Siguiendo la línea de The Blair Witch Project, Cloverfield y de Paranormal Activity, el director Olatunde Osunsanmi entrega The fourth kind, un film que pretende redoblar la apuesta de las anteriores. La película comienza con Milla Jovovich presentando la “investigación” en la que se basa esta película, que la incluye en el papel de la doctora Abbey Tyler. The fourth kind pone en paralelo una parte “real” y otra de ficción, una recreación de los acontecimientos en los que se ve involucrada esta doctora a través de sus pacientes. La parte “real” está compuesta por una entrevista del director con una traumada doctora Tyler y por las filmaciones de las sesiones de hipnosis de sus pacientes. Nótese que se han colocado comillas donde dice “investigación” y “realidad”. Esto es debido a que, desde el primer momento en que se presenta la entrevista con la doctora Tyler, sabemos que sólo se trata de una ficción disfrazada de evento real, a la que se le ha adosado una supuesta ficcionalización, que no deja de ser una ficción dentro de otra. Después de The Blair Witch Project, y de que muchos asumieran ese film como documental, para darse cuenta después de la trampa promocional en la que habían caído, es muy difícil engañar al espectador con el mismo truco. Eso no quiere decir que Cloverfield y Paranormal Activity creyeran que podían jugar con el espectador del mismo modo que aquella, su supuesto tono documental era un artilugio para jugar con el poder de impacto de lo que se presentaba como registro directo de los hechos, habilitado por la masividad de la tecnología de video digital, y las consecuencias de este fenómeno en la sociedad, como Youtube. Si The fourth kind intenta ir más allá, es porque presenta en paralelo, y con pantalla dividida, un supuesto registro (las filmaciones a los pacientes), y la reconstrucción escénica de este mismo registro, cuando en realidad ambas imágenes carecen de un antecedente documental, lo que supuestamente es registro y antecedente de su contrapartida ficcional, es una ficción más, presentada en forma de registro, pero ficción al fin. Este juego entre dos ficciones, una dentro de otra (que no se presenta como tal pero lo es), podría sonar interesante si fuese el punto de partida de un relato capaz de sostener el suspenso o el horror que promete. Pese al curioso experimento de hacer interactuar a una ficción con su recreación, La cuarta fase consigue mucho menos de lo que promete, su supuesto horror se reduce a los típicos artilugios efectistas, con impactos sonoros y posesiones que, por excesivamente convencionales y por carecer de una pertinente dosis de suspenso, están lejos del escozor que pretende causar al espectador. Dato aparte, en la entrevista del director con la alterada (y “real”) doctora Tyler, cuyos fragmentos articulan toda la película, se aprecia un cartel demasiado presente en la escenografía del estudio que dice “Olatunde Osunsanmi presenta una entrevista con la Dra. Abbey Tyler”, el nombre del director aparece con la misma presencia que el nombre del personaje, y cada vez que se vuelve a esta entrevista podemos notar este cartel. Si a eso le sumamos el graph que lo presenta cuando le hace las preguntas pertinentes a su “entrevistada”, podemos afirmar tranquilamente que pocas veces se ha visto un intento tan torpe y tan alevoso por hacernos recordar el difícil nombre del director. Alguien le tendría que haber dicho a Osunsanmi que, en vez de preocuparse por colocar su nombre en cada fotograma, debería haberse ocupado en imprimirle un poco de ritmo, de suspenso y de verosimilitud a esta cosa que pretende llamarse… ¿terror?
