El modo en que el guionista y director Kirk Jones ha encarado esta remake del film de Giuseppe Tornatore, habla de la distancia que hay entre el cine americano y el italiano. La remake es una adaptación literal de la original, con algunos ligeros cambios en la historia (en esta son cuatro los hijos, en vez de cinco, y cambia la profesión del protagonista y de sus hijos, excepto por el hijo que forma parte de una orquesta). Muchos detalles se mantienen, como el secreto que le esconden al padre, la escena del robo, uno de los momentos más dolorosos de ambas películas, y la idea de que el padre ve a sus hijos siempre como niños, lo cual lleva a que, por momentos, la puesta en escena imite a la original. Y algunos aspectos se han aggiornado para la ocasión. Ejemplo de esto último es el secreto que esconde una de las hijas, hoy a un padre conservador y que vive de lo que ha proyectado en sus hijos, le sorprendería menos que su hija sea madre soltera, a que sea madre soltera y además lesbiana. Lo que distingue a una de otra es el tono. Jones aborda el drama de este padre de la misma forma que Tornatore, acentuando el dramatismo en las mismas escenas. Pero lo que hace para despegarse de ella es removerle todo atisbo de italianidad. De esa manera, mientras la original apelaba al fanatismo del protagonista por la ópera, en esta no hay ningún aspecto concreto que identifique al protagonista, fuera de su condición de padre ausente. Jones convierte a esta remake en una película netamente americana, no sólo por las ciudades que recorre el padre en busca de sus hijos, sino por la ausencia de toda estridencia. Esta decisión es absolutamente lógica, pero al trasladar la historia central sin apelar a las referencias italianas de la original, se pierde lo que volvía a Stanno tutti bene un film bello, singular y enormemente poético. Escenas como la de la bandada de pájaros, o aquella en la que Matteo ve a un director de orquesta (ni más ni menos que Ennio Morricone, autor de la inolvidable música de la película) ensayando “La Traviata” de Verdi, desaparecen en la remake, y el problema principal no es que se hayan perdido en la adaptación, sino que Jones traslada la historia a Estados Unidos sin dotarla de poesía propia, quedándose apenas con el drama principal, narrándolo con un tono mucho más seco para que pueda encajar en los cánones americanos. Por otro lado, algunas decisiones que se han tomado en la adaptación han sido bastante desacertadas. La escena del robo, muy dolorosa en la original ya que el delincuente le pisa la cámara y el rollo con el que protagonista estuvo sacando las fotos de su recorrida, se repite en una escena por demás humillante. Allí el delincuente no le pisa la cámara sino su frasco con medicamentos, un dato que vuelve más lógico el infarto posterior del protagonista, y lo que vemos en respuesta no es a un hombre defendiéndose a golpes del horrible acto, como en la original, sino a éste agacharse e intentar juntar el polvo de sus pastillas. Lo que parece un cambio menor, en realidad establece una diferencia entre el dramatismo de la original y el brutal golpe bajo de la remake. Incluso otras escenas que se mantienen de la original, como el sueño en el que los niños le confiesan la verdad de sus respectivas vidas al padre, se ven mucho más forzadas en la adaptación (tampoco ayuda, en ese sentido, que la remake apela a una fotografía mucho más clara que la original). Se sabe que la empresa que ha encarado Kirk Jones con esta adaptación es tan loable como dificultosa. No por la complejidad de trasladar la historia en sí, sino por el apelar al espíritu de una película tan afín al sentimentalismo de Tornatore como deudora del mejor Fellini (la pluma de Tonino Guerra, guionista habitual de Fellini y de Antonioni, se hace evidente en la original). El acto de adaptar no significa circunscribirse al conflicto y a los personajes principales, cambiando detalles y escenarios. Adaptar también implica hacerle honor a la esencia poética de un relato. Mientras que Jones sale airoso de lo primero (convengamos en que el drama principal no representa un gran desafío a la hora de la adaptación), lo segundo brilla por su ausencia. Sin duda, lo mejor de esta remake es la partipación de Robert De Niro. Sólo alguien de su talla puede encarar con honores el protagonismo que en la original recayó en el gran Marcello Mastroianni, y afortunadamente, aquí De Niro se despega de algunos de sus últimos y olvidables papeles. Lamentablemente, la excelencia de De Niro y la curiosidad que implica el acto mismo de adaptar esta película no alcanzan para una remake que sólo brilla al hacernos recordar la existencia del film de Tornatore, de un gran actor como De Niro, y la huella inolvidable que ha dejado Marcello Mastroianni, otro rostro imborrable de la historia del cine.
La industria del cine, como tantas otras, es machista por esencia. Y Hollywood es el mayor ejemplo de esto. No sólo por la óptica de las películas, sino por la poca presencia de realizadoras mujeres. El reciente Oscar a Kathryn Bigelow, la primera mujer en alcanzar el Oscar a Mejor Dirección, refleja una cuestión particular. A diferencia del resto de las directoras, Bigelow no se dedica a hacer un cine femenino. Para la industria machista de Hollywood, entregarle un Oscar a Bigelow, habitual realizadora de films de acción, es admitir algo demasiado complicado, que una mujer puede hacer un cine de hombres y para hombres mejor que cualquier otro hombre. Vaya uno a saber cuál es la naturaleza de Bigelow que la ha llevado a hacer siempre films de acción. Podríamos afirmar que ha aprendido mucho de Cameron, su ex marido, pero afirmar esto es caer en el mismo machismo que manifiesta la industria. Yo prefiero no adherirme a esa afirmación, mucho menos después de haberme alegrado de que esta mujer le haya arrebatado los Oscars principales a su multimillonario ex (más allá de los méritos cinematográficos de una y otra película, que son imposibles de comparar porque cada una le aporta lo suyo al cine desde dos propuestas disímiles). Bigelow ganó el Oscar con una película trascendente dentro de su filmografía, pero extremadamente coherente con toda su carrera, que siempre se caracterizó por evitar los lugares comunes de la mujer en el cine. Hasta la aparición de Bigelow, nadie hubiese pensado que una mujer podría dirigir bien películas de acción, principalmente porque es difícil de creer que una mujer puede apasionarse por este tipo de cine. Aun hoy un espectador desprevenido puede ver películas como Point Break o K-19 y suponer de entrada que las dirigió un hombre, de la misma forma en que, si conocemos el cine de la Bigelow, nos cuesta pensar en esta mujer disfrutando como espectadora de una comedia romántica. Centrándonos en En tierra hostil, el film de Bigelow que nos convoca, esta película ganó el Oscar porque aborda de manera