Shane Acker expande su premiado corto animado 9 con este largometraje homónimo, luego de que el proyecto consiga el padrinazgo de Tim Burton y del cineasta ruso Timur Bekmambetov. Lo cierto es que, si esta es la oportunidad perfecta de Acker para pasar a las grandes ligas en el terreno de la animación, y para el público de conocer a las particulares criaturas originadas en el cortometraje de 2005, la película no deja de exponer los defectos de un relato que evidencia su estiramiento para la ocasión. Cuando uno ve el corto de Acker (se puede encontrar fácilmente en Youtube), encuentra un universo visual particular, en el que queda claro que este relato postapocalíptico no está dirigido en absoluto al público infantil. El corto se beneficia por su mutismo y su falta de necesidad de explicar el desolado mundo que allí se describe. En 9, la película, se profundiza en el mundo pesadillesco en el que viven los muñecos de trapo sobrevivientes, y lo que más se destaca es el cuidado diseño visual, y la violencia de algunas escenas, que hacen que 9 deje definitivamente afuera de su círculo de espectadores al público infantil. Por otro lado, si bien la película hace bien en profundizar algunos aspectos de la historia, como el modo y el propósito por el que fueron creados estos muñecos, gran parte de la acción del relato se ve afectado por la necesidad de que la película llegue a la duración de un largometraje, muchas de las situaciones pierden fuerza en la traslación de una duración a la otra, y no parece que el respetar gran parte de la estructura narrativa original haya sido la mejor elección. Si al ver el corto podemos concluir que “daba para más”, este largometraje, sin ser una mala remake del corto (está muy lejos de eso), no termina de ser todo lo que se podía esperar con sólo ver el corto. Para colmo, el mutismo, que tan bien le hacía al cortometraje porque colaboraba en la descripción de su universo, desaparece ante la necesidad mercantilista de ponerles a los personajes voces de famosos, elemento tradicional de las últimas producciones animadas, que aquí ayuda demasiado poco. Pensemos en la hermosa primera parte de Wall-E, que prescinde por completo de voces, y logra construir de manera puramente audiovisual un mundo algo parecido a este. Sí, definitivamente a 9 le hubiese hecho falta sostener la propuesta radical del cortometraje, y narrar evitando describir con palabras los hechos y situaciones que se suceden, un elemento que hubiese potenciado la fuerza de esta propuesta, siempre y cuando no se hubiese convertido en una limitación obstaculizante, como lo fue el trasladar la narración de diez minutos a poco más de una hora. El resultado, una película de animación que tiene sus aciertos en la esmerada construcción visual y cierta originalidad en su premisa, pero pese a tener el sello Tim Burton en su producción, carece de la magia de los productos animados de Burton y de Henry Selick (9, con todas sus virtudes, no se acerca al nivel de la reciente y maravillosa Coraline), y hasta se extrañan los elementos más repetitivos del toque Burton, en una propuesta que, al inflar el cortometraje homónimo, termina entregando algunas pocas escenas originales (especialmente las más violentas y “espantaniños”), pero no logra estar a la altura del corto, extendiendo los códigos de aquel sin poder salir de la orbita dictaminada por el material original. Suele decirse que “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Evidentemente Shane Acker, que tiene mucho futuro por delante en la industria, desconoce por completo esta frase.
