LEGENDARIOS Tres amigos vuelven a juntar una banda después de dos décadas ¿Qué puede salir mal? Gabriel Nesci, el director de Días de Vinilo, vuelve a la pantalla grande con otra comedia que gira alrededor de dos de sus temáticas preferidas: la música y la nostalgia. Esta vez, la excusa es contar la historia de tres ex-amigos que se vuelven a juntar para dar un show con la banda que disolvieron hace más de 20 años. Cuenta la leyenda que a finales de la década del ochenta un trío pop estuvo a punto de dar el gran salto a la fama, pero en la noche que los iba a consagrar cancelaron el show súbitamente. Auto Reverse era el nombre de la banda que desapareció de la noche a la mañana y de la que hoy, 25 años después, solo quedan un par de casettes pirata, algunos pósters y una o dos copias de su primer (y único) videoclip. Radio Trakk, la emisora que auspició aquel mítico show que terminó consagrando a los reemplazantes de Auto Reverse (nada menos que Bravo), está organizando un evento por el aniversario de la radio, y lanzó un concurso para que los oyentes voten por los grupos que les gustaría volver a ver. Este certamen llega a los oídos de Axel (Santiago Segura), quien desde su trabajo como encargado de mantenimiento informático en una empresa en Madrid se asegura de votar por Auto Reverse desde todas las máquinas de la compañía, para garantizarles un lugar en el show. Una vez cumplida la tarea, viaja a Buenos Aires para convencer a Javier (Diego Peretti) y Lucas (Diego Torres) de volver a juntarse. Por supuesto las cosas han cambiado mucho desde la última vez que el trío se vio las caras. Javier es ahora un profesor de biología que se encuentra en medio de una depresión por la reciente pérdida de su esposa, y pasa sus días tambaleándose entre el sillón y el aula mientras se aleja cada vez más de su hijo adolescente. Lucas, siempre el más carismático y fachero de los tres, se ha convertido en un abogado tan exitoso como corrupto que se encuentra lidiando con la posibilidad de ir a la cárcel y su divorcio. La llega de Axel es disruptiva pero finalmente Javier y Lucas, cada uno por sus propias razones, deciden sumarse al proyecto – que cuenta con la ayuda de Abril (Claudia Fontán), una vieja groupie (de cuanta banda tocase en el país) y su hermana menor Sol (Florencia Bertotti). Casi Leyendas es una película sencilla pero con corazón. Segura, sin dudas el actor con mayor reconocimiento internacional de todos, es el motor de la historia y el centro de atención. Eso genera que las intervenciones de Axel, un individuo que padece de un autismo leve, pasen de molestas a irrelevantes y terminen cayendo en la repetición. Axel no entiende metáforas y dice todo lo que le viene a la cabeza, algo que resulta gracioso una vez o dos (como sucede con Drax en Guardianes de la Galaxia), pero después de 90 minutos se pone un poco denso (en particular cuando reinciden sobre un comentario). De todas formas Peretti y Torres complementan la frontalidad de Segura con su propio estilo, y generan una agradable armonía. Quizá es Lucas el personaje menos desarrollado y el que menos vuelo tiene durante la película, pero tampoco es que sentimos que las dotes actorales de Diego Torres se sientan desperdiciadas. Peretti sí se luce un poco más aunque su viaje sea un poco más convencional. El resto del elenco cumple con creces: Fontán y Bertotti tienen papeles chicos pero que ayudan a bajar a tierra toda la fantasía, Fernán Mirás hace un cameo como un fiscal garca que con ese bigote le queda pintado, y Uma Salduende se devora sus escenas como una nena ácida e insistente. Memorable la aparición de Bravo como la “banda rival” de Auto Reverse que muestra que todavía queda gente dispuesta a reírse un poco de sí misma y su pasado. Nesci hace un buen trabajo detrás de cámara y las canciones que compuso para la banda son genuinamente disfrutables. Auto Reverse era en su tiempo un Soda Stéreo de bajo presupuesto, y las letras adolescentes con un toque de profundidad berreta le quedan bien. El resto de la producción también es buena, tanto en lo que a locaciones como aspectos técnicos refiere – las producciones locales más chicas suelen tener enormes problemas de sonido, algo que hubiera sido letal, pero afortunadamente no es el caso. Me hizo bastante ruido a mí (que me crié en Avellaneda) ver el Teatro Colonial como el destino de la banda después de viajar horas por una ruta. Metele una marquesina diferente y un nombre de fantasía para mantener la magia, que el Colonial está justo debajo de la subida del Puente Pueyrredón, no a kilómetros de la Capital Federal. Pero en fin. Casi Leyendas es una película divertida, predecible y pasatista, pero que cumple con lo que promete: una comedia dramática liviana acerca de la amistad, la música, y la búsqueda de la felicidad en los lugares menos evidentes. No se va a llevar el mundo por delante, pero cada tanto, entre tanto drama pesado, superhéroe y explosión, una de estas historias de bienestar y optimismo viene bien.