particular el cine bélico. Naturalmente, de un tiempo a esta parte, el cine bélico que triunfa en los Oscars es el antibélico, el que plantea la irracionalidad de la guerra, justamente en una sociedad que viene de años de apoyar las guerras intervencionistas. En lugar de apelar a la consabida locura de la guerra, algo que ya se vio demasiado en los mejores o peores ejemplares surgidos a partir de Vietnam, Bigelow nos muestra a la guerra como una acción propia del ser humano. En esta película, los soldados de Irak no pierden la cabeza por la guerra. Mucho peor. La película abre con una frase que afirma que la guerra es una droga, y esto lo sabe el protagonista. El sargento James, un valiente e imprudente desactivador de bombas, está enfermo por la guerra, no puede vivir sin ella. Tiene un hogar aparentemente feliz que lo espera, una mujer, un hijo pequeño. Pero su vida no está allí, sino en el campo de batalla, con la adrenalina y la tensión que implica desactivar una bomba, corriendo el riesgo de perder la vida a cada momento. En una escena, un superior que lo halaga luego de una misión, le pregunta cuántas bombas desactivó. James le contesta una cifra descomunal, y el superior, vitoreándolo, le hace una pregunta compleja, “¿Cuál es la mejor forma de desactivar una bomba?”, a lo cual responde con una frase precisa: “La forma en la que uno no muere”, una respuesta que habla tanto de su naturaleza como su accionar cotidiano. James desactiva bombas evitando morir en el intento, pero no parece saber cuál es la verdadera razón de su existencia. Es por ello que sigue enfrentándose día a día a la posibilidad de perder la vida por un explosivo, porque no puede vivir sin esa dosis de tensión límite, su mayor droga. En esa adrenalina constante, le toca conocer de cerca a los extremistas que se atreven a dar su vida, y la de sus enemigos, por una doctrina, hasta que, en una escena clave, intenta salvar la vida de un hombre cargado de explosivos que no desea cometer un acto suicida por el amor que siente por su familia. James comprende al hombre pero, a diferencia de él, no puede evitar su adicción a vivir situaciones límite, porque ni en su propia familia encuentra la felicidad anhelada. Esta droga no le anula su espíritu compasivo. Lo vemos jugar al fútbol con un niño iraquí que se hace llamar Beckham y que vende copias piratas de películas a las tropas, y luego lo vemos quebrarse ante un hecho crucial que parece involucrar a este chico. Sin embargo, a diferencia de muchos filmes, que nos muestran a los jóvenes soldados añorando la familia que les espera en su hogar, Bigelow nos muestra a un soldado que no puede vivir sin enfrentarse a la muerte todos los días, y que es tan suicida como los extremistas islámicos que les toca enfrentar, aunque sean otros los motivos que lo llevan a ese coqueteo constante con la muerte. En ese sentido, la escena en la que le dice a su bebé que algún día los elementos que hoy lo hacen feliz no tendrán importancia, es tan reveladora como emotiva (aunque sea la escena más explícita, más concesiva y menos coherente con la puesta símil documental del resto del film). Al terrible drama que vive el protagonista, y al complejo discurso que adopta la película respecto a la naturaleza de la guerra, Bigelow le agrega una cámara y un montaje en constante nervio, que registra algunas de las escenas bélicas más realistas que se hayan visto, a la vez que coquetea con dos géneros concretos, el suspenso (la tensión siempre está puesta en la posibilidad de que los explosivos no puedan ser desactivados a tiempo, lo que hace que la película juegue más con el suspenso que con el propio cine bélico) y el western, al cual le pertenecen, por ejemplo, la aridez de los campos minados iraquíes, y el último y desolador plano del protagonista, caminando hacia la acción, sin poder despegarse de aquello que lo acerca a la muerte y, a la vez, le da un triste sentido a su vida. Kathryn Bigelow lo hizo de nuevo y mejor, volvió a demostrar que el cine de acción y testosterona no necesita de heroínas gratuitas para no ser sólo cosa de hombres. Y lo demuestra con un film tan dinámico como reflexivo, mucho más enérgico y complejo que el grueso de las películas de este tipo.
Si usted cree que la convivencia con su mujer lo está matando y que no hay salida, no se preocupe, Hollywood le ofrece esta hermosa película sobre gente que sufre igual que usted. Que usted y que su esposa, no se olvide que ella también está sufriendo. Lo digo porque a lo mejor se olvida, y cree que usted es el que necesita un respiro, que para su mujer no hay ningún inconveniente. A lo mejor usted es como Joey, el personaje que interpreta Jon Favreau, un hombre que no quiere saber nada con plantear seriamente los conflictos de pareja, y que viaja con sus amigos y sus parejas en busca de un respiro, de relax. A lo mejor, como Joey, si le dicen que su lugar de estadía es sólo parejas, y que la zona opuesta es para solteros en busca de sexo, no tardará en buscar el camino hacia allí, o terminará buscando placer de cualquier forma, lejos de su mujer. Pero, eso sí, si su esposa está en la misma búsqueda, y usted se da cuenta, se alterará mucho. Lo primero puede generar muchas situaciones graciosas (las más graciosas de una película muy poco graciosa, hay que decirlo), lo segundo dará como resultado un cúmulo de situaciones de una misoginia insoportable. A lo mejor está muy lejos de Joey. Tal vez usted esté más cerca de Jason (Bateman), quien transita una relación difícil por el estrés que implica no lograr el embarazo deseado, y decide irse con su mujer a una isla con un intenso tratamiento terapéutico para parejas, porque ansía poder recuperar la felicidad que supo tener con su mujer. A decir verdad, uno tiende a dudar que usted esté cerca de Jason, a fin de cuentas la película se ocupa de enfatizar que Jason y su mujer son los raros de su especie, que no es normal que una pareja desee resolver a toda costa sus problemas. Es muy probable que usted sea como Dave (Vaughn), un hombre que, como su mujer, creen que “funcionan” como matrimonio porque sus hijos están bien, y no se hace demasiado problema, no tiene deseos extramatrimoniales pero tampoco se da cuenta que no todo “funciona”, o que la cuestión no es que el matrimonio “funcione”, sino que los haga felices. Si usted fuese Dave, es muy probable que le resulte estresante someterse a una terapia de pareja. O quizás esté más cerca de Shane (Faizon Love), quien se separó de su mujer y acompaña a sus amigos y sus parejas a esta isla con una veinteañera con la que lleva saliendo apenas semanas, sólo para no hacerle frente a su soledad, y al amor que aún siente por su mujer. A lo mejor usted se identifica con alguno de estos hombres, pero si encontró aquí el espejo de sus propios conflictos matrimoniales, por favor, no los siga. No viaje a una isla con ellos, porque se