Al infierno ida y vuelta Tiene que volver uno de los viejitos para hacer ciencia ficción a la vieja usanza y validar la entrada al cine. El "viejito" es George Miller y, atención, porque Mad Max prosigue sus andanzas mejor que nunca, aun cuando -y he aquí la artesanía del director- la nueva entrega sea tanto un compendio como un recuerdo sobre por qué el personaje de Mel Gibson es todavía un arquetipo. Lo es, entre otras cosas, por la necesidad de ser dicho, otra vez interpretado (hermenéutica y corporalmente). Tom Hardy ahora pero, antes bien, Charlize Theron como la Imperator Furiosa. Porque es ella quien está "por detrás" del nuevo título del guerrero apocalíptico. El camino de Furia es también el destino que cumplir de acuerdo con los sueños y las leyendas repetidas. Y el bueno o tonto de Max teniendo que soportar, otra vez, papeles prefijados que no pidió para ser, sin desearlo, héroe. De acuerdo, él es el héroe pero también la excusa, el MacGuffin necesario para que sea ella quien se erija por encima de la historia, tome el relevo de la anterior femme fatale (a cargo de Tina Turner), y haga de esta cuarta entrega el western feminista que también supo rodar Sam Raimi en Rápida y mortal. Western y road movie, con acelerador a fondo y sin marcas registradas que exijan planos detalles de sus logos. Acá los automóviles son tan mutantes como los protagonistas, sus extensiones bizarras. Con el metal crujiendo al calor del desierto a la par de una banda sonora de carretera interpretada, pareciera, por un Eddie the Head desbocado, en vivo, zarandeado al compás del rugir demente de la persecución. Entre medio, las coreografías de un camión cisterna imposible, arponeado como una ballena, perseguido como una diligencia, disparado como a un monstruo de las dunas de Frank Herbert. Pero sobre todo, y porque es allí donde la película es película, la decisión indeclinable de torcer el volante para enfrentar al macho bravío. Con resonancias de mujeres primitivas que todavía saben por secretos que guardan y podrían decir: a otras y a otros. Algo de este canto de sirena terminará por escuchar el obnubilado de Nux (Nicholas Hoult), cegado por las promesas de un Valhalla cromado, en este mundo de agua para pocos y fanatismo religioso para muchos. Pero la mujer del cabello rojo será mejor que cualquier tontería parecida. Mucho más provocadora que cualquiera de las peroratas exhibidas por el bestial Immortan Joe (Hugh Keays Byrne), padre de todo y de todos. Cumplida la misión -nunca querida o perseguida - el cowboy vuelve a sus praderas de arena. Que sean de origen australiano no hace menos "americana" la esencia del relato. Y porque se sabe cúlmine, lo que logra Mad Max: Furia en el camino es el recuerdo conciente sobre una época de cine y de historieta que la trilogía original supo trazar, admirablemente, entre 1979 y 1985.
