo es tan previsible. Con planos correctamente encuadrados, sin nada fuera de lugar. Si hay algo que acá no cabe es la duda. Nada de claroscuros. Podrá ser un film más o menos policial, pero no tiene nada de cine negro; en otras palabras, Secretos de una obsesión no asume al crimen como su esencia. Aunque será también justo destacar que algunas grietas hay, y que si la película del director Billy Ray hubiese elegido descansar en ellas, habría sido algo diferente. De acuerdo con ello, la "obsesión" elegida para el título aparece de manera indistinta en los dos agentes del FBI, hasta llevar al bueno de Ray (Ejiofor) a perpetrar una cacería incansable, tras observar durante días y años miles de miles de fotografías en las que ubicar al asesino fugitivo. Pero este caza-terroristas no es alguien a quien le tiemble el dedo ni la pericia en cuanto a equívocos. Si algo así sucede en la película, inmediatamente será remendado. El contrapunto lo aporta el agente Bumpy (Francella en versión Dean Norris), con algunos chascarrillos, buenazo como pocos. A la par del otro eje fundamental que significa la relación entre Ray y Claire (Kidman), si bien incapaz de despertar un mínimo de atracción mutua, tan frígidos como se muestran ambos personajes. En última instancia, la fricción mayor estriba entre el proceder burocrático de una agencia gubernamental -supeditada a la caza del terrorista- y la obsesión de un policía que la contradice. Si la película lo hubiese profundizado, habría sido otra. Lo único que hace es mencionarlo a la manera de un problema operativo. Pero mejor pasar rápido al desenlace, que es allí donde se rubrica el asunto, ya que todo aquel que haya visto el film original lo sabe. Antes bien, será mejor recordar que muy pocos fueron los que prefirieron observar críticamente el film de Campanella, antes que adherir a la pasión de multitudes y los millones de espectadores. Lo que se criticó -sin ir más lejos en este propio diario, en la nota de Emilio Bellon- fue la adhesión a una tortura recíproca, al "ojo por ojo" ante el cual el personaje de Ricardo Darín hacía la vista miope. Esta decisión argumental -que oficiaba como vuelta de tuerca- no era menor, tratándose de un hecho vinculado con el terrorismo de estado argentino. Algo que terminó por emparentar la película con la mirada exótica que el actor Robert Duvall practicara en su Assassination Tango (2002), donde un hitman era contratado para liquidar a un militar local. Ahora bien, mientras en el desenlace de Campanella, Darín elige "no mirar", en la película reciente son todos los protagonistas los que se miran y deciden que sí, que está bien, que hay que darle un final al asunto. Estas miradas cómplices, que encubren, podrían recordar otras, como las de la ejemplar Río místico (2003), de Clint Eastwood: luego del crimen, los implicados se confirman en un secreto compartido, que es la tierra bajo la alfombra de los desfiles patriotas y los fuegos artificiales. A diferencia de esta mirada irónica, que bebe del mejor cine negro (porque asume, justamente, al crimen como esencia de una sociedad caída), en Secretos de una obsesión hay una legitimación del hecho, una necesidad inmanente que lleva a los personajes a su consumación. Este clímax inevitable, que el cine norteamericano enseña desde el western para acá, no es necesariamente reaccionario. La cuestión está en cuál es la mirada puesta en juego, en cómo se articulan las piezas para el logro de esta totalidad que la película es. En este sentido, todo lo que sucede en Secretos de una obsesión está orientado hacia la justificación de su desenlace. Cuando se dispara la bala final, el espectador ha sido informado y convencido de que el proceder de los personajes es el que debe ser. Por las dudas, prestar atención a Reg (Michael Kelly), el policía que sabe cómo ser odioso, el que oculta las pistas que incriminan, el que entenderá cuándo y cómo -vía guión- ser redimido. Porque, se decía, esto no es cine negro. Si fuera cine negro, la policía sería corrupta. Y que quede claro, el cine negro tiene su origen y grandes ejemplos en Hollywood. No se trata de buscar rencilla con películas de otra procedencia.
Los superhéroes desde el margen La noche decisiva en la vida de un hombre de acero. Amigos que lo cuidan, vidas en peligro. Policías violentos y un villano de risa demente. Casi como si fueran superhéroes. Pero no. Todos están vigilados y en una fuga constante. Hay varias líneas que confluyen en Kryptonita. Que encuentran vínculo en la misma apropiación -vía revistas locales y mexicanas- de esa palabra rara, de radiación letal para Superman. El libro de Leonardo Oyola rubrica la cuestión desde la recreación del superhéroe y amigos en el conurbano bonaerense, a lo largo de una noche de hospital con su vida en peligro. Las líneas aludidas responden, por un lado, a la inserción de esta película en un género cinematográfico todavía novedoso. Hay una afinidad elegida, que comparte cartel con propuestas de índole similar. Por otro lado, también hay un recorrido cinéfilo local, que da cuenta de la dificultad de entender un concepto eminentemente norteamericano en la narrativa