NI UNA PALABRA El drama religioso de Scorsese nos invita a cuestionar todas nuestras creencias. Allá por 1989 Martin Scorsese se cruzó con la novela “Silencio” de Shusaku Endo, escrita en 1966. Inmediatamente decidió que quería llevarla al cine, pero como venía de malas con la Iglesia después de la controversial La última tentación de Cristo (“The Last Temptation of the Christ”, 1988), decidió posponer el proyecto. Finalmente, casi treinta años después, el director se pudo volcar a su producción más personal en años. La premisa de Silencio (“Silence”, 2017) es simple: a finales del siglo 17 dos sacerdotes jesuitas portugueses, Rodrigues (Andrew Garfield) y Garupe (Adam Driver), se embarcan en una misión al hostil Japón, donde los practicantes de la religión cristiana son perseguidos y castigados por el régimen vigente. Los jóvenes buscan a su mentor, el padre Ferrerira (Liam Neeson), quien después de haber sido sometido a torturas supuestamente renunció a la fe y está viviendo como un nativo japonés – con esposa e hijo incluidos. El centro de la película es Rodrigues, cuya fe es puesta a prueba desde el primer minuto, cuando entiende que esta misión casi suicida es parte del plan de Dios, hasta la última escena. Los japoneses, practicantes del budismo, consideran el cristianismo como una invasión cultural occidental que corrompe las raíces de la propia. Aún así, en medio de la persecusión, los inquisidores dejan vivir a cualquiera que esté dispuesto a apostatar (renunciar a Dios) pisando unas placas (llamadas fumi-e) con representaciones de la Virgen o Jesús. Y cuando Rodrigues es inevitablemente capturado se enfrenta a su reto más duro. Como explica el mandamás Inoue Masashige (Issei Ogata), los japoneses han aprendido de sus errores del pasado y ya no matan a los sacerdotes porque los vuelven mártires. Rodrigues tiene que ver una y otra vez cómo el castigo y la crueldad se trasladan a su rebaño. La resistencia no es física (de hecho está bien cuidado y alimentado), sino del espíritu. Es entonces cuando las dudas de Rodrigues se hacen manifiestas. No solo se cuestiona el viaje y su propia capacidad para sobrevivir a este martirio, sino también cuál es su objetivo, qué es lo que Dios quiere de él. Es fácil caer en la clásica “¿Qué haría Jesús?”, cuando la respuesta sería “soportar el sufrimiento para fortalecer la fe”. Pero ¿qué hay de las víctimas? ¿No sería más sencillo renunciar a la fe con un gesto simbólico y confiar en que Dios entenderá que es necesario para terminar con el sufrimiento no propio, sino ajeno? Silencio es una obra tan monumental como dura, que pone a prueba la resistencia del espíritu del protagonista como del espectador. Después de sus eternos 160 minutos de duración no ofrece respuestas a las preguntas y las dudas que plantea durante todo su desarrollo, sino que nos invita a meditar acerca de la fe – y quizá cuestionarla en el proceso. Técnicamente, la película es una maravilla. El silencio no se queda únicamente en el título (y en la falta de respuesta de Dios), sino que se utiliza como recurso narrativo, tanto para representar la (supuesta) ausencia de civilización como para, después de escuchar por minutos gritos y quejidos de agonía, marcar el fin de la vida. El trabajo de cámara también es magnífico. Scorsese se asegura de crear una cierta distancia entre el espectador y los eventos que se desarrollan, poniéndonos en los ojos de (porqué no) Dios. Nunca vemos el sufrimiento en primer plano, ni nos sentimos con la capacidad de intervenir. La tortura es más cruda justamente porque el espectador experimenta la impotencia del sacerdote y el sufrimiento de la víctima sin recurrir a golpes bajos. Gran parte de los aplausos se los lleva el director de fotografía Rodrigo Pietro, que construye un Japón tan desolador como alegórico en cada escena. Se nota a la legua que Silencio es quizá el trabajo más involucrado de Scorsese en años, pero puede que su reverencia por el material original sea en parte lo que le juega en contra. Somos testigos una y otra vez de las pruebas a las que es sometido el padre Rodrigues, que caen en un círculo de repetición que en lugar de cementar su compromiso, agotan al espectador. Y justamente Andrew Garfield como Rodrigues es parte del problema. El actor, que viene de interpretar a otro fiel devoto en Hasta el último hombre (“Hacksaw Ridge”, 2016) muestra que este rol le queda muy grande. En la película de Mel Gibson su fe, devoción y optimismo eran la solución a un problema. Acá, no consigue transmitir de forma creíble el peso que genera que su fe en lugar de salvar vidas las esté tomando. Hablar con el diario del lunes es fácil, pero hubiera preferido Driver y Garfield invirtiesen sus roles, porque siento al primero un tanto más a la altura de las circunstancias – pero bueno, es más feo y menos vendible. Garfield también contrasta con el trabajo de varios de los actores secundarios, que realmente se devoran algunas de las escenas en las que intervienen – en particular Issei Ogata La película me pareció admirable, pero igual de insoportable. Estoy seguro que alguien con un contacto mayor con la religión encontrará un atractivo extra. Pero este drama épico de casi tres horas, que gira alrededor de las constantes dudas de un sacerdote que pasa la mayoría de las escenas encerrado o escondido se me hizo eterno y tuve que luchar contra el tedio en repetidas ocasiones. Estoy seguro que hay una forma de hacer esta película más accesible al público regular, pero Scorsese quería contar esta historia de una forma particular, y en ese sentido, estoy seguro que hay tenido éxito. Silencio es un drama duro y extenso en el que la espiritualidad, la fe y la devoción juegan un papel fundamental al momento de identificarse con su premisa y el conflicto presente. Decir que no es para todo el mundo es quedarse corto, ya que exige casi tanto del espectador como del protagonista. Es digna de admirar desde el trabajo y el compromiso que el director le puso encima, pero es para ver en cuotas – y no estoy jodiendo.