va a decepcionar. En la isla lo está esperando un programa terapéutico que podría serle de utilidad, pero no parece serlo para estos personajes. Al final del camino, no le esperan claves para resolver sus problemas, sólo alguna excusa mediocre e inverosímil que terminará reconciliándolo con su mujer sin saber cómo sucedió eso. Si usted es como Dave no habrá problema, sabe de entrada que ama a su mujer y que no quiere otra cosa en su vida, sortearán juntos sus dificultades y listo. Si usted es como Jason, mejor aún. Creerá que son los raros de su especie, cuando en realidad son quienes la tienen más fácil. Pero si usted es como Shane, todavía se estará preguntando cómo terminó su ex mujer buscándolo a usted en la isla de los solteros para pedirle que vuelvan juntos. O peor aún, si es como Joey, se desorientará completamente al sentirse nuevamente atraído por su mujer, apenas minutos después de verla coquetear con el musculoso Salvadore (Carlos Ponce, cantante de moda a finales de los noventa, que lentamente viene escalando con sus papeles secundarios en Hollywood), y después de que usted deseara tener relaciones con su masajista, reacción física incluida. Es cierto, no deberíamos pedirle más a esta película, porque muchas comedias de (re)matrimonio apelan a lo mismo, un conflicto sin aparente solución, que se resuelve rápidamente y sin razón aparente, sólo por la necesidad de que el matrimonio se doble pero no se quiebre. Claro, si se dobla es cómico, si se quiebra no. Ahora bien, sería interesante que, a la hora de apelar a esta necesidad de que el matrimonio no se quiebre, el conflicto se resuelva de una manera mínimamente coherente, al menos para que el discurso conservador no aflore de manera tan evidente. Eso sí, si usted se ve en el espejo de alguno de estos maridos, si alguno de los conflictos que se plantea, o que su mujer se ocupa de hacérselos notar, lo puede ver en alguno de estos matrimonios, no espere que esta película sea sincera, ni con su problema, ni con los de los personajes. En el medio de todo esto están tres actores de comedia que, afortunadamente, no suelen codearse tanto con el conservadurismo como en esta película. Y también están las cuatro únicas razones que permiten que esta comedia pueda ser digerida más fácilmente: Jean Reno, en la piel del excéntrico gurú del amor matrimonial Monsieur Marcel, Peter Serafinowicz, el imperturbable empleado del spa, Ken Jeong, uno de los terapeutas, y el niño que interpreta al hijo menor de Dave. Pese a esto, la advertencia está hecha. Salir del cine creyendo que el matrimonio es lo mejor no soluciona ninguno de sus conflictos cotidianos. Si usted espera una respuesta honesta ante estos conflictos, se decepcionará. Y si usted no busca nada de eso, y sólo busca pasar un buen rato a pura risa, lamento decirle que la decepción será la misma.
Jason Reitman suele enfocarse en protagonistas que generan bastante incomodidad. En su primera película, Gracias por fumar, el protagonista es un simpático defensor de las compañías tabacaleras. Su segunda, Juno, está protagonizada por una adolescente embarazada que ansía desprenderse de su futuro hijo. En esta, su tercera película, quien incomoda al espectador es un ejecutivo que se encarga de viajar por distintas ciudades para ocuparse de despedir personal de distintas empresas. Reitman, que ya había logrado posicionarse con su anterior film, logra subir varios peldaños en la industria con Up in the air (no muchos directores logran nominaciones al Oscar a Mejor Película, Mejor Director y Mejor Actor, entre otras, con su tercera película), sin renunciar al oxígeno indie que respira su corta filmografía. Si algo caracteriza a los protagonistas de sus películas es un encanto particular, que contrasta fuertemente con aquellos rasgos que incomodan. En ese sentido, Ryan, el personaje interpretado por George Clooney en Up in the air, tiene mucho del encanto de los protagonistas anteriores, y un estilo de vida que genera asperezas. Ryan es un hombre solitario, que disfruta vivir en el aire, y no tiene reparos en enfrentarse a cualquier empleado y oficiar de vocero del gerente correspondiente para anunciarle su despido. A Clooney le sobra carisma y actitud para comprarnos con un personaje no tan fácil de digerir, de la misma forma que Aaron Eackhart en Gracias por fumar. Ambos personajes muestran que los representantes de la escoria de la humanidad, no tienen por qué ser parte de esa misma escoria, aunque presten su rostro y su voz para difundir su discurso. A Clooney también le sobra talento para mostrarnos la otra cara de Ryan, la del hombre que se da cuenta de su soledad y de su oficio ruin, y pretende revertir su realidad. Ahí, en la introspección del personaje, en el acto de enfrentarse a sus zonas oscuras, se encuentra el elemento distintivo de la película, pero a su vez su mayor debilidad. Reitman no suele juzgar a sus personajes, pero aquí lo hace, aquí Reitman está convencido (y nosotros también), que su estilo de vida lo ha condenado a la infelicidad. A fin de cuentas, todos sabemos que los espejitos de colores del capitalismo no son un pasaporte a la felicidad de nadie, y si el sueño de Ryan es conseguir una credencial exclusivísima por las millas acumuladas, sabemos que, tarde o temprano, entenderá que la felicidad no está allí y que debe salir a buscarla. No es que el acto de juzgar al personaje y su conducta sea algo reprobable en sí mismo, sí lo es el colocar elementos adrede para que el juicio aparezca de la manera más básica posible. El momento en el que Reitman se atreve a hacernos creer que estamos ante una comedia romántica, cuando juega con el cliché del hombre corriendo en busca de la mujer, es una de las secuencias más tramposas de la película. En primer lugar, porque nada más lejos de este personaje que ir corriendo en busca de una mujer, en segundo lugar, porque la resolución drástica y sorpresiva de este acto romántico es un cachetazo al personaje y a los espectadores, el momento en el que la película sentencia definitivamente a su protagonista. Si bien Reitman no comete el pecado de endulzarnos con finales felices innecesarios y facilistas, la necesidad de instalar situaciones que habiliten el juicio al personaje y sus ansias de redención, hacen que este film, el más importante de Reitman a la fecha, no posea toda la frescura y la honestidad de su anterior película. Afortunadamente, Clooney nos hace digerir su soledad con total naturalidad y con el encanto de sus habituales papeles, permitiendo que los actos más desubicados del personaje no nos suenen del todo incoherentes, y que la película no pierda la calidez característica de los films de Jason Reitman, un director que afortunadamente continuará ascendiendo, y aún tiene mucho por decir, muchos personajes ásperos sobre los cuales colocar su ojo crítico, mientras no vuelva a caer en el juicio fácil.