argentina. Es decir, el forzamiento conduce a la parodia, es inevitable. En este sentido, puede pensarse en Zenitram (2010), la película de Luis Barone, como una reversión irónica, peronista, protagonizada por este "equívoco superhéroe argentino", según Juan Sasturain, autor del cuento. Pero también, y de manera ejemplar, debe citarse un clásico de culto: Las aventuras de Súper Hijitus, donde Manuel García Ferré instauró un absurdo magistral, que ha resistido el paso del tiempo (hace muy poco, Hijitus voló de nuevo en historietas reeditadas). Sea el ejemplo que sea, lo que aparece es la relectura, la mirada devuelta. ¿De qué se habla cuando un superhéroe sobrevuela una historia local? (De paso, por brillante, Rep dijo de Hijitus y su casa-cañito que se trataba del primer homeless de la historieta argentina). La habilidad de la novela Kryptonita radica en contar una historia de superhéroes clásica, con sus lugares comunes. No hay lector del medio que no encuentre afinidad. Pero lo que también sucede, de manera más profunda, es el revés del espejo. Es decir, ¿de qué lado están estos superhéroes y por qué? O también, tal como Alan Moore lo hiciera desde su historieta Watchmen: ¿Quién vigila a los vigilantes? En Kryptonita no se trata de vigilantes, sino de vigilados. Lo corrobora la policía. La película de Nicanor Loreti lo deja claro al situar a sus (anti)héroes como prófugos constantes. Conforman una pandilla. Son delincuentes. Tal vez ladrones, de cuño "Robin Hood". Todo depende del cristal con el que se mire. Que este "cristal" sea rápidamente ejemplificado con el ojo de un informativo televisado, ya dice mucho. Es ése, de hecho, el lugar donde descansa la propuesta: héroes, dioses, ladrones o lo que sea. Cuente la historia como usted quiera, le dicen al doctor de guardia, un "nochero" anestesiado de pastillas y cansancio. Como usted quiera, pero "existimos". Acá aparece el nodo, el lugar donde la kryptonita se hace verdad y toda suposición fabulesca cede. Vuelos, súper fuerza, habilidad mental o anillo poderoso. Todo eso podría ser, pero lo que imbatiblemente es, es que estos tipos existen: armados, de habla atropellada, bravucones, matones, pendencieros, violentos. Vienen de ese otro mundo o lugar del cual, ladinamente, las noticias dicen saber cómo es. Un mundo alterno que está ahí nomás, a la vuelta, al cruzar esa otra calle. Si Superman hubiese caído con su nave por allá, ¿cómo hubiese sido la historia? Como se trata de una suposición (el What if...? de los cómics Marvel, los Elseworlds de DC; cuyas argucias Oyola y Loreti saben), la película juega con ella y se vale de recursos lábiles, como el que supone el efecto sonoro que daría cuenta de la rapidez del Ráfaga (Diego Cremonesi), capaz de aparecer "rápido" por uno de los costados de cuadro. ¿Veloz o no? Algo que vale mucho más que cualquier efecto especial. Porque no se trata de hacer volar a nadie, sino de acercar este tipo de personajes a una estética acorde con un presupuesto exiguo, lejano de cualquier superproducción. El superhéroe es un personaje del mainstream. Kryptonita es su reverso. De todos modos, hay momentos para el despliegue. Un nexo estético cercano al Sin City de Robert Rodríguez campea. Tal vez falte un desborde más acorde con Diablo (2011), la ópera prima imbatible de Loreti, con sangre que salpique. Las piñas con la policía no son de lo mejor, pero lo que importa es que están. También porque el espíritu mayor que circunda el asunto es el cine de John Carpenter, la música de Darío Georges lo refiere, con Asalto al precinto 13 como escenario cinéfilo ideal. Por las dudas, y si no queda claro, estos súper amigos tendrán que esperar al amanecer para que su líder recobre fuerzas. La policía los quiere reventar. Y uno de los que anda detrás de esto es Corona (Diego Capusotto), un Guasón vernáculo con dos momentos estelares en la película. El primero, para lucimiento del actor y la curiosidad del espectador. El segundo, eso sí, es el mejor. Porque es el mismo cuadro de cine el que conjuga al villano con el policía. Los dos a la vez, lamentando lo que finalmente sucede. Juntos por estar, precisamente, de acuerdo. Quieren lo mismo. ¿Por qué? Entre la galería de personajes, habrá que encontrar lugar de preferencia para la Lady Di de Lautaro Delgado. Su versión travesti de Mujer Maravilla es un hallazgo, más aún al sostener varias escenas donde hace comulgar sensibilidad, orgullo, y amor por Nafta Súper (Juan Palomino). En este sentido, gran parte de Kryptonita se construye desde la sumatoria de recuerdos sentidos, de fragmentos heridos. Algo que, por momentos, parece abismar al film así como demorar sus momentos más explosivos. Pero, se decía, lo que importa es que las piñas están dirigidas de modo eficaz. Y que no se trata de una victoria final sino, en todo caso, de supervivencia. Policía, medios de comunicación y villanos (de traje multicolor, pero trajes al fin) continuarán con su tarea común. Mientras, una diadema culmina el relato y repara en lo que de veras importa: una niña de mirada libre, sin prejuicios, que se sabe princesa. En ella todo es verdad. ¿Cuándo fue que se perdió esa inocencia?