Dos hermanas sobreviven a un apagón mundial en este drama canadiense. No se dejen engañar: “En lo profundo del bosque” (“Into the Forest”, 2015) no es una película del género home invasion. Ni siquiera es una película de supervivencia pura. Es más bien un drama de situación ambientado en un futuro post apocalíptico que en lugar de mostrarnos el caos a gran escala como suele ser el caso, reduce su impacto a la vida de dos hermanas en una cabaña alejada de la civilización. La película escrita y dirigida por Patricia Rozema (“Mansfield Park”) es una adaptación de la novela de Jean Hegland del mismo nombre que cuenta la historia de Nell (Ellen Page), una estudiante de medicina y Eva (Evan Rachel Wood) una bailarina recuperándose de una reciente operación. Ambas viven en medio del bosque con su padre (Callum Keith Rennie) en lo que parece ser un futuro no muy lejano – no hay un real establecimiento temporal, pero un par de pantallas “transparentes” dan la idea de futuro sin apelar a una gran producción. Todo viene bien hasta que una noche se corta la luz. Y lo que parece ser una eventualidad no se resuelve, por lo que comienzan a circular (en la radio) los rumores y reportes de un ataque terrorista. Poco tiempo pasa antes de que Ellen y Eva se queden solas en la cabaña, enfrentando no solo la oscuridad, sino también teniendo que aprender a valerse por sí mismas. Lo que sorprende de la película de Rozema es lo silenciosa que es. Estas dos hermanas son muy diferentes (no solo en el aspecto físico, que llama la atención) y las asperezas y la distancia no tardan en aparecer. Los conflictos, sin embargo, no giran alrededor de cuestiones de vida o muerte, sino por el contrario, están enfocados en situaciones simples, cotidianas, que explotan por el hastío, la impotencia y la frustración. Page y Wood son el centro de la historia y construyen sus personajes de forma impecable, con una innegable química en pantalla. Eva es la más aniñada de ambas, que busca resguardo en la danza (a través de la cual comparte una conexión con su fallecida madre), mientras que Nell es la más metódica y madura, cargando con las responsabilidades sin mezquindad. Al mostrarnos el estado de las hermanas con cierta periodicidad (dos meses, seis meses, un año), la película nos permite ver el desarrollo de sus personalidades y su dinámica sin saltos bruscos. Es por eso que una de las vueltas de tuerca del final se siente orgánica y natural, más allá de lo extrema que parece en primera instancia. En lo personal disfruté mucho más de la película en retrospectiva, una vez que me saqué la mochila de la expectativa. Los trailers nos muestran algo similar a un thriller cuando en realidad Rozema nos trae una historia de vida y (ligera) supervivencia en la que la tensión nace de la incertidumbre respecto de lo que pueden llegar a tener que soportar estas hermanas, más que de los hechos en sí. Y aunque la dirección por momentos toma decisiones cuestionables, una escena particularmente dura está filmada con un cuidado admirable sin quitarle crudeza y repulsión, que vale la pena destacar. “En lo profundo del bosque” ofrece una mirada diferente a una temática un poco gastada. Sí, vemos un supermercado saqueado y la crudeza humana, pero el foco está puesto en el amor y la esperanza – a su manera. No esperen grandes escenas de acción, sino un relato pausado y melancólico que (hay que decirlo) llega a los cines locales más de un año después de su estreno original en Canadá, con todo lo que eso significa.
Se va completando la lista de las nominadas al Oscar. ¿Tiene chances la historia de Saroo? “Un camino a casa” (Lion, 2016) es una película fragmentada – lliteral y metafóricamente. El debutante Garth Davis se luce llevando a la pantalla el guión de Luke Davies (basado en el libro autobiográfico “A long way home”) que cuenta la historia de Saroo, un niño de cinco años perdido en Calcuta y adoptado por una pareja australiana, que 25 años después decide encontrar a su familia biológica. Pero por desgracia la extraordinaria primera hora es sucedida por una apurada segunda parte un tanto desdibujada que se mantiene casi exclusivamente por el magnífico trabajo de sus protagonistas. Cuando me enteré de la nominación de Dev Patel como mejor actor de reparto me sorprendí, porque todos los avances se enfocaban en la búsqueda del (ya crecido) protagonista de “¿Quién quiere ser millonario?” (“Slumdog Millionaire”, 2008). Sin embargo, la primera mitad de “Un camino a casa” gira alrededor del joven Saroo, interpretado por el maravilloso Sunny Pawar – sin dudas un verdadero hallazgo. Durante esa hora conocemos al niño y su familia: su hermano Guddu, junto al cual sale a hacer algunos “trabajos” para conseguir comida; su madre Kamla, que trabaja moviendo piedras (ni idea); y su hermana menor Shekila. La película no tarda en establecer el conflicto. En una salida nocturna Saroo pierde a su hermano y, buscándolo, termina durmiéndose en un tren que viaja por varios días hasta Calcuta, a más de 1600 kilómetros de su hogar. Sin saber el nombre de su pueblo o el idioma de la región, el nene vaga por las calles, intentando sobrevivir. Davis hace maravillas con la cámara para mostrarnos la inmensidad del mundo en el que se encuentra Saroo, con planos abiertos y desolados para establecer el contexto de la alejada región en la que vive con su familia (sin abandonar las tomas intimistas en sus interacciones), y poniendo la cámara a la altura de los ojos del pequeño para mostrarnos un verdadero bosque de transeúntes indiferentes y amenazantes en cada paso que da en Calcuta. En lo personal me pegó muchísimo la naturalización de la pobreza y la indigencia, tanto por lo representativo de la actualidad de la región (que aunque ese segmento se desarrolla en la década del ochenta, es atemporal), como lo trasladable que es a nuestra propia realidad. No necesitamos ir a la India para ver a nenes durmiendo en el túnel de una estación de tren, y esa identificación casi me deshidrata durante la primera hora. Sí, hubo llanto y moco a mares. El pequeño Sunny está increíble en su interpretación. Adorable pero fiero y atento, inocente pero cauteloso, su trabajo está a la altura de las mejores actuaciones infantiles de la historia. La mirada esperanzadora esconde detrás de su introversión la confianza de que volverá a encontrar a su familia. Ese anhelo se mantiene hasta el último momento, cuando le pregunta a la encargada de la institución a la que lo han derivado, después de que le comunicaran que lo van a dar en adopción: “¿Hizo todo lo posible por encontrar a mi mamá?”