Nancy Meyers, la directora de What women want y Something's gotta give, muestra en su última película un relato mucho más rico del universo romántico de los adultos que pasaron la barrera de los cincuenta. La película retrata a Jane, una mujer divorciada, de muy buena posición, que un día vuelve a sentirse viva en brazos de su ex marido. Es fácil confundirse a priori con esta película y creer antes de verla, o antes de leer una sinopsis como la que se encuentra aquí, que el ex de Jane se transforma en su amante una vez que ella se encuentra de novia con Adam. Lo cierto es que el conflicto a partir del reencuentro con su ex sucede mucho antes de que Adam tenga cierta relevancia en la trama, por lo que el enredo no es el perfecto y cómodo opuesto al más rancio cliché de la comedia romántica, sino un giro bastante saludable, que hace que las situaciones no giren permanentemente en base al terceto principal, sino que todo se nuclea en Jane y en su peculiar vínculo con su ex. Lo que hace esta elección narrativa es relegar de entrada a un segundo plano a Adam, el personaje encarnado por Steve Martin, y esta decisión puede ser celebrada o criticada. Celebrada porque Steve Martin solo puede aportar un mínimo de simpatía, su oficio de comediante se muestra desgastado, y aquí solo cuenta con una escena de lucimiento, para colmo compartido con Meryl Streep y Alec Baldwin (Jane y Jake, el ex). A diferencia de Martin, Baldwin está a sus anchas, su cuerpo expandido hace años (lejos quedó el galán de su etapa más famosa pero menos interesante) aprovecha cada situación para el lucimiento cómico, llegando incluso a opacar el brillo permanente de la gran Meryl Streep, y logrando que uno como espectador lo ame y lo odie intermitentemente, con un personaje tan embaucador como tierno e impulsivo. Y criticada porque la película parece funcionar tan bien sin el personaje de Adam, que hasta la última parte sólo es un mero relleno, una excusa narrativa que viene a mostrarle a Jane la posibilidad de otra realidad, frente al eventual regreso con su ex. Habíamos dicho que el reencuentro con el ex, en el momento y en la forma en que se desarrolla, es un giro saludable. Pero esta decisión, que beneficia enormemente a la comedia, y a la candente sonrisa de Meryl Streep, no es la única decisión saludable. También lo es algunos gags muy bien construidos, algunas situaciones que sortean el conservadurismo típico en esta clase de comedias, particularmente el tratamiento de la marihuana como un elemento de la juventud de los protagonistas, que aparece en el intento de Jane y Jake de recuperar la juventud perdida, y que no da lugar a escenas patéticas, sino a momentos de comedia un tanto obvios pero efectivos, y un estupendo secundario a cargo de John Krasinski, que al principio da la sensación de que su personaje, el yerno de Jake y Jane, no tendrá mayor relevancia en la historia, y sin embargo Meyers le termina guardando un rol secundario privilegiado, con escenas cómicas que recaen directamente sobre él, y que sabe llevar sin un histrionismo excesivo. Otra decisión saludable es el evitar caer en muchos lugares comunes. Meyers le da al divorcio el peso que tiene, y no lo relativiza ni lo condena, lo comprende. De ahí que la mejor escena cómica de la película, termina con la confesión de Jake a sus hijos del affaire que mantiene con la madre de ellos, y sus hijos, lejos de gustarles la idea del reencuentro de sus padres, terminan tan traumados como cuando se separaron. Como anuncia el título de la película, algunas situaciones son suficientemente complicadas como para que terminen en finales felices y, sobre todo, fáciles. Nancy Meyers consigue con esta película lo que ya había iniciado con The holiday, salir de la chatura de las anteriores, y presentar una comedia a la medida de dos grandes actores como Meryl Streep y, especialmente, Alec Baldwin, quien ha comenzado a ser mejor actor desde que aprendió a reírse de sí mismo, aunque Meyers no logra encontrar que el terceto protagónico encuentre un equilibrio adecuado por la excesiva simpleza del personaje de Steve Martin. Con esta película, Meyers demuestra que sabe manejar con buen humor y madurez los conflictos románticos de cincuentones divorciados, cuyo único conflicto parece ser el romántico (fácilmente podemos apreciar el envidiable nivel de vida que llevan), y apelando a lugares comunes pero sin centrarse en ellos, logrando un relato agudo de la compleja realidad de ciertos vínculos, que la película sabe que no son tan fáciles de describir como se supone, pero aún así logra envolverlos con un humor incesante.