El juego y las imágenes violentas Si algo se destaca de esta muy promocionada serie fílmica es su mirada sórdida, desencantada. Los jóvenes, la violencia, y algunas imágenes insoportables. Lógica de video-juegos como manera de sustraerse a un mundo adulto y corrupto. La dinámica de Hollywood ha cambiado, en esta nueva etapa sucede otra manera de mirar y de pensar el cine, con las series televisivas como nuevo paradigma. Ya no se trata de películas unívocas, sino de mundos trazados a lo largo de varios títulos -lo demuestra el caso ejemplar que es Marvel-, así como de historias prolongadas en el tiempo. Los juegos del hambre entra en esta segunda variante, tampoco es el ejemplo primero. Por un lado, la serie literaria de Suzanne Collins salta al cine como consecuencia de otros intentos, exitosos, con público o géneros narrativos parecidos: El Señor de los Anillos, pero fundamentalmente Harry Potter. Por otra parte, la versión cinematográfica es también variante de un argumento ya esgrimido en ese otro mundo alterno y japonés que es Battle Royale, distribuido en libro, películas y cómic. Eso sí, no tiene demasiado sentido sentenciar el presunto oportunismo norteamericano desde la comparación y contraste con el caso japonés, tal vez mejor. En verdad, se trata de algo profundamente distinto, debido a una narrativa que contiene otros matices, difícilmente equiparables a la de Los juegos del hambre. Mejor será pensar esta serie literaria y fílmica como la versión distópica norteamericana de una problemática violenta que toca a los (muy) jóvenes de cualquier latitud. Este cronista confiesa que leyó el primero de los libros de la Collins porque a Stephen King le había caído en gracia. Si lo dice King, así sea. Luego el maestro más o menos se desdijo con lo que siguió, y eso fue suficiente también. Pero pensar la serie fílmica obedece a otros parámetros, que en todo caso responden a una base literaria que es refundada. Y lo que surge es un fresco panóptico que en nada desdice la abulia en la que el mundo pareciera estar sumido, mientras toca con urgencia a ese otro mundo que son los adolescentes. La última entrega de Los juegos del hambre viene a concluir una mirada de enrarecimiento gradual, distribuida en los tres capítulos previos. El punto más alto, pero en verdad más subterráneo, se había tocado en el título anterior, cuando a la manera de un reloj de arena el argumento y sus personajes se invertían para reproducir un mundo que, bajo tierra, se parecía demasiado al del dictador Snow (Donald Sutherland). La bisagra entre el arriba y el abajo la permite Katniss (Jennifer Lawrence), joven destinada a pelear en estos "Juegos del hambre" que el gobierno organiza ritualmente, con niños y adolescentes obligados a matarse para lograr el éxito y sobrevivir. Eso sí, Katniss participa para proteger a su hermana, a la vez que cuida de Peeta, quien está irremediablemente enamorado de ella. Los dos plots siguen a la joven a lo largo del guión de las cuatro películas, y se revelan tan fundamentales para su carácter así como para la delineación de un mundo cínico. El cinismo tiene eje en la televisión y sus shows de colores chillones. El juego del hambre es la manera con la que mantener entretenida a la audiencia, mientras ésta interactúa desde la comodidad raída de sus casas, con ayudas que sostienen un poco más las vidas de estos condenados. Katniss, o "Sinsajo", será la portavoz involuntaria de una revuelta. La película anterior era el punto límite porque allí cuando ella ingresaba a este contra-mundo, una reiteración de mismos mecanismos retóricos y publicitarios la perfilaban como la estrella de una aventura a sus expensas. ¿Dónde depositar, entonces, la confianza? Tal vez una de las impresiones que permanece a lo largo de todas las películas sea la de un mundo caído en su confianza, donde no existen lazos creíbles. Sin la necesidad de apelar a una hiper-tecnologización, basta con la televisión como cohorte de vestuarios ridículos y mentalidades en conserva para dar cuenta de la homogeneización del carácter social. El valor fotográfico que destilan opta por privilegiar un estado de ánimo oscuro, muy bajo. A la par de un contraste escenográfico, sostenido entre la superficie y lo que se esconde, que recuerda voluntariamente a Metrópolis de Fritz Lang, y logra una mirada mucho más crítica, por coherente, que la supuesta por V de venganza y su anarquía presunta. (Vale, eso sí, esta reserva: Si V de venganza traicionaba, con un final espurio, el espíritu rebelde del cómic de Alan Moore; Soy leyenda, del mismo director del film que se comenta, hacía otro tanto con la novela homónima de Richard Matheson). Si a estos films, repartidos entre los directores Gary Ross y Francis Lawrence, se los abstrae de su espectacularidad triste, que invariablemente remite a la estructura episódica de un video juego, lo que se toca es la sonrisa negada de Katniss. Cuando ella pueda reír, habrá finalmente una luz y algo parecido a un desenlace. Pero para llegar allí también tendrá que torcerse el derrotero habitual, aquél que sabe cuándo argumentalmente evitarle angustias al espectador. En este sentido, hay un momento que es atroz por quedar clavado en la retina, no tiene resolución y preludia un sinsabor mayor: Katniss camina escondida entre la multitud, evita la requisa de los guardias. Una niña, desde los brazos de su madre, parece reconocerla. Katniss se retrae más en su capucha. La pequeña persiste con su mirada. Un guardia está a punto de detener a la joven rebelde. Pero una explosión los sacude. Cientos de piedras caen, y entre lo mucho más que Katniss mira, queda la imagen de la misma niña, que ahora grita aterrada sobre el cadáver de la madre. Cuándo el cine para adolescentes comenzó a incluir imágenes semejantes sería tarea de observación más fina. Lo que sí puede aseverarse es que la televisión las cultiva diariamente, sin reflexión. Los juegos del hambre no constituye ninguna obra insigne, pero ofrece una mirada generacional en donde la violencia se manifiesta como parte intrínseca de una vida cuyos mismos juegos, constructores de infancias, ya la han asimilado.