En los últimos tiempos, se viene subrayando la sobreabundancia en Hollywood de películas post apocalípticas. Cada una de ellas se encuentra enmarcada en un género distinto, lo que hace que no nos encontremos con una serie de películas que se pisan entre sí, aunque posean muchos puntos en común. Cuando una temática se pone de moda, ésta se despliega en el cine a través de distintas fórmulas. Así, podemos encontrarnos con un mismo tema central en el cine de terror, en el de catástrofe o en los dramas familiares, aunque lo más común es encontrarnos con películas que, si bien se instalan en una fórmula o género en particular, saben jugar con varios géneros en simultáneo. Si el cine americano genera una serie de películas basadas en el mismo tema, o con los mismos parámetros genéricos, es porque el público lo demanda. Si surgen muchas películas de terror, thrillers paranoicos o films bélicos, es porque la sociedad se encuentra viviendo una realidad particular que habilita este tipo de películas. Concretamente, esta clase de films aparecen en abundancia porque el pueblo norteamericano (y, por correspondencia, la sociedad occidental, que consume tanto o más cine americano que el público local) vive en estado de permanente miedo, al terrorismo, a la delincuencia o a la amenaza del momento, y porque consumen la guerra desde un lugar más o menos crítico. De la misma manera, el cine post apocalíptico ha aflorado en los últimos años porque la sociedad ha comenzado a tomar consciencia del daño que le produce al planeta y a otros seres humanos. Aunque esto no aparezca como causa en muchas de las películas que describen el fin del mundo, y pese a que este fenómeno puede manifestarse en acontecimientos fantásticos, totalmente alejados de la realidad, es precisamente este grado de fantasía, o este distanciamiento de las causas reales, el que mejor describe alegóricamente el horror del mundo en el que vivimos. El cine de vampiros puede asociarse al de los zombies o muertos vivos. Independientemente del origen de ambos fenómenos pesadillescos, tanto uno como el otro apelan a un horror basado en la transformación del ser humano y en el canibalismo que ello conlleva, en pos de la supervivencia del sujeto transformado. El vampirismo de Daybreakers es un primo gótico de los zombies de George Romero. Romero no sólo ha iniciado un fenómeno híper reproducido por el cine americano, sino que, con las sucesivas secuelas, ha sabido llevarlo al terreno más evidente de la alegoría social. Daybreakers no pretende apelar directamente al discurso ideológico, sino entregarnos un thriller acabado. Pese a esto, aquí hay un claro componente alegórico. A diferencia de Romero, que ha ido transformando la figura de los zombies, hasta constituirlos como marginales en busca de la dignidad que el hombre promedio les arrebató, en Daybreakers los vampiros han llegado a ser mayoría y los pocos seres humanos no transformados, los marginales que custodian su condición de sujetos no alterados mientras intentan revertir la terrorífica norma. Sin dejar de privilegiar su condición de producto de entretenimiento,Daybreakers no esquiva su evidente línea discursiva. Basta ver una de las escenas más terroríficas del film para convencerse de esto. En ella, un grupo de soldados vampiros atacan vorazmente a otros reconvertidos en humanos, y con esa acción terminan volviendo a su condición de sujetos normales, pero de esa manera, también se convierten en presa de otros que aún se mantienen como vampiros, hasta terminar todos arrasados por su espantosa antropofagia. Los protagonistas, un vampiro que lucha por volver a la normalidad y un grupo de resistentes humanos con los que se alía, observan azorados esa escena, y tanto ellos como el espectador entienden que esa acción es la máxima expresión del discurso del film, que no necesita más que escenas como esta (o como aquella en la que el villano de turno, el vampiro interpretado formidablemente por Sam Neill, ataca a su hija para convertirla en un vampiro más), para subrayarnos la manera en que el ser humano ha llegado a aniquilar al prójimo para su propia supervivencia o su bienestar. Esta idea, horrible pero cierta, es la principal que se desprende de un film que sabe ser tan elegante como siniestro, y brillante en su composición del universo post apocalíptico en el que se mueven los personajes, con ajustadas interpretaciones de Ethan Hawke y de Willem Dafoe, quien, sorprendentemente, interpreta a un resistente humano, cuando uno podría haber augurado que, previsiblemente, formaría parte del grupo de vampiros. Daybreakers, con su inteligencia a la hora de construir un poderoso film de género que excede las fórmulas para definir un complejo relato alegórico, es la mayor sorpresa en lo que va del año, y un gran antecedente en la brevísima carrera de los jóvenes hermanos Spierig.
