Una mano y una voz en la marea del mar Dos hermanos sumidos en angustia, con una mano que es herencia materna y una voz que vigila en silencio. El film logra un clima que perturba y redime. Los minutos iniciales de Los miembros de la familia comparten un extrañamiento que perturba. Lucas y Gilda son hermanos, viajan a un pueblo costero. La casa los recibe con un cartel que dice "clausurado", pero Lucía igualmente lo rompe. El baño no se usa porque mejor aguantarse. Se lavan los dientes en la cocina: lo que sucede allí es bien raro. La relación entre ellos parece rota. Luego, Lucas camina profundo, va a la playa. Dialoga con una voz silente (una voz que habla sin sonidos, que se subtitula). Y se hunde en un agujero, dentro del vientre de la arena. El raccord se revela falso. Parece ser un sueño. La voz sin voz sería de la madre. ¿Desde un más allá? La relación traumática entre el ámbito diurno y el onírico siembra una sugestión que el film acentúa. Pero tomar lo visto como expresión de lo soñado no anula el realismo de esas imágenes. Es decir, no agrega tranquilidad alguna. Menos aún cuando la transición entre las secuencias guarda correlato. A pesar de que la percepción temporal se extrañe, hay una lógica causal rara, que permanece. Se trata de una sensación desajustada, como si lo que se muestra estuviera a punto de develar algo más. De este modo, las imágenes dicen algo diferente a las palabras. Como si uno y otro registro corrieran en direcciones encontradas, mientras hay algo, algo más, que insiste en permanecer escondido. Este enrarecimiento -que hace de la primera parte del film el mejor disfrute- tiene rúbrica cuando los hermanos deban cumplir con el mandato materno: arrojar las cenizas al mar. Ahora bien, ¿qué ocurrió con la madre?, ¿dónde está el padre?, ¿hay padre? Mientras, algún libro, fotos y un llavero, delatarán paulatinamente algo respecto de ese y otros temas. Lo que surge es una mezcla no del todo clara entre religión, autoayuda, evangelismo, y un tiempo que ha sucedido pero que todavía permite escarbar entre sus cenizas. Es así cómo se habla de un accidente, también de un templo. En fin, pistas (des)encontradas, que la película de Bendesky prefiere dispersar y dejar que sea el espectador quien arme algo más o menos parecido a un rompecabezas. Como centro de este laberinto de arena -la arena es émulo del tiempo, y el tiempo, como la arena, es inasible, se escurre entre los dedos- surge una mano. Mejor no dar más detalles, pero sí señalar el vínculo entrañable que entre la caja que guarda esta mano se establece cinéfilamente junto a aquella otra que Luis Buñuel y Salvador Dalí cortaran y guardaran en otra cajita en Un perro andaluz: mano que se replicaba y volvía hormiguero o estigma cristiano; sangre negra (como la de Psicosis, de Hitchcock) u hormiguitas. Nada casualmente, ambas cuestiones aparecen en Los miembros de la familia, ya desde un título de semánticas cruzadas: así, el hormiguero que la playa guarda como ombligo, donde se sumerge (y emerge) de forma embrionaria Lucas; tanto como las alusiones evangelistas (o de autoayuda, como sinonimia) que atraviesan a la película, junto a chakras y tarot. Hay toda una simbología (no necesariamente críptica, sino recubierta de una pretendida pátina de ironía nada superficial) que convive y se retroalimenta, como salidas inmediatas a las preguntas de siempre, respuestas rápidas para dudas que carcomen, sean metafísicas o más tangibles. De esta manera, el paro de transporte que aqueja el regreso de los hermanos se vuelve tanto reclamo social -sinécdoque de una sociedad con conflictos palpables- como circunstancia que expresa el trauma que los personajes atraviesan: obligados a permanecer, tendrán entonces que lidiar con los fantasmas que quieren evadir. En medio de todo esto, Gilda y Lucas procuran sacarse de encima una carga que se traduce en una casa que acumula deudas, una mano que reaparece, una voz que todavía habla (mano y voz que demandan), y una historia trágica que guarda algún secreto en el baño que se evita. Gilda, además, parece que no hace mucho quiso suicidarse. Lucas, en tanto, se escribe con una chica que tiene apellido que es, también, nombre masculino. De esta manera, la ambigüedad persigue todo el tiempo al film de Mateo Bendesky, y se acentúa con un registro que es dramático y tal vez risible. Es decir, las sonrisas están sugeridas, porque hay situaciones cómicas y gags en forma de modismos verbales: apócopes que sugieren frases largas, y estados de ánimo que no terminan de aparecer de modo pleno. También porque se trata de un universo adolescente, suspendido en una incertidumbre con la cual sus protagonistas lidian como pueden. Es por esta caracterización y viabilidad estética cómo Los miembros de la familia guarda afinidad con el cine de Gus Van Sant (Mi mundo privado, Paraonid Park) y la sensibilidad que despiertan las historietas de Charles Forsman (The End of the Fucking World) y Pedro Mancini (Felicidad): personajes cuasi sonámbulos, más o menos caricaturescos, enmarañados en peripecias que no terminan de entender, pero con la claridad suficiente para saber qué es lo que no quieren. Hieren y aman por igual. Los sentimientos están a flor de piel así como las ganas de experimentar un subidón por la nariz tanto como un puñetazo. Una situación compleja, porque en tanto hermanos "en trance", Lucas y Gilda lidian con un entorno que les adormece y con las ganas internas de despertar. Lo expresa la música -reiterativa, electrónica, sumida en sí misma- y las tonterías que la web dispersa y a las que tantos encuentran apego: la realidad sería el resultado de un cálculo digital. Todos y todas, meros títeres numéricos de un software. Es más, Bendesky lleva esta situación al límite, y logra en un momento traspasar la barrera entre lo real y lo virtual. La transición entre estas escenas -analógicas y digitales- es por corte directo. La imbricación entre el sentir analógico (nostalgia cinematográfica) y la "realidad digital" es total. ¿Y si todo fuera en verdad consecuencia de un sueño numérico? Hay una pista que deja entrever algo diferente: los sentimientos aparecen. Justamente, son ellos los que sabrán cómo salir airosos del entuerto, y encontrar un cauce redentor en las vidas de cada uno de los personajes.