. Es entonces cuando “Un camino a casa” gira abruptamente. Después de un par de escenas en las que conocemos a los padres adoptivos de Saroo, John y Sue Brielrley (David Wenham y Nicole Kidman), y al conflictuado Mantosh (Keshav Jadhav), un segundo niño indio adoptado por la pareja, la película nos traslada a 2008, cuando Saroo (Patel) está a punto de mudarse a Melbourne para comenzar un curso de administración hotelera. Una vez instalado, el joven conoce a Lucy (Rooney Mara), y un variopinto grupo de estudiantes de diferentes etnias y nacionalidades. Y es justamente durante un encuentro en casa de unos compañeros de origen indio, que un elemento en particular dispara en Saroo una serie de recuerdos de la infancia que se vuelven una obsesión por recuperar su identidad. Calculando la velocidad del tren en el que se perdió y el tiempo de viaje, Saroo establece un rango de búsqueda en Google Earth, e intenta encontrar la estación en la que se separó de su hermano. Pero la búsqueda y las visiones de su familia lo alienan de sus afectos y responsabilidades, convirtiéndolo en una sombra de sí mismo. Aunque Patel hace un gran trabajo trasladando la culpa y desesperación de un joven que se siente ajeno a su propio entorno, la realidad es que este Saroo nos resulta un extraño. Después de una hora de conectar con un niño indefenso nos encontramos con un adulto que no conocemos y cuyas relaciones no fueron establecidas. Rooney Mara queda reducida a un aburrido papel de “la novia comprensiva pero que no puede evitar la debacle de la pareja”, y de sus padres y su hermano es Kidman, con poco tiempo en pantalla pero con su mejor interpretación en años, la única que ayuda a darle un poco de base al personaje. El resultado de la búsqueda también se siente un poco agarrado de los pelos y, aunque basado en una historia real, inverosímil y demasiado conveniente y circunstancial. De todas formas que la película pierda la magia en la segunda parte no significa que durante los últimos 20 minutos no me haya vuelto a llorar la vida. Pero en ese caso el llanto tiene que ver puramente con el impacto emocional de la relación de Saroo con sus madres, el desenlace de su propia historia entre la búsqueda de identidad y el amor por familia adoptiva, y el encuentro con una realidad que le resulta completamente ajena en su vida de clase media. Como dije al comienzo, “Un camino a casa” es una película fragmentada. Mientras que la experiencia del pequeño Saroo es magnífica, la búsqueda del adulto se siente apresurada y no consigue conectar con el espectador de igual manera – pero las excelentes interpretaciones de Dev Patel y Nicole Kidman le permiten salir airosa. Sunny Pawar es una maravilla en sí mismo y el director Garth Davis cuenta una historia profunda y emotiva sin caer en los lugares comunes de Hollywood sacando provecho del excelente trabajo de fotografía de Greig Fraser (“Rogue One: A Star Wars Story”, 2016). Vale la entrada de cine, y mucho más si consiguen un combo que venga con pañuelos descartables.
Vuelve el héroe de acción del momento con una secuela que no deja cráneo sin perforar. “John Wick” fue una de las grandes sorpresas del año pasado, aún habiendo llegado a nuestras tierras cuatro meses después de su estreno original en los Estados Unidos. Chad Stahelski y David Leitch, dos ex dobles de riesgo, debutaron detrás de cámara con una película que aún hoy, después del impacto inicial, cierra por todos lados: “John Wick” es un paseo de violencia coreografiada con una historia sencilla pero identificable, una construcción del universo con estilo comiquero increíblemente atractiva y un estilo visual impecable. Gran parte de los aplausos, sin embargo, se los lleva el excelente guión de Derek Kolstad (otro ignoto), que convierte a estos mafiosos en Dioses griegos, dándole a cada uno su lugar en el Monte Olimpo que resulta ser el hotel Continental. Y aunque muy probablemente en la cabeza del guionista y los directores rodaba la idea de convertir la película en una franquicia, la realidad es que “John Wick” tiene un final perfecto, completando la catarsis y redención de este antihéroe de buen vestir – con la obtención de un nuevo compañero y todo. Pero la recepción del público y la crítica le garantizaron a Keanu Reeves (el nuevo héroe de acción por excelencia) la posibilidad de volver a engominarse el pelo y seguir bajando muñecos a diestra y siniestra. Llegamos entonces a “John Wick 2: Un nuevo día para matar” (“John Wick: Chapter 2”), que retoma la vida del protagonista apenas semanas después de los eventos de la original. Ya completamente recuperado, John está a la caza de la única presa que le queda: su auto. Los primeros minutos entonces nos dan no solo un pequeño avance de lo que vendrá, sino también ponen al día a los que se hayan perdido la primera película. El infalible Peter Stormare es Abram, tío de Iosef (el hijo del capomafia Viggo que comenzó todo este quilombo) nos recuerda en el mito de “El hombre de la bolsa” y el error de su sobrino mientras desde su oficina escucha los disparos y los gritos de dolor de sus hombres. Pero John realmente quiere abandonar esta vida de violencia. Es todo lo que siempre quiso. Tuvo un vistazo del otro lado de la medianera y ahora ya no le interesa volver atrás. Sin embargo, el playboy italiano Santino D’Antonion (Riccardo Scamarcio), gran responsable de que John pudiera cumplir esa tarea imposible de la primera película (la misión que le permitió salir del negocio) vuelve a cobrar su deuda. Y en el universo de John Wick, las deudas se pagan. Kolstad, nuevamente a cargo del guión, sabe una de las cosas que mantuvo cautivo al público en la original es la mitología que creó para este sofisticado mundo clandestino, y por eso la secuela lo expande para mostrarnos una verdadera red subterránea de información y servicios y presentar un número aún mayor de variopintos personajes. Descubrimos entonces que el Continental no es apenas un hotel sino una cadena de hoteles alrededor del mundo, que los contratos se solicitan a través de un sistema de operadoras que se manejan casi enteramente con un sistema análogo de recepción y archivo, que Laurence Fishburne es el Rey de la cultura vagabunda con contactos en todos los puntos de Nueva York y que existe una Hermandad de Asesinos. Sommeliers de armas, sastres de alta costura bélica y cartógrafos son algunos de los personajes que nos ofrecerán una mirada más en profundidad dentro de esta caja de Pandora que es el mundo de la mafia y los asesinos. Por supuesto, toda esta exposición hace que la película sea no solo más larga que la original, sino que obliga al (ahora solitario) director Chad Stahelski a bajar un poco la cuota de frenetismo. Afortunadamente, aún con sus dos horas de duración, John Wick 2 consigue un atractivo balance de acción y pausa: cuando Keanu no está cargándose a una decena de enemigos con todo lo que tiene cerca, está mostrándonos algún detalle más del universo que habita que puede ser relevante en ese momento o más adelante en la historia. Las coreografías y la dirección de las escenas de acción continúan siendo