Los niños y el ataque de oscuridad De narración precisa, sin golpes de efecto, la película en el mundo de la niñez y los miedos. La ancianidad como un susto que no se quiere. Las historias familiares como heridas que sobrellevar, más allá de la negación de los adultos. A partir del estreno de Los huéspedes se habla mucho, y con razón, sobre la vuelta al podio o algo así del director indio M. Night Shyamalan. Celebrado de manera fenomenal con Sexto sentido (1999), el realizador tuvo allí un paso decisivo dentro del cine de su tiempo. Hubo quienes rápidamente quisieron ver en él un nuevo auteur, que pasó a preceder con su apellido toda película posterior junto a ocasionales cameos "hitchcockianos". Pero lo que finalmente sucedió fue una lista de títulos en declive, con una especie de fórmula repetida que tuvo en la "vuelta de tuerca" una de sus marcas predigeridas. En verdad, lo predicho no es demasiado justo; antes bien, debiera pensarse en la artesanía narradora que Shyamalan supo enhebrar en Sexto sentido para luego despuntarla con más o menos brillo (El protegido, La aldea), hasta alcanzar sólo algunos buenos momentos dentro de films incomprensibles (La dama del agua, El fin de los tiempos) y malos (El último maestro del aire, Después de la Tierra). Vale destacar que Sexto sentido es una gran película, injustamente vilipendiada desde la trayectoria posterior. Posee una puesta en escena precisa, que permite al desenlace credibilidad porque requiere de la revisión del film: lo que importa no es lo que se ve, sino lo que no se muestra. De paso, junto con The Blair Witch Project y la trilogía Scream, del fallecido Wes Craven, Sexto sentido devolvió la presencia del terror a las salas de cine. Hay que recordar lo poco, nada, que de este tipo de cine se estrenaba. Si a Shyamalan se lo consigna de modo positivo otra vez, esto se debe, por lo menos, a dos motivos. Por un lado, por ser conciente de las maneras audiovisuales actuales, en consonancia con los jóvenes espectadores, devenidos productores de imágenes; por el otro, debido al nexo esencial que se percibe en Los huéspedes respecto de Sexto sentido: un relato que gira sobre sí mismo, que culmina y renace. El argumento hace foco en la vida de dos hermanos; ella, adolescente y con deseo de ser directora de cine; él, algo menor y rapero en ciernes. De esta manera, el film justifica su cámara en mano constante porque, de lo que se trata, es de capturar la mirada de sus protagonistas: los niños, sus miedos. Por esta sola cuestión, Los huéspedes logra que el recurso de la película dentro de la película sea una elección necesaria, a su vez consecuente con un procedimiento formal que repite tanto cine de terror actual (la mencionada Blair Witch Project como ejemplo basal). La historia llevará a estos niños a viajar, a irse de casa para conocer a los abuelos, quienes están peleados desde siempre con mamá, quien tampoco quiere volver a verlos. Por otra parte, papá los abandonó hace unos años. ¿Qué es lo que anida, en suma, en las cabezas del mundo adulto? El viaje, también, aparece como signo del género: sea con ómnibus o carruajes, el destino finalmente se cierne en forma de castillo o de granja rural. Poco importa la cantidad de migas dejadas por el camino, pajaritos o cosas peores habrán de comerlas. De esta manera, Becca y Tyler se dirigen a la casita de sus abuelos, a la morada de una historia familiar trunca, que es curiosidad y móvil documental para la cámara de la niña. Gradualmente, durante una semana, los hermanos descubrirán una ternura desteñida, con grietas, de explicaciones contradictorias. El abuelo dice de la abuela, la abuela dice del abuelo. Los comportamientos son extraños, las noches plenas de ruidos raros. Las mañanas ofrecen desayunos suculentos. La abuela insiste con limpiar el horno, le pide a Becca que entre en él. Tyler tiene fobia a los gérmenes. El sótano no puede visitarse, algo habrá, tal vez hongos parecidos al cuento de Bradbury. Y los testimonios a cámara que Becca logra de sus seres queridos/desconocidos provocan reacciones imprevistas. Este repertorio de situaciones tiene una exposición premeditada, de ritmo narrador sostenido, con resolución sorprendente y, de paso, una alusión autoparódica -como solución falsamente posible- que dialoga con otra de las películas de Shyamalan. Parece que el propio director se toma a risa a sí mismo y eso, claro, está muy bien. Pero de vuelta a lo que importa -los niños y los miedos-, Los huéspedes es capaz de dialogar con otras películas de raigambre similar; entre ellas, dos y notables. La noche del cazador (1955) fue la única película dirigida por Charles Laughton y es una obra maestra, con Robert Mitchum en la piel de este lobo/predicador que caza viudas a las que luego asesina, mientras dos hermanitos temen la ira del padrastro. Está basada en la novela de Davis Grubb. El otro gran ejemplo toma por referencia un cuento de William Irish, se trata de Si muero antes de despertar (1952), del argentino Carlos Hugo Christensen. Aquí, el niño protagonista (Néstor Zavarce) es víctima de su promesa de secreto mientras sus amiguitas desaparecen y, él lo intuye, algo tiene que ver el hombre alto que las espera con caramelos y tizas de colores a la salida de la escuela. Los niños, en suma, como portadores de un saber que los adultos ignoran. Allí descansa el asunto, en la desatención hacia lo que los pequeños dicen mientras sobre ellos se proyectan sombras largas, de historias familiares que no vivieron. Como los adultos no prestan atención, son los niños los que tiene que tomar el asunto por su cuenta. En este caso, de cara a estos ancianos con los años surcados en los rostros, que presagian un porvenir de muerte. En este entramado de sustos que nunca son golpes de efecto -otro punto a favor para la película-, sobresale Deanna Dunagan, la abuela que sabe cómo parecer risueña y cuándo desencajada. Con una mirada por momentos jovial, la abuelita juega de manera vital, ríe, reacciona bestial. Dice: "tengo un ataque de oscuridad" y muestra sin pudor un cuerpo semidesnudo. Hay ciertas imágenes, se sabe, que un niño nunca puede olvidar. Mejor no verlas. Ella sabe cómo componerlas.