La nueva entrega en la ya numerosa lista de la dupla conformada por Martin Scorsese y Leonardo DiCaprio muestra a un Scorsese que, como en la formidable Los infiltrados, apunta directamente al thriller clásico, aunque esta vez dotándolo de la esquizofrenia propia del tema principal que aborda Shutter Island. En este relato con claros ribetes noir, se podría suponer que Scorsese retoma algo de la progresiva locura de su ya mítico Travis Bickle, el papel que encumbró a De Niro en Taxi Driver. Lo cierto es que Teddy Daniels y el escalofriante entorno en el que parece sumergirse, se instalan de lleno en la demencia más prototípica, muy alejada de la sociopatía de Bickle. La locura que muestra Shutter Island se asocia con la forma más hollywoodense de entender esta anormalidad, antes que con la denuncia social o con la corporización de la alienación en las grandes ciudades. Scorsese disfruta jugando con la locura, y le saca el jugo al máximo sin perder de vista la narración. Es así que Shutter Island parece perderse en las alucinaciones del protagonista, permitiendo que se preste a confusión el pasado con la imaginación del personaje de DiCaprio (hasta el final es difícil determinar cuál es cual), y Scorsese se atreve a instalar una vuelta de tuerca cerca del desenlace que revierte todo lo visto hasta el momento. Lo interesante de este giro, un elemento del que Scorsese se había servido para su anterior film, es que un realizador de su talla sabe emplearlo de manera inteligente, el giro de Shutter Island no suena a trampa de guión ya que uno puede anticiparlo desde el minuto cero, y anticipándolo o no, nos encontramos de igual modo con un relato preciso aún en su coqueteo con la demencia. Lo más curioso de Shutter Island es la puesta en escena de la que se sirve Scorsese, una puesta que tranquilamente nos puede engañar, haciéndonos creer que estamos ante uno de los clásicos de Brian De Palma. Scorsese, a la manera del mejor de De Palma, nos presenta planos cenitales memorables y una clara apuesta al artificio del cine, con notorias alusiones al cine clásico (especialmente a Hitchcock y a los backprojectings de antaño), y con una exacerbada pomposidad en la forma que presentan algunos recuerdos (y/o alucinaciones) de Teddy. Scorsese parece haber abrevado en el cine de su colega más que apelar a su propio historial, rescatando tanto algunos aspectos del estilo formal de aquel como la manera en que éste observa el amor y la obsesión (ejemplo de esto es el vínculo entre Daniels y su desaparecida mujer), aunque sin tocar otros tópicos fundamentales del cine de De Palma. A la mencionada inclinación por el artificio se le suma un DiCaprio que intensifica su interpretación cuanto más desatado se lo ve a su personaje (aunque, si bien es verdad que Martin lo dirige como nadie, sigue sin poder acercarse al mejor De Niro), y un ajustado Ben Kingsley, en un papel sumamente sinuoso. Scorsese está apuntando cada vez más a la llanura del género en su estado puro, pero aquí le suma la complejidad propia de la inmersión en lo siniestro de la mente humana. En ese sentido, Shutter Island responde con la reducción simplista propia de las convenciones genéricas, aunque es para destacar su relato sólido, aún en sus dobleces, y la destreza cinematográfica propia de Scorsese, quien, si bien desciende un par de peldaños en comparación con la precisión de Los infiltrados, se mantiene en forma y más vital que nunca.
Un ánimo profundamente desolador emana de esta película basada en la novela homónima de Cormac McCarthy, que con esta adaptación y la de No country for old men, exhibe una particular impronta autoral y cierta variación narrativa entre un relato y el otro. En los últimos años nos hemos encontrado con muchas películas post-apocalípticas, muchos autores y realizadores se han dedicado a observar la descomposición actual del planeta y del ser humano. La virtud principal de The road es la de no hacer foco en las circunstancias del fin de la humanidad, asumiendo que ese aspecto lo podemos ver en muchas otras obras. La película nos muestra el esfuerzo de un padre por encontrar un lugar seguro para sobrevivir junto a su hijo. Durante todo el film vemos al padre y al hijo vagando por lugares inhóspitos, luchando contra todo aquel que se presenta delante de ellos y revelando una desconfianza suprema en lo que se ha convertido el hombre. Los sobrevivientes viajan en busca de alimento, y mientras el padre deja aflorar su violencia contenida en pos de cuidar a su hijo, éste le pide constantemente que sea solidario con el sufrimiento de los demás. The road narra el final de la humanidad desde un lugar distinto, sin preocuparse por subrayar el contexto, encarnándolo en la unión entre un padre y su hijo. Viggo Mortensen se muestra tal vez más expresivo que nunca, con una interpretación de un enorme compromiso físico, y Kodi Smit-McPhee, quien interpreta a su hijo, sólo por momentos desentona frente al resultado actoral de Mortensen. Al cerrarse al tortuoso viaje del padre y el hijo, este drama por momentos amenaza con sumergirse en su lentitud, y los flashbacks, lejos de imprimirle más dinamismo, demoran la evolución del relato. A su vez, semejante nivel de desolación, sólo templada por un tierno desenlace, la vuelve una película difícil de digerir. Sin embargo, es su abstracción narrativa lo que la convierte también uno de los relatos más esencialmente humanos que se hayan realizado sobre el mundo después del fin de la humanidad. Una película que merecía un mayor equilibrio, pero que posee enormes méritos, tanto en lo interpretativo, como en una ambientación, carente de subrayados inútiles.