Comedias de terror hay muchas, comedias de zombies ni hablar, pero Zombieland no se parece en nada a ninguna de ellas. Es una decisión muy peculiar tomar una comedia con zombies para hacer una película con espíritu de cine independiente americano. Peculiar, pero más que acertada, porque podemos perdernos en la aventura de estos cuatro personajes que deben sobrevivir una vez que el mundo se ha convertido en una jungla de zombies, pero la película se encarga de avisarnos “ojo, que por ahí no pasa todo”. Y es que Zombieland toma la aventura, la comedia, y mínimamente, el terror (pocas películas dan menos miedo que esta), para contarnos la historia de cuatro personajes, un joven tímido, un cazador aguerrido y dos hermanas estafadoras, que se unen para sobrevivir, cuatro personajes solitarios y desamparados que terminan formando una familia bastante extraña, pero, al menos para el joven Columbus, ideal. El protagonista está encarnado por Jesse Eisenberg, que encontró su protagónico perfecto en Adventureland. Con ambas, podríamos decir que Eisenberg se está consolidando como un actor más que atendible, y si tuviera algunos años más de carrera hasta afirmaríamos que se trata de un actor-autor. Más allá de la obvia similitud de títulos entre aquella y esta, no son pocas las similitudes entre su James Brennan de Adventureland y el Columbus de esta. Ambos son adolescentes desamparados, con claros conflictos con sus padres, que encuentran una familia nueva fuera de su hogar, en el caso de Brennan la encontraba en el parque de diversiones, mientras que Columbus la encuentra en sus compañeros de supervivencia. Tanto Brennan como Columbus se enamoran perdidamente, pero su forma de ser les impide expresarlo, por lo que terminan generando que sea la chica en cuestión la que de el primer paso, y mientras una sucede en los ochenta, y transcurre casi enteramente en un parque de diversiones, la otra es un claro homenaje a esa época, y una de sus escenas clave transcurre en ese mismo espacio. Casi estamos ante una continuación de su personaje anterior, de la misma forma en que podríamos encontrar al mismo personaje en los papeles más importantes de Michael Cera, el joven actor con el que se lo vincula a Eisenberg (algunos despistados hasta se atreven a confundirlos) por el perfil similar que adoptan los personajes de uno y de otro. Ambos actúan con una aparente apatía que les sirve de máscara para apelar a una notable economía expresiva, que potencia la personalidad de los personajes que abordan. Si Eisenberg/Columbus representa la apatía y la supuesta indiferencia o ingenuidad ante lo que sucede, Woody Harrelson/Tallahassee, y su ya famoso despliegue expresivo, es el perfecto opuesto, un carismático cazador de zombies, que parece haberse devorado todo el catálogo de películas de este tipo. A ellos hay que sumarle a Emma Stone, perfecta en su papel de chica mala, y Abigail Breslin, heredera de todos los papeles que por edad ya no le pueden dar a Dakota Fanning, y aquí mostrando una sorprendente veta cómica. Habíamos mencionado que Zombieland es un homenaje al cine de los ochenta. Su manera de abordar este tipo de cine está de hecho más cerca de los Cazafantasmas (uno de los mayores símbolos cinematográficos de la comedia de aventuras de los ochenta, junto con Volver al futuro), que de cualquier película de zombies. Y si faltaba algo para conectarla con esa película, tenemos a Bill Murray en un muy buen cameo, con un previsible pero cómico final, y a los protagonistas jugando a los cazafantasmas en la “mansión” de Murray. Pero más allá de este homenaje puntual, la celebración de ese tipo de cine está más en su espíritu ochentero, que en cualquier elemento referencial, una forma de homenaje mucho más interna que externa, más honesta con el cine que se está celebrando. Sin embargo, lo que asombra de esta propuesta es, como ya dijimos, que esta comedia de zombies es una excusa para el discurso que proclama el protagonista y la película, que la familia ideal es la que uno elige, un discurso que toma lo más liberal del cine de comedia y de las películas de terror, contradiciendo cualquier tipo de conservadurismo, hoy tan en boga en Hollywood, incluso en el cine de terror, y hasta en alguna que otra comedia. Tanto lo que dice la película, como el marco que se utiliza para pronunciar este discurso, son aspectos para celebrar, en una película sorprendente que suponíamos carente de mayores pretensiones.
La empresa de videojuegos madrileña Pyro Studios, desarrolladora de la exitosa saga Commandos (que algunos hemos jugado durante años), se lanzan al cine de animación con Planet 51. Esta película mantiene la idea corporativa de no caer en localismos (más allá de algún guiño menor). Si bien algunos hemos jugado Commandos con su doblaje original, Planet 51 se estrenó mundialmente con el doblaje en inglés, con las voces de estrellas como Dwayne Johnson y Gary Oldman, pero más allá de este aspecto, tanto aquel videojuego de estrategia bélica, como esta película de animación infantil se muestran afines a los códigos narrativos americanos. Planet 51, a diferencia de muchos intentos de animación de distintos países, se caracteriza por unos dibujos que sostienen un nivel de calidad técnica a la altura de la animación americana. Aunque la principal virtud de esta propuesta es la idea de revertir los códigos del cine de extraterrestres, planteando un mundo habitado por extraterrestres que se vuelven paranoicos cuando un astronauta americano aterriza en su planeta, y ellos lo toman como la cabeza de una invasión alienígena. Algunos momentos muy graciosos se suscitan a partir de esa confusión, y en escenas previas a esta, como cuando los extraterrestres ven películas de ciencia ficción producidas por ellos (aunque esto hubiese tenido mucha más gracia si el enemigo mostrado en esas películas hubiese tenido forma humana y no de criaturas más pronunciadamente alienígenas que ellos). Naturalmente, más allá de ese pequeño ingenio argumental, la trama de Planet 51 expone los aspectos más convencionales del cine infantil, achatando su ingenio a medida que evoluciona la historia, inclinándose de lleno por la aventura, y el nivel de detalle en la animación no logra ir más allá de las primeras películas de Pixar. Pero su lanzamiento mundial da cuenta de la auspiciosa oportunidad de que otras empresas logren, mediante la coproducción con países anglosajones, competir cara a cara con los mayores gestores de tanques animados en el mundo, cuando se cuenta con una buena cuota de talento creativo y con la tecnología adecuada para ello, y principalmente, cuando no se toma por idiota al público infantil.
