Dentro del batallón de personajes que nos ofreció el mundo de los X-Men, sin dudas el favorito del público por una gran diferencia tiene que ser Wolverine, el inmortal mutante que posee dotes genéticos envidiables y un esqueleto interno indestructible. El primer intento de acercarse a la historia personal de Logan fue la infructuosa X-Men Origins: Wolverine y una de las principales causas de su caída fue algo que, personalmente, me afecta bastante a la hora de ver algo basado en cómics. Esto es el dilema del retcon, la alteración de detalles importantes en una línea temporal en favor de formar una línea paralela, lo cual no es para todos. Hay que estar dispuesto a que cambien relaciones que uno ya tiene entendidas desde hace tiempo, y que Wolverine y Sabretooth sean mediohermanos, cuando antes eran desconocidos, genera un escozor extraño. Ese fue uno de los principales problemas de Origins, si bien no fue el único. The Wolverine representa un salto hacia adelante en todo sentido, se aleja a pasos grandes -que no agigantados- de su predecesora y denota buenos augurios dentro de la sala de cine. The Wolverine no es ese proyecto sangriento y oscuro que prometió ser alguna vez, con Darren Aronofsky al mando. Si bien está basado en la más que estimada versión del cómic de Frank Miller, creador de Sin City -y gran favorita de Hugh Jackman por cierto-, al viaje interior y exterior en el que Wolverine se ve inmerso le faltan varias pinceladas de carácter y sentimiento, pero tiene lo suficiente de ambos como para subsanar el craso error que tuvo la antecesora. El director James Mangold, junto a Steven Soderbergh una de las caras más polifacéticas del cine de Hollywood, se carga el peso de sobrellevar un film de acción y exploración sentimental, donde los detalles están bien aderezados. Aunque se sienta la falta de más adrenalina, más combates, los escenarios principales de lucha son suficientemente extravagantes y llamativos, vistosos, con ese toque asiático que debe predominar dentro del marco narrativo elegido. En el marco de las costumbres japonesas, el combate es todo un arte, y las coreografías están muy bien diseñadas y conducidas por un elenco mayoritariamente autóctono. ¿Su función? Hacer descollar y sobresalir a un enorme -literal- Jackman, poseedor de un cuerpo hercúleo que nunca se le percibió en anteriores entregas mutantes y que genera un sentimiento hormonal violento y feroz. Éste es el verdadero Wolverine en carne y hueso. Otro punto a favor es que no hay una cantidad ingente de mutantes en pantalla, a excepción de una misteriosa joven que puede anticipar la muerte, y Viper, una letal doctora con una siniestra agenda personal. La reducción de personajes con habilidades peculiares hace foco en el desarrollo de los mismos y no se convierte en una maratón con tal de llenar la pantalla de efectos especiales. El 3D, en ese sentido, se une a la lista de aditivos innecesarios, ya que no suma ni resta a la calidad de la película. Quizás no se sienta más que un escalón previo al festival mutante que promete X-Men: Days of Future Past -que se presenta en una rabiosamente efectiva escena post-créditos- pero The Wolverine es una amable nueva entrada en la querida saga de Marvel. Interesante, llevada con buen gusto por un portentoso Hugh Jackman que nació para este papel, no decepciona y arregla varios desbarajustes creados por la mala experiencia anterior.