James Bond nunca sabe cuándo morir De unidad conceptual con la precedente Skyfall, la nueva película de James Bond indaga en el pasado del célebre personaje, en las películas previas, y abre interrogantes críticos sobre el nuevo siglo. ¿Qué lugar le queda al viejo James Bond? Después de tantas películas, actividades espías, asesinatos a sangre fría, mujeres y bebidas, ¿cuánto más podía esperarse de este agente doble cero? No demasiado pero, sin embargo, el glamour que exhibe, las marcas publicitarias que lo financian, su proceder fascista, todavía prosperan. ¿Alguien lo duda? Por eso, James Bond es signo de los tiempos: de aquéllos -fríos, de guerra encapsulada- y de éstos. La manera desde la cual se articula hoy, lo señalan no sólo sus películas, sino la estela que permanece, que repercute en otras aventuras, como las protagonizadas por el espía Jason Bourne. En este sentido, no sería exacto decir que con el actor Daniel Craig, Bond toma prestadas características del personaje de Matt Damon sino que 007 continúa como el eje de gran parte del árbol genealógico del espionaje. O también, ¿cómo leer a Robert Ludlum sin la influencia de Ian Fleming? Ahora bien, no es casual que personajes tan drásticos, de simpatías ideológicas deleznables, cumplan a veces el mejor móvil narrador. En este sentido, tampoco es coincidencia que las mejores películas de los estudios Marvel sean las de Capitán América. Hay algo en este tipo de caracteres que abre posibilidades inesperadas, que sin deshacer lo que los personajes son, imprimen una mirada que dialoga de modo problemático con el entorno. Tanto Bond como Capitán América son hijos de sus años, de luchas resueltas. Continúan en la marquesina de novedades porque son franquicias que explotar pero, acá lo mejor, porque reúnen aspectos que todavía dicen algo. Mitos de la sociedad de consumo, pero mitos al fin. Éste fue el aspecto nodal que Operación Skyfall (2012) abordó. Con el director Sam Mendes a cargo, el agente tuvo que soportar su deconstrucción pausada, gradual, última: Mendes/Craig destrozaron el mito para aportarle un brío nuevo. La continuación sólo podía ser de ellos. En este sentido y antes que segunda parte, Spectre es consumación de un díptico. Para ver Spectre debe verse Skyfall. Una está hecha pensando en la otra, entre las dos construyen la reflexión final sobre el mundo Bond, sobre sus más de veinte películas, sobre su lugar en el mundo actual y en el cine digital. Este aspecto es tomado en Spectre de manera argumental, a través de este fantasma tentacular que tiende su vigilancia sobre todos y, particularmente, sobre Bond. Las nuevas tecnologías están en el centro de la trama; con ellas, los mecanismos de espionaje dejaron de ser lo que eran, con el cine -con Bond- sucedió otro tanto. Este es el aspecto que abre un interrogante en Bond, porque lo hiere en su esencia. Las películas de Sam Mendes han tomado esta herida como lugar central para su puesta en escena; es decir: James Bond es un personaje desajustado, es un maniquí que reitera pasos de comedia ya vistos. Sus viejos trucos no guardan correlato con las estridencias del cine de efectos digitales. Un auto que dispara fuego ya no es momento de asombro para el espectador. Es esta contemplación de Bond como héroe anacrónico la que Sam Mendes acentúa para, de acuerdo con ello, permitirse que Spectre contenga, otra vez, un auto que escupe fuego. No es lo que se espera de un film actual; por eso mismo, Spectre es una película sorprendente. Por otra parte, el enigma que encierra "Spectre", la clásica organización que Bond combate, tendrá resolución doble: de manera general, con la continuidad iniciada con Sean Connery en El satánico Dr.No (1962); de manera puntual, sobre el ciclo protagonizado por Craig desde Casino Royale (2006). Pero esto es apenas epidérmico, lo más profundo radica en lo que allí se cifra, en la habilidad del film para jugar con las referencias que la larga lista de títulos de Bond ofrece sobre esta organización, para ahondar en algo que será personal -presagio ya supuesto por Skyfall-, con muchos guiños hacia los seguidores de la saga -de talante lúcido, apenas referidos, reformulados-, pero con una mirada impiadosa sobre los tiempos vigilantes actuales. Sin quererlo, con Spectre Bond culmina por asomar como garante de una libertad individual, privada, que parece en vías de extinción. Ya no hay resquicios donde desaparecer. Todos vigilados, pero en síntesis, ¿quién vigila? No es que se trate de una mirada reaccionaria, de melancolía por tiempos idos, sino crítica por acorde con el cine del director de Belleza americana y Soldado anónimo, quien sabe mirar la sociedad e instituciones como ámbitos problemáticos, integrados por individuos perseguidos por su entorno pero también por sí mismos. En este sentido, y tal vez como uno de sus mejores momentos, sobresale la resolución formal que de la visita a la cueva secreta del lobo hace el héroe. Allí donde todo terminará con una explosión, con él erigido como portavoz involuntariamente lúcido de una sociedad que todavía resiste, que no confía en depositar sus secretos en las manos de corporaciones con sonrisas de empresa. Mendes lo articula desde una operación argumental brillante. Se ha dicho de esta película que parece interesada en desocultar lo que hasta ahora nunca se supo de la vida de Bond. Es todo lo contrario. El Bond de Mendes no permitirá, nunca, que se sepa lo que él prefiere mantener sólo suyo. Por esta premisa, es que Bond revienta todo. Eso sí, quizás nunca actuó antes de esta manera. Por eso, es una incertidumbre saber cómo proseguirán sus aventuras. Si Craig y Mendes continúan, la historia tendrá puntos suspensivos que invariablemente habrán de conformar una tríada de rigurosa unidad formal y conceptual. De no ocurrir esto, podrá entonces decirse que con Spectre lo que se ha visto es al héroe en una salida de escena genial, imposible de perpetuar. Haber logrado esta síntesis, que es repaso y reformulación, que es mirada lúcida sobre un personaje pero, sobre todo, respecto del contexto en el que se desenvuelve, hace de Spectre una obra grande dentro de la galería fílmica del personaje, pero también de cara al cine que todavía dice llamarse Hollywood.