Hayao Miyazaki y el eterno sueño de volar Sobre Se levanta el viento se ha dicho mucho pero nunca suficiente. Sea porque se trata -o trataría - de la despedida de Hayao Miyazaki de la gran pantalla, sea porque es una película de belleza apabullante. Entre otras cuestiones, ver en el cine un film del maestro japonés devuelve la certeza de que la animación es también, y primariamente, un ejercicio en dos dimensiones. Y que asombra como nunca cuando se trata de la pantalla gigante. Entre esa sorpresa intacta que todo niño grande preserva, y la mayoría de edad que obliga de otras maneras, el cine de Miyazaki es puesta en escena de ese equilibrio, que le ha vuelto una de las firmas mayores dentro de la historia del cine animado. En Se levanta el viento se dan cita las obsesiones usuales del realizador, desde una mirada que repasa lo vivido y deja sentir un sonido de despedida. Tal como se ha referido en otras oportunidades, la película recrea la historia de vida del diseñador de aviones Jiro Horikoshi, cuya avidez creadora terminará por ser una de las herramientas al servicio de la más infame de las tragedias: la guerra. No es éste, sin embargo, el punto que la película acentúa. En todo caso, se trata del sueño más auténtico: el de volar. En aviones tan bellos (y malditos por alguna bruja) como el del magnífico Porco Rosso, en comunión con la naturaleza y sus elementos. Para hacer de ese viaje el espejo de cielo invertido que refiriera Saint Exupéry en su novela Vuelo nocturno (ese escritor también mimado por otro aventurero de mares abiertos, Hugo Pratt, en su historieta El último vuelo). Todo ello desde la cosmogonía de quien sabe que la naturaleza es equilibrio. Así como los personajes ancianos de Akira Kurosawa (Rapsodia en agosto, el capítulo final de Sueños) o la letanía persistente que de su entorno milenario tiene el cine de Yasujiro Ozu. Miyazaki, claro, junto a estos maestros, con una poética que emana una sensibilidad por lo demás ausente en cualquiera de las producciones animadas actuales. Se levanta el viento incluye, desde luego, a la muerte. No sólo a través del fantasma a punto de corporizarse como guerra mundial, sino desde la compañía de vida que tiene al amor como vínculo. Es ésta la esencia del relato: la historia entre Jiro y Naoko, motor que hace posible la invención de volar, solaz que es amparo ante la enfermedad que desgarra la salud de ella. La templanza con la que se enfrenta lo irrevocable de la vida es señal de sabiduría. Sapiencia humana pero también animada. Porque, a recordar, se trata de dibujos animados. De manera tal que, ¿quién podría resistirse al encanto?
La imagen de una muerte escondida A partir de un personaje obsesionado con recuperar su historia, y su voz, Ave Fénix se sumerge en su pasado para comprender su porvenir. El holocausto como tema cinematográfico y el cine negro como género. La impronta de Hitchcock en una película reflexiva, artesanal. Era entre los pasajeros de un tren británico donde una mujer desaparecía, por cortesía de Alfred Hitchcock, en La dama desaparece (1938). Apenas el prólogo de las muchas mujeres fantasmas que el inminente conflicto bélico desataría. Figura inasible, burlona de las pesquisas policiales, muchas veces femme fatale; variables presentes en la paranoia noir que el alemán Robert Siodmak filmaría, para Hollywood, con La dama fantasma (1944), a partir de la novela de William Irish. Ese mismo año sería también el de Laura, la obra maestra de Otto Preminger, otro exiliado en Hollywood, abocado a la recreación lírica de un detective obsesionado con una mujer muerta. Las sombras largas de la guerra continuarían después, y entre los varios títulos que pueden citarse, uno fundamental es Trágica sospecha (1951), en donde el realizador Robert Wise disimulaba la identidad de una sobreviviente de los campos de exterminio con el alias de su compañera fallecida. Asumir el legado social, en un contexto que le desconoce o no le quiere, era el trauma mayor para el personaje que interpretaba Valentina Cortesa. Entre estas películas "y otras más, como la inevitable Los ojos sin rostro (1960), de Georges Franju" se delinea Ave Fénix, del alemán Christian Petzold, en comunión asumida con el legado hitchcockiano del que es emblema Vértigo (y en donde se inscribe, con mímesis temática, una obra maestra de Robert Aldrich: La leyenda de Lylah Clare, también con Kim Novak). La genealogía fílmica es imposible de soslayar, porque lo que se construye es una filiación temática y estética, sostenida por la configuración de un género cinematográfico. Ave Fénix continúa este mismo diálogo "nueva versión como es, de hecho, de la novela de Hubert Monteilhet, antes filmada por J. Lee Thompson: Renaciendo de las cenizas (1965) , ahora desde la figura de Nelly Lenz (Nina Hoss), cantante que sobrevive al exterminio nazi y, tal vez, a su cirugía facial. Porque ésta es la oportunidad mejor, que muchos quisieran, de acuerdo con el criterio médico: una vida nueva y otra identidad. Sin embargo, Nelly quiere parecerse a la imagen que alguna vieja fotografía suya todavía contiene. Pero esa foto