El sonido de la lucha de clases Nominada a la Palma de Oro en Cannes, la película retrata de manera cuasi realista y dolorosa la lucha de los trabajadores. Es llamativo el título local elegido para este film: La guerra silenciosa. ¿Dónde está el silencio? ¿De qué manera? El original, En guerre, apela a la guerra en acto. Mientras ocurre. No se trata de una guerra de connotación armamentística, sino de un choque de clases. Entre la patronal y los trabajadores. Esa guerra, de silenciosa no tiene nada. Ahora bien, no es casual que el film de Stepháne Brizé apele a imágenes televisivas como responsables de la mediación ciudadana. Toda vez que el cine mira a la pantalla chica, lo hace desde el pleito. La relación entre ambas no es la mejor, se sabe. Si la televisión es la encargada de registrar y comunicar lo que esta "guerra silenciosa" provoca, seguramente lo haga desde la inmediatez que la caracteriza, por fuera de la meditación que el cine tiene. El pensamiento y la reflexión no suceden de modo rápido ni espontáneo, también se sabe. De este modo, poco se puede confiar en esas imágenes. El cine tiene talante suficiente para decirlo. Películas que registraron y recrean la lucha de la clase trabajadora hay muchas, alguna notables, con directores de sensibilidad auténtica. Con Stepháne Brizé habrá todavía que ver cómo sigue el asunto. Eso sí, hay un film excelente que le acompaña: El precio de un hombre. Entre aquél y éste, el actor Vincent Lindon aparece como nexo esencial, porque es su rostro (labrado para el cine) y la asunción que del dilema lleva a cabo con todo su cuerpo, los que hacen a estas películas posibles. Lindon encarna aquí a Laurent, un sindicalista de años y luchas encima. Lo delata la edad, el nieto por venir, la adulación de algunos y la mirada torva de otros. La guerra silenciosa lo encuentra en plena faena, entre los trabajadores y la urgencia que significa la cesantía de 1100 empleados. La comunión entre diversos grupos sindicales es el núcleo de la resistencia, con la toma de la fábrica como manera de enfrentar a la patronal. A pesar de haberse garantizado la permanencia de los puestos de trabajo, la sede parece que ahora cierra. En medio de la contienda los rostros que la integran -expresiones figurativas de la clase obrera, la empresaria, el estado- comienzan a delinearse mientras los días de lucha prosiguen y la calma se desintegra. Entre ellos, de manera procaz, la mascarada empresarial que camufla entre acólitos varios a quien debiera mostrarse primero, mandamás situado en alguna torre acristalada, de visita siempre por el mundo. Caras peinadas de traje estrecho, con gestualidad reducida y devoción por el mercado global. Entes cuasi geométricos, de afecto descafeinado, que contrastan con la vida que bulle nerviosa entre trabajadores y trabajadoras. Laurent es un viejo lobo. Lo que pasa es que los tiempos han cambiado. La pelea es la misma, pero los procedimientos otros. No es que él no lo sepa, sino que es tan aplastante el peso de la lógica mercantil, tan veloz su readaptación, que la tarea sindical se ve necesariamente afectada. Lo peor es que los golpes no vendrán, necesariamente, del sector con el que se confronta, sino del propio. En otras palabras, la víbora retórica empresaria ha metido su cola, y ésa es la victoria. Contra el ardid de la rapidez publicitaria y la vocación por los mensajes concisos, cuya expresión consuman las redes sociales, se debate la lógica que Laurent significa. No quiere decir esto que la película se explaye en tales cuestiones, sino que las alude desde la figura de su personaje central, alguien situado como bisagra entre lo que ha sido y ahora es, alguien que encarna un mismo pleito cuya razón de ser continúa invariable. Laurent es un trabajador desesperado. Por lo que pasa a él, pero sobre todo por lo que le pasa a todos. Laurent se parece al William Holden de Network, poder que mata, en donde el director Sidney Lumet grafica uno de los comentarios más belicosos que el cine le ha dedicado a la televisión. En aquel film, Holden es alguien que integra un tiempo periodístico recientemente pretérito, mientras los nuevos y atolondrados ejecutivos adoran el rating. Son los años '70. En ese film, un desesperado Peter Finch, periodista que será desplazado, anuncia su suicidio en cámara. Años después, en una entrevista, Lumet dirá que si todavía no se había suicidado nadie en cámara, sólo era cuestión de esperar. Tuvo razón. Lo predicho guarda nexo con el desenlace que La guerra silenciosa elige. Es grotesco y altera el registro "realista", casi documental, que se privilegia a lo largo de la película. Durante el desarrollo de la acción, La guerra silenciosa esconde su cámara entre las multitudes, confronta como uno más con la policía y los encargados de seguridad, escucha entre otros para la toma de decisiones. Y accede de modo privilegiado a los momentos que suceden puertas adentro. Como el que significa la reunión anhelada entre patronal y trabajadores, con la mediación ministerial del estado. A propósito, entre lo que se preocupa por dejar en claro el film de Brizé, destaca la inocuidad del estado, incapaz de hacer sentir su peso (ante trabajadores o empresarios), revelado como otra de las tantas máscaras de un mismo sistema. La situación mediadora de éste -que se ejemplifica con el lugar que cada uno ocupa alrededor de la mesa- culminará por develarse falsaria. Todo ello será alterado en el final, cuando la película decida la resolución. Grotesca, extrema. Más aún, para hacerlo elige el formato vertical, el del encuadre del teléfono celular. Es decir, el de alguien que también espía, pero ¿quién? Porque ya no se trata del punto de vista que se confundía con el de todos, sino el de alguien que realmente se esconde, alguien solo. No se revelará lo que allí sucede, pero sí que lo sorprendente del asunto no deja de señalar un eco similar al supuesto por el desenlace de Network. A propósito, vale actualizar la reflexión de Lumet que se aludía. Que todavía no suceda algo similar, sería cuestión de tiempo. Ojalá que no.
El día termina y vuelve la noche Un estado de ánimo cada vez más alterado durante la jornada de trabajo de un taxista, en quien se cifra una lectura social. La relación con la película Taxi Driver es oportuna, no hay por qué eludirla. Si en aquel film el mundo se extrañaba, a partir de la mirada de un psicópata nada ajeno a la psicopatía de su sociedad, habrá que pensar en tales términos al momento de abordar 1100. Ópera prima de su director, Diego M. Castro (con cortometrajes previos y tarea documental en Señal Santa Fe), 1100 es el número de placa del taxi que conduce otro alienado. Más circunspecto, introvertido y recargado de emociones, el taxista que compone Santiago Ilundain parece contener una serie de descontentos que sólo esperan el momento indicado donde explotar. Si esa liberación sucediera -algo que probablemente ocurra, y que el film de Castro hace bien en sugerir-, las consecuencias no serían nada agradables. Además, si tal extroversión adquiriera forma en la pantalla, las imágenes habrían de golpear de una manera inmisericorde. Porque, ¿qué es lo que haría? Tal vez nada. Quizás prosiga en esa misma faena y rutina que lo cansa y hunde. Pero si no explota él, seguramente lo haga otro. Todo esto conjugado en un día en la vida de Leo (Ilundain), quien parte hacia otra jornada de tarea provista de pasajeros eventuales y diálogos que él comparte en silencio. Como una tapia. Con él, las voces de quienes viajan suenan variadas y exhiben rencores, amores, secretos. Pero antes de entrar en este día-vorágine, el relato de 1100 comienza la noche anterior. El calvario inicia con el pasajero que tose de manera reiterada y se descompone. Esta secuencia involucra, al menos, dos referencias más. Una de ellas es Vidas al límite (otra vez la dupla Martin Scorsese y Paul Schrader, director y guionista de Taxi Driver), en donde Nicolas Cage atraviesa el infierno en ambulancia durante una noche (el calvario de Leo será a lo largo de un día, con la digitación inevitable del paso del tiempo, algo que la noche sabe transgredir). La otra se relaciona con Los nuevos monstruos, el film coral de Monicelli/Risi/Scola, concretamente con el episodio donde Alberto Sordi encuentra a un accidentado al que sube a su coche, para convertir ese viaje nocturno en algo grotesco. En sentido análogo, la secuencia inicial desencadena en 1100 una inestabilidad mayor, distinta al ajetreo de rutina. En este sentido, una yuxtaposición de situaciones habrá de repercutir entre sí. A propósito, ¿el taxista asiste al moribundo? ¿O se lo saca de encima? Como huella del episodio, habrá elementos que lo recuerden: gotas de sangre que más vale limpiar (tal el consejo "amable" del dueño del coche, que interpreta Tito Gómez), y un paquete envuelto en papel de diario que quedó olvidado en el asiento trasero. Todo parece confabular. Por eso, mientras resuelve su jornada, procurará devolver este paquete. ¿No te fijaste qué tiene?, le dicen. Un "McGuffin" con el cual Diego Castro acciona los hilos de la trama de manera profunda, porque involucra al espectador y su curiosidad. No