Frente a Pacific Rim uno puede ver la infancia de Guillermo Del Toro a través de la pantalla. A lo largo de sus dos horas se puede ir identificando las diferentes fuentes en las que se basó el artista mexicano para crear su sentido homenaje hacia las películas de monstruos que empiezan y terminan con Godzilla, hacia los robots gigantes y, en definitiva, a ese cine de aventuras donde la espectacularidad es lo que vale. Para sacar de dudas a muchos desde el principio, Pacific Rim no es Transformers ni tampoco quiere serlo, pero por momentos cae en las mismas falencias que aquella. Del Toro mismo fue quien lo anunció, quería crear un film ligero y fácil de ver en contraste a una historia de orígenes oscura y pesimista, pero esa misma máxima se rompe cuando la trama y el guión se desconectan y hacen aguas (sic). Al querer hacer una película de rápido consumo, el peso dramático de la historia se pierde en actuaciones que no llegan a convencer, cuyo registro se basa en caer en los tópicos más convencionales. Así, la nominada al Oscar Rinko Kikuchi, una excelente actriz, queda relegada a ser la chica japonesa vergonzosa, cuyos esfuerzos personales apenas si importan dentro del marco del film, o el héroe americano de Charlie Hunnam, cuya pérdida familiar apenas si se siente. La figura de las fuerzas armadas de Idris Elba, un loable actor que siempre se destaca como secundario en producciones como en la última Prometheus, lleva su talante militar hasta el límite de lo caricaturesco, se lo nota forzado, pero es parte de la liviandad que Del Toro quiso imponerle a su proyecto. Y ni hablar del pesado alivio cómico que supone el dúo de científico de Charlie Day y Burn Gorman, exagerados hasta el punto del no va más. Con este largo párrafo denotando el costado feo de Pacific Rim me saco el peso de encima de las odiosas comparaciones entre el producto presente y la saga metálica de Michael Bay. Allá donde los Autobots y Decepticones perdían fuelle -en su historia, en su guión, más no en la acción-, los Jaegers y los Kaijus lo ganan en cohesión. Nadie asiste a un despliegue técnico para ver un drama con robots, Del Toro sabe eso, y destaca en su dirección adrenalínica y llena de efectos computarizados. El sentimiento de volver a la niñez, a mirar esos dibujos japoneses está desde que comienza hasta que termina el metraje, y al finalizar uno quiere tener una colección completa de juguetes inspirados en la batalla del Pacífico. Un aspecto que rescato de entre tanta chatarra y desperdicio tóxico alienígena, es que las colosales peleas no abruman, sino que están bien dosificadas a lo largo de la trama, cada una con su respectiva importancia a lo que está sucediendo en pantalla. Guillermo supo aprovechar cada dólar, incluso la aplaudible postconversión al 3D, y hasta la escena final, donde predomina la escasez del CGI, es que uno se puede alejar de tanto efecto digital y apreciar la inmersión al mundo postapocalíptico creado. En definitiva, Pacific Rim es una nueva e inmensa adición a la cuantiosa filmografía de un director con una mente por demás prolífica. La decepción se la llevarán muchos cuando noten que no tiene la profundidad de la adorada El Laberinto del Fauno, pero por no ser una secuela, precuela, reimaginación o basada en un libro/cómic, se lleva una estrellita dorada más a la eficacia. De visión imperiosa en una sala de cine con buen sonido y mejor calidad de imagen.
Las líneas del documental y la ficción nunca estuvieron tan borrosas. Enviada italiana a la carrera oficial durante los últimos premios Oscar, César debe morir es un ingenioso experimento cinematográfico veraz y ciento por ciento realista. El propósito de los directores, los hermanos octogenarios Paolo y Vittorio Taviani, fue retratar la vida de un grupo de reclusos en la prisión de Rebibbia mientras se sumaban al plan teatral del complejo. Como todos los años, los residentes interpretan dentro del plan del director Fabio Cavalli una obra y en este es el turno de Julio César, clásico inmortal de William Shakespeare. Los Taviani se arrojan a la tarea con una puesta en escena sobria, dotando al film de un tratamiento en blanco y negro para contar los entretelones de los ensayos de la obra, en modo flashback, mientras que el comienzo y el final retornan al color, a la triste vida de estos hombres -no hay mujeres, ni lugar para ellas en la trama- que lo perdieron todo y han encontrado en las artes escénicas una burbuja de aire entre tanta opresión de concreto. Es impresionante el nivel actoral que poseen los protagonistas, hombres que han cometido crímenes verdaderos y cumplen sentencias de por vida. Son personas que uno vería cotidianamente en la calle, vecinos, ahora presos oficiando de actores jugando a ser actores de teatro. Salvatore Striano, Bruto, nos lleva en un viaje emocionante desde la primera escena. Actúa desde las mismas entrañas y genera escalofríos al transmitir humanidad en cada escena. Sus compañeros lo siguen de cerca, pero la cámara lo elige a él como protagonista. La duración de Cesare deve morire es escueta, se extiende lo justo y necesario para contar su historia y ya, pero por momentos quiere llegar a una base más profunda y no lo logra. ¿A qué me refiero? A que la parte documental se termina comiendo a la narrativa de ficción, en los detalles de que cada personaje histórico tiene algo que ver con el preso que lo interpreta y las repercusiones que esto tienen para con los otros encerrados. Quizás la falta de tiempo no ayuda a reflejar en su verdadera dimensión este punto, pero la sensación que persiste es que el guión esfuerza este detalle cuando no hay ninguna necesidad. Homenaje a Shakespeare, comentario social, clase de cine, todo para uno y uno para todo. César debe morir es una pequeña gran película, notable desde lo artístico, pero que le falta un poco más para ser una obra maestra. Sin embargo, el escenario que propone alucina.