Aclaración: Aquellos que siguieron la campaña promocional de Paranormal activity, seguramente se enteraron de que esta película de 2007 contenía originalmente un final, luego, en 2008, se lo conoció con otro para su exhibición en uno de los festivales en los que participó, y que, luego de ser descubierta por Spielberg, quien declaró haber quedado perturbado las noches siguientes a verla por primera vez (qué mejor truco publicitario que ese…), se lanzó mundialmente con un final distinto a los anteriores. La versión que tuve la oportunidad de ver es la original de 2007, cuya secuencia final me parece sencillamente brillante, al punto de quedar en los anales del cine de terror. He leído cómo son los otros, especialmente el final con el que se la conoció ahora en todo el mundo, y aunque no lo he visto, considero que en esa diferencia entre un final y otro se debaten dos formas opuestas de concebir el terror. Dicho esto, comenzaré a desarrollar la crítica correspondiente, aclarando que, al menos esta vez, intentaré no caer en el vicio común de mencionar el o los finales, y si me llego a referir a estos, trataré de hacerlo sin contar lo que sucede, sólo mencionando de qué modo uno u otro afectan al conjunto de la película. Paranormal activity es la mayor sorpresa que ha dado el cine de terror americano en los últimos años. Si me preguntan, no se si es mejor película que, por ejemplo, La huérfana (que asusta desde una propuesta más clásica, pero sólida y con una notable construcción de personajes y de climas), lo que sí es incuestionable es que Paranormal… sorprende más al no transitar por los caminos tradicionales del género, principalmente porque ata los recursos para generar pánico en la platea a un modelo de producción absolutamente limitado, y por ello, mucho más potente y genuino. Cuando se estrenó Monstruoso (Cloverfield), escribí una crítica en la que hice una defensa ensalzada de la imagen cinematográfica, por oposición a estas propuestas digitales que tuvieron como primer boom a Blair Witch Project. Blair Witch se carácterizó por utilizar la cámara de video hogareño como materia prima para un supuesto documento de horror real. Este recurso se repitió en la presentación de Cloverfield y ahora en Paranormal…, aunque ya nadie puede caer en esa trampa mediática de tomar por documental a una película que esconde su condición de ficción tras la imagen digital. De hecho, si bien Paranormal… se presenta como un documento real, la campaña promocional que adelanta el cambio de finales que hubo con la mano paternal de Spielberg, desdice el discurso de presentación original. Volviendo a la crítica de Cloverfield, esta defensa de la imagen cinematográfica se sostiene en mi escala de valores. Me gustan las películas que muestran cierta belleza en el empleo de recursos fílmicos, aún cuando se tratan de películas de terror. Ahora bien, lo que no me gustó, o me pareció que falla en Cloverfield, y que no supe explicar en la crítica correspondiente, es que este recurso de limitar la puesta en escena a una cámara de video, contrasta a pleno con el cine catástrofe y fantástico que determina el monstruo en cuestión, y que el mostrar al monstruo anula el supuesto realismo que determina el recurso limitante empleado. También que es difícil tomar por verosímil una propuesta que se cierra en una cámara de video personal como único recurso y que, aún así, se empeña en encuadrar correctamente. Si entramos en la diferencia entre la belleza de la imagen cinematográfica y la dureza de la cámara de video digital, está claro que la dureza, y aparente espontaneidad, del digital contribuye de lleno en una propuesta de terror. Si no lo hacía del todo en Cloverfield es por estos aspectos que mencioné. En Paranormal… la propuesta enteramente digital no sólo no anula la potencia cinematográfica, sino que, en un claro gesto de genialidad, y de síntesis de lo propuesto anteriormente en películas como Blair Witch o Cloverfield, habilita la condición más antigua del cine, la idea de poder construir una ilusión con los recursos técnicos, y que esta ilusión sea la principal generadora del pánico buscado. A saber, en buena parte de la película vemos un mismo plano repetido todas las noches. La pareja se va a