ya no es la misma, ahora hay otros datos develados: el grupo de personas sonrientes contenía nazis, también muertos prematuros. Nelly, en silencio, lee lo que la imagen dice; de esta manera, Ave Fénix elabora su ontología, al reflexionar sobre la fotografía (el instante quieto) y el cine (el tiempo en movimiento). Contemplación que ha sido preocupación estética en la obra del extraordinario cineasta Harun Farocki (fallecido en julio pasado), aquí guionista junto a Petzold. Por otro lado, Ave Fénix significa de modo relevante en tanto continuidad generacional, fílmica alemana, sobre la temática del holocausto y sus consecuencias. Petzold Farocki se inscriben en el "después del después", tras los pasos de sus precedentes (y contemporáneos) Werner Herzog, Wim Wenders, Margarethe von Trotta. Se trata de una memoria que hay que reconstruir todavía y siempre, y que en el caso de Ave Fénix se cifra en el propio rostro que Nelly extraña, al que ya nunca podrá volver. Este deseo tiene su expresión dramática en la historia de amor que ella procura completar con su marido, quien la cree muerta. Un club nocturno "el Phoenix" lo tiene empleado, mientras responde al nombre de Johannes y, como si el llamamiento de Nelly fuese el de una brisa olvidada, al de Johnny. Allí irá a parar el ánimo irresistible de esta mujer, vestida como private eye, guarecida entre sombras, mientras dos artistas versionan, entre otras canciones, la americana Night and Day, de Cole Porter. El momento Vértigo, de clara alusión al maestro del suspense, no tardará en suceder, cuando Johnny/Johannes obligue a Nelly a caminar y vestirse como la que fuera su esposa. El propósito está puesto en el recupero de una herencia que sólo ella puede obtener: así, el engaño sobre el engaño. Pero, se sabe, cuando se invoca a los muertos éstos aparecen: tal es el título del libro De entre los muertos, de la dupla Boileau Narcejac que Hitchcock filmara en Vértigo. Si la puesta en escena de Ave Fénix es la construcción de una realidad alterada, dual, herida entre un pasado y su presente difuso "todos rasgos que la emparentan con el género negro ; el desenlace debía también asumir esa misma posibilidad. No desde personajes confundidos sino, antes bien, por medio de la asunción de una claridad irrebatible, tan emocionante como para no poder agregar más imágenes. La luz de la tarde quema; y hacia ella se dirige Nelly, por fin.
Un exorcismo demasiado previsible y moralista Que un cura invite a tomar un trago, fume y mire sin disimulo a la "camarera", no es más que una actualización del catolicismo convencional -como afirma Román Gubern- del que se vale el cine norteamericano. La imagen de exorcista "cool" que compone Édgar Ramírez en Líbranos del mal está en sintonía, dado el caso, con la que propone Paul Bettany en Priest: El vengador (2011). Ambos, un disparate. La raíz ejemplar, se sabe, es una obra maestra: El exorcista, de William Friedkin. A partir de allí, varios vaivenes similares, que alcanzan a un film reciente, moralista: El conjuro (2013). Con un afán de sustento desde el presunto "hecho real", El conjuro enhebra una lectura sin fisura, maniquea. Otro tanto sucede con Líbranos del mal, en donde la gracia divina aparece para pelear contra el demonio que persigue, desde Irak, a unos marines malditos. La "contaminación" llegará a casa, entre situaciones escabrosas -la madre que arroja a su hijo a los animales del zoológico-, pistas en latín y mordidas caníbales. Serán dos los personajes que traben fuerzas, cual buddy movie. Por un lado, el sacerdote referido; por el otro, un policía atribulado (Eric Bana). Este último, con una familia que proteger. Los dos son peso y contrapeso, razón y fe, disparos y cruces. Acá lo raro o curioso. Cuando finalmente se llegue a la escena exorcista, entre ecos que invariablemente dialogan con el film pionero (dialoga mejor, por ejemplo, ¿Y dónde está el exorcista?, con Leslie Nielsen y la mismísima Linda Blair), la situación sucederá dentro de un destacamento policial, en la sala de interrogatorios. La escena recuerda una sesión de tortura. Lo llamativo es que el poseído -o torturado- sería, irónicamente, el marine. En este sentido, la operación simbólica del film es doble. Por un lado, la legitimación de la tortura a través de la cruz y los salmos (no hay que cejar en lo que se está haciendo, se trata del demonio); por el otro, el salvataje espiritual del soldado norteamericano (la tortura no es sobre él, sino cifrada en él, dirigida al Otro). De esta manera, Líbranos del mal es un film siniestro. No por exponer un juego malsano, que incomode, perturbe; sino por legitimar un ejercicio ideológico de manifestación bélica. Un plano detalle, final, sobre la medalla bendita dice como conclusión todo lo que el film es. La película anterior del mismo director, Scott Derrickson, había sido la notable Sinister. Allí había casa embrujada, secreto raro, películas en Súper 8 con muertes, mucho fuera de campo. Un film sorprendente. Bien lejos de esta puesta en escena conciliadora, homogénea, reaccionaria, atenta a los clichés del cine cristiano más tosco.