¿Tan difícil es para Jerry Bruckheimer y compañía intentar crear una nueva saga sin contar con el ahora dudoso talento de Johnny Depp? La respuesta parecería ser un rotundo "no", negativa que puede resultar extraña. Claro, Pirates of the Caribbean supo ganarse a la platea a base del desopilante Jack Sparrow -hubo incluso una nominación al Oscar de por medio- pero a la legua se nota que, en esta ocasión, no es suficiente un personaje secundario para sobrellevar la historia de una figura mítica a la pantalla grande e intentar sobrevivir sólo con eso. En una época en la cual las grandes películas de los estudios más importantes cuentan con recursos de producción para crear escenarios de acción vistosos, exhuberantes y adrenalínicos, ya no se puede decir que un film aprueba porque tiene buenos efectos. Ya no es un parámetro de medición válido, muchos pueden lograrlo y el entretenimiento a base de pochoclo necesita tener al menos una historia coherente dentro de su propio universo -no le pidamos coherencia, por ejemplo, a una Rápido y Furioso-. Ahí es donde falla la adaptación de Gore Verbinski, fresco luego de su excelente incursión en el western con la animada Rango. Aquella funcionaba porque era algo alejado de cualquier propuesta Disney, era extraña y extravagante. The Lone Ranger quiere jugar a ser una versión live action de la misma y no puede, no le alcanza. No es un western común, pero tampoco es algo que resalte por su particularidad. Detalles raros como los conejos caníbales, el caballo espiritual que aparece donde y cuando quiere, no encajan con la seriedad de la que se jacta la historia. La mezcla de géneros se pierde en el registro de cada uno: la comedia es bien básica, con cierto tono de slapstick, pero después cierto secundario se despacha con un chiste que raya el tema de la violación y así sucesivamente. Por otro lado, la violencia está bien medida para una película de Disney, pero ¿cómo se le hace entender a un niño, ese mismo que vio la saga de piratas, la demsmesurada escena en la cual el villano le arranca el corazón a alguien y se lo come? Esa dicotomía entre querer y no poder se explica con un comentario de un colega, que ni bien termina la función se levanta y pregunta: ¿Es The Lone Ranger una película para un nene de diez años? La pérdida no es irreparable. Con una devastadora duración de dos horas y media, marca registrada del director, aún es divertida y no pesa tanto en una sala de cine como uno podría esperar. A muchos no les importará que Depp solo se saque las trenzas de pirata y se pinte la cara, pero hay que acabar de una vez con su mentira y exigirle que aporte sus buenas artes en papeles más jugados y diferentes, que no se acabe su carrera en un personaje que ya se vio hasta el hartazgo y que no suma sino que ahora va cuesta abajo y resta. Armie Hammer, el protagonista homónimo, se ve eclipsado durante gran parte del metraje por el indio Tonto, pero su John Reid tiene mérito propio, aunque la química entre ambos nunca llegue a un punto álgido y la trama sólo se encargue de juntarlos a la fuerza para explicar detalles pertinentes. ¿Podemos terminar también con la dupla Depp-Helena Bonham Carter? Son buenos en lo suyo, pero es hora de verlos separados, incluso cuando ella, acostumbrada a féminas extrañas, es apenas un cameo en la trama y no tiene mucho peso. El aplauso se lo lleva William Fichtner con su depravado fugitivo caníbal Butch Cavendish, quien añade ese porte de malo de turno que no tiene el otro villano de la trama, quien no se revela hasta pasada la mitad del film, aunque de una manera blanda. The Lone Ranger es larga y confusa. Por momentos es una buena comedia de acción, pero por otros es demasiado tonta y sin sentido. Quiere sorprender con sus orquestadas secuencias de acción pero se queda corta por la escasez de las mismas, y pretende llenar los huecos con subtramas imposibles, como el triángulo amoroso cuyo propósito no aporta nada. Era una de las grandes apuestas para la temporada, pero tal parece que se queda a media máquina. Funciona al momento pero no resiste un segundo visionado.