Las expectativas con respecto a esta película eran muchas. Todos nos preguntábamos qué haría Guy Ritchie con Sherlock Holmes. Nos hacíamos esa pregunta, aunque sabíamos la respuesta. Sabíamos perfectamente que a Ritchie poco le podía importar la impronta tradicional de este personaje, y el cúmulo de versiones cinematográficas que han adaptado sus aventuras. Un hombre de acción y sarcasmo puro como Ritchie, difícil que pueda supeditarse a los razonamientos deductivos desde el sillón del célebre detective. Ahí lo podemos ver al Sherlock de Ritchie, un sujeto algo desquiciado, con una capacidad notable de observación de las personas, pero también con una propensión a la aventura y a la acción. Un hombre que no persigue huellas con una lupa, una pipa y el sombrero con el que se lo conoce tradicionalmente, sino un investigador esencialmente combativo e inquieto, un sujeto que, si no contara con la ayuda del moderado y circunspecto Watson, hubiese perdido la cabeza rapidamente. Ritchie sabía que esa era la imagen que le interesaba mostrar de Mr. Holmes, por eso contrató a uno de los grandes actores de la actualidad, Robert Downey Jr., el mejor actor para interpretar personajes al borde de la locura. Por eso también apostó a una importante producción de época plagada de escenas de acción. Pese a esto, la película no le da la espalda al personaje creado por Sir Arthur Conan Doyle. Todo lo contrario. Ritchie no cae en los convencionalismos construidos en base a este personaje, pero su Sherlock Holmes está muy lejos de la traición. Downey Jr. le infunde una enorme vitalidad al personaje y lo interpreta con la misma genialidad con la que encarna sus habituales papeles de desequilibrado. Sin desbordes, con suma actitud, midiendo cada mirada, dando en la tecla con cada palabra pronunciada. Con el mismo carisma que su último Tony Stark, pero mucho más desmedido, porque el Holmes de Ritchie así lo requiere. Richie adapta a la perfección el escenario en el que se mueve Holmes, una Londres puramente industrial, que sirve de base para el cientificismo de Holmes, aunque este elemento se ve opacado por su tendencia a la acción. Si bien esta película no pertenece al riñón de su cine, no es difícil encontrar las huellas de Guy Ritchie en esta versión. El Ritchie puro se hace presente en los movimientos de cámara, especialmente de las escenas de pelea, en el montaje y, sobre todo, en el humor que recorre toda la película. Ritchie ironiza saludablemente con el vínculo conflictivo que sostienen Holmes y Watson, y festeja el hecho de que el protagonista, lejos de la solemnidad o el humor sobrio que lo caracterizan en la versión literaria, no parece tomarse en serio absolutamente nada. Sin embargo, no todo desplazamiento del eje habitual del personaje es beneficioso para la película. Por momentos, el sello visual de Ritchie cansa, y cabe recriminarle el hecho de que no se haya permitido jugar a consciencia con el cine policial clásico. Este aspecto no sólo se ve en lo visual, sino principalmente en lo narrativo. La película se mete con el factor sobrenatural, que parte de la forma en que se conduce Lord Blackwood, el villano de la película, algo poco común para el razonamiento deductivo de Holmes, y si bien el detective termina respondiéndole al espectador que no todo está tan lejos de su órbita de acción, el apelar a una aventura que se asume suficientemente descabellada, hace que sigamos todo el tiempo por esa vía, desviándonos del razonamiento de Holmes. Lo que hace este último giro es demostrarnos el nivel de engaño al que fuimos sometidos durante el desarrollo de la acción, tratando en vano de incorporar hacia el final la capacidad de observación de Holmes, cuando todas las cartas parecen estar echadas. Antes que un atajo deductivo al final, hubiésemos preferido mantenernos todo el tiempo pendientes de su capacidad de razonamiento, sin que el guión nos trampee haciéndonos gala del talento sobrenatural de Blackwood. Esta versión de Sherlock Holmes escapa a la imagen típica de uno de los personajes literarios más reconocidos por el cine. Guy Ritchie logra llevar para su campo el universo de Holmes, haciendo una versión en clave cómic, aunque esto implica mantenerse jugando con sus mismos caprichos visuales de siempre, acelerando o ralentando arbitrariamente algunas escenas, y apostar a una trama con tintes sobrenaturales, olvidándose hasta el límite de lo tolerable de la esencia deductiva del personaje. Más allá de esto, esta versión es lo suficientemente disfrutable como para que ansiemos ver el previsible enfrentamiento próximo de Holmes con Moriarty, su conocido archienemigo, ampliamente anunciado en la última parte de la película.
The imaginarium of Doctor Parnassus era una película muy esperada por todos. Muchos la esperaban especialmente por ser la última película de Heath Ledger, quien murió durante el rodaje y no llegó a completar algunas escenas. Otros, porque estimamos bastante a Terry Gilliam, un extraterrestre bastante curioso y excéntrico dentro del mundillo cinematográfico, por haber sido miembro de Monty Python, y por su persistencia en el género fantástico, pese a sus últimos traspiés en la materia, anclado en anteriores films descomunales como Brazil o Las aventuras del Barón Munchausen. Claro que han pasado más de veinte años desde aquellas, y The imaginarium… viene a recordarnos la brecha que hay entre las mencionadas y sus más recientes incursiones en el cine fantástico, incluyendo esta última. ¿Qué pasó con Gilliam y sus particulares universos imaginados? El problema nunca fue su desmesura visual. El fantástico no sólo habilita esa desmesura, sino que es el espacio ideal para que la desmesura se haga presente. La realidad cinematográfica de Gilliam sería maravillosa, si su imaginación no determinara últimamente universos inconsistentes, vacuos, caprichosos y autoindulgentes. The imaginarium… parecería ser el colmo de la inconsistencia narrativa de Gilliam. Si el género fantástico es el terreno ideal para una estética desmesurada, éste requiere de cierta consistencia narrativa que equilibre con el despliegue visual (pensemos, por ejemplo, en la distopía de Brazil). Este no es el caso. El argumento es una mera excusa para una película que suma caprichos visuales en un intento fallido de cine surrealista (Gilliam parece confundir surrealismo con mera ensoñación), con buenas actuaciones, pero con personajes carentes de toda profundidad, en un cuento mágico con mucho ruido y pocas nueces. Es inevitable hacer mención a la participación de Ledger. Como todos sabemos, Ledger no pudo completar su papel, para terminar el rodaje se reescribieron algunos pasajes del guión y en su papel aparecen Colin Farrell, Jude Law y Johnny Depp, quienes donaron sus honorarios a la hija de Ledger. Naturalmente, esta decisión de reemplazar a uno de los protagonistas por tres actores diferentes, en otra película hubiese dado lugar a un film incoherente. Podríamos preguntarnos cómo hubiese sido esta película si Ledger no hubiese muerto durante el rodaje, pero no tiene mucho sentido. Primero, porque la realidad es esta, y segundo, porque se nota cierta reescritura en el guión, pero la inconsistencia general, amparada en la supuesta libertad que da el fantástico, hace que el cambio de actores para el personaje se integre convenientemente a su estructura. Cada vez que Tony se adentra en el mundo imaginado, cambia de rostro, y se evidencia otra faceta de su personalidad. Si la reconstrucción anecdótica del film, a partir de la muerte de Ledger, no hace ruido en la historia (no más ruido que la historia misma), sí lo hace puntualmente el final del personaje, que el destino (y Gilliam) dejó en manos de Colin Farrell, para completar lo que no pudo el desaparecido actor. Se puede aceptar que las participaciones de los otros actores se den en el ámbito de los viajes fantásticos de Tony, pero no es tan fácil ver a otro actor ocupándose de la resolución del personaje. Este hecho hace que la película no pueda desprenderse del abrupto final de Ledger durante el rodaje, una condición que podría haber afectado a toda la película, si no fuera porque la película ya se encontraba afectada desde su propio planteo. De todas maneras, pese a que The imaginarium… cobró mayor importancia a partir de la muerte de Ledger, no nos engañemos, el protagonista absoluto es Christopher Plummer, brillantemente caracterizado como el anciano inmortal Parnassus, mientras que la mejor elección en el elenco es Tom Waits, y otro secundario importante es Verne Troyer. Ledger, y sus tres reemplazantes, cumplen con eficiencia el papel de Tony, pero ese personaje está lejos de ser el protagonista exclusivo. The imaginarium of Doctor Parnassus es una muestra de la poderosa imaginación visual, que no narrativa, de Terry Gilliam, un director que sabe construir universos fantásticos, pero que últimamente parece estar encerrándose demasiado en sus propias imágenes, relegando tremendamente la importancia de una historia sólida que soporte semejante derroche de efectos y de animación. Lo que queda entonces, es un capricho visual de dos horas de duración, que a los diez minutos ya nos aburre, ametrallándonos con imágenes, pero sin una historia que valga la pena contar.