Cuando las cabezas asoman en el río En el cine de Paulo Pécora hay un mundo que se construye, que se indaga, film tras film. Se sitúa en un borde difuso que orilla en el sueño, también en el delirio. Hay un pasado del que en vano se intenta escapar, de donde alguien quiere salirse o dejar bien atrás. Por eso se huye o se corre en aras de algo que sería, tal vez, un umbral redentor. Por este camino de senderos tortuosos transcurre El sueño del perro (2008), también lo hace Marea baja. El escenario es el delta del Paraná, hay mucha naturaleza, estado casi salvaje, y horizontes que se pierden en un más allá que parece lejos. De todos modos, la lejanía es ilusoria, tanto como la droga o el alcohol que anestesian. A este mundo sonámbulo llega Pascual (Germán de Silva), oculto de algo no muy claro, también alerta a lo que le rodea. Algo está escondido entre señas ocultas y mensajes cifrados, quizás promesas de un botín que alguien hubo de enterrar por allí. Mientras Pascual busca, la mujer que le hospeda (Susana Varela) hace lo propio. Le cocina, le limpia, le curiosea. Un hilo de historia personal corre entre los dos, hasta que arriba quien también guarda intimidad con la dueña de casa (Mónica Lairana). Un triángulo que complejiza, que agudiza una sensación de agobio que invariablemente habrá de replicar entre sus integrantes. Si Pascual es en quien la historia hace eco -entre su huida y su búsqueda-, en ellas también aparecen sensaciones similares, con el nexo puesto en los secretos que cada uno guarda. El primer tramo de Marea baja es lo mejor del film porque se ocupa por encontrar un clima en donde abrumar al espectador. El montaje sonoro es vívido, bien cierto, casi insoportable. Con mucha muerte, mucha vida rondando: las hormigas devoran, las avispas están prestas al ataque, cabezas de animales muertos flotan. Es el equilibrio indudable, del que no hay forma de salirse, sólo desde la ilusión del juego de cartas, un tarot insuficiente. Cuando la muerte llegue, lo hace como debe: matando. La recompensa puede ser encontrada, pero del destino demarcado no hay fuga. Y esto es así para todos los personajes que habitan el entorno que Pécora propone. Se puede ingresar, luego de atravesar una vegetación tupida, un río de agua marrón, pero el camino inverso no aparece de manera clara. Cada machetazo sobre la selva no es más que un cosquilleo sonoro que queda engullido, tanto como los disparos de armas de fuego. De esta manera, si los personajes no pueden salir de allí, tampoco lo hará el espectador, obligado a sentir esa maraña de angustia que no cesa, teñida de errores imposibles de saldar, así como de decisiones con las que ya no tiene sentido penar.