he princess and the frog es, como todos saben, el regreso de Disney a la animación tradicional. Este regreso no reniega de los años en que Disney se asoció con Pixar. Naturalmente, la adquisición de Pixar por parte de Disney hace unos años, confirma su deseo de seguir expandiéndose en el campo de la animación por ordenador. Sí reniega de los últimos traspiés cometidos por la empresa en el campo del dibujo, películas que carecían del encanto de films como La bella y la bestia, La sirenita, Aladdín o El rey león. Este regreso implicó volver a contar con la dupla conformada por Ron Clements y John Musker, directores de La Sirenita, Aladdín y Hércules, cuya última colaboración con la empresa había sido en 2002, con El planeta del tesoro, un buen film animado que poco tenía que ver con las formulas de sus principales éxitos en este campo. La idea de Disney ha sido rescatar la esencia de los últimos grandes bastiones de la compañía en materia de animación 2D, y esto puede verse en un sinnúmero de elementos de este film que recuerdan a las fórmulas de aquéllos, a lo que se suma el toque de cuento de hadas, tradicional en la historia de Disney. The princess and the frog surge con una pequeña controversia. La idea de que la protagonista sea negra, algo que alimenta el aspecto musical del film, suena oportunista en el país presidido por Barack Obama. Lo cierto es que el ascenso al poder de Obama no resulta algo muy extraño, dada la apertura sociocultural que existe hoy en Estados Unidos (no es casual que una mujer negra, Oprah Winfrey, sea la presentadora más popular de la televisión americana, mientras se dedica a la producción de films de reivindicación social como Precious y que, sin ir más lejos, aporta su voz en este film). De la misma manera, no debería resultarnos extraño que una compañía tradicionalmente conservadora y republicana como Disney haya lanzado un film animado protagonizado una joven negra. Ahora bien, la ilusión de apertura, que puede sostenerse en los primeros minutos del film, cuando se sirve de un par de secuencias para exhibir las diferencias sociales históricas entre blancos y negros, termina en decepción una vez que observamos que la joven protagonista aparece con su fisonomía humana, y negra, al principio y al final del film, y que el resto de la película transcurre con ella convertida en sapo. En ese sentido, lo único que puede sonarnos mínimamente revolucionario, aunque muy inverosímil, es que el príncipe sea negro. Dejando de lado este aspecto, The princess and the frog apela al recuerdo de los clásicos films de Disney, repitiendo todas las fórmulas habituales de la compañía (secuencias musicales, elipsis ingeniosas, secundarios graciosos), pero es esta misma repetición de fórmulas la que hace que este film carezca de identidad propia y se sostenga únicamente por el espíritu retro al que apela, convirtiéndose únicamente en un atractivo para la generación de adultos que fueron chicos a principios de los noventa. Lamentablemente, el enorme talento creativo de Clements y Musker no consigue dotar de autonomía y encanto propio a este film, aunque uno espera que este resultado no de lugar a pensar que ya no es época para esta clase de películas. La vigencia televisiva de los últimos grandes films animados de Disney demuestra que, por muy ingenuos que sean, el encanto de aquellos los mantiene y los mantendrá con vida, por lo que ansiamos que Clements y Musker puedan volver a encontrar la belleza y la magia que hace ya dos décadas supieron entregarnos a millones de chicos.
Cada regreso de Clint Eastwood es una delicia para quienes amamos el cine. Últimamente, este placer se repite con mayor recurrencia. Con más de ochenta años, Eastwood se empecina en correr contra el tiempo y, hasta ahora, le viene ganando la pulseada, lanzando una película o más por año, y una mejor que la otra, algo que muy pocos realizadores pueden imitar. Además de la calidad superlativa de sus films, Eastwood se esfuerza en hacer de cada uno de sus últimos ejemplares una auténtica declaración de principios ideológicos. Así, el Walt Kowalski de Gran Torino, interpretado por Eastwood en su último papel frente a cámaras, un retrógrado veterano de guerra capaz de regenerar su modo de pensar y de establecer un férreo vínculo con una familia oriental, se emparenta en su resolución ideológica con Nelson Mandela, todo un símbolo en la lucha por la convivencia interracial. A algunos les costará entender cómo un exponente histórico del western puede empecinarse en mostrar un discurso anti segregatorio. Lo cierto es que, más allá del conservadurismo que manifiesta el western en su constitución ideológica, hay una gran herencia de este género en las últimas películas de Eastwood. Mientras que en Gran Torino, Eastwood muestra a un anciano que aprende a convivir con las minorías, sin abandonar su condición de héroe solitario, inmerso en un mundo que le es