El dolor de la mansión que recuerda Con una puesta en escena que lo identifica como uno de los mejores directores del cine fantástico, el mexicano Guillermo del Toro logra un film de pulso macabro, que es también homenaje al cine con altas dosis de justicia poética. El clima acompañó, la noche de brujas pasó, y dejó el saldo acostumbrado de sustos en pantalla grande. Entre ellos, unos gritos teñidos de carmesí triste, que habitan entre paredes de una mansión imposible pero localizable en ese mundo de cine que tiene por nombre y morador al mexicano Guillermo del Toro. Hacia allí se dirige entonces el carruaje de este artículo, con las ganas puestas en los fantasmas, los susurros con forma de viento y las maderas que crujen. Arribar a esta mansión implica, a su vez, un bagaje que el espectador ya tiene, que disfruta. Las películas del director conforman un equipaje suficiente. Desde Cronos (1993) en adelante. Vampiros, demonios, robots, construyen una galería de cuño propio, con reminiscencias provistas por el mismo cine y su historia, las historietas, la literatura, y la misma Historia con mayúscula (con la Guerra Civil española como telón de fondo en El espinazo del diablo y El laberinto del fauno). Del Toro es un realizador personal porque al buscar en estas referencias, las reelabora desde un prisma propio. De este modo, puede entonces hacer convivir situaciones y personajes como parte de un mismo entramado, donde las películas no se superponen. Puede, por eso, hacer morar en un mismo lienzo las criaturas demoníacas de la historieta Hellboy con seres indefinidos y lovecraftianos y el arte admirable del argentino Oscar Chichoni. (Acá, nota al pie, porque Chichoni -el incomparable portadista de la revista Fierro, primera época- aporta su imaginería desde los "visual concepts", arquitectura visual para el cineasta. Para el ojo curioso, queda el desafío de distinguir en La cumbre escarlata cuánto persiste de la textura oxidada del artista argentino. El resultado es grandioso). Ahora bien, si de situar una referencia precisa se trata, ésta es la que aportan las películas británicas producidas por los estudios Hammer, desde fines de los años '50. Drácula, Frankenstein y La momia, volvían a la vida gracias a la tarea destacada del director Terence Fisher y los actores Christopher Lee y Peter Cushing. La sangre pasó a ser tan roja como nunca, con una violencia que sacudió el morbo del público y provocó el desdén de la crítica. Drácula mordía cuellos desnudos para el placer de los espectadores. Frankenstein se entregaba a depravaciones científicas variadas. La Hammer fundó una tendencia estética que tuvo auge y caída. Destiló un aire technicolor, de un gótico estridente, que cada tanto se respira en algunos films, como La leyenda del jinete sin cabeza y Sweeney Todd, ambas de Tim Burton. Con La cumbre escarlata, Del Toro se sumerge también en estas ciénagas, y así como Burton, extrae para sí lo que le embriaga. Mientras en Burton hay freaks desajustados, en el mexicano persiste una fantasmagoría personal. En La cumbre escarlata, la escritora Edith Cushing (Mia Wasikowska) está tironeada entre el mandato paterno y el amor de otro hombre: Thomas (Tom Hiddleston), el caballero de manos sin callos, ilegibles a los ojos del padre. La decisión de Edith será también punto de anclaje con otra vida, la que termina; una etapa que se cierra para que otra se abra, en un juego cíclico en el que se inscribe, a su vez, esa otra aventura que es la vida en pareja: lejos, en una mansión desolada, desgarrada. También, como núcleo y esencia, el pasaje de un siglo a otro, de inicio mecánico e industrial. Desde su estructura, la película introduce con un prólogo que advierte sobre el devenir: la sentencia de una voz que asusta. Luego será momento para la instancia intermedia, mediada por el olvido y las promesas del futuro. Después, la consumación maldita. Como vínculo entre las partes, las historias de fantasmas que Edith escribe, con las que espera poder ingresar a los círculos literarios, así como su admirada Mary Shelley. Su obra literaria surge, tal vez, como recuerdo de esa advertencia preliminar, como su exorcismo, como artilugio vital con el cual, llegado el momento, decidir: acá, justamente, el uso literal que se hará de la lapicera fuente, ese invento novedoso que la película ofrece. Y todo ello, si se quiere, como parábola desgraciada sobre una revolución industrial que culminó por sumir sus promesas de progreso en un lodo de color carmesí. Una vez en la mansión, La cumbre escarlata alcanza su esplendor. Emplazada en un suelo arcilloso -tan cenagoso como lo soñaría Poe-, que brota espeso entre las tablas, la mansión no concuerda demasiado con la mirada lógica. Pisos o habitaciones superpuestos habilitan escaleras de dimensiones monstruosas. Hay un dolor que la delata, que encierra entre sus paredes, las cuales parecieran transformarse en otras cosas. Hay recovecos donde el calor nunca llega. Un hall central la hiere desde arriba, su tejado se desmorona, mientras una continua lluvia de hojas le aporta una melancolía que al tocar el suelo le hace llorar sangre. Edith es el contrapunto de Lucille (Jessica Chastain), la hermana de Tom. Si aquella es etérea, cándida; ésta es oscura, pétrea. Cobija consigo el manojo de llaves de todas las puertas. Ella es la guardiana del lugar y de los secretos (así como Mrs. Danvers, el ama de llaves de la mansión Manderley en Rebeca, de Hitchcock). Sabe cuáles otras imágenes esconden los libros cubiertos de polvo. Tiene un encanto ceñido, de belleza gélida, que perturba. Tan seductora como capaz es Tom, su hermano, de encarnar una belleza fronteriza, de rasgos masculinos y delicados. Entre los dos, hay un vínculo que cierra lo que la casa gime. Los fantasmas aparecen como consecuencia, a través de golpes de picaportes, emergiendo de suelos podridos, deformados de agonía, chorreando viscosos. Cada episodio es momento para la artesanía del relato, para los sustos que se deben enfrentar. En esa dirección, finalmente, habrá de ocurrir la resolución. Y como corresponde, toda historia tiene siempre estructura policial. Poe es el mejor ejemplo. Acá hay, por eso, un investigador impulsivo que no cejará hasta dar con la explicación más convincente porque, parece, los fantasmas no existen. Edith, sin embargo, sabe que nunca más dudará de su existencia. La literatura nunca le mintió. El cine, por transposición, tampoco.