Podría decirse que, con The informant! Steven Soderbergh vuelve al mundo de las trampas que tanta fama le dio con la saga de Ocean’s eleven. Pero este film es mucho más pequeño, y más intrincado, que esas películas de puro movimiento y mucha diversión. Tenemos a Matt Damon interpretando al ejecutivo de una empresa que, a partir de un hecho determinado, comienza a oficiar de soplón para el FBI con el objetivo de desenmascarar un arreglo aparentemente turbio de la corporación para la que trabaja. La comedia que instala Soderbergh en esta película no radica en la torpeza de este hombre como informante, sino en el hecho básico de que, durante buena parte de la película, no sabemos si este hombre es o se hace. Sí sabemos que Mark Whitacre termina generando un embrollo descomunal a partir de una mentira, pero tanto Soderbergh como Damon se ocupan de llevar adelante el enredo sin que conozcamos cuál es el verdadero propósito de su accionar y cuán víctima o responsable es del escándalo en el que se ve involucrado. En esta película, Soderbergh se coloca en el punto medio entre su cine más independiente y sus propuestas netamente comerciales. Soderbergh es tal vez uno de los directores que mejor se saben mover entre esas dos formas opuestas de concebir el cine. Sus películas más radicales poco tienen que ver con su cine más taquillero, pero siempre podemos hallar su sello en la agilidad de sus relatos, en la fotografía (de la que usualmente es responsable, bajo un seudónimo), en el montaje y en la música, aspectos en los que siempre demuestra su enorme talento como realizador. The informant!, frente al resto de su filmografía, parecería una película inclasificable, porque tiene todo de su cine más comercial, pero con un relato que, al centrarse en la esquiva naturaleza del personaje, llega a ser sumamente ambiguo y carente de concesiones para la taquilla, a la vez que expone los aspectos externos más particulares del cine de Soderbergh en un envase más chico y, aparentemente, poco pretencioso. La película está diseñada a la medida de Matt Damon, quien, con varios kilos de más, algo avejentado y con bigote, toma la piel de cordero de su personaje en Ocean’s eleven, y hace que el espectador confíe intermitentemente en él, en un hábil juego narrativo y actoral que le hace muy bien a la película, permitiendo que cualquier vuelta de tuerca se integre perfectamente en la historia y no requiera de esforzadas relecturas de lo visto anteriormente. Pese a esto, así como The informant! es una versión pequeña del cine más entretenido de Soderbergh, su resultado también es considerablemente pequeño. Más allá del personaje de Mark Whitacre y de la inteligente interpretación de Damon, el humor irónico de la película sorprende bastante poco y los mayores aciertos de la película radican en el virtuosismo de Soderbergh y en la perfección de los rubros técnicos. Se entiende que después del esfuerzo demostrado por Soderbergh en las dos películas sobre el Che Guevara, haya decidido despacharse con algo más pequeño (junto con el drama independiente The girlfriend experience) y más liviano, pero pese a sus aciertos, The informant! carece de la solidez de la exitosa saga protagonizada por Clooney y Brad Pitt, y de la genuina austeridad de sus películas más extremas, conduciéndose por una vía tradicional en el cine de Soderbergh, pero sin acercarse a lo mejor de su filmografía.