ajeno, hasta terminar reivindicando su heroicidad, en Invictus, al igual que el western, se narra una gesta fundacional. Mandela es el símbolo de la caída del Apartheid (al menos como política de estado) y su llegada al poder estuvo ligada a la necesidad de refundar un país signado por la histórica división racial. Eastwood remarca en Invictus la ausencia de rencores de un Mandela que, como líder político, podría haber establecido una política de defensa de la población negra, segregando a la raza que hasta ese momento había humillado a la suya, y sin embargo, optó por impulsar la convivencia entre negros y blancos, aún sabiendo del enorme esfuerzo que implicaba refundar un país basándose en este principio. La postura de Mandela es conflictiva e incómoda hasta para su propia raza, y Clint Eastwood hace especial hincapié en ese principio gubernamental. Sin embargo, Invictus se destaca por el lugar desde donde se coloca para hablar del inicio del cambio político y social en Sudáfrica. La película del viejo Clint, y el libro de John Carlin en el cual esta se basa, parten del Campeonato Mundial de Rugby celebrado en Sudáfrica en 1995, para exponer la idea de una nación que, gracias a las políticas de Mandela, comenzaba a pugnar por su unificación. El equipo de rugby sudafricano parecía la última prioridad que se le podía presentar a un mandatario como Mandela. Un equipo integrado casi en su totalidad por blancos (el único jugador negro en la película era en realidad mestizo), que históricamente era defenestrado por la población negra, y lejos estaba de ser el favorito para alcanzar el triunfo en un campeonato mundial, se convierte en el bastión principal de Mandela, el símbolo de un pueblo que podía dejar atrás su enfrentamiento étnico y unirse detrás de un eventual triunfo deportivo. La defensa de Mandela del equipo de rugby era vista con desconcierto por todo el pueblo sudafricano. ¿Cómo podía un presidente negro, líder de la resistencia racial, apoyar un equipo de blancos? La respuesta se evidencia a poco de comenzar la película, cuando el accionar de Nelson Mandela deja ver su necesidad de pacificar a su nación. Eastwood nos muestra a un Mandela sin alardes de grandeza, abocado a la cotidianeidad de su extraordinario gobierno. Nadie mejor para interpretar a este Mandela que Morgan Freeman, capaz de imitar brillantemente cada gesto y cada movimiento del líder sin perder la esencia característica, la sabiduría de sus habituales personajes. Mientras otro director habría puesto el ojo en la cruzada de Mandela, ésta se encuentra inteligentemente trabajada detrás del trayecto hacia la gloria del equipo de rugby, y allí es donde Eastwood reposa la épica propia del western. Su mirada dota de leyenda a un Mandela alejado de todo retrato inmaculado, un Mandela que intenta unir a toda la nación, mientras oculta su amargura por no poder mantener unida a su familia. Como siempre, el valor trascendental de las películas de Eastwood radica en su clasicismo a ultranza. Su ojo clasicista le permite sostener el discurso del film en los detalles aparentemente mínimos y en los personajes más secundarios. De hecho, la política de unificación de Mandela se aprecia principalmente en las entradas para la familia del capitán del equipo, que incluyen a su criada negra, o en la camaradería que se observa entre los custodios de una y otra raza del presidente a raíz de los triunfos del equipo, o en los scrums, la unión física más evidente entre seres de distinto color de piel que se aprecia en la película. El clasicismo de Eastwood además le permite jugar con la cámara lenta en los partidos de rugby sin que estos pierdan ritmo y realismo. Estaríamos en lo cierto si afirmáramos que pocos directores octogenarios como él pueden realizar un cine tan dinámico, y tan clásico como fiel a las formas cinematográficas actuales, aunque esta afirmación se extiende a toda su filmografía. Invictus es apenas un exponente más de cómo un realizador sobresaliente puede reivindicar y actualizar los términos formales que constituyeron la esencia del cine americano, en función de un discurso político que, contrario a lo que pueden pensar muchos espectadores de esta película, carece de ingenuidad y es plenamente consciente de que el enorme esfuerzo de un mandatario ejemplar Mandela por pacificar a su nación no puede reducirse a un evento supuestamente anecdótico como un campeonato deportivo. De la misma manera en que el Hollywood clásico solía utilizar hábilmente ciertos acontecimientos particulares para poner en escena cambios trascendentales (geográficos, históricos, sociales, etcétera), el campeonato de rugby es, para Clint Eastwood y para Nelson Mandela, la metáfora más acertada para escenificar la refundación de un país sobre las bases del perdón y del entendimiento mutuo. Eastwood vuelve a imponerse con un cine que, sin pecar de un afán de trascendencia, la consigue con honores.