el plato fuerte de la franquicia. Stahelski conoce de la materia y no precisa de una edición por cortes o movimientos bruscos de cámara para transmitir la sensación de frenetismo. De hecho, si bien John es una bestia infalible, los combates cuerpo a cuerpo y las balaceras siguen sientiéndose pesados y metódicos. Cada golpe tiene su intención y la utilización de los recursos a su alrededor (no solo por parte de John, sino también de sus enemigos) es magnífica y justificada. El ballet violento y visceral de la primera película continúa siendo casi surreal pero, siguiendo las convenciones de Hollywood, sube un par de puntos para hacerlo aún más explícito – a punto tal que más de uno se retorcerá en el asiento ante algunas de las ejecuciones. La secuela, además, nos muestra algo que queríamos ver: enfrentamientos con asesinos capaces de hacerle frente al protagonista. Si bien John Wick deja un mar de cuerpos por donde pasa, son generalmente carne de cañón. Pero ver al protagonista sobrevivir frente a un decena de tipos que quieren cobrar el contrato que pesa sobre su cabeza es fascinante, no solo porque son las secuencias más imaginativas, sino porque (como la primera ya insinuaba) estas máquinas de matar están entre nosotros. Como dije antes, la mitología griega pesa fuerte en el imaginario de John Wick y nada lo deja más en claro que cuando dos o más gigantes colisionan en medio de una muchedumbre sin poner en la balanza las vidas civiles. Ruby Rose (que clavó en este 2017 la trilogía “Resident Evil: Capítulo Final”, “xXx: Reactivado” y esta) y el ex-rapero Common son las dos caras nuevas más importantes en este aspecto – ambos asesinos (Ares y Cassian, respectivamente) y ambos detrás de John por diferentes motivos. De los dos, es Common el que quizá le imprime un poco más de personalidad a su personaje, no solo por los atractivos intercambios con Wick, sino también porque Cassian es otro vehículo de algunas de las convenciones y “reglas” de este mundo ficticio – un mundo más bello y evocativo que nunca. La fotografía de Jonathan Sela (“A good day to die hard”, 2013) le daba a la película un aspecto sucio pero sofisticado, y la utilización de tonos cálidos en la gama del rojo representaba el viaje de un hombre que, literalmente, desentierra su pasado para volver a meterse en el infierno del que tanto le costó salir. Esta vez la tarea queda en manos de Dan Lausten (“Crimson Peak”, 2015), quien llena de tonos fríos los escenarios (en su gran mayoría subterráneos) para reforzar un concepto que podemos leer también en falta de expresividad del personaje: John Wick es un muerto caminante, tanto por la recompensa por su cabeza, como por las decisiones que lo han obligado a tomar una y otra vez desde que lo conocimos. El enfrentamiento final, en medio de una exhibición de arte llena de espejos, tiene un trabajo de cámara e iluminación extraordinario, y es para verlo varias veces. “John Wick 2: Un nuevo día para matar” no cuenta con el peso emocional y el efecto dominó que generaba la escalada de situaciones de la primera película, pero es una digna secuela que se enfoca en engrandecer la leyenda del protagonista, mientras que expande la mitología de este fascinante mundo de asesinos a sueldo. Como Hollywood manda, más presupuesto significa más locaciones, escenas de acción más grandes y más personajes – aunque no todos funcionen igual de bien u orgánicos. Eso sí, la película es más dura que la primera y este concepto de “gun-fu” corre el riesgo de volverse una glorificación de la violencia extrema a niveles casi sádicos. Si les gustó la original, van a disfrutarla. Si Keanu Reeves repartiendo headshots con auto aim a diestra y siniestra no les mueve un pelo, hay una enorme oferta en las salas.
Vin Diesel vuelve con la secuela que nadie quería ver. Quien alguna vez me haya escuchado o leído, sabrá que disfruto sin ningún tapujo del cine pochoclero y el clase B y me siento irremediablemente atraído a producciones a las cuales la gran mayoría le escaparía como a la lepra. Dicho eso, el regreso de Vin Diesel como Xander Cage en “xXx: Reactivado” (“xXx: Return of Xander Cage”) es un verdadero desastre. No porque no contenga una obligatoria cuota de explosiones, piruetas, disparos y situaciones inverosímiles, sino porque en lugar de ofrecer una historia simple y predecible alrededor de la cual desarrollar esos elementos (o sea, lo que cualquiera esperaría), construye una fantasía de poder adolescente que parece haber sido escrita en la parte trasera de una servilleta durante una borrachera. Después de despegar como Dominic Toretto en “Rápido y Furioso” (“The Fast and the Furious”, 2001), Diesel se estableció como un héroe de acción y tuvo su primer gran protagónico con “xXx” un año después. Pero como ya se le ha vuelto costumbre, abandonó ambas franquicias para probar vaya uno a saber qué cosa. Le tomó ocho años y varios fracasos volver a ponerse detrás del volante en “Rápidos y Furiosos” (“Fast and Furious”, 2009), y tardó 15 en tatuarse de nuevo para interpretar a Xander – eso sin contar la saga Riddick, que tuvo un parate de siete años entre la segunda y la tercera entrega. Y como fue el caso de “Rápidos y Furiosos”, esta película es más un reboot de xXx que una secuela real, que presenta un nuevo equipo de gente cool, hábil y floja de inhibiciones, que debe recuperar un delirante aparato que puede penetrar cualquier sistema de seguridad y alguien está usando para hacer llover satélites en la cabeza de la gente (no pregunten). A la cabeza del grupo de delincuentes cool se encuentra Xiang (Donnie Yen), secundado por Serena, Talon y Hawk (Deepika Padukone, Tony Jaa y Michael Bisping), todos verdaderas caricaturas de sí mismos – casi tanto como Adele, Nicks y Tennyson (Ruby Rose, Kris Wu y Rory McCann), el equipo de Xander. El guionista Scott Frazier parece más preocupado por mostrar al protagonista como el tipo más copado y deseable del mundo que por contar una historia medianamente lógica. ¿Cuánto tarda un personaje en caer desde 70 metros de pie y sobrevivir? Tres minutos. ¿Cuánto tarda Xander en conquistar a la primera chica corta de ropa? Ocho minutos. ¿Cuánto tarda el director D.J. Caruso en ofrecernos un primerísimo primer plano de la parte baja de una bikini? Trece minutos. ¿Cuánto tarda Xander en involucrarse en una orgía con seis señoritas que quedan exhaustas después de disfrutar de su virilidad? Quince minutos. ¿Qué es lo primero que sucede cuando Xander llega a una fiesta? Una chica empieza a frotarle el trasero. ¿Cuántos personajes femeninos que Xander encuentra en la película pueden resistirse a sus encantos? Ninguno. Machismo extremo y todos los lugares comunes de este tipo de películas dicen presentes en “xXx: Reactivado”. Y en medio de todo eso, el director parece más preocupado por mostrarnos primeros planos de chicas lindas con