Las cajas de un relato vibrante Que 7 cajas continúe despertando adhesión, curiosidad, críticas, es signo de lo mucho que una película puede generar cuando el boca a boca es cierto, de un empeño perseverante para con su público. La atención distintiva aparece también porque es una producción paraguaya, cuyo contexto de cine apenas emerge, con respuesta masiva de público y proyección internacional. La edición reciente en dvd permite recuperar el acceso a un film cuya distribución en Rosario tuvo reparo en una única sala, durante una sola semana. Pero el periplo de 7 cajas continúa, todavía en cartel en los cines de Buenos Aires. Tal vez, alguna reposición local la devuelva a la pantalla grande. Mucho se ha dicho y todavía se dirá sobre el film de la dupla Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori, localizado en el Mercado 4 de Asunción: micromundo de callecitas abigarradas, locales comerciales, tráfico humano incesante, que es reconvertido en estudio de cine. Allí dentro transcurre la acción, el drama, la tragedia; una historia entre las muchas que a la par de su protagonista suceden. Entre un vértigo que no cesa, porque de lo que se trata es de obtener un teléfono celular, de aparecer en televisión, de ganar dinero, de encubrir engaños, y de sonreír entre tanto entuerto; todo esto y más, cifrado en las siete cajas del título. Las cajas son, por un lado, encargo de trabajo para el carretillero adolescente de nombre Víctor (Celso Franco); por el otro, contenido misterioso. Lo que hay allí dentro es un McGuffin calculado, un resorte a través del cual la acción dispara, ramifica y concluye. Cuando Víctor vea lo que anida en su ir y venir, la angulación de cámara recordará tanto a Tiempos violentos como a Bésame mortalmente, de Robert Aldrich. En cuanto a Tarantino, la sensibilidad disparatada está por allí, entre alguno de los gestos que aparecen, por ejemplo, en el rostro del policía fascinado con las fotografías de su nuevo celular, o en el robo de los pibes de la calle a, ni más ni menos, ladrones más grandes y más peligrosos que ellos. Las siete cajas desanudan y anudan, pero también descorren el velo para la atención verdadera: la fascinación por la televisión y sus modelos publicitarios, la pertenencia a la sociedad de consumo, la corrupción como modo de vida, y el dinero como suma de todas las partes. De todos modos, en el film surgen rasgos de sinceridad cuando las miradas se quieren, cuando el afecto nace, cuando la salud de un hijo depende del padre. A partir de allí, quiénes hacen y deshacen serán simultáneamente víctimas y victimarios, encerrados todos en un mismo tramado social, cuyas inequidades culminarán por ser, gracias a la tecnología siempre novedosa de un celular, retórica gastada. La pantallita de tevé, por eso, como ventanita falsa hacia otro mundo que no deja de ser el mismo.
El invariable encanto de los simios Si hay algo que toda película de la serie El planeta de los simios merece atender, además del maquillaje, es la complejidad argumental. Aspecto nodal, que encierra una mirada de mundo amarga, sintetizada en el momento final del film original, de 1968, con el astronauta Taylor (Charlton Heston) sumido en su desengaño. En verdad, lo del maquillaje ya es meramente anecdótico, el último film que lo tuvo como rasgo de filiación estética, fue la versión de Tim Burton, con el gran Rick Baker puesto a la tarea de disimular la nariz de Tim Roth. Ahora se trata de efectos digitales, con el motion capture como recurso habitual, y la encarnación ejemplar de Andy Serkis como César, el mono líder, a partir de la precedente El planeta de los simios: (R)Evolución. En El planeta de los simios: Confrontación se sostiene lo predicho, con los simios como espejo deforme en un apocalipsis que ha sido; con algunos humanos todavía vivos, albergados en los restos de torres caídas, al amparo de un verde que solicita su lugar primero. Pero quienes también se han organizado, como legítimos habitantes del mismo suelo, son los simios. No obstante, el empecinamiento por sobrevivir no tardará en acentuar un conflicto latente. La mecha sigue siendo corta, y no faltan las intenciones bélicas. Quien surge como mediador será nuevamente César, el chimpancé alguna vez mascota, el libertador, el rey mono. En tanto franquicia, El planeta de los simios debe también cohabitar entre otras, todas cortadas por una misma tijera. En este sentido, el film no es indiferente a atributos habituales como: secuencias de alto impacto, efectos digitales abrumadores, sensacionalismo del espectáculo. Pero, acá lo decisivo, no es de ello de lo que hablan o dicen quienes se dejan contagiar por el pleito entre humanos y simios. Sino de la plasmación de un conflicto sin resolución feliz, con puntos suspensivos amargos. Es lógico y coherente con el estado actual del cine; pero también con la esencia misma de El planeta de los simios, vuelto un micromundo de lógica propia, extensible a libros, televisión y cómics (entre ellos, el notable Cataclismo, con dibujos del rosarino Damián Couceiro). Revisitarlo es un desafío que hace dialogar a las películas entre sí. Por otro lado, la promesa de nuevos films no hace más que extender un punto de vista complejo, en sintonía con la miríada de relatos que han potenciado -desde el cine, la historieta y las series televisivas- el concepto de mundos alternativos o paralelos. El planeta de los simios oficia a favor, con la mirada puesta en la progresión argumental entre film y film, pero también desde versiones remozadas que invariablemente sitúan su valía en el límite impreciso entre remake, precuela y secuela.