es el único recurso, el otro, fundamental, tiene que ver con obligarlo al viaje perpetuo, a permanecer dentro del auto cuantas veces y por el tiempo que sean necesarios. De este modo, la sensación de letargo se pronuncia y condice con la actuación notable de Santiago Ilundain, cuyos primeros planos lo llevan a ser el sostén icónico. Su mirada ladeada, cabizbaja, de cigarrillos constantes, en escorzo, con la nuca y sienes siempre transpiradas, hace que su tarea sea el eje de lo demás. Casi no habla, se mueve de manera ausente, mira cómo todo se resquebraja -su misma casa, aquejada por los golpes de una construcción cercana- y no reacciona. Tal vez espere que todo se desmorone. Alrededor suyo tampoco hay miramientos de un comportamiento muy distinto. En ese sentido, y teniendo en cuenta los otros dos personajes principales, hay un sonambulismo compartido. Así lo señalan las costumbres de su pareja (Cecilia Patalano) y su madre (Andrea Fiorino). En el primer caso, una mujer que todavía trabaja en la barra de un bar nocturno y que cuida de su silueta preciada. Tal vez, según deja entrever el propio Leo en un diálogo con su madre, ella se decida por intentar algo diferente, una tienda de antigüedades. "¡Qué boludez!", dice la madre sin disimulo (la admirable Fiorino), mientras recurre al hijo para el arreglo de enchufes o cañerías. Así como la casa de Leo, el departamento de su madre decae, tanto como ella, cuyos movimientos delatan un nerviosismo que apela a cigarrillos escondidos en la ropa. Estos detalles escriben relaciones entre los personajes y dan cuenta de un guión sólido: sea en relación a las semejanzas y urticarias entre madre e hijo, como las que existen entre las dos mujeres. Mientras, el contorno general que perfila 1100 es el de una ciudad (Rosario) que se extraña, que muta, que no está del todo en foco (virtud del trabajo del DF, Lucas Pérez), en donde los sonidos también se alteran (otro punto técnico a favor para Santiago Zecca). Rosario aparece como una morada algo agrietada, todavía vivible, con diferencias sociales y abulia ciudadana. Es notable cómo el film construye, en este sentido, un círculo entre el pasajero del inicio con el del final, sea por la extracción social diferente de cada uno, pero también por la tos constante de los dos. Ambos, partes de un mismo entramado social. Por donde circula, además, un hecho cruento, un femicidio que ocupa la tarea periodística. De manera acorde con la ironía que prevalece en el relato, no está claro si esta prédica mediática -con la televisión como ojo eléctrico omnipresente- está preocupada por lo que registra o atenta con el morbo. En otras palabras, es esta línea delgada por donde transita el taxi de 1100. Lo hace desde una preocupación estética que enrarece lo que toca mientras lo vuelve pantanoso. La película se hunde cada vez más. Al término del día, otra vez la noche. En esta secuencia final -en donde lo figurativo comienza a descomponerse junto a un sonido que aturde- aparecerán los puntos suspensivos. Nada casual, dentro de otro espacio encerrado, entre luces estroboscópicas y tragos alcohólicos.
En el fragor de una luz que se escapa Nominado como mejor actor en los últimos premios Oscar, Willem Dafoe regala una interpretación alucinada, transformadora, en un film que va derecho al asunto. La cámara subjetiva, la mirada alterada, el foco extrañado, con demasiado para ver, sentir y pintar. El arrojo (del pintor, de la película, del espectador) sobre el lienzo es demoledor. No hay tiempo para nada más. Un arrebato que es un impulso constante. La luz se percibe y se escapa, irremediablemente. En ese intento desesperado se ahonda el Van Gogh de Willem Dafoe. Sucedía también en otra y célebre encarnación, a través de Kirk Douglas. A la manera de espasmos en continuado, llamados repentinos de una vida evanescente. Como la luz. En aquella oportunidad, era Vincente Minnelli el director y Sed de vivir la película. Ahora -y entre tantos referentes más, como Robert Altman y Akira Kurosawa- es el norteamericano Julian Scnabel quien dedica su mirada de cine a ese mundo de un amarillo que palpita. (Ojo, porque no todo amarillo, por amarillo, palpita. Bien podría ser un color muerto. Lamentablemente, abundan ejemplos). Lo hace en el intento de inundarse, de ensimismarse, en esa verdad revelada. ¿Cuál es el misterio tras la luz del pincel? Van Gogh: en la puerta de la eternidad no ensaya respuesta alguna, sino que se detiene en la formulación de la pregunta. Se trata de emular una fiebre creadora que no puede perder oportunidades ni tiempo. Toma por asalto lo que le rodea Pregunta que se reviste de un ahogo existencial, para el que utiliza la virtud del relato. Un relato apocado, que prescinde de demasiadas explicaciones. Va directo al asunto, al hecho, al fragor de la luz que huye. Desde el inicio, condensa ya el deseo, el impulso, con la bella campesina encontrada al paso. El viento, la naturaleza, ella. La cámara prácticamente se arroja, no contiene la excitación. Para la resolución del hecho habrá que esperar, más importa que sea desencadenante de la película. En todo caso, se trata de emular una incontinencia creadora, que se sabe finita y no puede perder oportunidades, tampoco tiempo. Así, toma por asalto lo que le rodea. Y su arma no es otra más que el color. Visiones. Tal vez, justamente, de eso se trate. De un mundo que se desdobla o repliega, que desoculta por momentos otras posibilidades o se quita de encima la hojarasca inútil con la que empecinadamente es recubierto. El Van Gogh de Defoe parece capaz de atisbar lo que asoma y por eso el desespero, el pincel sobre el blanco con el fin de iluminar el secreto que algún viento le susurra. Una mirada, podría decirse, enfermiza. Felizmente, tristemente enfermiza. Lust for Life es el título de la película de Minnelli. Lujuria por la vida. Por allí ronda también este Van Gogh, situado ahora en el umbral de lo eterno. De modo sonámbulo, preso de un trance que alguien tiene que sobrellevar porque, de lo contrario, no habría girasoles, cuervos ni trigales. Tampoco botas embarradas para que Heidegger, un siglo después, dejara vagar otra lujuria, la intelectual. El Van Gogh de Dafoe/Schnabel corre sin rumbo aparente, hacia él entonces las fuerzas represivas que lo encierran y, presumiblemente, equilibran. Entre ellas, el diálogo ambivalente que habrá de sostener con el sacerdote. Nadie mejor que Mads Mikkelsen para encarnar al hombre de hábito y su mirada siniestra. Mirada que el actor ha cultivado entre varios personajes perversos. Un comentario iconográfico ladino, que la película, como metonimia evidente, enuncia. A la vez, las palabras van y vienen y desnudan lo maleables que resultan ser. El artista las abre hacia el conflicto. La justa verbal -"en el principio ya existía el Verbo", viene bien recordar- tiene en el pintor al mejor esgrimista. Como si la imagen se sobrepusiera a una palabra que presume preeminencia. Imagen que es, vale recordar también, el cine mismo. Y aquí con uno de sus mejores guionistas de todos los tiempos: Jean-Claude Carrière. De su imaginería compartida con Luis Buñuel y Pierre Etaix a la luz que hace posible a las imágenes que encarnan en el nunca mejor Willem Dafoe. Dafoe es el film, hace propia la sensibilidad de este hombre alucinado, que vaga con la mirada puesta en algo más, situado a la vista de cualquiera, pero invisible. Dafoe pinta de verdad. Es su pulso el que busca el color escondido. La entrega del actor es dolorosa. Y eso es algo que la cámara captura. No sucede lo mismo con el Gauguin de Oscar Isaac, evidentemente caracterizado, de interpretación correcta y diálogos bien pronunciados. No hay encarnación ostensible. ¿Será, tal vez, por lo devorador del propio Dafoe, cuya impronta tiende a denunciar lo que no aparece igual de transformado? Sí hay una luz igual de viva, refulgente, en las miradas de Emmanuelle Seigner -de seducción imperturbable- y Mathieu Amalric, como el doctor Paul Gachet. (Amalric, a su vez, ya había encarnado a otro dolor vivificante en La escafandra y la mariposa, del propio Schabel.) Ente que transforma todo lo que toca, este Van Gogh es demasiado poderoso. También frágil. Contenido al estar encerrado, su aparente calma equilibra un interior que explota. Un balance que procura escapar a las previsiones y castigos sociales. Van Gogh es un ánima peligrosa. Lo fue en su momento, lo es ahora. Al respecto, vale la manera desde la cual Schnabel retrata el momento fúnebre, rodeado de sus cuadros, amados hijos. La muerte conoce una transmigración que se reparte entre todas las pinturas, como el vuelo de esos cuervos en el que tal vez sea el último de sus cuadros. Mientras, los mercaderes acuden solícitos. Es el turno del mercado -esos otros cuervos-, poderoso en su simbología, de efectos devastadores. El manicomio antes, el valor económico ahora. El film de Schnabel permite contradecir lo habitual del asunto y precisar que no se trata de pensar si la suerte económica le fuera esquiva en vida al gran pintor, sino que fue su ardid de vida el que lo mantuvo decididamente al margen de tamaña banalidad. Hoy el pleito continúa.