Luego de una película tan aclamada como ajena al universo de los Coen (No country for old men), y de una comedia muy coeniana pero excesivamente ligera y superficial (Burn after reading), Joel y Ethan Coen regresan con gloria al eje de su filmografía, con su habitual radiografía social cargada de ironía y con una apuesta conceptual que puede dejar perplejos a muchos. Tal vez convendría, primero que nada, dilucidar dos líneas sobre las cuales se sostiene la cadena de infortunios que le suceden al pobre Larry Gopnik. La primera de ellas, la más evidente, es la versión libre del cuento de Job, la historia bíblica de un hombre sin maldad que es condenado por Dios a una serie de desgracias, con el propósito de probar su fe. A partir de estos hechos, Job empieza a preguntarse por qué Dios lo ha condenado a todas esas desdichas, y dicho cuestionamiento termina con Dios respondiendo a su desesperada llamada. A serious man presenta una serie de elementos algo difíciles de descifrar (el prólogo, el final, muchas frases que se pronuncian en la película) y a cualquier espectador desconocedor de la cultura judía le puede resultar fácil ampararse en ese desconocimiento para no buscar la clave que explique y encauce todos esos elementos. Sin embargo, el planteo de la película toma las preguntas que se hace Job para asociarlas, no con un discurso religioso, sino con un principio físico, el principio de incertidumbre o relación de indeterminación de Heisenberg, que vagamente explica el protagonista a sus alumnos –y al espectador– la segunda, y principal, línea que desarrolla la película, y el motor de todas las preguntas que se hace el personaje. Básicamente, el planteo de la película es científico, y la respuesta a este planteo es tanto científica como religiosa. Este último caso se ve en la frase de Rashi del comienzo, “Recibe con simplicidad todo lo que te suceda”, la misma respuesta de los rabinos con los que se entrevista Larry, y lo que parece decirle Dios a Job con su aparición. A Larry comienza a sucederle un cúmulo de situaciones que no puede o no sabe cómo manejar, y todas terminan amparándose en ese principio de incertidumbre. La película se disfruta sin necesidad de leerla bajo este concepto, pero si se quiere acceder a las dimensiones intelectuales que despliegan los Coen, atando todos los cabos que, supuestamente, quedan librados a la interpretación del espectador, es necesario saber un poco acerca de este principio, que atraviesa a todos los personajes y situaciones y que es la matriz que rige la puesta de algunas escenas geniales, como la del accidente. Básicamente, el principio de incertidumbre afirma que no se pueden precisar en simultáneo ciertos pares de variables físicas, como la posición y la velocidad de un elemento, es decir, que las partículas en movimiento no tienen una trayectoria precisable. En otras palabras, que ante una situación determinada, como el ejemplo del gato en la caja, que se menciona en la película, la ciencia puede acercarse hasta cierto punto, pero el resto queda sujeto al libre desarrollo de alguna de las opciones. El gato puede estar o no muerto, pero no lo sabremos. Tomando como eje este concepto, tenemos a Larry, un profesor de matemática, un ser racional que un día comienza a padecer una serie de infortunios (su mujer lo abandona por un conocido suyo, su hermano comienza a revelar su condición de jugador compulsivo, un alumno suyo supuestamente lo soborna para conseguir que cambie la nota de un examen, etcétera), y como no encuentra explicación a tantos tormentos juntos, decide recurrir al consejo de tres rabinos. El prólogo de la película, que aparentemente es inconexo o puede ser tomado como una simpática disgresión narrativa, es la síntesis de cómo el principio de incertidumbre actúa en la trama. Es un relato situado en un shtetl (una aldea judeoeuropea del siglo XIX), con un hombre que lleva a su casa a un conocido que no ve hace tiempo. La mujer de él se sorprende y le dice que ese hombre está muerto, y al verlo entrar a su casa, lo toma por un fantasma. El esposo, que repetidamente se asume como un ser racional, descree de esa versión y entiende que, si lo ven, es que no ha muerto. La incertidumbre está en el hecho de no saber si ese invitado es o no un fantasma, y ante esa incertidumbre, se muestran las dos posiciones, la racional y la espiritual o religiosa, encarnada en la mujer. Este relato dispara una historia que nada tiene que ver con aquél, y que sólo se vincula en la ilustración de ese principio de incertidumbre. Volviendo a Larry, lo vemos asistir impávido al desmoronamiento de su familia y de todos los aspectos que hacen a su existencia. Su mente racional no consigue lidiar con la incertidumbre que lo rodea, y ante esa incertidumbre, la respuesta religiosa unánime es la misma que la frase de Rashi, “Recibe con simplicidad todo lo que te suceda”. Básicamente, la única respuesta es resignarse, hay cuestiones sobre las cuales no tendremos respuesta, y es conveniente seguir el curso de los acontecimientos sin que nada sea cuestionado, ya que todo cuestionamiento terminará en la nada. Como el relato bíblico del que parten los Coen, Dios se aparece ante Job, pero no contesta sus preguntas: su aparición es más importante que la respuesta que da. Dios valora el cuestionamiento de Job, de otro modo no se aparecería, pero al evadir sus preguntas, confirma la imposibilidad de conocer por qué suceden algunas cosas, por qué la vida a veces nos pone palos en la rueda. Los Coen pintan una aldea con evidentes trazos autobiográficos y narran, con una fuerte carga de ironía, las vicisitudes de una familia judia americana de clase media en los sesenta. Con un discurso irónico, que pese a cierto agnosticismo, no busca atacar a la religión, se ponen en la piel de este sujeto que no puede dejar de hacerse preguntas, más cerca de una mirada científica que de la óptica religiosa. Los Coen no encuentran comodidad en la frase de Rashi ni en la respuesta evasiva de los rabinos, pero cuando miran hacia el otro lado, en la eterna pelea entre ciencia y fe, la balanza queda repartida. Bajo un principio determinado, la ciencia ha afirmado la imposibilidad de dar respuesta fiel a todo lo que se presenta. Ni la fe ni la ciencia le permiten a Larry entender hacia dónde debe disparar, y ese es el dilema que plantea toda la película. No nos vamos a detener aquí en todos los elementos que se asocian con el principio mencionado y con la conclusión religiosa. Sería interesante que cada espectador vea o vuelva a ver la película y los busque. De todas maneras, podemos mencionar algunos, como la frase que le espeta el padre del alumno coreano ante las dos probabilidades que le presenta Larry (“Please, accept the mistery”, “Por favor, acepte el misterio”), tal vez la frase más graciosa de la película, pero que remite directamente a la forma de asumir la incertidumbre; lo que le dice el rabino al chico para su bar mitzvá, citando “Somebody to love” de Jefferson Airplane, leit motiv de la película y cuya letra guarda no pocos elementos de conexión con el argumento, y párrafo aparte merecen las resoluciones escénicas que se entroncan con este concepto. Entre ellas están la escena del final, cuando Larry va camino a una realidad que sólo puede intuir (y que tal vez se origina en el único acto reprobable que Larry comete cerca del final), o la mencionada escena del accidente, cuyo montaje paralelo confunde intencionalmente y hace creer que Larry y la nueva pareja de su esposa, Sy Ableman, van camino a estrellarse uno contra el otro. En determinado momento, vemos chocar a Larry y, posteriormente, se nos anuncia que Sy murió en ese mismo momento, en otro accidente que no vimos ni veremos. Esta genial puesta en escena es la más audaz, ya que nos hace abrir los ojos y detenernos ante una precisa escenificación del principio de incertidumbre, a la que sigue un cuestionamiento de Larry tan gracioso como desgarrador: “¿Qué me está queriendo decir Dios? ¿Que Sy y yo somos la misma persona?”. Y si esto fuese un exhaustivo análisis de la película, podríamos seguir mencionando muchos personajes y situaciones que giran en torno a este mismo concepto, pero me gustaría detenerme en otro aspecto particular de esta gran película. Hasta ahora, los Coen no se habían detenido en su cultura judía. Ahora que lo hacen, lejos de bastardearla, la toman como lo que es, una inagotable fuente de preguntas. Dejando esas preguntas a un lado, tenemos un retrato social que sabe hacer foco en lo patético de estos personajes. En este sentido, la pintura de los judíos, principalmente de los personajes adolescentes, se parece a la de Todd Solondz, de quien hablamos en la crítica de la española Gordos. La diferencia está en que, mientras Solondz condena a sus personajes por los actos que cometen, los Coen se apiadan de los suyos, en especial de Larry. El pobre Larry carga con una vida desolada, y los Coen lo observan mientras se hacen las mismas preguntas que él. La pintura de Larry se ve además beneficiada por la formidable interpretación de Michael Stuhlbarg. En medio de una serie de películas protagonizadas por un cúmulo de estrellas, varios de ellos figuras habituales en el cine de los Coen, se agradece enormemente que para este relato más pequeño e independiente hayan relegado la habitual multiestelaridad y apostado a un elenco de actores poco conocidos y por demás solventes. Finalmente, cabe repetir algo que se ha aclarado suficientemente, pero que es preciso recordar. A serious man puede disfrutarse enormemente como una comedia amarga e inteligente con un hombre alarmado ante la descomposición de todo lo que lo rodea. Podemos obviar todos los conceptos en los que se ampara el relato, y aun así podemos disfrutarla, pese a que, bajo esa visión, algunas escenas queden descolgadas o sin explicación aparente. Ahora bien, si lo que queremos es ver esta película y disfrutar plenamente de la astucia autoral de los Coen, podemos revisar algunos conceptos, y nos encontraremos con una de las comedias más inteligentes de los últimos años. El mejor regreso a la esencia del cine de los Coen, y a sus complejas radiografías sociales, que podrían haber planeado estos dos hermanos tan rebeldes como adultos.