La vida como un complejo juego de tablero Son tres los momentos distinguibles en el argumento de El inventor de juegos, tres instancias que operan como niveles de complejidad dentro del recorrido que su protagonista, el niño Iván Drago (David Mazouz), debe sortear: el colegio-orfanato, la búsqueda de su abuelo, el reencuentro con sus padres. Tríada que, desde una concepción profunda, el film plantea como dilema de niñez que enfrentar, al tiempo que arroja al espectador a un mundo que confunde la vivencia real con su costado imaginario. El límite impreciso entre estas nociones -las cuales, se sabe, son intrínsecamente indisociables- es el camino desde el cual podría haber elegido abismarse la película de Juan Pablo Buscarini (El ratón Pérez, El Arca). Hay un ánimo de intención, pero no llega a la profundidad que podría. Es decir, el núcleo del relato está en la pérdida, en el accidente fatal que se lleva la vida de los padres de Iván. A la vez, un concurso postal le elige el mejor inventor de juegos. Entre una situación y la otra, el enredo de vida que toca al niño comienza a ser reinvención constante, así como habilidad que le permite desafiar al colegio autoritario, alcanzar el afecto perdido, y enfrentar al miedo mayor (encarnado por Joseph Fiennes). Este devenir mezcla los juegos de tablero, que Iván tan perspicazmente sabe diseñar, con las peripecias que le toca sobrellevar. Para ello, bien sabrá valerse de la amistad de Anunciación (Megan Charpentier), niña que vive entre las sombras de este colegio empantanado, y a quien Iván -llegado el caso- sabrá presentar a sus padres como su "amiga imaginaria". Es decir, si lo visto es cierto o consecuencia de cómo el niño explica su orfandad no será aseveración que la película deba aportar; de todos modos -acá lo decisivo-, no hay demasiados matices que en el film permitan ambigüedad, de manera tal que el reencuentro de Iván con sus padres será feliz. Tampoco es que deba pedírsele una resolución contraria a El inventor de juegos, pero tal vez sea la precipitación de sus acontecimientos la que culmina por obstruir lo que está por allí dando vueltas, de manera molesta. En este sentido, son varios los desafíos visuales que el film asume, a partir de la novela homónima de Pablo De Santis. No sólo los resuelve de manera convincente, sino que descubre al cine infantil argentino posibilidades estéticas de calidad (en el reparto técnico hay figuras técnicas partícipes en producciones como La invención de Hugo Cabret y Gravedad). Pero también es cierto que culmina por aportar una sobreabundancia que hace perder el móvil de fondo, el nudo afectivo de la cuestión. De acuerdo con ello, para este cronista el capítulo mejor de El inventor de juegos es su episodio segundo, el que da cuenta del encuentro entre Iván y su abuelo (el gran Edward Asner), en plena República de los Niños de La Plata, remodelada de manera extraña, como pueblito perdido dentro de un libro troquelado. Allí es cuando, por fin, los diálogos se prolongan, la acción reposa, el niño come postre, el abuelo le mira con picardía, los abrazos se prolongan.