Un juego de siluetas de sombras recortadas Como en su anterior film ¡Huye!, el director Jordan Peele delinea un mundo escindido y manipulado, con la publicidad como herramienta de control. En primera instancia, podría señalarse que la temática del doble o doppelgänger ha sido abundantemente abordada y sí, es cierto, y qué bueno que todavía continúe como motivo cinematográfico. De hecho, no hay medio más acorde que el cine para la persecución de esa sombra escurridiza, disfrazada de proyección fantasma. Si no hubiese más películas sobre el tema, el cine no sería cine. Por otra parte, y siempre desde el cine, la problemática del doble se ha expresado como nudo de un movimiento -el cine alemán de entreguerras- y/o desde la consolidación del cine de géneros, entre ellos, el terror y el cine negro. Ambas situaciones se entrelazan. A partir de allí, habrá que pensar la importancia de Nosotros, pero también la de ¡Huye! Las dos películas de Jordan Peele dan cuenta de su sabiduría sobre el género con el que se emparentan: el cine de terror; y saben responder, con holgura, a esta filiación estética. No se trata de una convalidación (como sucede con tanto cine parecido entre sí, superficialmente ligado o asociado a un género), sino de una escritura fílmica que tiene claridad sobre dónde situarse; lo señala la narrativa empleada, la puesta en escena, la alusión a la historia misma del cine. De esta manera, y ya en su inicio, Nosotros hace convivir un VHS de Los Goonies junto al televisor que publicita la campaña Hands Across America, y una camiseta con el Thriller de Michael Jackson. Es el año 1986, la familia disfruta de los juegos de feria, pero la niña se aparta del padre mientras la madre va al baño. El rumbo la lleva a una carpa solitaria, en donde -dice la fachada de luces- conocer su destino, entre espejos que deforman y un reflejo final que dialoga, evidentemente, con la obra de René Magritte y, asimismo, con la película El apartamento, del checo Jan Švankmajer. Ojos asustados, ojos de conejos, títulos, música (coros de ¿niños?, sonidos tribales, aires operísticos; belleza total del compositor Michael Abels) y elipsis al tiempo presente. Nosotros hace convivir un VHS de Los Goonies junto al televisor con la campaña Hands Across America, y una camiseta Thriller, de Michael Jackson Ahora bien, lo referido previamente posee una validación que no es menor, sino sustancial a los tiempos que corren. Es decir, el relato está protagonizado por afroamericanos. Algo que, si bien y afortunadamente ya no llame la atención, no deja de ser un acto de reescritura de los géneros cinematográficos mismos. En el terror, justamente, el intérprete de color era, sino un secundario, la amenaza misma. Pocos ejemplos mejores que el comentario irónico que ofrece la secuencia inicial de Scream 2, de Wes Craven. Y pocos realizadores afroamericanos -Spike Lee, seguramente, pero con algunas de sus películas, como El plan perfecto o S.O.S. Verano infernal- han podido filmar desde el corazón de estos géneros y perturbarlos, desestabilizarlos, y revitalizarlos. Es así como Jordan Peele logra, con sus dos películas, abordar el centro del asunto, trastocar los protagónicos "étnicos", y volver a contar las mismas historias. Igualmente, esto es un decir rápido. Porque esas "mismas historias" son ahora otras, tiene un punto de vista diferente. Al respecto, vale la inclusión (y no alusión) de Hands Across America, campaña bienpensante, blanca, privada y clasista, que no hizo más que incumplir el cometido millonario destinado a algo así como la "pobreza cero" en su país. Son los años del reaganismo, los de ese presidente/actor formado ideológicamente en la persecución al otro, al rojo, impulsada por el senador McCarthy en los '50. Una paranoia que encuentra en el cine de aquellos años ejemplos suficientes, algunos magistrales, como La invasión de los usurpadores de cuerpos, de Don Siegel. Pero aquí se trata de los años '80 y, elipsis mediante, del tiempo presente. De Reagan a Trump. Con la mirada afroamericana como vector. La crítica sobre la división clasista ataca a blancos y negros por igual. Sombras que reptan y repiten los movimientos que el amo dicta. La paranoia, entonces, continúa. Y los dobles, las sombras, la otredad, esperan su momento de vida propia. Wes Craven tiene en su filmografía una película de nombre resonante: Gente detrás de las paredes. En Nosotros -título evidente acerca de una otredad que no es más que inmanente- se alude a los túneles y las estaciones abandonadas que surcan los pies de la superficie. ¿Y por qué los conejos? Hay una explicación, pero también una alusión carrolliana, de pasaje, sea por caída en un pozo o a través del espejo. El mundo reflejado, invertido, como mueca que reitera lo que dicta la luz. Contrapunto de abismo que tiene en la noche su momento mejor, allí cuando el sueño y el deseo se señorean. Entre uno y otro mundo, apenas diferencias. Que hacen que se dude acerca de dónde descansa la mitad fiable, y si es la luz diurna la que ofrece consuelo. Más aún cuando los protagonistas de Nosotros se corresponden con una clase alta, acomodada -todo un contraste entre la familia afroamericana de clase media que protagoniza el prólogo del film, y la que lo hace luego: afroamericanos de clase alta-, que descansa en placeres obscenos, alcohólicos, de mucho dinero. Un retrato que Jordan Peele juega no sólo desde la caricatura a la que obliga a los personajes -sobre todo, cuando se enfrenten con sus contrapartes de movimientos de marioneta, cercanos a la ironía fina de George Romero en El día de los muertos, con sus zombies encerrados en un shopping-, también con diálogos de humor negro, que evidencian la destreza del director, a su vez comediante. En el medio del entuerto mayor, con sangre que gotea y cadáveres que se acumulan, hay líneas de diálogo que funcionan como contrapunto raro, de hábil maestría. En otras palabras, el comentario crítico sobre la división clasista de la sociedad ataca a blancos y negros por igual, aun cuando -y esto es algo que toda la película respira- el contraste no deje de estar ligado a esa misma relación histórica y traumática entre unos y otros, entre blancos y negros, a su vez subsumidos en los placeres de vivir en la superficie, mientras otros moran por debajo, escondidos de sí mismos, así como lo perfilara Fritz Lang en Metrópolis. Sombras que reptan y repiten los movimientos que el amo dicta. Por eso, seguramente, la utilización de las tijeras. Útiles, desde ya, para recortar las figuritas hermanadas que son el símbolo gráfico y publicitario de Hands Across America (campaña ideológica y clasista, en la línea de USA for Africa) pero también como herramienta con la cual cortar la sombra misma. Es cuestión de ver dónde pararse para definir, así, cuál es la figura que proyecta y cuál la sombra. Eso es algo que Nosotros sabe sostener de manera perfecta a lo largo de casi dos horas, y con un golpe de timón final que hace maniobrar la historia como un trompo, capaz de situar al espectador en un lugar insospechado, en una mirada (des)encontrada.