¿Quién hubiese pensado que una trilogía completada a lo largo de casi dos décadas fuese un hito en el cine romántico? Nadie, ni siquiera su director Richard Linklater o la pareja protaonista de Ethan Hawke y Julie Delpy pudieron sospechar que su historia de amor a cuentagotas a través de los años marcaría un antes y un después en la manera de observar cómo dos personas desconocidas armaban una vida en torno a un encuentro casual, allá lejos y hace tiempo. Lo realmente maravilloso de la trilogía de Linklater y compañía es que si uno siguió la línea temporal de Jesse y Celine mientras crecieron, se sentirán identificados con las distintas etapas que vivieron juntos. Por otro lado, alguien como quien les escribe vio la saga en menos de 24 horas, suficiente como para embeberse en los hermosos encuentros amorosos de inmediato. Al margen de sentir que cada entrega marca un punto de excelencia por la madurez emocional que representan los protagonistas, cada film es diferente en su propia ley, nunca queriendo superar a sus predecesoras sino evolucionar, crecer a un ritmo sustancial y significante. Before Midnight es un punto álgido en la trilogía, ya que su mezcla de romance y comedia están balanceados con una maestría absoluta, mientras que el drama, la tragedia griega, se hace presente y amenaza con hacer mella para siempre en Jesse y Celine. Me arriesgo a decir que las parejas con hijos son las que sentirán más cerca al film, porque su retrato honesto y descarnado del amor luego de la treintena tranquilamente podría ser la historia cotidiana de muchos. ¿A que nadie apostó que una película donde la gente se la pasa hablando durante casi dos horas fuese tan fascinante? Linklater, Hawke y Delpy se encargan de que el tiempo se pase volando con sus charlas, puntos de vista y discusiones. Rutinas, cotidianidad, hijos, envejecimiento, responsabilidades, convivencia, todos los diálogos están perfectamente construidos y alineados en los siempre brillantes Ethan y Julie, a quienes el tiempo no les destruye la química insoslayable que supo coronarlos en lo más alto del romanticismo. Uno está acostumbrado a que los protagonistas principales sean la pareja y el escenario natural en donde transcurre su historia. La geografía no podría ser más exquisita y mejor elegida esta vez, con una Grecia donde la mitología y sus armoniosos paisajes contrastan con la trama. Sin embargo, me refiero a que el dúo no está solo esta vez, sino que los acompañan un grupo familiar, la casa de un escritor anciano que tiene a su familia de visita y todos en grupo allanan el camino mediante almuerzos e intercambios de ideas para que Jesse y Celine finalmente hagan un paseo por las calles griegas para terminar en la habitación de un lujoso hotel, donde pasarán la noche con la sola compañía del uno con el otro. El tercer acto, el más visceral y agridulce de todos, se desenvuelve con la mirada casi documental de Linklater, que retrata con acidez y credulidad pasmosas la vida privada de dos personas en las cuales las grietas de la vida han comenzado a mostrarse. Before Midnight es un retrato realista y sincero sobre una relación romántica, entre dos personas que se aman y que a pesar de todo se han reencontrado en la vida y eligieron unir sus caminos. Pero no hay que dejarse llevar por la ilusión de un final Disney, edulcorado. No todas las historias de amor terminan igual y eso no quiere decir que el ¿cierre? de la trilogía termine mal, pero la sublime exploración del romance que tiene lugar aquí dista de ser un esquema común y repetido. De lo mejor del año, sin lugar a dudas. Muchas gracias Richard, Ethan y Delpy por esta nueva gema preciosa.