acostar, y Micah, el novio de Katie, la chica acechada por algún ente más allá de nuestro entendimiento, coloca la cámara frente a la cama, de modo tal de que el plano cubra la mayor parte de la habitación. En este plano fijo vemos, en distintos momentos, una puerta que se mueve, unas huellas que se acercan a la cama, e incluso en una de las noches llegamos a ver a Katie siendo arrastrada de los pies hasta afuera de la habitación por algo invisible. Si hoy vivimos una etapa en la que el fílmico ya nos ha expuesto todos sus trucos, y los efectos habituales están dados por la sobreabundancia de construcciones visuales por ordenador, que el miedo esté construido a partir de planos fijos en los que la transparencia y la dureza del “video casero” dan lugar a la inmediata pregunta “¿cómo hicieron esto?”, o directamente a pensar que lo que vemos carece de una puesta en escena (por más promoción que inhabilite esta reflexión), nos lleva a asociar esta idea del cine como medio constructor de ilusión, su concepto más primitivo y esencial, lo que convierte a Paranormal activity en una película que, independientemente de su raíz digital y su claro artificio (las placas que titulan cada uno de los días, los espacios en negro para profundizar algunos cortes dramáticos, etcétera), sabe ser más cinematográfica y más terrorífica que la mayoría de los productos americanos de este género. Ahora bien, el final presenta un problema evidente. El desarrollo de la película se centra en algo que no vemos, y en un terror incipiente, algo invisible que queda demostrado con algunas pruebas, pero que no se manifiesta. Ni el final original, ni el que se le ha puesto para su estreno mundial traiciona esta idea. Nunca vemos al espíritu o a lo que sea que los está acechando, pero ambos finales concluyen con un mismo hecho dramático. Para aquellos que la vean en cine, les recomiendo alquilar el dvd cuando esté editado, y ver el final original, que en una sola y muy extensa secuencia, narra este hecho pero en off, con un empleo soberbio del sonido (una constante en la película, y lo que llega a generar más miedo), y con el recurso del contador de la cámara para dar cuenta, astutamente, del tiempo que transcurre desde el inicio hasta el final de lo que se cuenta en ese plano. Pregunta para la platea: La idea de que lo que se viene anticipando termine reventando fuera de nuestra vista, ¿anula o potencia el terror? Es cuestión de gustos, y seguramente se ha optado por otro final para hacerlo más shockeante y explícito, pero advierto, con esa decisión se ha desechado una de las más geniales secuencias que ha gestado el cine de terror americano de los últimos años. Lo que nos queda, antes que este dilema entre uno u otro final, es una película que, pese a la “¿fealdad?” de la imagen supuestamente casera, sostiene su naturaleza de puro cine, puro terror.
A esta altura, no se puede mentir. Es sabido que uno antes de ver una película se forma un preconcepto de ella, de ahí que haya determinadas películas que uno elije ver y otras que no. Esto sucede siempre, o casi siempre, y sucede tanto para un espectador común y corriente, como para alguien que vive de escribir críticas de películas. Bueno, tenemos 2012. Otra película de ese particular subgénero denominado “cine catástrofe”. Otra película de Roland Emmerich. O, deberíamos decir, otra de “cine catástrofe” de Roland Emmerich, que es más o menos lo mismo, porque el concepto que tenemos de Emmerich está formado casi exclusivamente por películas de este tipo. Bueno, ok, tenemos 2012, una película que, antes de verla, sabemos que va a tener muchos efectos, que va a ser invariablemente larga, y que, en el mejor de los casos, será entretenida, aunque esto último no lo esperamos tanto, al menos si nos atenemos a los últimos bodrios que estuvo entregando este director alemán. Bueno, 2012 entretiene. Sí, esta vez no aburre, por lo menos no aburre una vez que se mete de lleno en la acción y empieza a limpiar todo vestigio de importancia. En la primera mitad de la película convive tanto la petulante solemnidad, elemento tradicional en estas larguísimas películas de Emmerich, con la parodia, lo que más sorprende de 2012. Si vemos a una pareja en un supermercado, el hombre le dice