Cuando se está en el lugar exacto En la recreación de vida de un ladrón de bancos, la actuación de Robert Redford inscribe su impronta ética, y cifra la síntesis artística del actor y su desafío sostenido. El placer que significa ver a Robert Redford interpretar, encuentra tinte de rúbrica en Un ladrón con estilo. No sólo por lo que significa un papel que podría ser el último, de acuerdo con declaraciones vertidas por el propio actor, sino porque lo que sucede en este film es la constatación de que "si aquel niño del pasado está contento con quien soy hoy, entonces estoy en el lugar exacto". Así se lo dice Forrest Tucker (Redford) a Jewel (Sissy Spacek), esa dama con la que se encuentra durante una de sus fechorías y de la que comienza, tal vez, a enamorarse. Tucker es un ladrón de bancos y sí, esta es otra de esas historias basada en hechos reales. Así es como lo indica la película misma, de una manera lúdica y atenta con un aire de aventura, que si se quiere opera a la manera de un racconto sobre la vida cinematográfica del actor. Tanto es así, que en determinado momento el film de David Lowery (Historia de fantasmas, Mi amigo el dragón) hará síntesis entre las fugas carcelarias de Tucker y la vida fílmica de Redford, como si fuese un recorrido apretado sobre su filmografía. De hecho, para graficar una de estas huidas se elige un fragmento de la película La jauría humana, de Arthur Penn. La elección de ese film -coprotagonizado por Redford, Marlon Brando y Jane Fonda- no es un dato menor, sino elección estética que debe atribuirse al actor -sin ir en menoscabo del realizador-, habida cuenta de su mirada progresista y dilemática. A saber, La jauría humana (1966) es una de las más contundentes películas sobre la violencia social (no sólo) norteamericana, así como expresión crítica de un cineasta autor (Penn) y de una época y una generación, cuando el cine de Hollywood tenía la fuerza estética necesaria para soñar con ser algo bien distinto a lo que es hoy. Lo ratifica la película que Spacek y Redford van a ver al cine: Two-Lane Blacktop (1971), la road movie de otro autor indómito, Monte Hellman. Evidentemente, Redford (también productor del film) se ha preocupado por trazar una película que oficie como repaso metafórico y aseveración de su comportamiento político. Lo señala la propia elección de un ladrón de bancos y fugitivo permanente, a quien la cárcel le resulta parecida a otros encierros que el film (no tan) disimuladamente enuncia: hay que prestar atención a las pesquisas que el detective John Hunt (Casey Affleck) practica con los familiares del ladrón. A la vez, el mismo Hunt es el contrapunto de Tucker. Policía y padre de familia, Hunt se siente abatido, prácticamente vencido, pareciera depositar sus últimas energías cansinas en atrapar a este grupo de viejos ladrones que integran Redford, Danny Glover y ¡Tom Waits! De paso, y vale reparar en ella, hay una escena casi misteriosa, que sitúa frente a frente a Hunt y Tucker. Es nodal porque da cuenta del duelo entre los dos. Pero también misteriosa, porque no hay continuidad clara con lo que sucede antes y después: todo ocurre dentro del baño del bar, a espaldas de las mujeres de cada uno. Nunca se lo ve a Redford ingresar a este baño. Tampoco se muestra lo que sucede inmediatamente después. Tal vez no se trate de otra cosa más que de la fabulación que en uno de ellos se entreteje. De este modo, el film logra un momento mayúsculo, cercano a la artesanía del viejo Hollywood. Desde ya, la afrenta que Tucker significa, al apuntar sus robos en los dólares que las cajas y bóvedas de los bancos guardan (y también roban) es toda una declaración de principios, que Redford asume de manera amable, bien vestido, cuidando de las buenas formas, educado al hablar, sin disparar un arma de fuego. Toda una composición (nominada al Globo de Oro, además) que valida una manera de entender el cine (y la vida). Allí cuando Un ladrón con estilo (título bien tonto, que nada tiene que ver con el original: "The Old Man and the Gun", definición precisa sobre lo que este personaje es) amenace con redondear los entuertos para el logro de un happy end bienintencionado -guiño irónico hacia una manufactura cinematográfica falsaria, a la que Redford se ha enfrentado-, el último giro del guión devuelve todo a su sitio, allí cuando el personaje sabe que está en el lugar exacto, porque se trata -ni más ni menos- que del sueño que alguna vez tuvo, allá lejos, cuando era sólo un niño.
Agobio barrial y la cerrazón de una familia La película indaga en la vida delictiva de una familia que intenta resolver sus problemas afectivos y económicos. Es sintomático que el director Rodolfo Durán (Vecinos, Cuando yo te vuelva a ver, El karma de Carmen), haya optado por contar una historia desde los parámetros del cine negro en los tiempos que corren. Sensibilidad pertinente, desde ya, de acuerdo con el clima -político, social- que se respira. Y lo hace con una película que se recorta y construye desde una sensación de agobio barrial y cerrazón familiar. Lobos, de hecho, es palabra de semántica animal, con ribetes de manada y cuidado por los propios. Los Nieto son el grupo personaje, el cuerpo familiar que opera como unidad. El líder es el padre (Daniel Fanego), vértice de una pirámide que se organiza en torno a la complicidad y los trabajos destinados a la plata rápida. En suma, una familia de clase media que sobrelleva el día a día, con tantos o menos sueños como cualquier otra, y con la cotidianeidad que significa el gran Buenos Aires. Desde una perspectiva cercana -pero lejana, ya que las propuestas de ambos films son enteramente diferentes-, el japonés Hirokazu Koreeda plantea en la reciente Somos una familia los avatares de un grupo familiar que hace del robo una forma de vida, a la que hay que aprender y saber compartir (cuestión todavía mucho más compleja, ya que es la misma conformación de ese grupo familiar la que adquiere una problemática similar). En el caso de Lobos, de igual manera, el apoyo mutuo es también signo solidario. Robar es un riesgo compartido. Pero es la única manera de obtener lo que de otro modo no se podría. En este sentido, es fundamental el contraste que la película de Durán plantea entre sus primeras secuencias: luego del atraco violento, el padre y su yerno (Alberto Ajaka) llegan con regalos a la familia; entre éstos, una caña de pescar para Marcelo (Luciano Cáceres), ese hijo que parece resistirse al mandato paterno. Marcelo está empecinado en su trabajo como guardia de seguridad barrial, aposentado en una esquina. La caña de pescar, objeto que éste mira con recelo, no deja de ser la evocación de algo que entre padre e hijo se ha roto. Volver a pescar juntos podría devolver el nexo perdido. Con el escenario que significa ese otro lugar, parecido a un paraíso caído, que es la casita que la familia todavía tiene en Laguna de Lobos. La virtud del film está en adentrar al espectador a partir de problemáticas que son conocidas y compartidas por cualquier familia. El robo, de esta manera, surge como una solución o práctica más, como ese trabajo que habilita al acceso de un bienestar vedado. Para llegar a ese dinero hay que trabar lazos, y es en estas amistades donde se fraguan las ambivalencias morales. De este modo, Nieto codea palabras y acuerdos -fastidio mediante- con el comisario Molina (César Bordón), garante de esos trabajitos en donde la guita corre por parte (más o menos) iguales. A Molina parece que se lo conoce desde hace mucho, proveedor como es de ciertos favores (que con favores se pagan). La virtud del film está en adentrar al espectador a partir de problemas compartidos por cualquier familia, donde el robo es una práctica más. En este sentido, es sustancial detenerse en el personaje de Luciano Cáceres: Marcelo es guardia de seguridad, no quiere ser como su padre, y su profesión no es la misma que la de un policía. Está en un umbral, un límite que lo mantiene en equilibrio precario, cercado por ambas partes. Además, por esa misma esquina en la que él se