la boca medio abierta y mirada sugestiva, que por planear las escenas de acción como para que no sean un quilombo incomprensible. Donnie Yen se saca las ganas de mostrar algo de lo que sabe, pero el pobre Tony Jaa se ve reducido a un salame de cresta rubia que se la pasa bailando (?) y hablando como si fuera un gangsta berreta. El resto de los personajes son inexistentes (de varios me enteré el nombre en los créditos) y no termino de entender por qué Toni Collette, una actriz brillante, se metería en esta bazofia – de Samuel L. Jackson ya sabemos qué esperar, pero Toni está para más. Muchos dirán que soy pretenciosos y en realidad la película ofrece lo que prometía. Puede ser. Pero no necesariamente esas promesas eran buenas, y en ese sentido cumplió con creces. Hay formas de hacer acción descerebrada y entretenida, con personajes interesantes (masculinos y femeninos) que sean más que el vehículo de una frase (supuestamente) cool y un chiste sexual. Esta película no se esfuerza en lo absoluto por expandir una mitología u ofrecer entretenimiento sano, sino que es una concatenación de situaciones delirantes atadas con el hilo dental de las chicas que bailan de forma sugestiva en el fondo de todas las escenas. Es una película insultante. El regreso de Xander Cage es el menor denominador común del cine de acción. Es la versión con explosiones de una de esas películas de los hermanos Wayans, que no se sostiene de ninguna manera, y que ni siquiera se puede tomar como algo malo de forma irónica. Cuando le sumamos una edición con cortes por demás que incluye perfiles de personaje a-la-Suicide Squad (con detalles como el Gamertag “Lady_boner”), y tenemos una ensalada que hay que dejar pasar sí o sí.
Antes de volver a ponerse el traje de Batman, Ben nos trae una de gangsters. Hace casi una década Ben Affleck sorprendió a propios y ajenos con “Gone Baby Gone” (2007), la adaptación de la novela homónima de Dennis Lehane. Affleck, hasta entonces uno de esos actores que el público ama odiar, de repente se convirtió en un artista serio, tocando el cielo con “Argo” (2012), que la Academia eligió como la película del año. Y para su cuarto proyecto, el actor y director vuelve al autor que lo puso en boca de todos adaptando el segundo libro de la trilogía Coughlin, “Vivir de noche” (“Live by Night”). Desgraciadamente esta vez el realizador no consigue trasladar el peso y la densidad emocional de las historias de Lehane a la pantalla – y quizá sea la elección del protagonista el gran problema. Affleck interpreta a Joe Coughlin, un veterano de la Primera Guerra que vuelve a su Boston natal con un nuevo sentido de la ley y la cadena de comandos. Habiendo prometido “no besar más anillos”, se dedica a realizar pequeños robos esquivando a las dos mafias que se disputan la ciudad: la irlandesa, liderada por Albert White (Robert Glenister) y la italiana, con Maso Pescatore (Remo Girone) a cargo de los hilos. Pero, siendo un romántico, Joe no puede evitar enamorarse de Emma (Sienna Miller), la amante de White, y cuando son descubiertos Joe (después de comerse una buena paliza) termina pasando un par de años en prisión y alimentando su sed de venganza. Ya libre, decide dejar de lado sus promesas y unirse a Maso para llegar a Albert, quien escapando de los italianos terminó controlando pequeños negocios en Florida. Joe entonces se traslada a Tampa, donde junto a su viejo compinche Dino Bartolo (Chris Messina) y la comunidad cubana local, liderada por Graciela (Zoe Saldana) y Miguel (Esteban Suarez), se harán cargo de la zona. Joe se muestra como un tipo inteligente y rápidamente no solo se vuelve la autoridad en Florida, aumentando las ganancias y la influencia de Maso entre fanáticos religiosos, bandas enemigas y una facción local del Ku Klux Klan, sino que además empieza a proyectar a futuro, para subsistir cuando la Ley Seca vigente ya no rija y haya que buscar un nuevo negocio. “Vivir de noche” no es una mala película, pero es una experiencia inconsecuente, en gran medida por la ausencia casi completa de real emoción en la interpretación de Affleck. “Gone Baby Gone”, “Mystic River” (Clint Eastwood, 2003) y hasta “The Drop” (Michael R. Roskam), todas adaptaciones de obras de Lehane, presentan un grupo de protagonistas (Cassey Affleck, Sean Penn y Tom Hardy, respectivamente) cuyo sufrimiento y constantes conflictos morales son palpables para el espectador. Affleck es un buen actor, pero nunca termina de meterse del todo en la piel de Joe Coughlin, más allá de sacarle lustre a su afilada quijada y mostrar un par de momentos de introspección y arrepentimiento. Quizá estar de ambos lados del mostrador le haya pasado factura – en “The Town” (2010) Jeremy Renner se llevó todos los aplausos y en “Argo” el sólido elenco sostenía la historia sin problemas. Y aunque en este caso el actor se vuelve a rodear de talento, el espacio que se le otorga a cada uno es mínimo. Brendan Gleeson como el padre de Joe y comisario de Boston y Chris Copper como el jefe de la policía de Florida (ambos haciendo la vista gorda a las actividades del protagonista) tienen grandes momentos, pero a esta altura no sorprende de ninguno de ambos. Zoe Saldana comienza con grandes aspiraciones y termina siendo un papel puramente de soporte. Elle Fanning se come la pantalla en dos escenas particulares, pero cuando sus acciones son realmente relevantes y afectan la trama se siente pequeña y perdida. Chris Messina y Max Casella (que interpreta al hijo del capo italiano) son casi una caricatura y les falta por lo menos una escena a cada uno que los asiente en el rol que pretenden cumplir. Joe insiste en que no es un gangster, aunque sus acciones digan lo contrario. La brújula moral se mueve en cada asesinato, cada intimidación y cada búsqueda de resolver los conflictos dialogando y cediendo terreno. Sin embargo, al final de la película el personaje se siente más como un falso boy scout en traje de diseñador que como un delincuente con conflictos reales. Aunque técnicamente la película está muy bien, y Affleck cumple en su rol detrás de cámara, sí voy a tener que cuestionar (y quizá en esta esté solo) al actor como “hombre representativo de la década del 20”. Después de prepararse para ponerse el traje de Batman el actor quedó enorme, algo que ya habíamos notado en “Gone Girl” (David Fincher, 2014), pero que en este caso por momentos es muy difícil de esconder (y justificar), por más talle XXL que sean los trajes. “Vivir de Noche” no es la mejor película de Ben Affleck, y quizá sea la peor, pero eso no necesariamente significa que sea mala: todos los elementos que uno espera del género están en su lugar y las dos horas nunca se sienten densas. Sin embargo, le falta la profundidad emocional del protagonista sobre la cual descansan todas las obras de Lehane, que resulta en una experiencia poco memorable.