a la mujer (que ya sabemos que es la ex del personaje de John Cusack) “creo que algo nos está separando” y, acto seguido, el piso se parte en dos, quedando uno de cada lado, sabemos que estamos ante una parodia. Inevitable no reirse con frases como esa, o como con la épica y bushística “El mundo, tal como lo conocemos, ha llegado a su fin”, pronunciado por el presidente interpretado por Danny Glover (sí, otra vez un presidente negro y, bien en la tradición ideológica de Emmerich, tan honorable como patriota hasta la médula). O con el personaje de Woody Harrelson, tan estereotípico como absurdo, o con la frase “We need a bigger plane” (“Necesitaremos un avión más grande”), parafraseando el “We need a bigger boat” (“Necesitaremos un bote más grande”), de Tiburón, uno de los mejores clásicos del cine catástrofe. Si algo hace que la película no aburra antes de tiempo es su apelación a la parodia de los elementos más obvios de este género, metiendo todos los tópicos juntos en un tanque capaz de soportar todos esos tópicos y muchos más. Una vez que nos sorprende la parodia, ya podemos adivinar que eso no se podrá sostener en toda la película, por más inverosimilitud esparcida en la segunda mitad. Lo inverosímil no va pegado a la parodia, muchas veces es sólo inverosímil, y esto es lo que es una vez que Emmerich decide abandonar los chistes y tomarse la historia en serio. Ahí la película empieza a cumplir con lo que promete de entrada, y entretiene gracias a una propuesta que, obviamente, privilegia más la acumulación de efectos especiales de primer nivel que las dimensiones psicológicas de sus personajes o los conflictos cotidianos que atraviesan estos, elementos que Emmerich se empecina en hacer que no le importen a nadie. Y 2012 entretiene, pero por más efectos sorprendentes que tenga, Emmerich se olvida de hacer algo relevante con el género, después de haber cometido la audacia de reírse en la primera mitad de los tópicos que él mismo se ocupó de promover en toda su carrera. Sencillamente abandona la inclinación hacia la comedia, y al no tener los cojones para seguir riéndose del género hasta el final, frena a mitad del camino, da media vuelta, y continúa hasta el final por la ruta más previsible por la que puede transitar el cine catástrofe (incluyendo los aspectos más recalcitrantemente conservadores de las películas de Emmerich). Cuando 2012 amagaba a ser algo distinto, algo capaz de reflexionar sobre sus propias formas, termina mostrándose como lo mismo de siempre. Otra vez sopa.
Si comparamos a Taking Woodstock con otra película de Ang Lee, Brokeback Mountain, sin duda una de sus películas más celebradas, podríamos decir que a Lee le gusta construir retratos particulares de la historia y la sociedad americanas. Claro que la filmografía de Ang Lee es tan heterogénea que, si bien se podría establecer un vínculo entre ambas, la pluralidad de géneros y estilos que recorre toda su carrera se contradice en principio con la posibilidad de establecer conexiones entre algunas de sus películas. Pese a ello, si el director de películas como Hulk o El tigre y el dragón dirige dos dramas tan distintos pero con una visión personal de mundos ya transitados anteriormente por el cine, la relación parecería estar servida en bandeja. Y la realidad es que no es tan así. Mientras que Brokeback Mountain se caracterizaba por una sencillez narrativa que reducía al mínimo su promocionada condición de película polémica, en Taking Woodstock cohabitan tantas historias como géneros en el cine de Ang Lee. Volviendo a las similitudes, en ambas estamos ante personajes que, en determinado momento y por circunstancias opuestas, consiguen liberarse de los preconceptos y las ataduras morales. En Brokeback Mountain, se da a través del vínculo de dos hombres que comparten trabajo en una zona alejada de la urbe, en una época no menos espinosa para este tipo de relación. En Taking Woodstock seguimos estando lejos de la ciudad, pero la circunstancia que se desarrolla, el legendario festival de Woodstock, con la aparición de la sociedad hippie, es la escena propicia para que el joven Elliot, quien por esas casualidades se convierte en el facilitador de ese festival al organizar la zona en la que se ha criado