mantiene estoico, pasea también la mujer que lo desea. Él, con su mirada hundida, parece no dejarse afectar. Cáceres tiene el rostro pétreo, casi cincelado, con ojos de tristeza clara. Está retenido en un lugar incómodo, pero no hay seguridad alguna sobre su estabilidad. Tarde o temprano, los hechos lo llamarán a comparecer y él deberá decidir. De esta manera, Lobos atiende a la premisa que roe a la mayoría del cine negro: el destino espera con paciencia inevitable. Un devenir que el espectador presiente desde la progresión de ciertas acciones y estados de ánimo. Nieto se siente viejo, cada vez más solo. La evocación de su mujer se perfila durante la visita a la casita herrumbrada que descansa en Laguna de Lobos, ese lugar que ella prefería. Un tiempo ido al que la nostalgia intenta mínimamente atrapar. La caña de pescar es otro de estos intentos. Tal vez se puedan pasar allí los últimos años de vida, a la manera de un recuerdo inasible. Pero el sueño tuerce en pesadilla, porque tal vez nunca hubo nada diferente. Lo que más se disfruta en Lobos es la primera parte de su desarrollo, durante la presentación de sus personajes, los móviles cifrados que les acompañan, los vínculos de a poco sugeridos. La delineación de este (sub)mundo se vuelve atrapante, porque -como ya se dijo- implica al espectador en una misma cotidianeidad. Mientras los hechos se suceden, se sobreentiende la moral que les acompaña. Así como la organización social respecto de la cual Nieto no es ningún vértice de pirámide sino, antes bien, apenas parte de una gran base que la sostiene. Este rasgo es sumamente atendible, ya que destaca al líder de la banda delictiva como un jefe que no deja de ser un súbdito. Un engranaje más, por encima del cual se erige una cadena que necesariamente pasa por la policía, hasta arribar a los lugares que el espectador suponga o quiera agregar. Además, como otro rasgo sustancial, Lobos desperdiga su acción entre ambientes de una fisonomía accesible, reconocible, pero a la vez cubiertos de sospecha, como ámbitos de pasaje, destinados a alterarse en su composición -comprados, pintados, asaltados, deshabitados-. El único lugar que podría oficiar como lazo afectivo, con algún resabio de otros tiempos, es el que está en la Laguna. Hacia allí, entonces, habrá de dirigirse el asunto para dirimirse. De todos modos, es esto lo que hará que también ese lugar sea de una vez por todas tan percudido como cualquiera de los otros. No es algo que suceda por alguna especie de "virus" o cosa parecida que los protagonistas porten -retórica que en todo caso corresponde a ciertos retratos televisivos y tendenciosos-, sino porque es una misma organización social, enfermiza y corrupta, la que culmina por arrojar fuera de sí sus dardos de veneno. La resolución es algo precipitada, porque prefiere la acción como forma dramática. Al hacerlo, deja sin ahondar aquella mella afectiva en la que Marcelo estaba estancado. Haber persistido en ello, habría hecho de Lobos una película más dolida. De todas formas, el perfume podrido de un mundo caído en desgracia es lo que sobresale.
Es peligroso descubrirse a uno mismo Entre el realismo y su transgresión, el film del director iraní Ali Abbasi dialoga con el cine de terror, mientras hunde al espectador en una propuesta que es también una ratificación de las diferencias. Premiado su director en Cannes (Un Certain Regard), con galardones internacionales y hasta una nominación al Oscar (Mejor Maquillaje), Border, la película del iraní Ali Abbasi ha reunido laureles suficientes. Y méritos no faltan. A partir del cuento del escritor sueco John Ajvide Lindqvist (el mismo de Let The Right One In, con dos versiones al cine), Border apela a un tono realista, y sin embargo con fisura suficiente como para creer que algo más hay, extraño y a la espera. Tina (Eva Melander) trabaja en la aduana, en un puerto. Huele a quienes pasan por delante de ella. El trajín de gente es indiferente, pero ella, estólida, simplemente husmea. Y detiene a quienes señala. ¿Puede alguien oler de esta manera, y averiguar -por ejemplo- que alguien guarda en su teléfono imágenes que le incriminan? Sí, responde Tina a la policía. Tina es grandota y de rostro extraño. Sus facciones causan cierto rechazo. No encaja en el estereotipo de belleza femenina. Su vida transcurre en una casa sumergida en el medio de la foresta, junto a una pareja cuya única atención la constituye el bienestar de sus perros -bestiales, tendientes a la violencia-, cuidados con esmero para competencias. Toda una atención que contrasta con la que recibe la propia Tina. Sin embargo, ella lo tolera y se comporta como si fuese algo natural (¿ella como alguien tan amaestrada como los perros?). Evita las dentelladas, pero no tiene miedo. Por otro lado, Tina tiene a su padre en un asilo. Lo visita, y él no recuerda demasiado, cada vez menos. Pero la mira fijo, unos segundos, y sabe que se trata de su hija. Ahora bien, Tina es grandota y de rostro extraño. Sus facciones causan cierto rechazo. La belleza no la acompaña, al menos desde determinados parámetros sociales. Hasta que alguien más atraviesa la calma y regular hilera de visitantes aduaneros. Ella huele, está segura de sí. Pero alguna contradicción hay. Su sentido tan fino no se equivoca, aun cuando nada lo incrimine al extraño. La revisión del control desmiente su certeza, ella se altera. Sus facciones lo dan a entender. Hay algo que la quita del letargo: cuando Tina y el extraño se miren, el encuadre será simétrico. Uno como reflejo del otro. Es esa imagen devuelta la que comienza a obrar de modo inverso al habitual. Tina ve allí algo que la seduce, que la busca, desde maneras bruscas y con un saber que permanece a la espera de ser descubierto. Progresivamente, ella se sumerge. Y el film de Abbasi logra lo propio con el espectador, a partir de varias líneas narrativas. Como la que supone la investigación en la que Tina participa, tendiente a descubrir una red de pedofilia. Hallazgo de estupor -para el que Abbasi demuestra no tener imágenes posibles, sino sólo un prudente fuera de cuadro- que acciona sobre la pareja amiga que da a luz -a la cual Tina ayuda-, las preguntas que Tina hace a su padre sobre su niñez, y la maternidad que su cuerpo ¿extraño? presuntamente le niega. El film brinda una historia que va más allá de lo que indica la superficie. En este sentido, el trabajo de guión que Border manifiesta es preciso, atento a una variedad de líneas de acción que son, en esencia, variaciones de una misma idea. Vale decir: el nacimiento, el origen, el pasado y el devenir, están cifrados en cada una de ellas. El inicio del film ya lo exhibe, con el insecto que es cuidado por Tina, cuya vida resguarda. El desenlace le dará a esta acción su razón de ser, como complemento explicativo pero también metafísico. Es decir, hay acciones que no se sabe muy bien porqué se ejecutan, hasta que develan una interioridad que insiste y puja. En otras palabras, y de acuerdo con lo que Border señalará en un momento preciso, la mejor manera de llegar a ese lugar soñado o coincidente con ciertos deseos, es la de estar dispuesto a dejarse encontrar. Un paraíso que contrastaría con la rutina y el invierno pronto a llegar. Tina viste de uniforme riguroso, pero nunca es más plena como cuando sin ropas se baña en su escondite natural, tan semejante -dirá ella misma- a los cuentos de hadas. Un remedo de ese paraíso lejano. Por otro lado, el film de Abbasi acude a rasgos narrativos que articulan su película con el cine de terror y el fantástico. Lo hace desde una incomodidad pretendida, que deshace la frontera entre el realismo y su transgresión. Pero a la manera de dos instancias indisolubles, que se contaminan, aun cuando la predominancia sea de la primera. Es decir, el plano realista está acentuado -es lógico, el argumento lo justifica- y es ello lo que logra la incredulidad ante ciertas acciones. De todas maneras, la película logra gradualmente naturalizar lo que parece extraordinario -el olfato infalible- para poner en duda lo