Dos hermanos esconden un oscuro secreto que la muerte de su padre obliga a enfrentar. Ricardo Darín y Leonardo Sbaraglia se sacan chispas en este thriller psicológico de Martín Hodara, director y guionista debutante (antes había terminado de dirigir “La señal” en 2007) que desgraciadamente cae en un par de lugares comunes. “Nieve negra” cuenta la historia de Marcos (Sbaraglia), que vuelve de España con su esposa Laura (Laia Costa) para encargarse de los restos de su padre fallecido, cumplir su última voluntad y empezar a tramitar la herencia. Por supuesto todo esto sería más fácil si su familia no fuera un cóctel de secretos, mentiras, rencores y perversiones. A desgano, Marcos termina visitando la cabaña del ermitaño Salvador (Darín), ubicada en el medio de una inhóspita región de la que la familia es dueña, para enterrar las cenizas del padre de ambos. Salvador no tiene problema en dejar bien en claro que no quiere a la pareja (ni a nadie más) ahí, pero entiende que la única forma de sacárselos de encima es asistiéndolos en su misión. A través de flashbacks bien integrados con las escenas en el presente, Hodara nos expone los secretos y traumas que esconden Marcos, Salvador y su hermana Sabrina (Dolores Fonzi), recluída ahora en un loquero. La muerte accidental de Juan, el hermano menor, representó un quiebre para la familia, del cual Salvador (aparente responsable) se llevó la peor parte, recibiendo abusos y golpizas constantes de parte de su padre, lo que lo llevó a recluirse en esa cabaña por 30 años. La tensión que corta el aire durante todo momento se potencia al momento de hablar de la herencia. Un grupo de canadienses ofrecen nueve millones de dólares por las tierras de la familia, y lo que parece ser la salvación para Marcos, Lucía y sobretodo Sabrina, que ahora necesita cuidados constantes, es en realidad un obstáculo más, ya que Salvador no quiere saber nada con mudarse. Hodara explora en la psicología de los personajes haciendo un buen uso del escenario (la película, una coproducción argentino-española, se filmó en Andorra) y las duras condiciones de vida, exponiendo las fortalezas y debilidades de cada uno de los protagonistas. Darín y Sbaraglia se complementan de gran manera como estos dos hermanos que prácticamente son desconocidos pero comparten un oscuro pasado. La española Costa también cumple, aunque se sienten desaprovechadas las participaciones de Federico Luppi y (especialmente) Dolores Fonzi. Donde el director y el co-guionista Leonel D’Agostino fallan es en eliminar cualquier tipo de sugerencia y explicarle al espectador al detalles todas y cada una de las incógnitas que se plantean. Esa subestimación le juega en contra porque genera que uno vea la resolución del misterio a la legua, aún cuando el guión se las arregla para meter una última vuelta de tuerca. También son cuestionables algunos en el planteo del conflicto inicial y el desarrollo de ciertos personajes, que cambian de actitud de manera súbita. Más allá de estas falencias, la película es atractiva, está bien filmada, y goza de un buen elenco que banca la parada. La extraordinaria ambientación y el guión, que mantiene la tensión aún cuando se ve venir el desenlace a la legua, terminan de construir un buen exponente del género que vale la entrada de cine, siempre y cuando sea una sala baratita.