para tal evento, consiga liberarse de las cadenas que lo atan a la mentalidad conservadora de su familia. Se mencionó aquí que en Taking Woodstock conviven varias historias. Por un lado, la cámara prácticamente no se aleja de Elliot, siguiéndolo desde su agobiante rol de sostén de su familia y de la zona donde se encuentra el motel regenteado por sus padres, hasta que se asume como un joven y comienza lentamente a compartir las experiencias liberadoras de los hippies que se acercan al festival. Por otro lado, el hecho de que Ang Lee le dé la espalda al escenario de Woodstock (la mejor decisión de Lee en toda la película es hablar de Woodstock sin recrear las míticas performances que allí se sucedieron), centrándose en la revolución cultural que se gestó a su alrededor, hace que cobre protagonismo una extensa galería de personajes sumamente particulares, como el grupo teatral que vive en el granero, el joven organizador del festival, el guardia de seguridad travestido (un sorprendente Liev Schreiber, que no bromea demasiado con lo absurdo de su personaje), los mafiosos que llegan para presionar a los comerciantes, los vecinos del lugar (especialmente el encarnado por Eugene Levy), y una larga fila de jóvenes con las hormonas revueltas y bastante marihuana encima. En medio de todo ese tumulto de personas e historias particulares, a quienes Lee les dedica particularmente un espacio nada desdeñable, la imagen protagónica de Elliot se diluye hasta mostrarlo como a un mero testigo de semejante fenómeno que, ocasionalmente, en las escenas más potentes del film, aprende a rebelarse de los mandatos parentales (especialmente de una madre judía demandante y dominante, estupendamente interpretada por Imelda Staunton, acompañada por un marido que se somete a todas sus decisiones), a la vez que se anima a abrir las puertas de la percepción, probando todo lo que está a su alcance. La simpleza con la que se narran los “viajes” de Elliot contrasta finalmente con el inútil revés dramático que toma la historia con sus padres, haciendo que ambos aspectos no termine de fusionarse coherentemente en el trayecto evolutivo de Elliot. ¿Pero cuál es realmente la película que quiso contar Ang Lee? ¿Es la historia del heterogéneo grupo de asistentes a Woodstock? ¿Es la radiografía de una época y de un acontecimiento muy particular? ¿Es acaso el conflicto familiar de Elliot? ¿O es su extraña convivencia con una horda de jóvenes desprejuiciados? Taking Woodstock podría haber sido todo eso en una película que supiera narrar todo con una mayor solidez, unificando esos elementos sin perder de vista el trayecto del personaje de Elliot. La permanente pantalla dividida pobremente empleada por Lee para mostrar diversos puntos de vista del acontecimiento, no ayuda a una feliz cohesión de todos los elementos. En sus mejores pasajes, Taking Woodstock es un retrato sencillo, encantador y desbordante de felicidad del instante en el que una parte de la sociedad americana decide liberarse. En los peores, un drama familiar contado con cierto desgano, que no termina de cuajar con la radiografía social de ese instante. En su necesidad de que todos los aspectos puedan caber en una sola historia, Lee apela a un medio tono supuestamente unificador, pero que justamente va a contramano de lo que parece promover. Cuando vemos a Elliot comenzar a alucinar por las drogas, es cuando más se nota las consecuencias de ese medio tono propuesto por Ang Lee, que por un lado habla de la condición liberadora de los alucinógenos, pero que no se atreve a una liberación real de la escena, a la posibilidad de viajar junto con el personaje. Allí es cuando queda claro que la simpleza y la calidez del tono propuesto por Ang Lee sirve para un retrato encantador de una época de libertad, pero es una barrera infranqueable a la hora de captar el verdadero poder que tiene esa liberación en el personaje. Algo parecido ocurría con Brokeback Mountain, donde también predominaba un medio tono que lavaba extremadamente la polémica historia de amor entre los dos hombres. Indudablemente, es para celebrar esta mirada original de aquel viejo y mítico Woodstock, no así la suma de elementos que reducen el potencial que tenía la historia del joven protagonista.