Barbara es un misterio. Ha llegado transferida desde Berlín hacia un pequeño pueblo, en castigo por atreverse a ir en contra del gobierno en los turbulentos años '80, en plena crisis de las Dos Alemanias. No habla con nadie, se mantiene reacia a hacer contacto social en su nuevo trabajo, aún con miedo de que alguien la traicione. Con una sutileza que abruma por todo lo que no se dice pero que se expresa a través de miradas y silencios, el director alemán Christian Petzold entrega en Barbara un drama puntilloso, que se vale de un protagónico avasallante y que no necesita grandes artificios para lograr contar una historia profunda. El gran logro de Barbara se debe a la descomunal Nina Hoss, protagonista absoluta del film, capaz de transmitir con un ligero gesto todo el drama que internaliza su personaje y la tensión de un ambiente de represión y amenaza continua. Como la Alemania de esa época -aunque la acción transcurre en 1980, pocos indicios se muestran en pantalla- Barbara se encuentra dividida, una pared separa su interior y no permite que nadie se le acerque. Esa sustracción de la realidad, de su propia realidad, tiene unos matices delicados y tan sólidos como la imagen de este rodete impertérrito que usa la protagonista durante sus horas de trabajo. El viaje de la heroína, entre el individualismo y la solidaridad, es el eje que propone Petzold al demostrar la evolución de Barbara, que oculta cualquier vestigio de acercamiento hasta la inevitable percepción de que no se encuentra sola, principalmente por la calidez que le otorga sin concesiones su colega André -un cálido Ronald Zehrfeld-. El melodrama no se esconde entre las sutiles líneas del film, ya que el episodio final entrecruza las pequeñas líneas secundarias del film y remite a una elección difícil de hacer, pero que se ha construido particularmente para ver el cambio radical de la psiquis de la protagonista. Barbara es tensa pero no densa, sin necesidad de recursos que distraigan de lo importante, de una narrativa precisa y consistente.
he Big Wedding, basada en el film original francés Mon frère se marie, es un claro ejemplo de todo lo malo que genera la comedia costumbrista estadounidense, un despropósito tan grande que ni las aplastantes figuras en el elenco pueden salvar. Es impensable la cantidad de películas que recurren al tópico de una boda con traspiés en el género de la comedia. Hay algo inevitablemente caótico que genera que estas producciones se sucedan una tras otra y el quid de la cuestión radica en que las tramas pueden resultar similares pero el talento actoral tiene que destacar y llamar la atención. Si uno ve el póster, se puede dejar llevar por los nombres de Robert De Niro, Diane Keaton y Susan Sarandon como trío con mayor kilometraje delante de las cámaras, pero la sorpresa que nos depara no es grata, sino todo lo contrario. Una comedia debe tener un mínimo argumento interesante, radicalmente diferente a otras del mismo estilo, pero el guión de The Big Wedding elige ir por el terreno seguro y jugar sus cartas más bajas, las que de seguro generan conflictos hilarantes. Pero no. La gran falla argumental del director y guionista Justin Zackham es que ni siquiera su historia queda a mitad de camino entre la comedia o el drama. Todos sus intentos por ganarse una carcajada o una mísera lágrima por parte de la platea son nulos, no tienen la suficiente potencia como para lograrlo. Los chistes son escasos y se notan cansados, así como también a los protagonistas, que caen en el peor pecado de todos: actuar por el cuantioso cheque y entregar un 10% de su talento al proyecto. ¿Cuántas veces hemos visto ya a Diane como la divorciada madre de un clan? ¿Es ese Robin Williams repitiendo el papel de cura que ya vimos en esa otra película? ¿Susan ha perdido el norte y terminó en este telefilm? La lista sigue: desde el momento en que uno de los hijos del matrimonio se dice célibe hasta encontrar el amor y que el novio tiene una hermanastra colombiana, el destino de esa línea argumental está sellada, sin sorpresas. ¿Acaso no había disponible un potable actor latino para interpretar al adoptado y sin embargo nos quedamos con el inglés Ben Barnes, de pasable acento castellano? The Big Wedding es lo que un fin de semana de lluvia podría considerar pasable, pero que con su historia en tono de comedia atrasa años luz y resulta francamente milagroso su estreno en salas comerciales. Lo siento mucho, Diane, Susan y Robert, pero esta vez, los pulgares van hacia abajo.