que a simple vista pareciera irrebatible. O también: ¿cuál es la película que se quiere ver?, ¿cuáles las expectativas del espectador durante los primeros minutos del film? En este movimiento, la película inclina la balanza para salirse de lo previsible. Al hacerlo, tiene que atravesar momentos tensos, algunos insoportables. De hecho, la propia Tina no puede terminar de asimilar lo que acontece, ya que hay ciertos límites que ponen a prueba su moral. Lo que a su vez ha sucedido es que ella se sabe ahora de otra manera, tan segura de sí como lo es con su olfato. Hubo un cambio cualitativo del que ya no podrá volver. Lo todavía más atractivo del planteo que Border sugiere, es que al ser dicha situación sólo posible desde la aceptación propia, primero hay que saber. Y para saber es necesario desmentir. Al arribar a la plenitud que supone saberse consciente, Tina se vuelve un cuerpo (y una voz) político, ratificado como tal. Por fuera de los cánones que la sociedad legitima, a la que Tina enfrenta, Border logra una de las más potentes propuestas tendientes a la defensa de la diversidad sexual. Hay acciones que no se sabe muy bien porqué se ejecutan, hasta que develan una interioridad que insiste y puja. Al inclinar la balanza en favor de tópicos vinculados al terror (o similares), el film se sitúa sabiamente en un lugar fronterizo -dado su registro pretendidamente naturalista- con el mejor cine de géneros, capaz de brindar una historia que va más allá de lo que indica la superficie. Y lo hace sin caer en resoluciones que satisfagan al limar sus aristas, sino que justamente son esos lugares incómodos, sin posibilidad de happy end, los que quedan a la vista, como heridas abiertas. Un dolor tal vez tan inevitable como la sonrisa que conlleva: allí, la promesa de un paraíso.
Tecnología rota en el cine digital Una película sensible sobre la crisis entre el cine que ya no es y el devenir tecnológico, con un personaje síntesis. Supo ser uno de los proyectos ahijados por el director James Cameron. La predilección del realizador de Titanic recaería sin embargo en Avatar, y la curiosidad supuesta por el cyberpunk en cuadritos permaneció en una especie de limbo, hasta el anuncio de que el texano Roberto Rodríguez ocuparía la silla del director. Finalmente, Battle Angel ve la luz en plena era digital, y logra una rara mixtura entre la herencia del cine de aventuras y los caminos visuales del presente. A grandes rasgos, el film de Rodríguez -que preserva la firma de Cameron en el apartado guión- ofrece una historia futurista, de tecnología rota y basura mecánica, en donde la humanidad se ha reducido a una dualidad de clase para la cual, efectivamente, el control sobre la misma tecnología se revela fundamental. Battle Angel es la historia de Alita (Rosa Salazar), creatura humano-cibernética que renace gracias a la sabiduría del Dr. Ido (Christophe Waltz). A partir de su cerebro intacto, que yace entre la chatarra que se amontona, Ido la encuentra y le confiere un nuevo cuerpo, junto a la posibilidad de recuperar la memoria, que Alita guarda y ve resurgir en la forma de destellos. A la manera de la Metrópolis de Fritz Lang, la película del maestro alemán, en Battle Angel la humanidad está dividida entre los de arriba y abajo, escindida entre la ciudad flotante de Zalem y una multitud amuchada que nuclea pobreza y mixtura racial, con pantallas gigantes (evidentemente, la televisión se las ingenia para proseguir en una misma tarea, sea el siglo que sea) que invitan al principal divertimento: el Motorball, una competencia sobre patines y en una pista, tras una bola cuya tenencia significa el triunfo o la muerte. La alusión a Rollerball, el film de Norman Jewison, se cuela sin ocultar su intención cinéfila, y con él una buena cantidad de referencias a otras películas que, sin embargo, no hacen de Battle Angel un compendio de homenajes o citas gratuitas, sino una reunión consciente entre el cine que ha sido y un devenir digital que lo sitúa al borde de su propia disolución figurativa y/o narrativa. Habrá que pensar, en este sentido, en la figura que encarna Alita, de cuerpo cambiante y edad indefinida, suerte de Pinocho frankensteiniano que, a su vez, asume el legado de Astroboy, el personaje emblema de Osamu Tezuka. Así como sucede con Astroboy, Alita es sustituto de la hija que ya no está (¿del cine que ya no está?), suspendida en una imagen de adolescencia eterna que le hará romper lazos para buscar otro camino. Acá es donde el film se permite replicar la famosa escena de A la hora señalada, el western magistral de Fred Zinnemann, con Alita cual Gary Cooper, yendo a pedir ayuda a los parroquianos. A diferencia del film de origen, no lo hace en la Iglesia sino en un "saloon". La resolución será la misma: habrá que tomar las riendas por sí misma. Si se tiene en cuenta que la pluma de Cameron aparece en el guión (junto a la tarea de Laeta Kalogridis, guionista de La isla siniestra), la asociación con otros títulos del director es viable, y encuentra un nexo en el John Connor de Terminator, adolescente nacido del milagro supuesto entre una mujer y un ángel venido del futuro, también suspendido entre el pasado y el devenir. Por todo esto, es notable cómo Rodríguez apuesta a la aventura, al relato clásico, sin renunciar a las posibilidades del gran espectáculo que hoy traen aparejadas las nuevas tecnologías. Es lo mismo, distancias mediante, con lo realizado en Spy Kids y Sin City: la reformulación de la aventura infantil en un caso, la transposición animada de la historieta en el otro; en las dos, con las herramientas digitales como posibilidad estética. El resultado es una mixtura que resuelve, con mayor y menor fortuna, su cometido. Ahora bien, lo que sucede con Battle Angel es que, por fin, Rodríguez encuentra la síntesis mejor. Basada en la historieta GUNNM, del japonés Yukito Kishiro, Battle Angel tiene el sello de Cameron y Rodríguez. Por eso los ojos saltones y digitales de Alita, que hacen dudar de la veracidad corporal que le confiere la actriz Rosa Salazar. Tan plástica, tan sintética, pero con sentimientos a flor de piel. Su despertar al afecto la vuelve querible, y gracias a ello atendible al espectador. En otras palabras, hacía bastante que no surgía un personaje cuya suerte dramática hiciera tensar la atención. Cuando Alita sufre, el film encuentra el contrapunto justo en todas sus destrezas de pirotecnia visual, capaz como es de tumbar a mastodontes y cazarrecompensas por igual. En tanto, el crescendo de la acción va a la par de la pregunta de Alita por sí misma, mientras pena por el afecto que le despierta Hugo (Keean Johnson), quien la introduce en la vida callejera. Todo habrá de conducir, desde ya, a la locura del Motorball (otro tanto sucedía con Astroboy y su reclusión en un circo "romano", con robots gladiadores), con Alita sumida en una furia de acción que no deja de ser una trampa. Situación a la vez acorde con otros desengaños. Lo que asoma, de modo paralelo, es el ascenso hacia ese lugar donde parece ser anidan las respuestas: la ciudad flotante de Zalem. Algunas pistas hay, contenidas en una voz, convenientemente cercana al espíritu de películas como El doctor Mabuse (Lang, de nuevo)/ El mago de Oz (la voz de quien que todo lo ve sin ser visto), La invasión de los usurpadores de cuerpos (voz que a su vez se materializa en cuerpos huéspedes), Doctor Cíclope (cuando el rostro de la voz sea descubierto en su magnificencia, como maestro titiritero). Finalmente, sobresale el continuará, con Alita que emerge como figura que mira al cielo y reúne tras de sí al grupo que la vitorea. Pero, ¿qué es lo que celebran? ¿El vértigo por las carreras suicidas del Motorball o la posibilidad de una emancipación? ¿La aventura como riesgo a enfrentar o el clímax reiterado de los golpes de efecto de tanto cine digital? Los ecos de A la hora señalada y su desenlace amargo, asoman. Battle Angel se sitúa en un límite preciso. Y lo cierto es que la solución elegida logra su cometido a la vieja usanza: querer saber cómo sigue.