El director Mike Flanagan vuelve a los chicos perturbados para (no) asustarnos. Mike Flanagan, el director y guionista que ganó reconocimiento hace unos años con la copada “Oculus” (Mike Flanagan, 2013), volvió este año por partida doble: con “Hush” (que no pasó por los cines pero ya está en Netflix), y “Somnia: antes de despertar” (“Before I wake”, 2016). Somnia, más un thiller sobrenatural que una película de terror, cuenta la historia de Jessie (Kate Bosworth) y Mark (Thomas Jane), un matrimonio que perdió a su hijo en un accidente y continúa lidiando con el trauma. Y aparentemente la oficina de Servicios Sociales no ve mejor oportunidad para sacarse de encima a un pibe con una historia bastante turbia y que ya ha pasado por varias familias: Cody. Cody (interpretado por el ganador espiritual del Oscar, Jacob Tremblay) es un nene educado, correcto, simpático y adorable –pero por supuesto, también lo era Hannibal Lecter– que se gana a la pareja (y al público) desde el primer momento. No tardamos mucho en descubrir que el pibe tiene una caja llena de azúcar y pastillas “El camionero alerta” para no dormir,y es justamente porque él mismo le teme a su propio poder, que vuelve reales sus sueños y pesadillas. La primera noche que Cody no consume estimulantes y se ve vencido por el sueño, la pareja se encuentra con la primera manifestación de los sueños del nene (un fanático de las mariposas) y todo parece maravilloso. Mucho más cuando Jessie entiende lo que está pasando y empieza a abusar de la habilidad mostrándole fotos y videos de su hijo fallecido para que el subconsciente de Cody lo traiga a la vida al menos un rato más. Pero la cosa se va por la canaleta cuando descubrimos que el pibe también tiene sus traumas y sus pesadillas giran alrededor de “Canker Man”, una más-o-menos-espeluznante figura que lo aterroriza y ataca (y ¿“come”?) a todo el que lo rodea. El mayor problema de “Somnia: antes de despertar” es que no sabe qué película quiere contar: no es terror porque el primer sobresalto llega después de la mitad de la película, y no es realmente un thriller, porque la tensión que intenta establecer y construir es casi inexistente. Este Canker Man, es indestructuble, por lo que no tiene tiempo de aterrorizar a nadie sin embuchárselo. Jacob Tremblay, esta pequeña bestia de la actuación, vuelve a demostrar que, incluso con un guión liviano y facilista, puede construir un personaje interesante. De otro lado está Kate Bosworth, chata, unidimensional y poco creíble, blandiendo la misma inexpresión durante toda la película mientras a su alrededor desaparece gente, aparecen mariposas y la quiere morfar un bicho sobrenatural. Thomas Jane hace lo que puede por demostrarnos que se puede hacer toda una película (que no sea “Náufrago”) sin lavarse la cabeza o peinarse, pero aún así crea algunos de los mejores momentos con Cody. La resolución del conflicto es una larguísima exposición precedida por un trabajo de investigación ridículo al extremo. Somnia es esa película que vas a ver un sábado en Netflix con una pizza de por medio, y vas a olvidar al día siguiente, excepto cuando el servicio te diga “Como viste ‘Somnia’, clavate estos garrones ya que estás”. “Somnia: antes de despertar” es un paso atrás para el director después de la interesante “Oculus”, y una olvidable producción que poco tiene para ofrecerle al género (sea cuál sea el género al que apunta).
Como hicieron con Mark Zuckerberg y su red social, Aaron Sorkin y Danny Boyle vuelven a contar una historia de tecnología con un toque humano – aunque, a diferencia de aquella película, la fragmentación de Steve Jobs deja al espectador con la idea de que falta contexto para definir ciertos elementos. Desde su muerte, Steve Jobs ha generado una serie de obras basadas en su vida, que dejaron en evidencia los puntos más olvidables de un hombre que basó todo su éxito y reconocimiento en el concepto de ser un gran “conductor de orquesta”. Jobs fue un personaje extraordinario y su obra marcó una época, pero también fue un ser humano mezquino, insufrible, egocéntrico y denigrante. Jobs, como otros “genios”, creyó (con razón o no) estar siempre por encima de aquellos que lo rodeaban, aunque supiera que sin su presencia nada de lo que imaginaba podía volverse realidad. Sorkin toma el libro de Walter Isaacson y lo desglosa en 3 actos principales, que corresponden con tres lanzamientos/conferencias de presentación icónicos (aunque no los únicos): 1984, el lanzamiento de la Macintosh, la sucesora de la Apple II; 1988, la presentación de la NeXT, con Jobs ya afuera de Apple; y 1998, el debut de la línea iMac, el primer producto de Jobs tras regresar a la compañía que fundó. La gran virtud del guión es conseguir, en esos tres detrás de escena, desarrollar una historia basada en las relaciones de Jobs con un puñado de actores principales: Johanna Hoffman (Kate Winslet), la jefa de márketing de sus compañías; Steve Wozniak (Seth Rogen) su compañero de siempre y co-fundador de Apple; John Sculley (Jeff Daniels) el CEO de Apple que el mismo Jobs sacó de Pepsi para llevar a su empresa; y Lisa Brennan (interpretada por tres actrices), su hija no reconocida. Todos ellos están presentes en los tres momentos, y son actores fundamentales tanto en el desarrollo de los eventos que se suceden, como en la alteración de Jobs como ser humano. Danny Boyle, fiel a su estilo, saca lo mejor de cada uno de los actores y marca a fuego diálogos certeros y sagaces con un trabajo de cámara extraordinario, en el que el protagonista se muestra constantemente como el producto que intenta vender: una máquina afable y accesible, pero lógica e implacable. De hecho la tecnología no es protagonista casi en lo absoluto de la película, y las computadoras y las charlas técnicas están relegadas a un segundo plano, como una mera excusa para desarrollar las relaciones entre personajes (de hecho, en un momento se lo muestra a Jobs recitando características técnicas de un equipo como una forma de relajarse, como si de un mantra se tratase). A lo largo de los tres actos, que se conectan por una narración de noticias reales en off que cuentan los hechos que llevan de un año a otro (la salida de Jobs de Apple en primera instancia y la caída de la compañía y el regreso de Jobs en la segunda), el protagonista muestra su evolución personal y la evolución de su relación con los diferentes actores. Es ese el foco de la historia. No hablar de tecnología o la relevancia de Jobs como figura de la industria, sino de su personalidad y su forma de relacionarse con el entorno. En ese punto, cumple su cometido, pero aquellos que esperen una película biográfica convencional, se irán decepcionados de la sala – también los que esperen ver algunos de los productos que más de cerca nos tocaron, como son los iPods, iPhones y iMacs. Steve Jobs es una excelente película, que tiene el sello de Danny Boyle y Aaron Sorkin por todos lados, y que entretiene explorando los rincones más profundos de un hombre que cambió un rincón del mundo. Gran parte de la película nos toca de lejos, como mito más que como historia, y eso puede desmotivar a parte del público. Pero son los personajes lo importante en Steve Jobs, y no la tecnología. Quizá el ánimo de redención que rodea a la película en el final no esté a tono con el resto del desarrollo. Pero bueno, hablar mal de los muertos no es del todo apropiado.