Aunque sea un dios en el mundo de las historietas y un ícono popular alrededor del mundo, hay algo que nunca me cautivó del personaje de Superman. No sé que será, pero no me afectó tanto que tras la versión del 2006 de Bryan Singer se haya gestado un nuevo origen, como sí tengo que admitir que me picó la reintroducción de Spider-Man tras la trilogía de Sam Raimi. Tenía que llegar la dupla de Zack Snyder y Christopher Nolan para sacudir el polvo y que finalmente saliera a relucir lo mejor del personaje, para traerlo a las grandes ligas con una historia fresca y repleta de adrenalina. Que Nolan esté detrás de Snyder en esta adaptación no es una casualidad. Actuando como productor ejecutivo, controla desde las sombras que Superman no se eche a perder y que el director se vea enfocado y no recaiga en el fracaso que resultó ser -narrativamente hablando- Sucker Punch. Lo que a primera vista puede parecer un espectáculo visual impresionante y una demoledora demostración de cine de acción con superhéroes -Man of Steel no tiene nada que envidiarle a The Avengers- se ve equilibrado por una historia sencilla y muy intimista, que recalca siempre el peso del consejo familiar en el héroe, tanto por sus padres biológicos como por los adoptivos. El ambicioso guión de David S. Goyer -siempre mejor escritor que director- comienza con todas las de ganar, con un prólogo donde el caos reina en los últimos momentos del planeta Kryptón y el Jor-El de Russell Crowe llena la pantalla con toda su sabiduría y poderío actoral. Sus escenas sirven para dar un vistazo general al mundo de donde proviene Superman e introducir así en la trama al villano principal, el General Zod. A pesar de pecar de sobreactuado por momentos, el antagonista encarnado por Michael Shannon tiene motivos que no resultan descabellados para perseguir al Hombre de Acero, y ese detalle eleva el argumento un poco más. Siguiendo una narrativa desestructurada que le sienta bien a la trama, Snyder sigue construyendo poco a poco lo que es una historia de orígenes que no cae en los típicos lugares comunes. El Clark Kent de Henry Cavill tiene obviamente un cuerpo esculpido hasta el detalle, una sonrisa adorable y un brillo especial en los ojos, detalles que lo ayudan bastante tanto en las escenas ligeras como en las más dramáticas. Comenzando con él y terminando en una lista larga le sigue el resto del elenco, elegido minuciosamente de entre lo mejor del mercado, como la intrépida Lois Lane de Amy Adams, que no es una damisela en apuros, y los Kent en los maravillosos Kevin Costner y Diane Lane. Si a este combo le agregamos los sólidos secundarios de Laurence Fishburne, Ayelet Zurer y Christopher Meloni, entre otros, por el lado del casting no hay que preocuparse en lo más mínimo. La duración de 143 minutos apenas se siente en Man of Steel. Snyder está tan concentrado y ha logrado focalizar las prioridades tan correctamente que desde los momentos iniciales hay tensión, y en los últimos cuarenta minutos esta explota cuando Metrópolis se ve asediada por las fuerzas kryptonianas renegadas. Sin toques de cámara lenta forzados ni grandes aspavientos, pero sí con un despliegue visual y sonoro abrumador -cortesía de una inspirada banda de sonido compuesta por Hans Zimmer- Superman renace nuevamente y con más poderío, esperando poder marcar un antes y un después en la carrera meteórica del superhéroe. Man of Steel es un gran puntapié inicial para una franquicia -mínimo una trilogía- en la cual la historia del personaje pueda ser contada nuevamente pero con un tono verídico y realismo pocas veces visto. Zack Snyder, volvemos a confiar en vos.