Tocar el piano con las manos sucias Dirigida por Peter Farrelly, el mismo de Loco por Mary y Tonto y retonto, Green Book es un sentido homenaje al músico Don Shirley y su chofer, dos amigos a pesar de todo, en una película con el gesto puesto en saber contar una historia. ¿Qué es lo que hace que un mismo director sea capaz de realizar películas malas (Tonto y retonto 2), mediocres (Los tres chiflados), notables (Loco por Mary, Kingpin), puede ser un misterio. La asociación entre los hermanos Peter y Bobby Farrelly tiene ejemplos de todo tipo. Pero ahora es uno de los dos, Peter, el que asoma de manera personal con Green Book (más un trabajo previo, televisivo, de título Cuckoo. Por otra parte, parece que también Bobby hará lo propio en breve). Todo esto para enlazar, en lo posible, a un film como Green Book (con varios premios, entre ellos tres Globos de Oro, y cinco nominaciones al Oscar) en la poética que los Farrelly de alguna manera han cultivado. Y lo cierto es que elementos en común no faltan. Pero ante todo, lo que aquí sobresale es una película sólida, de narrativa clásica y alusiones cinéfilas de encanto nada soporífero, que vencen la corrección política de películas cercanas (y nominadas) como Bohemian Rhapsody, Black Panther, Nace una estrella. Antes bien, y con diferencias evidentes, el film de Farrelly se encuentra más cerca de las también nominadas El infiltrado del KKKlan y El vicepresidente: Más allá del poder, aunque sin lo furibundo de la primera ni lo grotesco de la segunda. A grandes rasgos, Green Book logra ser un film querible que no esquiva lo ríspido de su planteo, aun cuando juegue las cartas habituales y con ese bendito slogan -"Basado en una historia real"- desde el cual abre su relato. (Debiera haber algo en contra de la inclusión de tales letreros, ya insoportables.) Pero más allá de esto, Green Book se inscribe, como "película Farrelly", en la habitual construcción de estereotipos graciosos, bufones, que han transitado algunas de las (buenas) películas de los dos hermanos. El mejor ejemplo lo supone Tony Lip, el personaje ítalo americano que Viggo Mortensen delinea y sitúa al lado de otros disparates geniales como el jugador de beisbol manco de Kingpin (Woody Harrelson), el detective lunático de Loco por Mary (Matt Dillon), y el marido recién asumido como tal pero ya desilusionado de La novia de mis pesadillas (Ben Stiller). Ante todo, lo que aquí sobresale es una película sólida, de narrativa clásica y alusiones cinéfilas muy precisas. Matón de ocasión, capaz de comer cantidades ingentes de hot-dogs por unos dólares, esposo y padre cariñoso, de gestos brutos y palabrerío limitado, lo que Mortensen logra con Tony Lip es un festival al que solo le falta un contrapunto. Es allí donde se inscribe el hacer atildado de Mahershala Ali como el pianista Don Shirley, a quien Tony llevará a un punto y otro del profundo sur americano como chofer. Entre los dos, en función del blanco y negro que suponen, de cercanías y diferencias raciales así como sociales, se configura una síntesis, tal como la que fungiera en forma de diligencia según el film canónico de John Ford. Acá, en forma de auto. Un auto con una misión. El viaje comienza, y como se sabe, se viaja para volver, volver para contar lo vivido. El auto viaja y recorre ese país cuya belleza, confiesa Tony, ignoraba. Pero, ¿por qué viajar hacia latitudes inhóspitas, con el dinero ya en los bolsillos, a enfrentar un desdén inevitable?, se pregunta Tony mientras consulta el librito verde que contiene, como salida turística, las paradas donde los negros pueden hospedarse sin problemas. El derrotero vuelve a la película una road movie, también una buddy movie; es decir, asume lugares ya conocidos o transitados por películas similares. Y dialoga, cómo no, con el periplo parecido -si bien más oscuro- que el Charlie Parker de Clint Eastwood, en Bird, hubiera de trajinar. Como anclaje, vale agregar que el film elegirá durante un diálogo el nombre de Nat King Cole, a partir de una anécdota desgraciada que el músico protagonizara, y que Green Book -o Don Shirley- asumen como legado. El film de los hermanos Farrelly es un homenaje al pianista Don Shirley Durante el devenir de la historia, Tony descubre la música inmensa del Stainway en los dedos de Don, y aprende a escribir cartas a su mujer gracias a las metáforas de éste. Negro, homosexual, adinerado, Don Shirley parece desencajado de todo lugar. Sus dedos ni siquiera conocen el aceite del fried chicken con el que Tony le incentiva. Entre los dos se articula un previsible ida y vuelta, de atenciones compartidas, que la película maneja con serenidad y simetría, sin golpes bajos, atenta sin embargo con lo que ya se sabe sucederá. Porque, vale señalar, Green Book apela a lo más clásico del relato hollywoodense, y lo mejor de todo es que no se arroga nada "diferente" (como esas películas de directores "visionarios", según cierta prensa). Tiene, desde luego, mucho que decir sobre el racismo y las luchas sociales en su país, pero no lo hace desde la declamación o la lección, sino a partir de lo que el mismo relato deja entrever, de a poco y sin golpes de efecto. Hay, desde ya, todo un cine norteamericano desde el cual rastrear la problemática y referir las maneras desde las cuales fuera expuesta. Para el caso, películas prácticamente malas como Selma: El poder de un sueño y Talentos ocultos (la primera versionando al propio Martin Luther King, la segunda dedicada a la participación afroamericana femenina en la NASA) aportan nada al cine, mientras cultivan una corrección de buenos modos que el Oscar no duda en atender. Algo similar a lo que sucediera con Conduciendo a Miss Daisy, ese film de fricción lavada que tanto furor le causó al admirable director Spike Lee, y que se sitúa -dada la misma relación entre sus personajes- en la vereda opuesta a Green Book. Por todo eso, vale distinguir a Green Book por recurrir al tacto que el buen cine (ya hecho) aporta. Es por esto que fácilmente podrá relacionarse al film con el espíritu que ronda en Qué bello es vivir, el clásico de Frank Capra. Green Book no pretende ser una obra maestra como aquella, sino simplemente contar una historia que, desde ya, se sabe cómo concluirá y de qué manera. Esa resolución, que el espectador prevé -por tantas películas parecidas pero no necesariamente iguales-, es la que viene aquí a saldarse y con un gusto inmejorable, que deja descubrir a Peter Farrelly como un narrador de pulso discreto, preciso, sin estridencias, como debe ser. Hasta se permite el desliz de revertir lo previsible de cierto comportamiento policial. ¿Por qué no? Después de todo, es Navidad. Así como en la película de Capra. Solo es cuestión de creer (en el cine).