Es imposible no hablar de Avatar. Es imposible no hablar de ella, porque, antes que nada, es imposible perdérsela. Sabemos desde hace bastante que James Cameron es un experto en lo que a experiencia cinematográfica se refiere. Ver una película de Cameron, especialmente los grandes tanques que tanto adora realizar, como las dos primeras (y mejores) Terminator o Titanic, supone asistir a experiencias cinematográficas únicas, donde el espectáculo es rey, y el prodigio visual y narrativo no se queda atrás. Ya que hablamos de experiencia cinematográfica, la experiencia particular de ver Avatar en salas especiales, como las IMAX o las 3D Digital, es algo que difícilmente pueda divorciarse de la película en sí. Primero porque en Avatar Cameron probó con un tipo especial de cámaras que venía desarrollando desde hace unos años, denominado Reality Camera System o Fusion Camera System, cámaras con las que experimentó en los últimos documentales que realizó, y que ya utilizó Robert Rodriguez para sus películas infantiles en 3D. Dichas cámaras permiten un registro específicamente preparado para una visualización estereoscópica, lo que generó que gran parte de los espectadores que Avatar llevó al cine se hayan volcado por primera vez a este tipo de proyecciones, y demuestra que ciertas películas se conjugan de tal manera con las circunstancias de su proyección, que difícilmente puedan ser apreciadas en copias piratas, filmadas en el cine y visualizadas en cualquier televisor. Yo la vi en 3D, y más allá de que haya ciertas cuestiones de esta técnica que demuestren que aún le falta para llegar a la perfección (como la necesidad de profundidad en planos cerrados, lo que provoca que dos personajes que hablan uno junto al otro parezcan estar a kilómetros de distancia), la espectacular experiencia es el condimento ideal para semejante película, aunque lo novedoso de esta proyección por momentos llegue a opacar al propio film. Otro dato ineludible es que ya aseguran que Avatar se convirtió en la película más taquillera de la historia, superando el record de Titanic, y si a este dato le sumamos que Terminator 2, al momento de su estreno, se convirtió en la segunda película más taquillera de la historia, detrás de E.T., podemos empezar a comprender el ojo que tiene Cameron a la hora de llevar a la pantalla el mejor cine espectáculo que podemos ver hoy en día. Sí, podrán decir que el guión es básico, que esta historia ya se ha visto en Pocahontas, o en alguna que otra ignota película de aventuras. ¿Acaso tiene sentido esta discusión? ¿Alguien puede por ello afirmar que Avatar es un plagio hecho y derecho? Cuando el espectador promedio anuncia algo así, lo hace intentado derribar el monumento construido en torno a la obra exitosa, suponiendo que éxito es sinónimo de originalidad o perfección. Avatar no es original en su relato, por la sencilla razón de que ningún relato es puramente original (mucho menos un relato fantástico, que suele regirse en base a preceptos concretos), pero Cameron, que sabe y mucho de ciencia ficción, no desmerece el relato en ningún momento. Concebir un guión chato y predecible no es desmerecer el relato, porque el mismo no está apoyado en la originalidad del conflicto, sino en la particular construcción del universo fantástico de Pandora, y Cameron no se queda en una trama previsible, sino que aprovecha ese universo para un discurso alegórico claro. Avatar puede leerse como un relato antibélico o antiimperialista explícito, y como una invitación a sumergirse en la fantasía pura, abandonando todo atisbo de realidad. Si la primera lectura es “para adultos”, la segunda es universal, y es el concepto que rige esta producción, destinada directamente al entretenimiento puro. Un entretenimiento que nos atrapa en Pandora, deposita nuestra conciencia en un avatar y nos hace huir a la par de los nativos de la mano destructora del hombre. De ahí que el 3D sea un elemento inherente a la idea esencial sobre el espectáculo que expone Cameron en su última película. Si nos ponemos a pensar, en Titanic, exceptuando la clásica y simple historia de amor, al realismo y la espectacularidad de la secuencia del hundimiento del barco sólo le faltaba el 3D. Claro que para ello hubiéramos tenido que colocarnos los lentes en la última parte, mientras que aquí el 3D es permanente, porque la aventura, la acción y el espectáculo no dan tregua en ningún momento. Avatar tiene un maravilloso diseño de escenarios y de personajes, eso salta a la vista, y muchas escenas regidas por la enorme pericia visual de Cameron, pero no nos podemos quedar allí. Lo que tenemos con Avatar no es sólo la primera parte de lo que podría llegar a ser una monumental saga fantástica, sin una base literaria rígida como El señor de los anillos, sino una nueva apuesta por la aventura más sólida y potente, un notable ejercicio de espectáculo, que nos adentra como pocas en un mundo fantástico redondo. Difícilmente podamos comparar esta película con algunos de los últimos tanques que hemos visto, desde ya que un James Cameron da sobradas muestras de que tiene mucho por enseñarle a directores poco competentes Michael Bay, que creen que un espectáculo gigante se basa en marearnos con secuencias incomprensibles. En el otro extremo del militarismo radical de Bay, se encuentra este Cameron pacifista y hasta ecologista, que no sólo se ha despachado con una superproducción desmesurada para decirnos que el ser humano debe optar por dejar vivir en paz a los que son diferentes o no piensan igual que ellos, sino que cree verdaderamente lo que está diciendo, porque este discurso ya se encontraba en el desprecio de la clase alta a la clase baja en Titanic, o en la idea de que el humano es gestor de su propia destrucción, en Terminator. Gracias, Cameron, por decirnos eso, que aunque suene muy ingenuo, no deja de ser válido, en un envase de aventura pura, que explora al máximo la facultad del cine de poder sumergirnos en un universo que sólo puede ser diseñado por el cine. Si Avatar es el camino que seguirá el cine para volver a llenar las salas y hacernos abandonar la modorra a la que nos llevan nuestros “home theaters”, entonces bienvenido Avatar, bienvenido el cine y bienvenido el 3D.