Un cineasta que no pierde el pulso En su versión del film coreano de culto, el realizador Spike Lee mira sin piedad el lado oscuro de la sociedad norteamericana. Coreografías violentas y tamiz de historieta, en un clima de televisión tendenciosa y familias psicópatas. Tanto tiempo sin ver una película de Spike Lee en el cine, y cuando el hiato se salda -desde la lejana El plan perfecto, de 2006-, lo hace con una curiosa nueva versión de Oldboy (2003), el film de culto del coreano Park Chan-wook. Las razones de una remake las explica la práctica habitual del cine norteamericano, pero que sea Lee el ojo detrás de la cámara, lo vuelve un juego de referencias cruzadas en estado potencial. Esto lo confirma el talento de un realizador que tiene en su haber una obra con algunas películas maestras, entre las cuales "Haz lo correcto" (1989) continúa ocupando el sitial de honor, con su retrato social contenido en apenas una sola calle de barrio. El alegato crítico de Lee hace pie en su condición manifiesta de artista de color, que reverbera sobre su lugar en la industria: "40 Acres and a Mule" es el nombre de su productora, en alusión a la indemnización nunca cumplida del gobierno estadounidense con los esclavos libertos. Además, Lee ya es célebre por sus arremetidas contra nombres del propio medio: Su ira hacia el Django de Tarantino, el usual rol de "negro?blanco" con el que acusa al actor Cuba Gooding Jr., o su desdén hacia el chofer sumiso que Morgan Freeman compone en la oscarizada "Conduciendo a Miss Daisy". No se trata de exclamaciones gratuitas, que adornan su tarea, sino de un sentir que imbrica en su cine. Allí hay lugar para la denuncia, la revisión histórica, la autocrítica, desde una puesta en escena que le ubica como uno de los mejores narradores: "Malcolm X", "La hora 25", "S.O.S verano infernal", "Red Hook Summer", algunos de sus títulos. El cine de Spike Lee tiene, por ello, un verosímil propio, que siempre es, más allá de cuál sea el género cinematográfico o la temática. Cuando algo así sucede, es porque se está en presencia de un cineasta. Quien haya visto la Oldboy original, recordará el travelling del martillo, de coreografía bella, de violencia bestial. Cuando le llegue el turno al film de Lee, con Josh Brolin martillo en mano, será momento de ver qué es lo que la mirada furiosa del norteamericano tiene para decir. En este sentido, Oldboy: Días de venganza propone una relación de miradas de cine, entre la venia hiperviolenta del original y la poética del cineasta de color. La historia de Joe Doucett (Brolin), de cómo y por qué fue encerrado durante veinte años en un departamento, acusado del asesinato de su esposa, es el misterio desde el cual desplegar la revisión personal del personaje y la liberación física de su violencia. De esta manera, Oldboy es un ejercicio pendular, de ida y vuelta, un equilibrio entre el adentro y el afuera, entre el recogimiento y la furia desatada. También es la historia de una rata de laboratorio, con el televisor como contacto único, por donde desfilan publicidades, ejercicios ?aeróbicos?, discursos presidenciales, y aviones que se estrellan contra torres gemelas. Por todo ello, Josh Brolin es perfecto porque tiene la mirada hundida y el físico de granito. Recibe y da golpes en tanto relación de acción y reacción. Cuando pueda erigirse como efigie monolítica, de fuerza imparable, ya sólo se le podrá herir superficialmente, nada habrá que su cuerpo no soporte; el dolor -en última instancia- habrá de ser otro, muy diferente. Esta violencia, que por otro lado el cine de Lee supo siempre invocar -física y verbalmente- reviste aquí matices de historieta, con un verosímil que se tiñe de habilidad suprahumana, grotesca, casi abstracta; tal como le sucedía a Marv, el héroe de Frank Miller en el cómic Sin City. De este modo, Oldboy dialoga con la película predecesora en tanto resignificación cinematográfica. Entre varios ejemplos que citar, vale el encuentro entre Joe y los jóvenes futbolistas americanos, no sólo por la paliza que les da, sino