Luego de realizar la calcada pero sorprendente remake americana de su film Funny Games, Michael Haneke, uno de los grandes cineastas de la actualidad, se alzó con todos los premios internacionales con esta, su última película. La cinta blanca ha sido considerada por muchos como la gran obra maestra de Haneke. Quien esto escribe no está tan seguro de ello, y cree que esta consideración se basa en dos aspectos concretos: La puesta en escena, más convencional que buena parte de sus películas (incluyendo una voz en off que hace más digerible el relato), y el tono general, que juega con lo aparentemente bucólico de la vida en la aldea, aunque se encarrila en una progresiva sordidez. La cinta blanca puede o no ser la mejor obra de Haneke a la fecha, pero sí ocupa un lugar privilegiado en el esqueleto formal y discursivo de su filmografía. Haneke se caracteriza por mostrar en sus películas una terrible violencia instalada en sus personajes principales, que corroe a la sociedad. Para Haneke, el mal mayor del siglo XX es la violencia inherente al ser humano encarnizada en la civilización occidental. Si esta afirmación es el eje vertebral de su cine, La cinta blanca es la semilla de esta visión, el amanecer de un siglo atravesado por las heridas de guerra y por la alienación cada vez más salvaje del hombre. Lo que narra el film es la vida cotidiana en una aldea alemana, en la cual comienzan a suceder hechos de violencia aparentemente inexplicables. Sin embargo, un paseo por el pueblo, de la mano de un joven profesor (quien narra la historia, con una voz que evidencia su tono evocativo), nos muestra que esa violencia se encontraba instalada en una comunidad afectada por la doble moral de los adultos y las aparentes transgresiones de los hijos. Entre los adultos se encuentran el médico de la aldea, que abusa de su hija y humilla a la mujer que lo acompaña desde la muerte de su esposa, el pastor, un padre despótico, que juzga permanentemente a sus hijos (a ellos les coloca una cinta blanca para recordarles su pureza e inocencia) y a los miembros de la comunidad, y el barón, a quien todo el pueblo le rinde pleitesía, pero que no puede evitar sus propios dramas conyugales. En ese contexto, una serie de actos violentos sacuden a todos, pero deja en evidencia las miserias de los adultos. Los niños, presos de la demanda de inocencia de sus padres, chocan con las perversiones que ellos se esfuerzan en ocultar, y encuentran que la ley paterna se contradice con un ejemplo para nada positivo. La excelsa fotografía en blanco y negro del film, sumada a la blancura geográfica (la nieve), reflejan a la perfección el estado de aparente inocencia que comienza a teñirse de negro. Del mismo modo, escenas bucólicas como el primer encuentro entre el profesor y la niñera del barón, contrastan con el horror que se esconde puertas adentro, y algunas escenas pequeñas, como la del niño ofreciéndole a su padre un ave enjaulada para su liberación, exponen inteligentemente el planteo del film. Desde el inicio, La cinta blanca puede verse como el germen de la violencia contemporánea que suele plasmar Haneke en sus películas, y sus implicancias históricas se confirman hacia el final, cuando se menciona el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria, el acontecimiento detonante de la Primera Guerra Mundial. De ese modo, la hipocresía que se yergue sobre todo el pueblo y el esfuerzo de los adultos por ocultar sus miserias y perversiones cotidianas, frente a la mirada absorta de los niños, expone un discurso opuesto a la forma de entender la Historia como una sucesión de procesos políticos y acontecimientos puntuales, su visión se centra en la implicancia de la vida cotidiana en estos procesos. En su última película, Haneke muestra menos violencia y una cierta inocencia que pugna por salir a la luz, para terminar dándose de bruces con el horror del universo adulto, y pese a esa aparentemente luminosidad representada por algunos pocos personajes, Haneke sostiene su brillante incorrección y molestia. Su cine refiere a la Historia en general, y al fin de la modernidad en particular, pero encuentra su esencia en la mirada sin concesiones del hombre occidental y su perversa naturaleza. Una mirada que se impone como una de las más lúcidas y audaces del cine actual.
Cualquier acción que comete un ser humano está atravesada por la ética. La dirección de cine nunca está exenta de la ética profesional que se vuelca en ella. Si esta puede existir en una comedia o en el cine de ciencia ficción, ni hablar de cuando al cine le toca mostrar un acto aberrante. Aquí vemos a una chica violada por su padre y maltratada por su madre, que sueña con el brillo de la fama y que a los dieciséis años va por su segundo embarazo (el primero nació con síndrome de Down). Este drama terrible merecía una dirección capaz de tener la elegancia o la corrección que requiere algo tan difícil de mostrar, una dirección con la inteligencia suficiente para calibrar el drama y potenciarlo sin caer en escenas explícitas y degradantes. La humillación física y psíquica de la protagonista no debería habilitar una exposición tan degradante como los propios acontecimientos que se muestran. Evidentemente, esto no lo pensó Lee Daniels, y vaya uno a saber cómo, terminó con una nominación al Oscar filmando este drama de la forma más sensacionalista posible, mostrando sin tapujos la violación, valiéndose de