El cine americano es bastante tajante en cuanto a categorizaciones se refiere. Algunas superproducciones podemos adivinarlas desde su póster, y lo mismo pasa con todos los géneros. Basta ver un minuto de una película americana, para saber a qué género pertenece. Lo mismo sucede con ese rótulo denominado “cine independiente”, una etiqueta que engloba a muchas producciones que suelen girar alrededor de tópicos muy similares entre sí. Hay dos temas/subgéneros que forman parte del cine independiente americano, casi como si fueran los únicos temas que el cine independiente se permite trabajar: los dramas con familias disfuncionales, y la comedia romántica alejada de las fórmulas “mainstream” del género. (500) days of Summer pertenece a la segunda categoría, y al abordar este tema, sumado al tinte particular que suelen tener esta clase de películas, se le adivina rápidamente su adscripción al cine independiente americano. Esto no habla mal de la película en sí, sino de la poca sorpresa general que despiertan las categorizaciones actuales de Hollywood. El cine independiente americano ya no posee grandes autores que hacen de lo independiente un depósito de reglas innovadoras, y si bien esta película no muestra un agotamiento de los tópicos del cine independiente (está claro que, aún hoy, muchas veces esta clase de cine se muestra más original que muchos de los géneros tradicionales del cine más comercial), el hecho de que desde el póster adivinemos que una película pertenece al cine independiente, es señal de una reiteración de formas que está empezando a hacer que ciertas propuestas pierdan su merecido crédito frente a la lógica global de las categorizaciones mercantilistas. Mejor centrémonos en (500) days of Summer. Esta película se permite jugar a pleno con la idea de la comedia romántica, tergiversándola e incorporando múltiples elementos sin perder la naturaleza del relato, lo que la hace una de las películas con mayor profusión de ideas dentro de lo que es la comedia romántica “indie”. Lo que nos narra no son quinientos días de amor, sino quinientos días en los que Tom tiene a Summer en su cabeza, sin poder sacársela de allí. Lo que empieza como un enamoramiento veloz termina en una relación conflictiva, principalmente por la naturaleza de Summer de no permitirse ponerle rótulos a una relación, frente al deseo de Tom de comprometerse con ese vínculo. La película es sumamente honesta con los personajes. Tan honesta que no cae en ninguno de los elementos propios de la fórmula cerrada de la comedia romántica. Hay romance, pero principalmente hay una exploración de la idea del amor. Y para ello, Marc Webb, el director, apela a una voz en off que nos narra esta suerte de romance (aclarándonos desde el principio que no debemos tomarlo como tal), y al recurso de marearnos desordenando arbitrariamente los dichosos quinientos días del título. La idea de Webb de presentar una especie de distanciamiento reflexivo a través de estos recursos, contrasta inteligentemente con la sincera pintura de personajes, que nos hace entrar de lleno en la mezcla de ilusión y desazón (y sobre todo, de obsesión) de Tom ante el errático comportamiento de Summer. La honestidad con la que se aborda esta historia de amor pierde fuerza con el giro final del personaje de Summer, aunque la película logra sortear, con un argumento débil pero aceptable, ese hecho extraño dentro de la naturaleza del personaje, para llevarnos a un final donde no se permite el acceso de clichés forzados de comedias románticas obvias, sin por ello perder la simpatía ahogándonos en una depresión similar a la que Tom parece acarrear en muchos momentos. Felizmente, la película entera posee un aire de optimismo todoterreno, que nos hace creer en el amor tanto como lo cree, y lo vive, Tom. Volviendo al juego con el concepto del amor, este se traduce a la puesta en escena, con secuencias que pueden sorprender, aún pese a adoptar la misma narrativa lúdica que caracteriza al cine independiente americano. Las que persiguen ese abordaje a contramano de las normas del “mainstream” son particularmente aquellas escenas que describen los sentimientos de Tom. Escenas como la división de pantalla entre “ilusión” y “realidad”, o juegos que salen de la lógica de la película, apelando a referencias más que claras, como la manera en que Godard o Bergman describirían el aspecto más solitario y depresivo de Tom, a diferencia del tono general, están insertas para arrancar carcajadas (en el segundo caso, a aquellos que sepan decodificar esos homenajes). Otras escenas, como los consejos amorosos de la hermana pequeña, se suman a la simpatía del conjunto pero no causan demasiada gracia, por ser elementos bastante comunes dentro de la comedia “indie”. En suma, (500) days of Summer es un film entrañable, fresco, y con una identidad propia a la hora de construir el universo que rodea a esta pseudo comedia romántica, con escenas imborrables, y un aire que la emparienta con otros films “indies” de amor, como Nick and Norah’s… Como siempre en el cine independiente americano, los recursos originales, tanto visuales como narrativos, están servidos en bandeja, así como las actuaciones a la medida de cada personaje, y una banda de sonido especial, elementos que nada tienen que ver con la mediocridad reinante en la comedia romántica que surge habitualmente del corazón de Hollywood, con estrellas gastadas, argumentos de bajo vuelo e historias de amor que de amor tienen solo unos besos desangelados. Bienvenida entonces esta propuesta cálida, ingeniosa y seductora, aunque es lamentable que la forma en que se presentan esta clase de películas siga reforzando la obvia etiqueta que sobrevuela permanentemente sobre el cine “indie”, como si todo ese cine fuese una masa amorfa incapaz de salir del esquema de los dramas familiares y los romances peculiares. Ojalá se sigan produciendo estas historias, siempre y cuando tengan tela para cortar e ideas originales sobre cómo cortarla, aunque mal no vendría que aparezca algún nuevo autor a reformular radicalmente los esquemas imperantes en el cine “indie” actual.