Mientras más cerca mires, menos verás. Ésa parecería ser la clave de Now You See Me, extraña mezcla de la saga de Danny Ocean de Steven Soderbergh y del tan apaleado subgénero de la magia y la prestidigitación. Un combo raro, que no se ve todos los días, y por una buena razón: tramposa como pocas en su ejecución, bastante CGI e hilos descolgados en el guión hacen que se la observe como mero disfrute sin buscarle las vueltas, porque por arte de magia no se encuentran a la vista. Es fácil hacerle la vista gorda a Louis Leterrier cuando su filmografía tiene títulos tan adrenalínicos como entretenidos: The Transporter y su secuela, The Incredible Hulk, Danny the Dog. El francés tiene un estilo visual rápido e incesante, abomba los sentidos. No importa que su libreto flaquee, te envuelve con su narrativa y finalmente te suelta cuando terminó de contar su historia. ¿Es hacer trampa? Para nada, simplemente y tal como hace el grupo de prestidigitadores en el film, utiliza ases bajo la manga para llegar al cierre casi intacto. Casi una especie de The Da Vinci Code por su facilidad de resolver problemas mediante trucos imposibles -y la gran mayoría con un uso casi criminal de efectos computarizados-, el guión de Ed Solomon, Boaz Yakin y Edward Ricourt juega a ser un poco de Robin Hood moderno, aunque sin moraleja a la vista. Rebobinando una vez que Now You See Me ha concluido uno puede quedar a la deriva, porque no hay nada de peso que justifique un posterior desmenuce de la trama, pero el sentimiento conflictivo de haber pasado unas dos horas más que potables de entretenimiento se siente. Parte del encanto radica también en su atractivo elenco, con ligeras reuniones que resultaron vistosas en el pasado -Jesse Eisemberg y su verborragia con Woody Harrelson en Zombieland, los veteranos Michael Caine y Morgan Freeman de la trilogía del Caballero Oscuro- y adiciones como Dave Franco y la belleza de Isla Fisher. Sin embargo, quien se lleva las palmas es el desesperado agente que encarna con mucho tino Mark Ruffalo, que se carga su papel al hombro y los lleva hasta las últimas consecuencias. Su versatilidad fluye a mares y es uno de los pilares sobre los que se recarga la película, y con mucha razón. El haber seguido de cerca el material promocional y los avances de Now You See Me es una gran señal de lo que termina siendo el producto final: una ligera y amable combinación de magia, trucos imposibles y dirección vertiginosa que esconde fehacientemente un guión al que le faltan pulir sus ideas. Le damos el visto bueno a Leterrier.
Es interesante ver como Cristiada suma más méritos artísticos que históricos al querer representar con firmeza el perenne conflicto que se da entre la religión y un estado laico cuando tanto el uno como el otro rayan el fanatismo y la intolerancia. El proyecto mexicano más caro que se ha rodado hasta el momento -110 millones en presupuesto- tiene un solvente elenco y detalles de producción impresionantes, pero flaquea demasiado a la hora de contar su versión de los hechos, haciéndolo de una manera más que ofensiva y aleccionadora. Normalmente un film con ribetes históricos suele decantarse por un lado subjetivo del relato y eso está bien, se le permite no ser objetivo o que favorezca a uno u otro en la discordia, pero el tema en Cristiada es que la polarización es tan evidente que asusta. El tratamiento del tema está manejado con un absoluto sentimentalismo barato, cursi, demasiado manipulador y pretencioso, con un concepto del Bien y el Mal desesperante, donde los cristianos son los buenos, justos y santos, mientras el gobierno opresor resulta irracional, frío y malvado. A pesar de sus desniveles, esta producción histórica con tintes de western cuenta con un buen elenco con nombres de peso, como el protagonista que interpreta Andy García, acompañado de Eva Longoria, Catalina Sandino-Moreno y hasta el cantante devenido en actor Ruben Blades. Puede picar el hecho de que se haga una película de habla inglesa basándose en una historia en territorio mexicano, pero ese es el menor de los males del director Dean Wright. Este debuta como realizador después de haberse hecho un nombre como diseñador de efectos especiales en grandes tanques, pero debería haberse quedado en ese territorio. Una buena fotografía, lograda ambientación y vestuario no hacen al film, y el guión de Michael Love es un lastre para todos los buenos aspectos que propone. Cristiada aburre, se hace larga, reiterativa y además peca de ser poco informativa. Los sabedores de historia le reprocharán sus faltas, y los que buscan buen cine atacarán sus otras carencias, que tiene muchas.