molestos ralentís en las escenas en que la madre agrede a su hija, y apelando a un cúmulo de golpes bajos que se suceden sin respiro. Si bien la película se centra en la lucha de una adolescente obesa por liberarse de los tormentos familiares y por comenzar una vida nueva junto a sus hijos, apoyada por docentes y psicopedagogos, es el pasado que va dejando atrás el que se coloca en el centro de la escena, a fuerza de torturas domésticas que golpean directamente al espectador y no permiten que se cuele un resquicio de luz para la protagonista. De hecho, cuando uno ya piensa que la protagonista se encuentra encarrilada hacia su salvación definitiva, un nuevo dato aparece para sabotear su intento de felicidad. Si bien estos elementos hunden toda posibilidad de un drama equilibrado, Daniels consigue un relato genuino en la descripción del paso de la adolescencia a la adultez, cuando nos muestra a Precious cambiando el sueño del brillo etéreo y la fama por la necesidad de convertirse en una buena madre. Es ahí cuando la película logra poner en segundo plano todo el dolor que acarrea la protagonista, un digno contrapeso a tanto sufrimiento sin atenuantes. Lo que enaltece a esta película son sus actuaciones. Desde Paula Patton, en el papel de la docente que intenta brindarle una nueva oportunidad a Precious, y una irreconocible Mariah Carey, precisa en un rol que adquiere peso en el momento más dramático del film (Lenny Kravitz también está irreconocible, aunque su papel no posee tanta relevancia), hasta la debutante Gabourey Sidibe, perfecta en su personaje y sin apelar a desbordes gratuitos, y Mo’nique, lejos lo mejor del film, con una sobrecogedora escena final y un monólogo que exponen la compleja psiquis de su personaje. Si bien esa escena alude directamente a la violencia sufrida por Precious durante años, la interpretación final de Mo’nique hace que la primera hora de permanente violencia quede sepultada bajo la gran actuación que explica la razón de tanto sufrimiento. Ahora bien, si el drama consigue tanta fuerza hacia el final, Lee Daniels nos podría haber ahorrado una hora de un drama indigerible, o al menos, podría haber tenido la audacia de preguntarse a sí mismo cuál es la manera más inteligente de filmar la sufrida vida de Precious, en vez de creer que la mejor forma de que entendamos el conflicto de la protagonista es estampárnoslo en la cara, sin un mínimo sentido del buen gusto ni de la solidez dramática. La explicitud irreflexiva del drama suele ser el talón de Aquiles del género, y este es un claro ejemplo de una película que no sabe sortear la violencia de las imágenes en función de un drama conmovedor.
La cortina se cae poco después del inicio de la película. Hasta ese momento, podíamos creer que Nikki es un bon vivant en el lugar ideal para darse la buena vida, Los Ángeles. Pero Nikki nos deja ver, muy a su pesar, que a la vida de fiestas y mujeres se accede únicamente actuando de la manera más hipócrita y falsa, que no todo es placer, y que él se vale de su propio cuerpo para sobrevivir en una jungla donde lo único que importa es el estatus social, y a nadie parece importarle nada del otro. Cuando se cae la cortina, y Nikki deja de ser (a los ojos del espectador) un sujeto híper seductor para pasar a ser un pobre tipo, la película revela su interés dramático. El problema es que Ashton Kutcher es un actor bastante limitado, que no puede salir de su rol de galán y del eterno adolescente que encarnó en la éxitosa serie That 70’s show y en las películas que le sucedieron. Aunque la película empieza siendo una suerte de comedia despreocupada con un vividor que se instala en la casa de la mujer que acaba de conocer y no le importa otra cosa que no sea organizar fiestas y conocer chicas, y rápidamente se muestra como un drama, con el mismo hombre tratando de redimirse apelando a sus sentimientos por primera vez, Kutcher carece de la ductilidad necesaria para pasar de un registro a otro con total naturalidad y verosimilitud. Para colmo, el aspecto romántico no ayuda demasiado. La historia de amor entre los dos tramposos, los dos adictos a mantener una vida falsa que les provee techo y comida, avanza a los saltos en medio del retrato de Nikki, mientras trata de ver de qué manera puede dejar de ser un mendigo sin volver a colocarse el cartel de “vividor”. Más allá de que hay un interés romántico concreto, y que este se enfrenta a la necesidad de ambos de aferrarse a un buen pasar, la historia romántica se pierde, y el dramatismo que conlleva este aspecto queda anulado, en gran parte por la pobre interpretación de Kutcher, que le quita sustento a todo. Spread es una interesante pintura del universo de hipocresía y superficialidad de Hollywood Hills, donde los “buscavidas” conviven con los ricos y famosos, y se camuflan entre ellos. Pero esta pintura pierde fuerza al optar por un viraje dramático terriblemente obvio, que se empeña en subrayar las miserias de ese mundo, cuando le bastan pocos trazos para hacernos entender la falsedad que se impone en la búsqueda del estatus social. Y finalmente, el relato se desorienta al intentar esbozar una historia de amor, y al darle al personaje protagónico el rostro de piedra de Kutcher, que le aporta cierta frescura a Nikki mientras este se muestra como un exitoso seductor, pero le pierde pisada al personaje cuando lo vemos intentando sobrevivir en un universo al que no pertenece.