Imágenes de vidas gitanas Con un registro de vocación plural, la película retrata la vida de una familia gitana del conurbano bonaerense. Para eso, se adentra en la tradición de una cultura que persiste. El cineasta y la cámara, se hacen invisibles en el registro. Vergüenza y respeto clama varias veces la película de Tomás Lipgot. Quienes enuncian y apropian estos valores, como modo de convivir y trascender el tiempo, son los Campos, una familia gitana que habita la zona de San Miguel, en Buenos Aires. Dos palabras que son eje de una articulación familiar y cultural, en la que la cámara del realizador se adentra. El resultado es íntimo, festivo. El propio Lipgot ha expresado su curiosidad siempre latente por la comunidad gitana, finalmente consecuente con el rodaje de su film anterior: El árbol de la muralla, dedicado a la vida de Jack Fuchs, sobreviviente de Auschwitz. La elección de la temática gitana, como germen contenido en una película dedicada a la memoria del Holocausto -entre cuyas víctimas destacan los gitanos-, permite enhebrar la reflexión realizada por la filósofa Hannah Arendt, quien entendía la ausencia de límites geográficos del pueblo judío como motivo de alarma nazi. Ahora bien, debiera también practicarse un recorrido sobre el estereotipo gitano que el cine argentino ha construido. En ese listado no faltaría el corto animado Upa en apuros (1942), primera incursión en pantalla grande del indio Patoruzú, acá dedicado al rescate de su hermano, raptado por Juaniyo, el gitano "ladrón de niños". En la lista, tampoco estarían ausentes los simplismos de Gitano (1970), con Sandro, y la tira televisiva Soy gitano (2003-04), con Osvaldo Laport. Es decir, el cine tiene mucho que decir al respecto. En este sentido, las pocas imágenes documentales que Vergüenza y respeto exhibe son de un interés mayúsculo, al revivir tiempos pasados para hacerlos comulgar con los protagonistas de Lipgot. De esta manera, el realizador teje una memoria histórica que se debate cinematográficamente al interrogar al ojo que mira: sea tanto el que está detrás de la cámara como el que se sitúa frente a la pantalla. El acento mayor, que es decisión estética y mirada ideológica asumida, lo marca el inicio, con fragmentos de un video amateur y gitano sobre el rito de consumación de la pareja. Con efectos digitales chillones, pero desde un punto de vista que es inmanente a la cultura retratada, la película dentro de la película señala de modo suficiente. Por un lado, porque lleva al planteo referido más arriba: ¿en manos de quiénes descansan las cámaras que han retratado al pueblo gitano? Por el otro, porque hace pública una costumbre que es parte de una sociedad variada, plural, que las más de las veces ignora lo que allí se contempla. Esta es apenas la punta de ovillo de una película que retrata aspectos de esta familia descendiente de la tribu Caló, proveniente de España, con el flamenco en venas y cuerdas vocales y bailes. En el recorrido habrá situaciones para la sorpresa, la curiosidad, y el inevitable choque con quien quiera mirar. Porque los Campos entienden que la sociedad son ellos y los payos (los no-gitanos). En este ir y venir establecen su vida y procuran conservar sus costumbres. Se nota que no es tarea fácil. El más intransigente es el abuelo, su hijo lo entiende pero sabe que es mucho lo que ha cambiado, si bien los dos coinciden en que pocas cosas han quedado de la tradición. El pañuelo, queda el pañuelo. Y la vergüenza y el respeto por la mujer. Acá no faltarán pareceres encontrados con el espectador. Porque mientras se dice que los gitanos eran un patriarcado que ya no es, las mujeres deben llegar vírgenes al matrimonio así como ser ignoradas si es que se apartan de las costumbres. En todo caso, no es un dedo que juzgue el interés propuesto por el documental de Lipgot, sino su inmersión en una cosmovisión en ejercicio, donde la cámara se confunde de maneras diferentes. Este confundirse en lo cotidiano-extraño se revela como consecuencia de una intimidad que le ha abierto sus puertas al realizador. Se intuye, por eso, un trabajo previo fundamental, donde Lipgot debe haber ganado simpatías con un núcleo que se revela drástico, con una demarcación clara entre ellos y los payos. Desde la elección de los recursos narrativos, Vergüenza y respeto apela a invisibilizar la presencia del cineasta, hasta tal punto que hay momentos donde es la cámara misma la que parece no estar ante los protagonistas. En este devenir, el film se vale de muy pocas entrevistas, mientras acompaña vivencias, discusiones, festejos, comidas, música. Las voces se suman desde las distintas generaciones; por eso, uno de los mejores momentos está en la transmisión oral de palabras y expresiones que abuelo y padre hacen al más pequeño. Casi como un juego, también como una responsabilidad heredada, con el fin de ser legada. Lo que aparece también, casi como si se tratara de un guión escrito previamente, son los personajes llamativos, bufonescos. Es el caso del tío "loco", el que trabaja como guardia de seguridad en un juzgado, con la sonrisa sin dientes predispuesta, mientras bebe, baila, bromea y deja su pistola a resguardo. O el músico que sobresalió, tuvo momentos de escenario, pero después algo pasó. Son muchas las historias que apenas se dicen, que significan a la manera de paréntesis de lo mucho más que toda persona siempre es. Entre las facetas diferentes, que recorren memoria y tradición, los niños aparecen como el resguardo mayor, con sus lugares sociales previamente aceptados. El hombre es el que puede y debe salir, ir al contacto con los payos y dado el caso, también tener sus experiencias con otras mujeres. Pero no debe pasarse de la raya, tiene que volver. Mientras que la mujer es el centro del hogar, la que se queda, la que sostiene el entramado que sobre ella se despliega. Podrían hacerse muchas objeciones al comportamiento social gitano, pero lo inmediato que el film de Lipgot parece ensayar es una luminosidad devuelta sobre los pareceres personales y sociales de toda persona. En Vergüenza y respeto no se practica el prejuicio, sino su reverso, como una de las maneras más nobles de pensar y practicar la convivencia. También de hacer cine.