por los lagrimeos -en pose- de sus novias high?school. El ámbito escolar será nudo para el devenir del film: cuando allí se dirijan los recuerdos a los que la investigación obliga, con una bandera norteamericana como prólogo, terminará por revelarse una violencia congénita, inherente a esta sociedad, con un desprecio inserto y programado desde las aulas de estudio, entre jóvenes entrenados para mortificar a la víctima de turno. Borrachos, pendencieros, de apellidos con dinero; nido de ratas, en suma, de donde no sale nadie tan heroico, nada tan puro. Por recabar en este pozo que hiede, de donde emergen todos sus personajes, Oldboy adhiere al cine negro, o de acuerdo con la tipología habitual, al neo?noir. Por un lado, por la tradición en la que se inscribe, en la que el cine norteamericano tiene los ejemplos mejores; por el otro, por la incidencia del cine de oriente, única plaza cinéfila actual preocupada por revalidar los géneros cinematográficos. Lo que sucede, al fin y al cabo, no es una de las mejores películas de Spike Lee, pero sí suficiente como para rubricar un sello de cine al lado de tantas producciones formateadas por el mercado. Persistir en la comparación entre las dos Oldboy no tiene otro sentido más que lúdico. En todo caso, mejor será abocarse a lo que en el film de Lee aparece en tanto puesta en escena, atenta -claro que sí- con el título de origen, pero mucho más con lo que ha hecho de Spike Lee uno de los cineastas más brillantes de su época.
Con el mismo blanco y negro de los clásicos Sólo Clint Eastwood puede presentar (y despedir) una película con el logo de Warner Bros. en blanco y negro y simular que todavía el gran cine de Hollywood existe. No es más que una ilusión, ya no hay Hollywood, tampoco sus artesanos ilustres. Pero todavía está, sigue, Eastwood. Que se le señale como uno de los últimos clásicos, si no el último, es preciso. Puede resultar reduccionista, pero lo cierto es que los directores de aquel cine supieron ser diestros en la variedad de géneros cinematográficos, dúctiles en sus convenciones, a la par de una obra personal que les delineara una trayectoria. Fue ésta la génesis de la "política de los autores", expresión que acuñaría la nueva ola del cine francés, a través de François Truffaut, Jean-Luc Godard, Claude Chabrol, y otros. Con esta joven guardia se identifica generacionalmente Eastwood, pero desde Estados Unidos, entre otros grandes nombres de su época -que sigue siendo ésta, a no confundir- como Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Peter Bogdanovich, Brian De Palma. Sin embargo, el cine de Eastwood corrió entre la trayectoria actoral y la oportunidad de ser realizador. En este periplo, los cineastas Sergio Leone y Don Siegel son pilares. El primero, por la trilogía del dólar de la que es emblema El bueno, el malo y el feo; el segundo, como disparador de ese personaje dilemático que todavía es Harry, el sucio. Los dos figuran, como rúbrica, en los agradecimientos finales de Los imperdonables (1992), dirigida por Eastwood. A su vez, este western crepuscular no sólo revisa al género, sino que avisa sobre lo que será Gran Torino (2008) y su desacralización del mito Harry Callahan. Alguien capaz de volver sobre su carrera, de reflexionar sobre sí, no es cine corriente. Entre su filmografía, este cronista elige siempre Río místico (2003), una de las mejores posibilidades del cine negro contemporáneo. Y clásico. Porque la manera de narrar nunca es estridente, sino consecuente con lo que moviliza: desocultar la tierra que la hipocresía esconde. Llegar allí debajo no es tarea para cualquiera, sólo de cineasta. Como botón de muestra, es suficiente el inicio de Jersey Boys: el encuadre es blanco, blanco cielo, el paneo desciende hacia la New Jersey de los '50, el viaje en el tiempo ha comenzado. De tal manera, sobre la gran pantalla, ese blanco esencial, se materializa ese otro mundo, esa otra realidad, a la que sólo los cineastas saben cómo invitar. Por realizadores así, es que el cine se ha vuelto indistinguible de la vida.