El maestro Herzog vuelve al cine de ficción con esta película americana, protagonizada por Nicolas Cage y Eva Mendes. Sí, ya todos saben que esta es una remake, no declarada ni autorizada, del clásico de Abel Ferrara, que Herzog dijo desconocer la original, y a su director, y que Ferrara se pronunció de manera particularmente violenta contra el equipo responsable de la remake. Sí, es una remake, pero Herzog hace lo que podría esperarse de un director de su talla que toma la línea argumental de un director de culto, pero mucho menos trascendente que él, es decir, se despacha con un film completamente diferente al original. Ambas se asemejan en el perfil del protagonista, un policía hundido en las drogas e involucrado con lo más ilegal de su ciudad. La diferencia principal es que Herzog descarta de plano todo apunte católico, vinculado a la necesidad de redención del personaje, un signo propio de Ferrara. Lo que hace Herzog es llevar la materia prima para su campo, explorando el nivel de locura del personaje, una constante en su filmografía. Y en este camino se ha encontrado con Nicolas Cage. El pobre Cage está, indudablemente, en el peor momento de su carrera. Al pelo artificial, y el peinado ridículo e inamovible, que ostenta desde hace varias películas, se le suma una extraordinaria capacidad para elegir bodrios (más o menos redituables, pero bodrios al fin), y una insoportable tendencia a la sobreactuación. Ese Cage al borde de la derrota, una caricatura de lo que alguna vez supo ser, le viene perfecto a Herzog para hacer de esta una película que se sube a caballo del personaje y sigue un derrotero de progresiva desmesura. Y a Cage le ha venido mejor aún toparse en su camino con un Herzog, quien lo insta a elevar a la enésima potencia su consabida sobreactuación. Las adicciones de Terence no son la única causa de la exagerada performance. Esto también podemos verlo, por ejemplo, en el dolor de espalda del personaje, que hace que Cage camine como un monigote. Semejante retrato caricaturesco es comparable, en lo exagerado, con el Tony Montana de Al Pacino en Scarface. Aunque cabe aclarar, ambas películas sólo pueden ser comparadas por su desmesura (en Herzog sin predilección por la acción, como en De Palma), Cage carece del talento supremo de Pacino para la sobreactuación, y su interpretación dista de ser un clásico, como aquella. Herzog vuelve a hablar de la locura, aunque aquí no hay una conquista condenada al fracaso. Terence McDonagh está lejos de intentar conquistar algo, porque ni siquiera puede conquistar su propia vida, y como en todo film noir, la naturaleza se ocupa de enfatizar que el protagonista está condenado de entrada a la inmundicia, con lluvias torrenciales que cubren y acechan a New Orleans. Terence está condenado y su accionar así lo demuestra, siempre bajo los efectos de las drogas, capaz de cometer todo tipo de abusos y excesos, pero también preocupándose por una prostituta a la que ama, y por su padre, quien se encuentra en rehabilitación. Pese a las constantes de Herzog que pueden hallarse en esta película, no es una cinta fácil, ni siquiera para quienes siguen la carrera del realizador alemán. La locura del protagonista es progresiva, y se puede ver específicamente en algunas alucinaciones que quiebran la propuesta clásica general. La visión de las iguanas, con una puesta de cámaras y una música opuesta al resto, o la escena en la que el muerto baila breakdance, son muestras particulares de esa locura, pero extraña que Herzog no se haya inclinado por desarrollar esa vía alucinatoria, y se haya quedado en un par de escenas esporádicas. La única conclusión que podemos sacar de ellas es que Herzog ha estado viendo a Kitano, puntualmente la escena de breakdance parece extraida de las habituales escenas descolocadas de su cine, aunque a Herzog no le sientan tan bien, por no poder conseguir una unión sólida entre la narración clásica del conjunto y esas escenas especiales. Olvidándonos por un momento de Nicolas Cage, que acapara la escena, Eva Mendes no sale airosa. Pese a su esfuerzo, su personaje se ve opacado por la fuerza desquiciada de Terence. Ni hablar de Val Kilmer, que parece actuar con la fuerza de un cameo en segundo plano, completando un elenco irregular de una película irregular, que se despega habilmente del realismo crudo de Ferrara, para aportar una versión más cómica y alterada de la original. Herzog acierta al optar por un relato cíclico, repitiendo escenas para mostrar el extenso pantano en el que se encuentra el maldito teniente del título, una espiral en permanente descenso, consciente de que ningún final feliz puede tapar la terrible realidad del personaje. Aunque volviendo a las comparaciones, si el material con el cual se debe comparar esta película es la impecable versión de Ferrara o la formidable carrera de Herzog, esta Bad Lieutenant, irremediablemente, sale perdiendo.