Un cochecito transitando por la cuerda floja Cuando el mundo se altera, y de manera combustible, puede entonces un personaje explotar. Es lo que le sucede a esta madre primeriza, arrojada a una realidad alterada, sola, con el marido lejos y en Chile, trabajando. Ella es Julieta Zylberberg, y nadie como ella. Poseedora de la intuición justa como para situarse en un borde difuso, la Zylberberg parece al punto de las lágrimas, de la rabia o de algo parecido. En todo caso, es madre. Presta entonces a visitar los juegos de la plaza, a participar de ese micromundo extraño, Liz procura un sostén que no encuentra hasta que, de pronto, aparece Rosa, otra mamá. Y ella, también, no puede ser otra más que Ana Katz: sus ojos miran de soslayo mientras habla, esconde más de lo que dice y se queda con el vuelto cuando puede. Liz, tan (aparentemente) frágil; Rosa, tan (aparentemente) indoblegable. Entre las dos se construye el contrapunto que dispara hacia el espectador y sus prejuicios, ligado como estará hacia las penurias de Liz, quien sale y entra de su casa sin rumbo preciso, a la vez que mira con un candor distinto al amigo de hace tiempo. Ella, sin un hombre al lado, pero con un automóvil olvidado. Porque son las mujeres solas, dice Rosa, las que andan en auto. Liz no lo hace, pero el auto ?-si bien arrumbado-? la espera. Es admirable la construcción dramática que propone Mi amiga del parque, con el acento puesto en el doble rol de su directora y actriz. La caracterización de Ana Katz brilla de modo brusco, con sus salidas rápidas, casi tramposas, que juegan con el preconcepto del espectador al hacerle temer por la suerte de Liz. ¿Quién es Rosa, mujer de la que poco se sabe y, cuanto más se la conoce, más pasible de sospechas parece? Pero también, ¿quién es Liz? Acá, por eso, el juego espejado, las necesidades encontradas. En última instancia, Mi amiga del parque es una celebración de la amistad, del camino difícil que la procura. Hay una confianza que asumir para que ésta pueda ser, y es este riesgo el que la película de Katz deriva al espectador. Lo logra porque es dueña de una puesta en escena que ya le valida como una de las cineastas importantes, responsable también de El juego de la silla, Una novia errante, y Los Marziano, con la mejor caracterización ?-para quien firma-? de Guillermo Francella. La misma directora ha señalado su maternidad como motivación de la película. Y la traduce de manera visceral, con momentos bellos y otros maleables. Con comportamientos absurdos y otros meditados. A la manera de un caldo en ebullición del que puede salir el mejor plato con el condimento peor. Síntesis de esta incertidumbre son el rostro y los modos de Julieta Zylberberg, capaz de caminar por la calle y con un cochecito como si sobre una cuerda floja estuviese. Sus diálogos vía Skype con el marido (Daniel Hendler) parecen una sucesión de gags. Así como los atropellos más o menos ciertos con los que recibe las visitas de Rosa y su hermana. Momentos de desconcierto que se perciben porque, se nota, se sabe hacer cine.
Retrato de la mujer fantasma La ambigüedad es el lugar donde mejor descansa la película que tiene, también, a Llinás como protagonista. Un lugar casi onírico pero cercano, que araña su metafísica mientras dibuja un no lugar que puede estar escondido aquí nomás. Decir "la mujer de los perros" puede equivaler a apodo desdeñoso o religioso, según se mire. Como bisagra entre uno y otro, aparece esta película. Que sea consecuencia de una motivación personal de la actriz (Verónica Llinás) en consonancia con la poética de una cineasta (Laura Citarella, directora de Ostende), repercute más. ¿Cuánto habrán hablado y discutido para encontrar el tono justo entre una y otra mirada? Las dos, en suma, directoras de esta puesta en escena de desocultamiento gradual, que va de planos cerrados hacia la busca de un aire mayor. En el camino, quien se descubre es su protagonista y el entorno. Situada en un lugar no muy preciso del conurbano bonaerense, circula la historia de esta mujer. Podría ser cierta, o tal vez sólo consecuencia de lo que algunos han dicho de ella. Porque apenas hay rasgos que la definan o aprehendan. Entre ellos y de común acuerdo, sobresale la compañía de muchos perros. Hay que atender a la reacción de quienes le rodean. Sus desprecios, los consejos, el desdén. Hay, eso sí, una amiga que parece de otra vida. También alguien con quien consolar los deseos del cuerpo. Pero también, por qué no, podrían pensarse tales situaciones como apariciones que a estos otros solitarios la alucinación les envía. Así, la "mujer de los perros" se yergue inmaculada. De todos modos, también hay mucho de raigambre certera como para dudar de su existencia. Como si fuera una luz mala que ahuyentar, las piedras la corren pero ella también responde, y hiere. Con la misma arma con la que se procura la comida. En comunión intensa con su mundo natural y marginal. Lo suficientemente rápida como para desaparecer, allí cuando todo indica una presencia reciente: el robo de la fruta, las piedras de la gomera, el hospital, los perros. La ambigüedad es el lugar donde mejor descansa la película de Llinás?Citarella. Un lugar casi onírico pero cercano, que araña su metafísica mientras dibuja un no?lugar que puede estar escondido por acá nomás. ¿Qué ha sido de esta mujer? ¿Alguien la recuerda? Si cayera muerta, ¿quién la reclamaría? Mientras tanto, un ciclo de estaciones, que van del frío al calor, se suceden mientras claman, de manera natural, su correspondencia con la misma circularidad femenina, vital. Hay muerte porque hay vida. Con las dos convive esta mujer de perros, que no habla porque, como el cine, la palabra no es su esencia. ¿Qué es lo que la hace caminar, hacia dónde? La cámara la sigue y con ella convive. Husmea, come, no ríe. El espectador queda pegado a ella, a su piel de sudor acalorado o afiebrado. La lluvia, la noche y las mañanas nacen y se apagan, y por allí clama con sus pasos sin ruido esta figura huidiza, surgida de la combustión nada espontánea que significa la dupla Llinás?Citarella. Tal vez esta mujer sin nombre, de apodo cariñoso o desdeñoso, tenga rasgos de ellas. Seguramente tenga también los de otros más cercanos, con toque de preferencia en todo espectador. Salvaje, por momentos bella, a veces inconmovible, casi una fiera, esta mujer de los perros es un interrogante que se construye desde su misterio. Que la cámara nos la muestre siempre, sin dudarla, hace de la experiencia un acto de fe. ¿Cómo no creer?