En varias oportunidades se ha mencionado que Hollywood parece estar relegando su cuota de originalidad a dos géneros puntuales, la animación y la comedia. La animación es considerada de esta manera debido a la forma en que ha expandido los horizontes del cine infantil, por lo que podríamos reescribir lo dicho y afirmar que la originalidad proviene de la comedia y del cine “para niños” en su totalidad (en esta película, así como en todas las películas supuestamente “para niños” podemos ver que esta denominación es vaga y poco coherente con las dimensiones que pueden adoptar algunas películas inicialmente orientadas al público infantil). No es casual que dos de los directores más personales del Hollywood actual, como Wes Anderson y Spike Jonze, se hayan volcado en el mismo año, con apenas un mes de diferencia en su estreno en Estados Unidos, al cine infantil. Si uno analiza con detenimiento los estrenos de los últimos años, se puede apreciar claramente que algunas de las películas más complejas y originales fueron pensadas, específica u originariamente, para el público infantil. No es casual, entonces, que dos directores que, con pocas películas en su haber, han logrado ganar un espacio único en el amplio espectro americano, hayan aprovechado el mejor momento del cine infantil, para acercarse por primera vez a este universo. Para este salto, ambos han optado por refugiarse en la pluma de dos grandes creadores de obras infantiles, en este caso, en Maurice Sendak (más conocido por su trabajo como ilustrador que como autor), y en el caso de Anderson, en Roald Dahl. Tanto la obra de Sendak como la de Dahl se caracterizan por no subestimar al niño lector ni a su particular universo. Pero ahora centrémonos en el caso de Where the wild things are, este interesante abordaje de Jonze del mundo infantil. Considerar que esta película es para niños es sumamente imprudente. Jonze tuvo varios conflictos con la producción a la hora de realizar esta adaptación del libro ilustrado de Sendak, e incluso el resultado final carece de la ligereza que se espera de una película para niños. El planteo, sin ser oscuro (la inmersión de un chico incomprendido por su familia en un mundo fantástico habitado por monstruos), lejos está de ser condescendiente y liviano, de hecho se sumerge en la oscuridad interna del niño protagonista, con su necesidad de encontrar un poco de comprensión, y su enfrentamiento con el mundo adulto. El mundo imaginario no es Narnia, ni Fantasia (el mundo de La historia sin fin), es decir, el niño no pasa a formar parte de una aventura fantástica, sino que ingresa en un universo donde se siente más amado y protegido, pero cuyo enemigo no es externo sino interno. No hay buenos y malos, sin embargo, una vez que Max ingresa en este mundo y se autoproclama rey, comienzan a surgir los conflictos internos. La sucesión de estos y el modo en que afectan al vínculo entre las criaturas y Max lo hacen llegar a la conclusión de que no es fácil gobernar incluso la propia imaginación, menos cuando se cree que gobernar o liderar es apenas un juego de niños. Como puede apreciarse, el mundo de las criaturas salvajes no dista de la supuesta civilización en la que vive Max, aunque Jonze rápidamente se ocupa de sumergirnos en el mundo paralelo, relegando la complejidad del mundo adulto a la desatención de la madre de Max (Catherine Keener, brillante como siempre), dando por sentado un paralelismo entre ambos universos. El conflicto principal de Max no es poder convivir con los adultos o con los monstruos, sino afrontar la terrible idea de que su monstruo interno va camino a ser despojado de todo salvajismo y que, en algún momento, deberá entender a los adultos, porque él mismo será uno de ellos. Nada más desolador, para Max o para cualquier niño espectador, pero así como está hecha esta advertencia, cabe decir que lo mejor de Jonze es que se acerca al niño sin un discurso pedagógico, sin suponer que está en el lugar del adulto aleccionador que cree entender su mundo. Jonze le habla respetando su imaginación, pero a su vez, se dirige al proyecto de adulto que hay en él, con sus conflictos internos antes que con una aventura lisa y llana. Jonze se ha formado un nombre gracias a sus dos únicas películas antes que esta, y más allá de las diferencias entre Being John Malkovich, Adaptation y esta última (además del universo infantil, una diferencia central con las anteriores es la ausencia de Charlie Kaufman, con su peculiar ingenio narrativo, que tanto bien les hizo a aquellas y que en esta hubiese hecho demasiado ruido), en las tres puede hallarse un hilo común en la necesidad de comprensión del torbellino interno que azota a los protagonistas de cada una de ellas. En este caso, Jonze apela a un relato más clásico, pero no por ello menos complejo, y para eso cuenta con varios aciertos. El primero, después de la materia prima que significa la obra de Sendak, es la colaboración de Dave Eggers en el guión. Eggers, que hace poco se ha destacado además como coguionista de Away we go, demuestra con ambas películas que es un autor capaz de ingresar al interior de sus personajes y captar la esencia de ellos. El mayor acierto seguramente es la elección del pequeño Max Records para el rol protagónico, un actor que está a años luz del resto de los niños actores del Hollywood actual, y que no sólo le aporta una enorme frescura y espontaneidad a su personaje, sino que ha sabido entender el conflicto interno de su personaje, no quedándose en una mera histeria, o en una simple dosis de carisma. Su fuerza actoral parece sugerir un enorme futuro profesional, si la industria lo sabe aprovechar y no lo termina destruyendo en el camino. A este acierto se le suma el de la mencionada Keener, y las voces de Chris Cooper, James Gandolfini y Forest Whitaker, capaces de darle a cada una de las criaturas que les toca interpretar, una dimensión real. El otro acierto evidente es la construcción de las criaturas. Jonze, pudiendo refugiarse en la animación digital, ha apelado a la artesanía visual que conoció y amó en su infancia, y convocó a la Jim Henson Company, herederos del talento creativo del creador de los Muppets, y de Laberinto, quienes aquí han logrado un trabajo de una asombrosa perfección. Y con este dato se refuerza la idea de que, con esta película, Spike Jonze no pretende seducir al niño actual, sino acercarse al niño de su generación, a su propio niño, al niño universal, sin complacencias de ningún tipo, sumergiéndose en el torbellino que implica ser un niño en un mundo dominado por adultos, y logrando una preciosa pintura de esta compleja realidad.